Ilustración: A painting of a crowd of people in a city, por Anastasi Morozova. Fuente: freepik.com



Nota.— El presente ensayo de Russell Jacoby fue originalmente publicado en la revista digital norteamericana The Baffler, nro. 41, sep. 2018, bajo el título “Diversity for What? The political and experiential limits of a liberal shibboleth”. La traducción del inglés es nuestra.
El público lector de Kalewche ya conoce a Jacoby. Hace menos de dos meses, publicamos una semblanza de este intelectual de izquierda estadounidense, escrita por nuestro compañero Ariel Petruccelli: “Acerca de Russell Jacoby y la miopía intelectual de nuestro tiempo”. En aquella ocasión, prometimos traducir y publicar algunos artículos suyos. Esta es la primera entrega.
En relación al sentido de la palabra «shibboleth» y su etimología, véase el artículo que ofrece la Wikipedia.


¿Cómo debemos abordar la diversidad como ideología? Para empezar, podemos examinar la brecha entre su estatus como retórica y como realidad vivida. Pero la incesante celebración actual de la diversidad abruma a cualquier escéptico. Plantear un declive de la diversidad parece obviamente falso. Sin embargo, las pruebas de esta caída están por todas partes. El hecho de que se note poco pone de manifiesto tanto el atractivo de la ideología de la diversidad como el daño que ocasiona la amplia división del trabajo intelectual que rige el debate de esta cuestión vital. El atractivo de esta ideología se basa en un venerable espíritu liberal de fraternidad que se plasmó, por ejemplo, en la exposición fotográfica The Family of Man, de gran éxito en 1955, y en el libro basado en ella. La exposición, que recogía fotografías de todo el mundo, acentuaba la unidad en la diversidad de los pueblos, la sensación de que todos somos diferentes pero estamos juntos. Conmemoraba un espíritu liberal que sigue calando hondo. En todo caso, el espíritu de «la familia del hombre» resuena hoy más que nunca. A falta de un programa definido, liberales e izquierdistas redoblan su compromiso con la fraternidad abigarrada. Es su única carta de presentación.

El daño causado por la fragmentación intelectual es difícil de evaluar; y, de hecho, parte de mi proyecto aquí es recuperar una historia que es conocida, pero que no ha sido registrada por los exponentes de la diversidad. El declive de la diversidad está bien arraigado en varios ámbitos; es la razón de ser de numerosos estudiosos y asociaciones. Por ejemplo, especialistas, conferencias y campos enteros han hecho suya la causa del declive de la biodiversidad. Esto significa una reducción de la diversidad medioambiental y, con ella, la desaparición de muchas especies. “No puedo imaginar”, escribe Edward O. Wilson en La diversidad de la vida, un problema de mayor urgencia para la humanidad que “la pérdida continua de diversidad biológica”. “La pérdida de biodiversidad” se ha acelerado “masivamente” en las últimas décadas, observan algunos expertos. “Hasta el 30% de todas las especies de mamíferos, aves y anfibios estarán amenazadas de extinción en este siglo”, declaran. “La pérdida de biodiversidad» conlleva mayores riesgos de enfermedades y perturbaciones a medida que disminuyen las especies individuales. Otros estudiosos trazan una línea directa entre el declive de la biodiversidad y la salud general de la humanidad. “La pérdida global de biodiversidad puede conducir –directa o indirectamente, a corto o largo plazo– a una pérdida masiva de salud para la humanidad”, afirman dos especialistas. Y prosiguen: “Las campanas de alarma suenan en todo el mundo entre los ecologistas y también entre los ecoepidemiólogos”.

