Detalle de La ronda nocturna (1642), de Rembrand. Óleo sobre lienzo, Rijksmuseum, Ámsterdam. Fuente: Wikipedia.
Duramente criticado por las izquierdas revolucionarias, impiadosamente cuestionado por marxistas y anarquistas, el político e intelectual alemán Ferdinand Lassalle no deja por ello de integrar el panteón socialista. Lugar merecido, a nuestro juicio, más allá de que discrepemos con él en no pocas cuestiones teóricas y políticas de relevancia. Jurista y activista, escritor y orador, su influjo sobre el socialismo temprano de mediados del siglo XIX no resulta desdeñable (aunque en varios aspectos, ese influjo fue más el de un hábil propagandista y organizador del movimiento que el de un pensador y estratega de fuste).
Lassalle nació en Breslavia, provincia de Silesia, Reino de Prusia, el 11 de abril de 1825, en el seno de una familia judía de la burguesía ilustrada, apellidada Lassal. Estudió derecho, filosofía y filología en las universidades de Breslavia y Berlín, donde se convirtió en uno de los jóvenes hegelianos de izquierda. Al recibirse de abogado, afrancesó su patronímico como “Lassalle” para –en el contexto sociocultural de una Mitteleuropa con fuertes prejuicios y discriminaciones antisemitas, donde la asimilación de las minorías askenazíes era habitual– desvincularse del judaísmo ancestral e incorporarse a la «carrera meritocrática». Tras una estancia bohemia en París, donde se sumó a la Liga de los Justos y conoció a Proudhon, regresó a la capital de Prusia y ejerció con éxito la abogacía. Republicano en su juventud, tuvo una intensa participación en la malograda revolución del 48, pronunciando discursos de gran agudeza y elocuencia en contra del absolutismo monárquico y a favor de la unificación alemana. Perseguido y condenado a prisión por las autoridades prusianas, se exilió en la pujante y progresista región de Renania, epicentro del capitalismo alemán, donde completó y publicó su primer libro: los dos tomos de La filosofía de Heráclito, el Oscuro de Éfeso (1857-58). En 1859 consiguió permiso para retornar a Berlín. Escribió más obras, entre ellas El sistema de derechos adquiridos (1861). La crisis institucional prusiana de 1862 vio a Lassalle regresar de lleno a la arena política. Era aquella una coyuntura de mucha turbulencia, signada por el conflicto de los diputados constitucionalistas del Landtag con el rey Guillermo I y su canciller Bismarck, gobernantes autoritarios que impulsaban un oneroso militarismo expansionista. Jurista destacado, Lassalle fue invitado a disertar en público sobre la constitución prusiana. La perspectiva socialista de su crítica escandalizó tanto a la aristocracia conservadora como a la burguesía liberal, aunque no siempre por idénticas razones. Sufrió por ello recurrentes censuras y varios procesamientos por sedición. En mayo de 1863, colaboró en la fundación de la Asociación General de Trabajadores de Alemania (ADAV, por sus siglas en alemán), un partido obrero de orientación clasista y reformista que bregaría por el sufragio universal, los derechos laborales y el cooperativismo. Lassalle fue el primer presidente de la ADAV, cuyos destinos dirigió con férreo verticalismo y desembozado personalismo. Falleció al año siguiente en Suiza, con apenas 39 años de edad. Se batió a duelo de pistolas con el pretendiente de su novia Helene von Dönniges, cuyo padre no había aceptado que se casara con Lassalle, pero sí con el príncipe valaco que habría de matarlo en Carouge, un suburbio de Ginebra, el 31 de agosto de 1864.
