Fotografía de Elizabeth Sauno para La Izquierda Diario México.
El presente artículo del mexicano Egbert Méndez Serrano es una versión ligeramente modificada y aumentada del que saliera publicado en Insurgencia Magisterial, el sábado 14 de septiembre. Nuestra profunda gratitud con él por habernos permitido reproducir el texto, y también por haberse tomado el trabajo de realizar contra reloj las acotaciones explicativas que le sugerimos pensando en aquellos lectores y lectoras que no son de México. Para un resumen biográfico sobre Méndez Serrano, véase la ventana Autores de nuestra página web.
A las madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa
A las madres y familias buscadoras en México y Latinoamérica
si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero
Andrés Henestrosa
Albertina
En la madrugada del 23 de septiembre de 1965, trece guerrilleros asaltaron el cuartel del Ejército Mexicano ubicado en Madera, Chihuahua. Ocho de ellos perdieron la vida y cinco escaparon. Carlos Montemayor, en su novela Las mujeres del alba (2022), recogió las dificultades por las que pasaron las madres, hermanas e hijas de los guerrilleros caídos al querer recuperar sus cuerpos, sólo lograron rescatar el de Salomón Gaytán. En un auténtico acto de amor y valentía, Albertina –su hermana– acudió al cuartel donde los soldados lo tenían y se los reclamó. Montemayor recrea los diálogos:
“—Vengo por Salomón Gaytán. En la radio dicen que ustedes tienen su cadáver aquí, en el cuartel.
Intervino el que acompañaba al capitán:
—Es uno de los muertos por los explosivos. Cayó bajo el talud de las vías del ferrocarril.
—¿Por qué quieren ustedes su cadáver? No lo necesitan. Yo sí.”
No hubo más concesiones, por órdenes superiores se dio la instrucción de no llevarse a ninguno más. ¿Cómo superar el dolor familiar, pero sobre todo social, pues los combatientes tenían una fuerte conexión con los campesinos de la zona? Dicho vínculo se puede apreciar en la entrevista hecha a Salvador Gaytán, que Miguel Topete trabajó y fue publicada por el taller editorial La Casa del Mago, bajo el nombre de Ayer, en la mañana clara. Salvador Gaytán y el 23 de septiembre.
Los rituales funerarios tienen una fuerte función en el proceso de duelo, pero cómo hacerlos sin los cuerpos. Albertina recuperó el de su hermano, pero no el de su hijo, José Antonio Escóbel Gaytán. Montemayor atrapa la impotencia: “Me quedé sola, sabiendo que el cuerpo de mi hijo recibía la lluvia fría en la calle, en la tarima de un camión trocero, junto con los cadáveres de sus amigos”. Resulta que, en un acto grotesco, los militares exhibieron por el pueblo los cuerpos de los guerrilleros en un camión para cargar madera, a manera de escarmiento. Para superar su impotencia, Albertina se tiene que fundir con la naturaleza: “Mi hijo Antonio estaba en la calle bajo la lluvia. La lluvia lo cubría, lo lavaba, le quitaba el lodo, le lavaba la sangre del cuerpo, de sus cabellos, como si fueran mis manos, como si yo lo acariciara acabando de morir. La lluvia me ayudaba a limpiar su sudor, su dolor”.
A los familiares de los guerrilleros abatidos, se les obligó a asistir a los funerales de los militares que cayeron en el enfrentamiento, mientras que a los suyos ni siquiera se les proporcionó mortaja: “El gobernador Giner ordenó por radio que bajaran los cadáveres y arrojaran a todos en fosa común. “‘Querían tierra, que traguen tierra’, espetó”. El Estado mexicano estaba redescubriendo la manera de infligir un dolor universal, que fuera más allá de lo singular de la tortura: castigar al pueblo, negándole la sepultura de sus insurrectos.