Sin embargo, las campanas que suenan para alertarnos de la amenaza que se cierne sobre la biodiversidad también suenan para celebrar la diversidad humana. ¿Es posible que los humanos se diversifiquen mientras el medio ambiente se homogeneiza? ¿Que incluso cuando los océanos se contaminan, la tierra se pavimenta, los bosques se arrasan y las especies se eliminan la variedad humana aumente? ¿Que el monocultivo industrial estimule el policultivo humano? Por supuesto, se podría argumentar que no existe ninguna relación entre la biodiversidad y la diversidad humana, y que incluso cuando la primera disminuye, la segunda aumenta. En este sentido, se podría sugerir un error de categoría. La «diversidad» en el medio ambiente y la «diversidad» en la cultura humana se refieren a dos ámbitos distintos. Ello sugiere que la disminución de la variedad medioambiental no afecta a la diversidad humana. Sin embargo, esto parece poco probable. Las categorías pueden estar separadas, pero se solapan. Al fin y al cabo, el objetivo de la ecología –y de todo lo ecológico– es la interrelación de los ámbitos humano y natural.


El fin de la infancia

La diversidad es una realidad: eso es evidente. Las primeras frases del primer capítulo de El origen de las especies de Darwin se maravillan ante “la vasta diversidad de las plantas y los animales” a través de las épocas y las regiones. Pero la diversidad también es una ideología; y como cualquier ideología, puede engañar y distorsionar. La ideología puede cegarnos ante una realidad que se opone a la diversidad. Para entender este proceso con mayor claridad, podríamos examinar cualquier número de esferas en las que la diversidad retórica tiende a desplazar a la de tipo experiencial, pero aquí me limitaré al carácter cambiante de la infancia. La plataforma experiencial de la diversidad es la infancia. La forma en que jugamos e imaginamos determina nuestra capacidad de experimentar el mundo como adultos. ¿Y si los elementos no planificados de la infancia disminuyen? ¿Y si las actividades de nuestros niños se parecen cada vez más?

La diversidad no es simplemente una categoría política o étnica. La forma en que experimentamos el mundo depende de nuestra orientación hacia él; la diversidad es tanto subjetiva como objetiva. Se basa en una apertura experiencial. ¿En qué consiste esta apertura? Reside en gran medida en una mezcla de espontaneidad y creatividad. Viajar, por ejemplo, difícilmente conduce a una nueva experiencia si el viajero no puede salir culturalmente de casa. Esta noción no es precisamente nueva.

Ralph Waldo Emerson, que viajó bastante, lo criticó como “el paraíso de los tontos”. “No tengo ninguna objeción maliciosa a la circunnavegación del globo” por motivos artísticos o de estudio, escribió. Pero se preguntaba si los viajes conducían al crecimiento individual. “Hago las maletas, abrazo a mis amigos, me embarco, y por fin despierto en Nápoles; y allí a mi lado está el hecho severo, el triste yo, implacable, idéntico, del que hui”. Una versión más ligera y actualizada de esta idea puede encontrarse en una viñeta del New Yorker en la que una mujer relata sus viajes, esta vez no a Nápoles, sino a la Toscana. “Florencia era fabulosa”, le dice a un conocido: “Wi-Fi para morirse”.

La apertura experiencial es más que una cualidad o virtud individual; depende de quiénes somos, de cómo nos criaron, de lo que constituyó nuestra infancia; y esto cambia con el tiempo para la sociedad. Considero que estamos asistiendo al cierre de la diversidad experiencial, basado a su vez en el eclipse de la infancia. Para llegar a esto, recurro al crítico de Weimar, Walter Benjamin, que se interesó mucho por la infancia y escribió la autobiográfica Infancia berlinesa hacia 1900. Benjamin introdujo en otro lugar la noción de “empobrecimiento de la experiencia”. Se preguntaba si las dimensiones de la experiencia –escribía en la década de 1930– se estaban aplanando. Se preguntaba si estábamos perdiendo la capacidad de experimentar y de contar nuestra experiencia. Ambas cosas están unidas. En un ensayo titulado El narrador de historias, Benjamin se preguntaba si la narración de historias [storytelling] declinaba porque carecíamos de cierta paciencia o tranquilidad. “El arte de contar historias está llegando a su fin”. Cada vez menos gente puede contar una historia o quiere escucharla.