Entre las conferencias más notables que Lassalle pronunció en su corta pero intensa vida, queremos rescatar hoy Das Arbeiter-Programm o “El programa de los trabajadores”, cuyo subtítulo reza “Sobre la relación particular del período histórico actual con la idea de clase trabajadora”. La disertación fue un sábado 12 de abril de 1862 en Berlín, en la sede de la Asociación de Artesanos en el barrio de Oranienburger Vorstadt, contra el telón de fondo de la crisis institucional prusiana que ya señalamos. Pocas jornadas atrás, Lassalle había inquietado e indignado a Junkers conservadores y burgueses liberales con un discurso donde afirmaba que las cuestiones y discusiones constitucionales estaban determinadas, fundamentalmente, por el sistema económico y las contradicciones de clase en su devenir histórico-dialéctico. En Das Arbeiter-Programm, el jurista de izquierda alemán hilvanó las reivindicaciones básicas del movimiento socialista, tal como él lo entendía: educación popular, derechos laborales, vivienda digna para todos, seguridad social, abolición del trabajo infantil, protección del consumidor, creación de cooperativas subsidiadas por el Estado y –algo crucial en su concepción– sufragio universal. De inmediato, la conferencia se convirtió en folleto, pero las autoridades prusianas confiscaron los tres mil ejemplares impresos antes de que se distribuyeran. El autor fue arrestado y enjuiciado por “perturbar la paz pública”. Decidió ser su propio abogado. Condenado a prisión, apeló el fallo y logró conmutar esa pena por la de una multa.
Para Lassalle, la transición al socialismo debía ser gradual y pacífica, dentro de la ley, sin estallidos insurreccionales, sin huelgas siquiera (la “ley de bronce de los salarios” las volvía inconducentes, a su peregrino entender). Preconizaba la vía reformista electoral y parlamentaria, la organización sindical autónoma del proletariado y la creación de un partido obrero de masas con un programa socialista, capaces de propiciar la instauración de un Estado democrático-social, de un Volkstaat o “Estado popular” que nacionalice las grandes industrias y la banca, y garantice el bienestar general.
Posteriormente, Lassalle –quien había abandonado hacía bastante tiempo su republicanismo como «pecado de juventud»– intentó un acercamiento personal y político con Bismarck. Al margen de todas sus diferencias ideológicas, ambos eran patriotas monárquicos y nacionalistas, pangermanistas partidarios de la unificación imperial alemana bajo el liderazgo de Prusia. Hostil a cualquier tipo de conciliación o dependencia de los trabajadores asalariados con sus patrones capitalistas, a quienes despreciaba, Lassalle creyó posible que la poderosa monarquía centralizada de los Hohenzollern (aquella que forjaran déspotas como Federico el Grande, aquella que ponderaran filósofos como Hegel), realizara una evolución democrático-social a través del sufragio universal y un Estado benefactor e interventor, sobre la base social de una alianza táctica, coyuntural, entre la vieja nobleza conservadora y el nuevo proletariado socialista, en contra de la burguesía liberal, defensora acérrima del laissez faire y el voto censitario. Cifró sus esperanzas en el progreso de la socialdemocracia dentro de una nación alemana unificada, pero preservando la realeza y la burocracia prusianas, sin revolución republicana, sin insurrección popular, al amparo de un nuevo Reich plebeyo, aggiornado, que superase los resabios feudales y los desaguisados capitalistas. Lassalle fracasaría en su ingenuo cometido de seducir a Bismarck, y poco después la parca se lo llevaría. No obstante, años después, el Canciller de Hierro sabría astutamente combinar las leyes antisocialistas –autoritarias, represivas– con algunas políticas «obreristas» y democratizadoras inspiradas en el lassallismo, como los programas de seguridad social –de avanzada para la época– y la ampliación del voto, todo ello desde un encuadre pragmático de «palo y zanahoria» –no exento de un sincero paternalismo inspirado en la caridad cristiana– encaminado a la conservación del statu quo. ¿Victoria póstuma de Lassalle? Un poco, tal vez. El propio Bismarck, allá por 1881, defendería sus medidas concesivas en materia previsional (pensiones por invalidez, ancianidad, etc.) hablando de Staatssozialismus o “socialismo de Estado”. Lo que no plantea dudas es que el legado de Ferdinand Lassalle influiría profunda y decisivamente en el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), creado con otro nombre hacia 1875, tras la fusión –con fricciones que durarían décadas– entre los marxistas del SDAP y los lassalleanos de la ADAV.