En lo que respecta a la tortura que implementó Estado mexicano a través del Ejército, durante el llamado periodo de la guerra sucia, no fue un mero salvajismo, sino prácticas reglamentadas para obtener la delación de los condenados. En estos procedimientos cuasi-inquisitoriales,1 recientemente se dio a conocer otro más: médicos militares del 27º Batallón de Infantería curaban a los torturados para que sus verdugos pudieran seguir inflingiéndoles dolor.2
La evolución del castigo se inscribe en el contexto latinoamericano de dictaduras militares y de fuerte represión que sufrieron las luchas sociales y anticapitalistas, principalmente la guerrilla rural y urbana. El Estado pasó de negarle los cuerpos a familiares, activistas y amigos, a desaparecerlos. De esta forma, disuadía las posibles manifestaciones que realizaría el movimiento social en torno a sus luchadores. Pero el cálculo no sólo fue administrativo. También desató la perversidad del capitalismo en sus métodos represivos. La desaparición forzada extendió el dolor más allá del cuerpo del suplicante, alcanzando a todo el pueblo. Al igual que la tortura, no se trataba de mero salvajismo. En palabras de Roberto González Villareal, la desaparición forzada es “una tecnología racional, lo que significa que es un conjunto de técnicas y discursos orientados, hacia un fin: desaparecer a una persona”3.
Hubo incalculables desapariciones forzadas orquestas por el Estado. El primer caso de este tipo del que se tiene registro es el de Epifanio Avilés Rojas, militante de la organización guerrillera Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, desaparecido por el Ejército Mexicano el 19 de mayo de 1969. Por lo complicado de la situación, hasta hoy, no hay consenso en las cifras. Algunos conteos rondan las mil desapariciones, otros las mil quinientas. Se habla de hasta tres mil desapariciones, en este nuevo tipo de tortura política sobre la población mexicana y sus organizaciones sociales y anticapitalistas.
Antígona
En Antígona, la clásica tragedia de Sófocles, Creonte emite un edicto contra Polinices –hijo de Edipo y hermano de Antígona– debido a que invadió Tebas. No merece ser sepultado, a su entender. (Esta historia aparece también en Los Siete contra Tebas de Esquilo.) El mito cuenta que los hermanos Polinices y Eteocles se turnarían en el trono tras la muerte de Edipo, su padre. Sin embargo, el segundo no cumple el acuerdo, por lo que el primero decide invadir Tebas. Al final, ambos hermanos se enfrentan y se matan mutuamente.
Creonte, que queda al frente de la ciudad, establece el castigo para el invasor: “a éste, heraldos he mandado que anuncien que en esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas: dejarle insepulto, presa expuesta al azar de las aves y los perros, miserable despojo para los que le vean”4. Quien no respete esta ley, será condenado a muerte.
Antígona, que no puede permitir semejante ofensa, decide desafiar la ley de Creonte y entierra a su hermano. En la Fenomenología del espíritu, Hegel ve en este conflicto la colisión entre dos leyes: la humana y otra que se dice divina. Ambas leyes expresan el sentido de comunidad de la Antigüedad. Ambas son producidas por la humanidad. Solo que la divina se experimenta como puesta por los dioses: “su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron”, afirma la Antígona de Sófocles. El resultado de la tragedia es el triunfo de la ley humana sobre la ley divina: Antígona es condenada a muerte por desobedecer a Creonte.5
Desde la interpretación hegeliana, los rituales funerarios tienen la profunda función social de fomentar el sentido de comunidad. Cuando una persona fallece, realiza su última acción, morirse, la cual sólo le compete a ella, independientemente de la situación que la ocasione. El resultado de esa acción ya no regresa a la persona, como las otras acciones que realizó en vida, sino a su familia y amigos, que en los rituales la vuelven imperecedera al recordarla. Haciéndola parte de ellos, la convierten en compañera de toda su comunidad.
Así, la persona fallecida adquiere dimensión de lo universal, pero queda expuesta a las fuerzas de la naturaleza (“expuesta al azar de las aves y los perros”) y a sus enemigos (“Que no traigan los cuerpos de esos hijos de la chingada. Entierren a todos allá, en fosa común”7). Ahora es un ser pasivo frente a ellos, no puede defenderse de la destrucción con que la amenazan.
De ahí que la función de familiares y amigos incluya apartarla de esos males, convirtiendo su muerte en obra humana.7 Que no sólo la tierra le dé cobijo y la lluvia limpie su cuerpo, queremos también protegerlo con nuestras propias manos. Los rituales fúnebres dignifican y por lo tanto humanizan, porque apuntan hacia la vida de la comunidad.