Para Benjamin, el narrador de historias [storyteller] pertenecía a una era preindustrial. Los rápidos cambios subvirtieron al narrador y lo que podría llamarse experiencia en primera persona. “La experiencia ha perdido valor”, señalaba Benjamin con tristeza. Los periódicos y la información abruman al narrador con su tranquila historia y su moraleja. La gente vivía de una manera antes de la Primera Guerra Mundial y de otra después. Los automóviles, las radios, los teléfonos y el cine entraron en la vida cotidiana. La sociedad había dado un vuelco. El individuo no puede seguir el ritmo y se vuelve silencioso: “Una generación que había ido a la escuela en un tranvía tirado por caballos estaba ahora bajo el cielo abierto en un campo en el que nada permanecía inalterado salvo las nubes”.


La obra es la cosa

Para expresarlo en los términos que utilizo aquí, la facultad de experimentar la diversidad se atrofia. El asalto continuo al individuo, que comienza en la infancia, no conduce a la volubilidad, sino a lo contrario. El individuo se contrae o se retrae. Si esto parece arcano, considere lo siguiente: cuarenta y cuatro años después del ensayo de Benjamin, cerca de la confluencia de las carreteras estaduales 79 y 25 de Texas, y a unos ocho mil kilómetros del café donde se encargó El cuentacuentos, otro escritor contempló el destino del cuentacuentos. Las circunstancias de Benjamin, un refugiado judío-alemán que subsistía en París mientras la guerra amenazaba Europa, y las de Larry McMurtry, novelista y guionista de éxito estadounidense residente en un pueblo del norte de Texas –con menos de 2.000 habitantes– donde nació, no podían ser más diferentes.

A mundos de distancia, este hombre de letras estadounidense se planteó la misma pregunta y fue testigo del mismo fenómeno. En 1980, McMurtry se sentó en su Dairy Queen local de Archer City, Texas, y retomó el ensayo de Benjamin. En sus reflexiones autobiográficas, Walter Benjamin at the Dairy Queen, McMurtry llegó a conclusiones cercanas a las de Benjamin. El día del storyteller había terminado, admitió, y eso significaba que algo había cambiado en nuestra forma de experimentar y de contar las experiencias. “Era sorprendente sentarse en aquel Dairy Queen, leer las palabras de un europeo cosmopolita, un hombre de Berlín, Moscú, París, y darse cuenta de que lo que estaba describiendo con una mirada clara y triste era más o menos exactamente lo que había sucedido en mi pequeño y polvoriento condado durante mi vida”.

La cuestión es: sin apertura a la experiencia, la diversidad es papel mojado. Esta apertura, lo contrario del “empobrecimiento de la experiencia”, se basa en la imaginación y la espontaneidad, que a su vez se fundamentan en la infancia, en sus ritmos, contornos y juegos. El universo de la infancia es el sitio donde la diversidad se ejercita, donde flexiona sus músculos psíquicos. Dejando a un lado todas las salvedades habituales –no en todas partes, no todos los niños–, la infancia está asediada. La estructura de la infancia ha cambiado drásticamente en las últimas décadas. El espacio, el lugar, las actividades típicas de los niños se han transformado. El juego impulsivo al aire libre disminuye a medida que los niños se apresuran a regresar a casa y al ordenador o a las actividades organizadas. Los parques infantiles parecen vaciarse. El juego está cambiando.


Niños en cautividad

“Vivo en un barrio de varios cientos de familias”, escribe Joe L. Frost en su libro esencial de 2009, A History of Children’s Play and Play Environments. “Está cerca de un parque encantador con un parque infantil y un arroyo de corriente clara”, pero descubre que los niños no van allí salvo en ocasiones especiales acompañados de adultos. “De hecho, no juegan fuera. Cuando salen del autobús escolar a media tarde, entran directamente en casa”. Señala que en la docena de años que vivió allí “sólo una vez he visto hasta tres niños jugando en los patios o en las calles, y nunca he visto a un niño sin vigilancia en el bonito parque arbolado del barrio.”