Ciertamente no comulgamos con la visión tan optimista –acrítica, poco realista– que Lassalle tenía del Estado, el sufragio universal y la política parlamentaria. No acordamos con su mirada reformista y estatista –casi «bismarckiana», chicaneaban sus detractores por izquierda– del socialismo. Tampoco sentimos simpatía alguna por su patriotismo prusiano y su nacionalismo pangermanista. Sus ilusiones monárquicas e imperiales, que lo llevaron a un intento fallido de contubernio con Bismarck, nos parecen tragicómicas, igual que su rechazo de la vía insurreccional y la acción huelguística, sin olvidarnos de sus ínfulas despóticas al interior de la ADAV. Los severos cuestionamientos que Marx y Bakunin, desde trincheras enfrentadas, le plantearon al lassallismo (Crítica del Programa de Gotha, 1875; Estatismo y anarquía, 1873) nos parecen acertados y merecidos, en general. También los de otros autores marxistas y ácratas, como Friedrich Engels y Rudolf Rocker.
Pero en este mundo neoliberal del siglo XXI donde el laissez faire «manchesteriano» o extremista –el fundamentalismo de mercado más rancio y ramplón– tiene tantos paladines, y en esta Argentina derechizada de Milei donde las quimeras minarquistas de la Escuela Austríaca hacen tanto furor (véase el ensayo de nuestro compañero Federico Mare “Protesta y represión, memoria y negación” en Corsario Rojo VIII), nos parece oportuno recuperar la crítica de Lassalle a lo que denominó, con sorna, Nachtwächteridee. No es que el nuestro sea un socialismo de Estado, al modo lassalleano. En absoluto. Nuestro socialismo, nuestro comunismo, son libertarios. La estatalidad actual nos parece una forma inferior o degradada de lo público. Las comunas libres del porvenir representan, para quienes hacemos Kalewche, una forma superior de lo público. Pero ante un capitalismo neoliberal que todo lo quiere privatizar y mercantilizar, ciertas instituciones del Estado, no obstante sus vicios o imperfecciones (autoritarismo, burocratismo, corrupción, clasismo, conservadurismo, etc.), nos parecen parcialmente defendibles a corto y mediano plazo, desde una perspectiva crítica que no renuncie al horizonte de una transformación revolucionaria a largo plazo. Mientras el mundo no sea comunista, vale decir, una federación de comunas de trabajadores libremente asociados, determinados sectores del Estado deben ser defendidos por las izquierdas frente a la voracidad destructiva del mercado y la globalización (incluso antes de que se inicie la transición socialista que ha de crear una res publica más elevada desde, para y por el pueblo trabajador): hospitales públicos, escuelas públicas, comedores públicos, bibliotecas públicas, transportes públicos, guarderías públicas, asilos públicos, universidades públicas, museos públicos, radios públicas, cines públicos, etc. En pocas palabras, las instituciones comunales del futuro serán mejores instituciones públicas que las instituciones estatales de hoy (tal es nuestra utopía), pero las instituciones estatales existentes, aun con sus defectos, son mejores instituciones –o menos malas– que las empresas privadas capitalistas, que todo lo subordinan al lucro, al Lucifer de las ganancias. Algo del pensamiento reformista lassalleano acerca del Estado puede ser salvado del naufragio, con la debida cautela y selectividad que nos impone la intransigencia revolucionaria.