“En vano se le busca en otra parte: ‘está en el alma de los mártires, de los esclavos, de los pobres’. (…) ¡Muerte! ¡Muerte generosa! ¡Muerte amiga…!”8
Los muertos se convierten en individualidades universales. Se recrea en torno a la pérdida del ser querido una socialidad reconciliada, debido a que toda su comunidad se reconoce en él.
Ni vivos ni muertos
En una desgarradora historia, Federico Mastrogiovanni narra el limbo en el que quedan atrapados familia y amigos al no poder encontrar a Alan. El título de su investigación periodística anuncia el angustiante suspenso: Ni vivos ni muertos. ¿Qué está en juego cuando no se sabe si la persona está viva o muerta? Es el terror por el que pasan miles de familias en México. Se estima que, “entre 1964 y 2023 desaparecieron más de 200.000 personas, y más de 100.000 permanecen desaparecidas. El 80% de estas desapariciones ocurrieron después de 2007, año del inicio de la denominada ‘Guerra contra el narcotráfico’, iniciada por el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012)”9. No obstante, González Villareal hace otro estimado escalofriante: si se toma en cuenta que de 2010 a 2017 nueve de cada diez delitos no fueron denunciados, estaríamos hablando de que “la desaparición de personas en México alcanzaría 700.000 casos”10 en ese periodo.
En esta segunda oleada de desapariciones forzadas, todo el mundo puede desaparecer. Ya no se trata sólo de represión focalizada contra la guerrilla, sino contra la población que deambula los territorios que conforman los circuitos económicos de la industria ilegal. Esta escuela de terror sistematizado no surgió de manera espontánea. Se trasmitió por el Ejército Mexicano –del periodo de la guerra sucia– a la actualidad, para beneficiar los negocios (capitalistas) del crimen organizado.
Las desapariciones forzadas dejan a las familias en un terrorífico impasse social. La persona desaparecida no se sabe si está viva o muerta. Si hubiera fallecido, en una perversidad sin límites, los agresores estarían impidiendo su conversión en obra humana, es decir, su regreso a la vida de forma universal. La desaparición forzada es el arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en mil muertes para obtener con ella la más extensa agonía de familiares, activistas y amigos.11
Se han documentado infinidad de casos de la primera oleada (es una tragedia no poder nombrar a todos y todas). Uno de ellos es Rosendo Radilla Pacheco, líder campesino de Guerrero: “El Ejercito Mexicano lo secuestró el 25 de agosto de 1974 y desde entonces hasta la fecha sigue desaparecido”12; otro es Wenceslao José García, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, que después de estar preso en la entonces cárcel de Lecumberri en 1974, para 1975 fue desaparecido: “Desapareció de los expedientes judiciales por obra y omisión de las autoridades encargadas de preservarlos (…) desapareció de la escena pública cuando sus familiares y compañeros de lucha dejaron de buscarlo (…) Ahora se sabe que ha desaparecido también del nuevo censo de personas desaparecidas, llamado Estrategia General de Búsqueda Generalizada, que elabora el gobierno de Andrés Manuel López Obrador”13.
De la segunda oleada, a nivel internacional se conoce un caso que caló profundamente en la sociedad mexicana: la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, en Ayotzinapa, Guerrero, la noche del 26 de septiembre de 2014, hace diez años. El acto visibilizó el uso de la fuerza policial de Guerrero como parte del aparato de la industria del crimen organizado, en donde los tres niveles de gobierno estuvieron involucrados.
Ese día, estando en Iguala, Guerrero, un numeroso contingente de normalistas tomaron cinco autobuses con la idea de desplazarse a la movilización del 2 de octubre, que año tras año se efectúa en Ciudad de México, en la cual se exige justicia por la matanza que el Ejército Mexicano realizó contra estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en 1968. El contingente de normalistas no logró su objetivo. Tras varias agresiones y asesinatos que se extendieron indiscriminadamente contra la población que circundaba el lugar, el Estado operó la desaparición.
Gracias a las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), a contracorriente de la «verdad histórica» que pretendía imponer el entonces gobierno de Enrique Peña Nieto, se logró saber que en el trasfondo del caso está el tráfico de heroína desde Iguala hasta Estados Unidos. Así, una de las hipótesis que emergieron fue que algunos de los autobuses tomados por los normalistas estaban cargados de droga, valuada en millones de dólares. Entonces, la fuerza policial e incluso el Ejército Mexicano –coludidos con la industria ilegal– se dieron a la tarea de recuperar el cargamento.