Las consecuencias de la despoblación de los espacios de juego son evidentes en todas partes: por un lado, en el deterioro de la salud infantil, pero también en la capacidad de imaginar y experimentar la diversidad. ¿Qué ocurre cuando el entretenimiento de vídeo diseñado por adultos ocupa el tiempo y las mentes de los jóvenes? ¿Qué sucede cuando se desvanece la dimensión desorganizada de la infancia? ¿Cuáles son las implicaciones del vaciamiento del espacio psíquico y físico de la infancia?

Sin duda, la cuestión de las amenazas a la infancia no es nueva. Las elegías por la infancia perdida marcan la época moderna. Quizá el clásico de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial siga siendo Where Did You Go? Out. What Did You Do? Nothing, que en Estados Unidos captó el momento en que la infancia desestructurada se convirtió en actividades organizadas por los padres. Smith comparó su propia infancia de los años 20 con la de sus hijos de los suburbios de los años 50, y se quedó atónito al darse cuenta de que sus hijos y sus amigos ya no podían jugar solos. Dábamos patadas a latas, recuerda de su infancia; saltábamos y brincábamos y atábamos cuerdas. “Nos sentábamos en cajas; nos sentábamos bajo los porches; nos sentábamos en los tejados; nos sentábamos en las ramas de los árboles”. En resumen, “hacíamos un montón de nada”. Aquellos días estaban llegando a su fin, según Smith. Los niños ya no jugaban solos ni entre ellos.

Los pensadores sociales se sumaron a este diagnóstico. La desaparición de la infancia, de Neil Postman, data de 1982, pero el hecho de que la cuestión se haya planteado antes no la invalida. Es posible que la remodelación de los pasatiempos de la infancia, e incluso de las actividades de los adultos, se esté acelerando. La trama y la urdimbre de la experiencia no son ajenas a la historia; y a medida que esta experiencia cambia, también lo hace la capacidad de experimentar la diversidad.

Los ritmos cotidianos están cambiando, no sólo en los bebés, sino también en los niños pequeños, los preadolescentes y todos los demás. La gente está conectada y desconectada. Mis alumnos envían mensajes de texto en mis clases cuando estoy a tres metros de ellos y les miro a la cara. Para medir cómo se ha contraído la apertura experiencial a lo largo del tiempo, coreografiemos dos gestos típicamente nerviosos de los adultos: el antes asiduo de tomar un paquete de cigarrillos, sacar uno, encenderlo, inhalar y mirar hacia arriba y alrededor; y el ahora asiduo de agarrar un teléfono móvil, pulsar un código, leer mensajes, enviar mensajes, leer mensajes… con la cabeza gacha.

Esto último marca un progreso en la salud, en el declive del cáncer de pulmón, pero quizá un retroceso en la apertura al mundo. E incluso el progreso de la salud podría matizarse: el incremento de las muertes de peatones revela cómo la gente está cada vez más encerrada en sí misma y cerrada al mundo. Chocan contra los coches mientras consultan sus mensajes, o son atropellados cuando los conductores consultan los suyos. A veces saludo a la gente con un comentario cuando salgo a pasear o voy en bicicleta. Cada vez más me encuentro con miradas vacías. No oyen nada porque llevan los auriculares puestos. La capilaridad de la vida cotidiana constituye la base de la diversidad experiencial. Si la cerramos, nos quedamos, como dijo Emerson, con el implacable e idéntico “triste yo”.