Nachtwächteridee es una palabra compuesta (Nachtwächter + Idee), algo muy común en el idioma alemán. Idee es «idea», dos términos cognados, derivados del vocablo griego ἰδέα (idéa). El sustantivo Nachtwächter podríamos traducirlo más concisamente como «sereno», en la segunda acepción sustantiva –no adjetival– que recoge la RAE en su diccionario: “Encargado de rondar de noche por las calles para velar por la seguridad del vecindario, de la propiedad, etc.”. Por ende, una traslación nada inexacta de Nachtwächteridee vendría a ser «idea de sereno». No obstante, aquí preferimos traducir Nachtwächter con la frase «vigilante nocturno» –algo barroca– porque Lassalle se refería mordazmente al Estado minarquista de los ultraliberales o manchesterianos, y porque esta metáfora política suya tan ocurrente y chispeante daría origen al neologismo Nachtwächterstaat (Nachtwächter + Staat), luego universalizado a través del inglés –otra lengua de la familia germánica– como night-watchman state, término etimológicamente muy afín. Si tradujéramos Nachtwächterstaat como «Estado sereno» (en vez de como «Estado vigilante nocturno») resultaría muy confuso, debido al doble sentido de la palabra «sereno», que es un sustantivo (persona que se ocupa de cuidar un lugar durante la noche) y a la vez un adjetivo masculino (calmo, tranquilo, sosegado). Por lo demás, «vigilante nocturno» tiene la ventaja de preservar casi totalmente la estructura semántica de Nachtwächter/night-watchman. No menos importante es que en castellano ya se ha generalizado y afianzado el criterio de traducir Nachtwächterstaat/night-watchman state como «Estado vigilante nocturno». Véase, por ejemplo, la Wikipedia.
Un Estado vigilante nocturno no debe confundirse con un Estado policial (un país autoritario cuyo gobierno ejerce un intenso control social por medio de leyes draconianas y la supresión de las libertades públicas, a menudo valiéndose de una policía secreta y otros mecanismos de vigilancia densa). Puede serlo o no. Un Estado vigilante nocturno es un Estado que restringe su accionar a las funciones más elementales que, según los ultraliberales, necesita el capitalismo de libre mercado para poder funcionar: justicia en lo civil/comercial y penal, con fuerzas de defensa y seguridad. En concreto, leyes y tribunales, policías y cárceles, militares, una administración pública y un fisco reducidos a su mínima expresión, y no mucho más. Se trata solamente, para este minarquismo abstracto al que se le notan demasiado sus hilos de marioneta ideológica (los intereses de clase de una burguesía que sueña con una plutocracia perfecta), de que el Estado se ocupe de castigar los delitos contra la vida, libertad y propiedad de los individuos (asesinatos, secuestros, robos, fraudes, etc.). Se trata, meramente, de dirimir los conflictos contractuales entre partes privadas y de disuadir o repeler agresiones extranjeras, para lo cual no quedaría más remedio (insistimos: de acuerdo al razonamiento minarquista) que elegir un gobierno que se ocupe de recaudar y gestionar aquello que resulte de muy estricta imprescindibilidad, es decir, ¡ni una sola gota de “estatismo” o socialismo! Así razonan Milei y sus laderos (Sturzenegger, por ejemplo). Fantasean con un Estado vigilante nocturno 100% paleoliberal. Un Estado que, como chicaneaba Lassalle un siglo y medio atrás, no haga otra cosa más que patrullar las calles en horas oscuras para impedir los robos y perseguir a los ladrones, en salvaguardia de los propietarios.
El economista y pensador liberal Ludwig von Mises, uno de los mayores gurúes de la Escuela Austríaca y la derecha libertariana, se hizo eco de esta crítica corrosiva en su libro Liberalismus (1927). Cita allí, en el capítulo 1 (“Los fundamentos de la política liberal”), el término lassalleano Nachtwächterstaat, aunque queda claro que no es de su agrado. Le sale al cruce a Lassalle con otra chicana, donde ridiculiza con malicia a la socialdemocracia alemana, y de paso a la filosofía hegeliana, a la que simplifica y deforma con una interpretación demasiado literal del carácter «divino» (racional-comunitario) que Hegel le atribuía al Estado:
“Hay que estar en condiciones de obligar a la persona que no respeta la vida, la salud, la libertad personal o la propiedad privada de los demás a aceptar las normas de la vida en sociedad. Esta es la función que la doctrina liberal asigna al Estado: la protección de la propiedad, la libertad y la paz. El socialista alemán Ferdinand Lassalle intentó ridiculizar la concepción de un gobierno limitado exclusivamente a esta esfera llamando al Estado constituido sobre la base de principios liberales ‘Estado vigilante nocturno’. Pero es difícil ver por qué el Estado vigilante nocturno debería ser más ridículo o peor que el Estado que se ocupa de la preparación del chucrut, de la fabricación de botones para pantalones o de la publicación de periódicos. Para comprender la impresión que Lassalle pretendía crear con este ingenioso comentario, hay que tener en cuenta que los alemanes de su época aún no habían olvidado el Estado de los déspotas monárquicos, con su gran multiplicidad de funciones administrativas y reguladoras, y que todavía estaban muy influenciados por la filosofía de Hegel, que había elevado al Estado a la posición de una entidad divina. Si se consideraba al Estado, con Hegel, como ‘la sustancia moral autoconsciente’, como ‘lo universal en sí mismo y para sí mismo, la racionalidad de la voluntad’, entonces, por supuesto, había que considerar blasfemo cualquier intento de limitar la función del Estado a la de servir como vigilante nocturno.”