Desde entonces, el complejo proceso de desaparición forzada no ha cejado. Su maquinaria ha operado para obstruir la investigación, estigmatizar a las madres y padres de los 43, con el objetivo de cerrar el caso y dejar de buscarlos. Por paradójico que parezca, es lo mismo que hizo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador durante seis años, haciéndose cómplice de la desaparición.
Mientras el Estado mexicano siga sosteniendo este crimen, por comisión u omisión, y la maquinaria siga operando en los infinitos casos que existen, no tiene ningún sentido hablar de una transformación en el país en beneficio de las mayorías. Al contrario, desde esta perspectiva, cabe preguntarse por la profundidad del desgarramiento del tejido social y la deshumanización que ha causado la desaparición forzada en México.
Egbert Méndez Serrano
NOTAS
1 Sobre los procedimientos penales en la Inquisición, puede verse el apartado “Suplicio” en Michel Foucault, Vigilar y castigar, Bs. As., Siglo XXI, 1976.
2 Gustavo Castillo García, “‘Guerra sucia’: curaban a torturados y luego los regresaban al martirio”, en La Jornada, 9/9/2024, disponible en www.jornada.com.mx/noticia/2024/09/09/politica/guerra-sucia-curaban-a-torturados-y-luego-los-regresaban-al-martirio-377.
3 Roberto González Villareal, La desaparición forzada en México, México Terracota, 2022, p. 30.
4 Sófocles, Antígona, Madrid, Salvat 1982, p. 82.
5 El camino que sigue la Fenomenología apunta a mostrar la crisis de la eticidad antigua, expresada en la polis, para luego arribar al derecho romano que constituye a las personas en sujetos y, finalmente, se asiste a la conformación de la individualidad moderna. Se trata de un tránsito: del momento de la comunidad, al momento de la individualidad. En este artículo, no me interesa continuar por ese camino, sino detenerme a hacer una aproximación filosófica de las consecuencias sociales que tiene no poder enterrar a los familiares, el impedimento de los rituales funerarios.
6 Montemayor, op. cit., p. 78.
7 “Lo que a través de esto se produce es que el ser muerto, el ser universal, se convierte en un ser que ha retornado dentro de sí, un ser para-sí, o que la pura singularidad singular, carente de fuerza, es elevada a individualidad universal. El muerto, puesto que ha liberado su ser de su actividad o de su Uno negativo, es la singularidad vacía, es sólo un ser pasivo para otro, abandonado a todas las individualidades abyectas, carentes de razón, y a las fuerzas de materias abstractas que son más fuertes que él: aquéllas, en virtud de la vida que ellas tienen, y éstas, en virtud de su naturaleza negativa. Esta actividad de un apetito sin conciencia y de esencias abstractas, tan ultrajante para el muerto, es lo que la familia aparta de él, sustituyéndola por lo suyo, y desposa al pariente muerto con las entrañas de la tierra, con la individualidad elemental e imperecedera; lo convierte así en compañero de una comunidad que más bien domina y mantiene atadas las fuerzas de las materias singulares y las formas de vida abyectas que, liberadas contra él, querían destruirlo”. W. G. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, Madrid, Gredos, 2010, pp. 386-387.
8 Palabras contenidas en el discurso leído por José Martí en el Liceo de Guanabacoa para honrar la memoria del poeta cubano Alfredo Torroella.
9 Karina Ansolabehere y otros, Desapariciones y regímenes de violencia, México, UNAM, 2024, p. IX.
10 González Villareal, op. cit., p. 17.
11 “La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en ‘mil muertes’ y obteniendo con ella antes de que cese la existencia, the most exquisite agonies”. Foucault, op. cit., p. 40.
12 Federico Mastrogiovanni, Ni vivos ni muertos, México, Grijalbo, 2014, p. 84.
13 Francisco López Bárcenas, Las tres desapariciones de Wenceslao José García, “El Sam”, en https://desinformemonos.org/las-tres-desapariciones-de-wenceslao-jose-garcia-el-sam.