Comisarios de la restricción

Argumentar que la jerga de la diversidad enmascara su declive no significa que vivamos en un mundo sin diferencias. Tampoco quiero que mi crítica a la diversidad se malinterprete en un periodo de regresión política. Todos los individuos merecen respeto. Todos los grupos merecen representación. Acabar con la discriminación en cualquier ámbito es ejemplar. Pero poner fin a la discriminación con el pretexto de la diversidad enturbia las aguas. La exigencia de igualdad o justicia no necesita mejoras culturales. Pero si hay que elegir entre la supremacía blanca del KKK y la diversidad del Bank of America, estoy con el Bank of America. Sin embargo, no veo ningún beneficio en meter a los negros estadounidenses en la caja de la diversidad, donde se convierten en un grupo más. En cualquier caso, la elección no es entre un racismo virulento y una diversidad anodina; e incluso si lo fuera, la crítica a esta última no debería cesar. Restringir el pensamiento en nombre de las emergencias que hoy son permanentes lo reduce a eslóganes, a perpetuas tormentas en vasos de agua o desplantes personales. La noción de que los liberales no pueden criticar al liberalismo o los izquierdistas no pueden criticar al izquierdismo forma parte de una tradición en quiebra. En cualquier caso, mi objetivo no es criticar el culto a la diversidad en nombre algo peor, sino de algo mejor. Comprender lo que hace que la diversidad sea ideológica es comprender lo que la desvitaliza. Se trata de un esfuerzo que busca realizarla, no desecharla.

En los campus, el boxeo de sombra se ha convertido en un nuevo deporte para los políticamente desafiados. Los ofuscados izquierdistas, que aprendieron de sus mentores que todo es texto, ya no pueden distinguir un garrote de un lápiz, ni una piedra de un insulto. Todo es lo mismo. “Las palabras pueden ser como una violación: pueden destruirte”, declara un profesor jubilado de Berkeley. La lógica de esta postura es clara; primero la palabra, luego la enseñanza y la escritura caen bajo sospecha. En una extraña transmutación, los izquierdistas universitarios, que antes defendían la libertad de expresión, ahora se oponen a ella. Intentan cancelar a los oradores y censurar los artículos que consideran molestos. Los comisarios desempleados se alegran al avizorar vacantes en el nuevo Politburó de Inteligencia Pan-Universitario.

“Apoyamos el debate robusto”, declaran sin convicción estos bobos al pedir que la universidad detenga un discurso de un provocador de derechas. “Pero no podemos tolerar el acoso, la calumnia, la difamación y la incitación al odio”. La universidad tuvo que recordar a su angustiado profesorado algo llamado la Primera Enmienda, pero fue en vano. La Primera Enmienda ya no sirve. “El Tribunal Supremo está atrasado”, opina Nancy Scheper-Hughes, una avanzada profesora de Berkeley. “La Primera Enmienda merece ser revisada”. ¿Por qué? Porque el discurso del odio “puede dañar el sistema nervioso central”.

Las pruebas irrefutables de esta afirmación se encuentran en las publicaciones de la profesora Scheper-Hughes y sus colegas, que lamentablemente los defensores de las libertades civiles no han leído. “La Primera Enmienda”, declama esta profesora de vanguardia, “ignora la vasta investigación sobre estos temas realizada por antropólogos médicos, psicólogos clínicos y científicos neurológicos”. En el terreno del profesor Scheper-Hughes, la Primera Enmienda se ha metamorfoseado en persona, en patán desdeñoso de la investigación universitaria, y las palabras en puñales. Pero no se preocupe: especialistas altamente cualificados aprovechan una vasta investigación para rehacer la Primera Enmienda para el siglo XXI. La Primera Enmienda 2.0 permite la libertad de expresión calibrada por su efecto en el sistema nervioso central. Los comisarios recién contratados están impacientes por empezar; de hecho, ya están trabajando.


Intensidad sin pasión

En otros lugares, la política real se reduce a discusiones sobre si el estado del bienestar debe ser más grande o más pequeño. En este marco, surgen diferencias apasionadas y críticas: sobre sanidad, medio ambiente, educación, empleo. Son cuestiones decisivas, pero todas se desarrollan dentro de la estructura del estado y la economía que todos aceptan. En este sentido, por suerte o por desgracia, los mejores pensadores políticos acertaron con una profecía cumplida por la que han sido rotundamente criticados. En un arco de treinta años –desde Daniel Bell en El fin de la ideología hasta Francis Fukuyama en El fin de la historia– anunciaron que el capitalismo liberal había triunfado sin alternativas a la vista.