En Anarchy, State, and Utopia (1974), donde discute con Rawls y su Teoría de la justicia (1971), el filósofo estadounidense Robert Nozick también habría de romper lanzas por el minarquismo, pero apropiándose de manera totalmente desprejuiciada del término night-watchman state como sinónimo neutro y normalizado de Estado mínimo: “el Estado más minimalista que se debate seriamente entre los principales teóricos políticos, el Estado vigilante nocturno…”, “el Estado vigilante nocturno de la teoría liberal clásica, limitado a las funciones de proteger a todos sus ciudadanos contra la violencia, el robo y el fraude, y al cumplimiento de los contratos, etc…”, “al Estado vigilante nocturno se le suele llamar Estado mínimo”, “hasta ahora he hablado del Estado vigilante nocturno…”, “en ningún momento nuestro argumento asume la existencia de instituciones de fondo más amplias que las del Estado mínimo o vigilante nocturno, un Estado limitado a proteger a las personas contra el asesinato, la agresión, el robo, el fraude, etc.”. De hecho, Nozick incluyó en su índice analítico el término night-watchman state.
Cabe aclarar que Nozick, igual que Mises, se distanció críticamente del antiestatismo radical, tanto de izquierdas (anarcosocialismo) como de derechas (el mal llamado “anarcocapitalismo” de autores como Murray Rothbart). Su ultraliberalismo era minárquico. Como hemos visto, aceptaba y proponía la creación de un “Estado mínimo” o “Estado vigilante nocturno”.
En neerlandés, el oficio de sereno o guardia nocturno recibe un nombre muy similar al que tiene en alemán: nachtwaker, en vez de Nachtwächter. Esto viene a cuento del cuadro que escogimos para ilustrar esta publicación: De Nachtwacht, una de las pinturas más célebres del holandés Rembrandt, obra insigne del Barroco flamenco, con una magistral utilización de la técnica del claroscuro, tan típica en esa escuela artística. Se trata de un óleo sobre lienzo de dimensiones monumentales (3,59 metros de altura por 4,38 metros de largo), realizada entre 1639 y 1642, hoy exhibida en el Rijksmuseum de Ámsterdam. El verdadero título de la pintura es La compañía militar del capitán Frans Banninck Cocq y el teniente Willem van Ruytenburgh, pero en los siglos XVIII y XIX el artista inglés Joshua Reynolds y los críticos franceses la empezaron a llamar Night Watch y Patrouille de Nuit, nombre que sería castellanizado como Ronda nocturna. Se trata de un malentendido. Cuando la obra fue restaurada en 1947 (se le quitó la capa de barniz oxidado y suciedad acumulada que la oscurecían), se descubrió que la patrulla de vigilantes no era nocturna sino diurna: la composición estaba ambientada al interior de un portalón en penumbra, donde un rayo de sol ilumina vivazmente a los personajes. Aunque errado, el nombre subsistió hasta la actualidad, por inercia de la tradición. Ronda nocturna muestra un contingente de veinte schutters o milicianos –una compañía de la Corporación de Arcabuceros de Ámsterdam– a punto de iniciar su marcha de vigilancia policial por las calles de la ciudad. Fue precisamente esta milicia municipal (schutterij) la que le encargó el cuadro a Rembrandt para decorar el salón principal de su sede, con motivo de su inauguración, que se celebraría con un banquete. El pintor recibió 1.600 florines –una suma cuantiosa– por su trabajo. Fueron los propios arcabuceros representados en el lienzo los que le pagaron, a razón de cien florines por cabeza (aunque algunos de ellos se demoraron en abonar su parte porque quedaron disconformes con la escasa visibilidad de sus figuras). De Nachtwacht es una típica pintura barroca de la Edad de Oro holandesa, de la Holanda republicana del siglo XVII, una Holanda calvinista a la vanguardia del desarrollo capitalista, con su oligarquía de regenten (comerciantes, banqueros, terratenientes, empresarios industriales y navieros) concentrado riqueza, poder y estatus en detrimento de la plebe. A diferencia de Proudhon, estos burgueses no pensaban que la propiedad fuese un robo, pero sí temían que sus propiedades fuesen asaltadas o saqueadas por el «populacho». Por eso patrullaban con tanto celo las calles de sus barrios citadinos, de día y de noche, organizándose a tal efecto en guardias cívicas, bien pertrechadas con armas de fuego y armas blancas. Los retratos grupales de milicianos burgueses, las schuttersstukken, llegaron a ser todo un género pictórico del Flandes renacentista y barroco. La schuttersstuk más famosa es la de Rembrandt, pero la más antigua es el Tríptico de los arcabuceros, un óleo sobre tabla de Dirck Jacobsz que data de 1529 (ver abajo la reproducción).
El texto de Lassalle que a continuación traducimos fragmentariamente del alemán, Das Arbeiter-Programm, fue originalmente editado por Carl Nöhring en Berlín, hacia 1862. El intelectual y político socialdemócrata Eduard Bernstein lo recopilaría media centuria después, junto con otros Discursos y escritos completos de Lassalle (P. Cassirer, Berlín, 1919, vol. 2). Aquí solo hemos extraído un breve pasaje de “El programa de los trabajadores”, a partir de la transcripción digital de Thomas Schmidt para Marxists’ Internet Archive. Las notas al pie identificadas con la abreviatura “N. del Ed.” pertenecen al editor alemán. Las que dicen “N. del T.” son las que incorporamos a nuestra traducción castellana.

(…) Estas son las razones, señores, por las que el dominio del cuarto estamento1 sobre el Estado debe traer consigo un florecimiento de la moralidad, la cultura y la ciencia sin precedentes en la historia.
Pero hay otra razón que también conduce a ello, que a su vez está íntimamente relacionada con todas las consideraciones que hemos expuesto y constituye su piedra angular.
El cuarto estado no solo tiene un principio formal y político diferente al de la burguesía, a saber, el sufragio universal directo en lugar del censo de la burguesía, sino que, además, no solo tiene una relación diferente con las potencias morales que las clases superiores, debido a su posición en la vida, sino que también tiene –en parte como consecuencia de ello– una concepción muy diferente de la burguesía sobre el propósito moral del Estado.
La idea moral de la burguesía es que solo se debe garantizar a cada individuo el libre ejercicio de sus facultades.
Si todos fuéramos igual de fuertes, igual de inteligentes, igual de cultos e igual de ricos, esta idea podría considerarse suficiente y moral.
Pero como no lo somos ni podemos serlo, esta idea no es suficiente y, por lo tanto, conduce necesariamente a una profunda inmoralidad. Porque lleva a que el más fuerte, el más astuto y el más rico exploten al más débil y se embolse lo suyo.
La idea moral de la clase trabajadora, en cambio, consiste en que la actividad libre y sin trabas de las fuerzas individuales por parte del individuo no es aún suficiente, sino que, en una comunidad moralmente ordenada, a ella debe añadirse: la solidaridad de los intereses, la comunidad y la reciprocidad en el desarrollo.
De acuerdo con esta diferencia, la burguesía concibe el propósito moral del Estado de la siguiente manera: consistiría exclusiva y únicamente en proteger la libertad personal del individuo y su propiedad.