“Las viejas pasiones se han agotado”, anunció Bell a finales de los años cincuenta, tras la invasión soviética de Hungría, que escarmentó a los últimos apologistas soviéticos. “El viejo radicalismo político-económico… ha perdido su sentido”. Las únicas posibilidades son reformas sociales limitadas. Los cambios radicales están fuera de agenda. “La política ofrece poca emoción”, declaró Bell. A finales de la década de 1980, tras la disolución de la Unión Soviética y sus regímenes aliados, Fukuyama reafirmó el mensaje. El fin de los regímenes soviéticos significó la “muerte” del marxismo “como ideología viva de importancia histórica mundial”. Y al igual que Bell, lamentó la pérdida. Ahora sólo podemos juguetear con el estado del bienestar. La política se ha vuelto aburrida. “La lucha ideológica mundial que exigía audacia, valor, imaginación e idealismo” ha terminado.

Por supuesto, esto no es exactamente cierto. El radicalismo islámico ha vuelto a despertar una lucha ideológica. Sin embargo, el fundamentalismo islámico no ha ofrecido ninguna alternativa a la modernización, salvo desmantelarla. Independientemente de su fuerza numérica, el islam radical sólo atrae a los fanáticos islámicos. El nombre de los islamistas radicales de África Occidental, “Boko Haram” (o, como suele traducirse, “La educación occidental está prohibida”), requiere pocos comentarios. ¿Existe algún futuro sin la ciencia o el conocimiento occidentales? La capacidad de regímenes islámicos como Irán o Arabia Saudita (y, cada vez más, Turquía) para equilibrar las tradiciones religiosas y la modernidad occidental sigue sin estar clara; o, al menos, la historia sigue su curso.


La monocultura de la necesidad

Mientras tanto, aumenta otro tipo de diferencia bastante crucial, pero que difícilmente puede aprehenderse con el lenguaje de la diversidad. La desigualdad económica y sus consecuencias se intensifican, pero aquí el vocabulario de la diversidad ilumina poco. El intercambio medio ficticio entre F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway aborda el tema y no puede superarse. A la observación de Fitzgerald de que “los ricos son diferentes a ti y a mí”, Hemingway supuestamente respondió: “Sí, tienen más dinero”. Esto lo dice exactamente, y puede invertirse. «Los pobres son diferentes a ti y a mí”. “Sí, tienen menos dinero”.

La pobreza no significa diversidad, sino exclusión. Los desempleados, los precariamente empleados y los inempleables sufren la falta de dinero –y de todo lo que ello conlleva: buena vivienda, salud y educación–. Una venerable creencia postula que los outsiders son fundamentalmente diferentes, y a menudo superiores. Pero los outsiders pueden ser simplemente insiders, solo que sin tarjetas de crédito ni coches bonitos. Los pobres se diferencian por la escasez de recursos.

Últimamente, el agravamiento de las desigualdades económicas en el mundo acapara mucha atención, y con razón. Pero las categorías habituales de pobreza, renta y riqueza son reveladoras. Sugieren mejorar el sistema, no transformarlo. Por ejemplo, el sorprendente best-seller de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI aborda enérgicamente la desigualdad económica bajo epígrafes como “La relación capital/renta” o “Desigualdad y concentración”. Pero para él la antigua clase obrera o trabajadora apenas existe; se habla de desigualdades económicas, no de clases. La entrada en el índice de Piketty para “Trabajo” dice “Ver división capital-trabajo”. Esto tiene sentido porque las desigualdades económicas le interesan, con exclusión de todas las demás categorías de experiencia. Las soluciones se desprenden del planteamiento: para paliar las desigualdades, Piketty propone nuevos regímenes fiscales.

Sus preocupaciones reflejan en general las de quienes hoy se indignan ante las obscenas disparidades de riqueza: quieren aplanar las polaridades. El objetivo es envidiable, pero la diversidad no es pertinente. Los igualitarios buscan ampliar el mainstream. Se preguntan cómo podemos conseguir que más personas salgan de la pobreza y se incorporen a una clase media decente. No hay nada malo en este esquema, pero seamos claros sobre lo que significa. El objetivo es incorporar más gente al establishment.