Esta es una idea de vigilante nocturno [Nachtwächteridee], señores, una idea de vigilante nocturno porque sólo puede imaginarse al Estado bajo la figura de un vigilante nocturno, cuya única función consiste en impedir robos y asaltos.2 Lamentablemente, esta idea de vigilante nocturno no se encuentra solamente en los liberales propiamente dichos, sino que aparece con frecuencia incluso en muchos supuestos demócratas, debido a la falta de formación intelectual. Si la burguesía quisiera ser consecuente y expresar su última palabra, tendría que confesar que, según sus ideas, si no hubiera ladrones ni asaltantes, el Estado sería por completo superfluo.3
Muy distinto, señores, concibe el cuarto estamento el propósito del Estado, y lo concibe tal como en verdad es.
La historia, señores, es una lucha contra la naturaleza; contra la miseria, la ignorancia, la pobreza, la impotencia y, por tanto, contra toda clase de falta de libertad en la que nos encontrábamos cuando el género humano apareció al comienzo de la historia. La progresiva superación de esta impotencia (esa es la evolución de la libertad, que es lo que la historia representa).
En esta lucha no habríamos avanzado jamás un solo paso, ni podríamos avanzar en lo sucesivo, si la hubiéramos librado cada uno por separado, cada uno solo, o si quisiéramos librarla así.
Es el Estado el que tiene la función de llevar a cabo este desarrollo de la libertad, este desarrollo del género humano hacia la libertad.4
El Estado es esa unidad de los individuos en un todo moral, una unidad que multiplica millones de veces las fuerzas de cada uno de los que están incluidos en esa asociación. Las fuerzas que dispondría cada individuo estando aislado, el Estado las multiplica millones de veces.
El propósito del Estado no es, por lo tanto, proteger únicamente la libertad personal y la propiedad del individuo, con las cuales, según la idea de la burguesía, este ya entra en el Estado; el propósito del Estado es más bien, precisamente, poner a los individuos, mediante dicha unión, en condiciones de alcanzar unos fines, un nivel de existencia que nunca podrían alcanzar como individuos; capacitarlos para alcanzar una suma de educación, poder y libertad que les sería absolutamente inalcanzable como individuos.
El propósito del Estado es, por lo tanto, llevar al ser humano a un despliegue positivo y un desarrollo progresivo, en otras palabras, dar forma al destino humano, es decir, a la cultura de la que es capaz el género humano, para que se convierta en una existencia real. Es la educación y el desarrollo del género humano hacia la libertad.
Esta es la verdadera naturaleza moral del Estado, señores, su verdadera y elevada tarea. Lo es hasta tal punto que, desde tiempos inmemoriales, ha sido llevada a cabo en mayor o menor medida por la propia fuerza de las cosas, incluso a despecho del Estado, de forma inconsciente y en contra de la voluntad de sus dirigentes.
Pero la clase obrera, señores, las clases bajas de la sociedad en general, debido a la situación de indefensión en la que se encuentran sus miembros como individuos, tienen el profundo instinto de que esta es y debe ser la función del Estado: ayudar al individuo, mediante la unión de todos, a alcanzar un desarrollo del que por sí no sería capaz.
Así pues, un Estado sometido al predominio de la idea de la clase obrera ya no actuaría, como han hecho hasta ahora todos los Estados, de forma inconsciente y a menudo incluso a regañadientes, por la naturaleza de las cosas y la fuerza de las circunstancias, sino que asumiría con la máxima claridad y plena conciencia esta naturaleza moral del Estado como su tarea. Llevaría a cabo con libre voluntad y la más absoluta coherencia lo que hasta ahora solo se ha logrado a duras penas y de forma fragmentaria, y precisamente por ello provocaría necesariamente –aunque el tiempo no me permite explicarles con más detalle la naturaleza de esta necesaria relación– un auge del espíritu, el desarrollo de una suma de felicidad, educación, bienestar y libertad, sin parangón en la historia mundial y frente a la cual incluso las condiciones más alabadas de épocas anteriores palidecen como una sombra difuminada.