En la medida que los outsiders empobrecidos están molestos, se sienten privados de lo que está al alcance de los demás. Pero esto no los convierte en agentes de la historia, como supone el teórico japonés de la organización Kenichi Ohmae. Él arremete contra Fukuyama en su propio The End of the Nation State. “Nada más lejos de la realidad”, declara sobre “el fin de la historia” de Fukuyama. Ohmae destaca a los pueblos de todo el mundo que desean vehementemente “participar en la historia” a los efectos de conseguir “una vida decente para ellos y una vida mejor para sus hijos”. Hace una generación “no tenían voz y eran invisibles”. Ahora han “entrado en la historia con fuerza”.

Sí, pero ¿bajo qué bandera o causa? Nadie duda de que el mundo está plagado de pueblos desdichados: refugiados, empobrecidos, desposeídos. Las cifras son desalentadoras. Pero no tienen otro objetivo que, comprensiblemente, escapar y mejorar sus vidas. ¿Los desesperados que huyen de África u Oriente Medio tienen siquiera un programa político limitado? Evidentemente no, aunque sean numerosos. Actúan como individuos, no como sujetos de la historia con una intención subversiva –o cualquier otra–. No entran en la historia “con ganas de venganza”. Pretenden colarse en la historia sin que se note. No quieren subvertirla, sino darle una vuelta.


El asfixiante consenso

No hace falta ser seguidor de Hegel para coincidir en que la historia es un “gran matadero” en el que se ha sacrificado la felicidad de los estados y de los individuos, como afirmó en su Filosofía de la Historia. “Sin exageraciones retóricas, un relato simple y veraz de las miserias” que sufren las naciones y los pueblos, declaró, suscita “la más desesperanzada tristeza”. Tampoco hay que ser hegeliano para secundar la pregunta que plantea. “¿A qué principio, a qué fin último, se han ofrecido estos monstruosos sacrificios?”. Pero aquí podemos divergir del sabio berlinés, que creía vislumbrar la razón en las maquinaciones de la Historia. Puede que se mirara en el espejo, no a través de la ventana. Es menos la razón, y más su ausencia, lo que resulta visible en la historia actual.

La cuestión es simple. Érase una vez un espectro que rondaba el mundo, “la clase obrera”, que no representaba la desigualdad o la pobreza, sino un sistema político diferente. No planteo esto en nombre de causas perdidas, sino simplemente para tener una idea de la estrecha diversidad política del mundo en que vivimos ahora. Marx apenas se interesaba por la desigualdad o la pobreza y, de hecho, a menudo se burlaba de la demanda de igualdad. La clase obrera no era más pobre que los campesinos: ése nunca fue el quid. Era una clase con “cadenas radicales” que remodelaría el mundo. Puede que esta visión de la clase obrera siempre haya sido un poco mitológica, pero en principio no buscaba un lugar en la mesa, sino un nuevo escenario.

Hoy es un espectro de sí misma, y la diversidad política se vuelve fantasmal. Evidentemente, las diferencias políticas existen, pero el registro se ha estrechado. La esperanza de que el Tercer Mundo fuera una alternativa al capitalismo avanzado y al comunismo soviético hace tiempo que murió. El marxismo se ha retirado a los seminarios de posgrado donde los profesores sirven galimatías sin gluten a los aspirantes a catedráticos. Los mejores marxistas académicos ya ni siquiera fingen creer en una alternativa: estudian el vocabulario del poder estatal. Fuera de los campus, un débil liberalismo se enfrenta a un creciente autoritarismo, al populismo de derechas y al fanatismo religioso. Mientras tanto, los animadores de la diversidad programan otra celebración. “No esperes a ser cazado para esconderte”, aconsejaba Samuel Beckett. Herbert Marcuse citó estas palabras hace más de cincuenta años en su oscura conclusión de El hombre unidimensional. El consejo sigue siendo válido.

Russell Jacoby