Eso es, señores, lo que debe llamarse la idea del Estado de la clase obrera, su concepción del propósito del Estado, que, como ven, difiere tanto de la concepción del propósito del Estado para la burguesía como difieren el principio proletario de la participación de todos en la determinación de la voluntad del Estado, o el sufragio universal del principio correspondiente a la burguesía, el censo.
Ferdinand Lassalle
NOTAS
1 Vierter Stand en alemán, que en castellano también puede ser traducido como “cuarto estado”. El cuarto estado vendría a ser –en sentido figurado– el proletariado, la clase trabajadora. Recuérdese que en la Europa del Antiguo Régimen se reconocía jurídicamente la existencia jerárquica de tres estamentos, órdenes o estados. Los dos primeros eran el clero y la nobleza, muy minoritarios. El tercer estado estaba constituido por el pueblo llano, la plebe, la inmensa mayoría de la sociedad, que englobaba a todos los súbditos que carecían de privilegios legales, desde los burgueses más opulentos hasta los campesinos y sans-coulottes más humildes. Los tres estamentos estaban representados en los Estados Generales, la asamblea del reino convocada por el monarca. En la Revolución Francesa, el pueblo llano se asumió como nación soberana, siguiendo las ideas de Sieyès y su célebre opúsculo Qu’est-ce que le Tiers-État ? [¿Qué es el Tercer Estado?]. Con el transcurso del tiempo, entrado el siglo XIX, la dialéctica de la lucha de clases al interior de ese heterogéneo sujeto colectivo dio lugar al concepto de cuarto estado, una metáfora sociológica –ya no una categoría jurídica, pues la división estamental había sido abolida– con la cual se buscaba enfatizar, desde las izquierda radicales, la distinción entre una burguesía liberal que se afanaba en preservar el nuevo statu quo capitalista y un proletariado socialista que se asumía como nuevo agente revolucionario. La popularización de esta noción le debe mucho al pintor italiano Giuseppe Pellizza y su obra Il quarto stato (1901), donde se aprecia a una multitud de obreros en huelga marchando con ánimo sereno pero seguro sobre una plaza del norte industrial de Italia, presumiblemente la Piazza Malaspina en Volpedo, Piamonte. El cuarto estado de Pellizza se convertiría en un gran símbolo del socialismo italiano, siendo homenajeada por los cineastas De Santis y Bertolucci en sus películas Caccia tragica (1947) y Novecento (1976), respectivamente. (N. del T.)
2 Véase la presentación. (N. del T.)
3 Esta idea de Estado [Staatsidee], que en realidad lo suprime por completo y lo transforma en la mera sociedad civil de los intereses egoístas, es la idea estatal del liberalismo y ha sido producida históricamente por él. En la potencia que necesariamente ha alcanzado –y que está en relación directa con su superficialidad–, constituye el verdadero peligro de un estancamiento espiritual y moral, el verdadero peligro de una “barbarie moderna” hoy existente. En Alemania, por suerte, se le opone con fuerza la educación antigua [clásica], que se ha convertido en la base irrenunciable del espíritu alemán. De ella surge la convicción de que “el concepto del Estado debe más bien ampliarse necesariamente hasta el punto en que, a mi juicio, corresponde: a saber, que el Estado sea la institución en la cual toda la virtud de la humanidad haya de realizarse”. Palabras de August Boeckh en su discurso académico celebratorio del 22 de marzo de 1862. (Nota del Ed.)
4 Así como antes –en lo referente al sufragio universal, igualitario y directo–, Lassalle desarrolla aquí, en relación con el Estado, concepciones que no resisten una crítica más rigurosa apoyada en la experiencia histórica. La socialdemocracia, en efecto, mantiene hoy en día una postura considerablemente más fría frente a ambas instituciones. Pero ello no significa que desconozca ni su justificación histórica transitoria, ni el mérito de Lassalle al haber señalado enérgicamente –desde la izquierda, frente al aullido de los apóstoles del “nada salvo el librecambio”– que la maquinaria estatal sirve también para algo mejor que para proteger la propiedad burguesa. (Nota del Ed.)