Ilustración: Otón III en su trono (detalle). Iluminación del Evangeliario de Otón III, ca. 1000, Biblioteca Estatal de Baviera.
Nota preliminar.— Un abismo nos separa de Henri Focillon. Abismo historiográfico e ideológico. En efecto, nuestro izquierdismo materialista y ateo nos coloca en las antípodas del historiador francés, un católico conservador y eurocéntrico que, a pesar de la revolución de Annales y su apertura hacia ella, no había cortado aún del todo el cordón umbilical con la vieja «historia evenemencial»; y que siente, además, una incurable nostalgia romántica, idealista, por la Cristiandad medieval y su monarquía «universal» de derecho divino, erigida sobre una sociedad jerárquica de tres estamentos «en perfecta armonía» (clero, nobleza y plebe), con su Carlomagno y sus Otones coronados por los papas en la Ciudad Eterna, todos ellos numantinamente empeñados en resucitar (¿Anacronismo? ¿Insensatez? ¿Megalomanía? ¿Convicción sincera? ¿Cálculo político? ¿Utopía de alto vuelo? ¿Propaganda lisa y llana? ¿Un poco de cada cosa?) la estructura centralizada y el acervo civilizatorio de un Imperio Romano de Occidente que sus propios ancestros germanos habían dado muerte violenta –o convertido en zombi– varios siglos atrás, con sus invasiones bárbaras desde el norte, mientras el Imperio Romano de Oriente sobrevivía en la Bizancio griega del basileus Justiniano y sus sucesores, fuera de la latinidad, a la sombra de una Cristiandad ortodoxa cada vez más alejada de Roma en sus ritos y dogmas, y donde se afianzaría en paralelo el llamado “cesaropapismo”.
Un abismo, sí. Una fosa oceánica de interpretación histórica y valoración política se interpone… Materialismo contra idealismo, irreligiosidad contra religiosidad, izquierda contra derecha. Y sin embargo, algo nos acerca a Focillon allí donde las pasiones tristes del fanatismo sectario –la mentalidad de rebaño, la mentalidad de campanario– no señorean: el afán de conocer y comprender el pasado histórico, la “erudición razonada” (no meramente acumulativa o descriptiva, sino al servicio de la intelección, de la explicación relacional, como reclamaba Voltaire) y la excelencia en el arte de la escritura. En esta última cualidad queremos detenernos, sin caer en los excesos subjetivistas del giro lingüístico. Hablamos de una cualidad literaria, retórica, estética en última instancia. A nuestro entender, Focillon se cuenta entre las plumas más brillantes de la historiografía del siglo XX, tanto en su faceta ensayística como narrativa. Pluma docta e inteligente, desde luego, pero dotada de una envidiable maestría para la amenidad, no solo en el relato, sino también en el análisis. Amenidad, sí. Palabra clave. Una destreza tan importante como infrecuente, muy poco apreciada en la historiografía académica de hoy, donde la erudición, al tiempo que se degrada en una experticia profesional de migajas incapaz de toda totalización, huérfana de toda ambición dialéctica (la “barbarie del especialismo”, al decir de Ortega y Gasset), estandariza y embrutece el proceso creativo de la redacción bajo el formato insípido, burocrático, antiestético y alienante del paper, destinado a unos colegas donde también ha muerto –o se reprime con celo– el amor por la belleza literaria.
Henri Focillon nació en Dijón, departamento de Côte-d’Or, región de Borgoña-Franco Condado, allá por 1881, en el seno de una familia burguesa ilustrada (su padre, Victor-Louis, era un conocido grabador e impresor). Recibió una sólida formación clásica y humanística, principalmente en París. Fue profesor en la Universidad de Lyon, en la Sorbona y en el Collège de France durante los años 20 y 30. También lo fue en la universidades de Yale y Nueva York, cuando emigró a Estados Unidos a causa de la Segunda Guerra Mundial, donde tuvo lazos fluidos con la resistencia gaullista y varios cortocircuitos con el régimen filonazi de Vichy. Desde joven se especializó en historia del arte y medievalismo, aunque también supo honrar la profesión paterna (impresión de libros) y aventurarse en el reino de la poesía. Sus aportaciones empíricas y teóricas como historiador y esteta han dejado una huella indeleble en la cultura intelectual, no solo en su patria sino también a nivel mundial. Se le considera uno de los autores más influyentes y renovadores de la historia del arte en general, y de la historia del arte medieval en particular, pues se trata de uno de los pioneros del análisis formalista en dichas disciplinas. Entre sus muchos discípulos, cabe destacar al estadounidense George Kubler, gran estudioso del arte precolombino e hispanoamericano. Focillon falleció en 1943, a los 61 años, en su exilio norteamericano de New Haven, dejando una obra de gran extensión y valor. Podemos mencionar, entre otras de sus obras, aquellas más célebres que fueron traducidas al castellano: La escultura románica: investigaciones sobre la historia de las formas (1932), La vida de las formas y elogio de la mano (1934), Arte de Occidente: la Edad Media románica y gótica (1938) y El año mil (1952, ed. póstuma). En francés, la lista completa de sus libros es interminable. Incluye títulos como Giovanni-battista Piranesi (1918), Hokusai (1924), La peinture au XIXe et XXe siècles (1927-28), Maîtres de l’estampe. Peintres-graveurs (1930) y Moyen Age. Survivances et réveils (1943). Su concepción formalista de la historia del arte se vio fuertemente influida por la teoría del «ciclo vital» de las culturas formulada por el filósofo alemán Oswald Spengler en el primer tercio de la centuria pasada.
Hemos escogido para Clionautas, nuestra sección histórica (aunque bien podría haber sido para Naglfar, nuestra sección literaria), el cuarto y último capítulo de El año mil, intitulado “El imperio del mundo”. Posee una potencia narrativa extraordinaria, hipnótica, que viene como anillo al dedo para ejemplificar todo cuanto hemos dicho sobre el autor francés. La traducción castellana es de Consuelo Berges, para la editorial Alianza. Vio la luz en Madrid, España, en 1966, como parte de la colección El Libro de Bolsillo. En los capítulos anteriores, Focillon nos habla del Occidente medieval, de los terrores milenaristas o apocalípticos del año 1000, y del papa Silvestre II, anticipándose en varios aspectos a otro célebre historiador francés, Georges Duby, que también escribiría un libro del mismo nombre, L’an mil (1967). “El imperio del mundo”, sprint final de la obra de Focillon, cuenta la historia de Otón III, hijo de Otón II y nieto de Otón I, quien reinó en el Sacro Imperio Romano Germánico entre 996 y 1002 por la Casa de Sajonia. Fue un emperador demasiado joven y efímero (se coronó a los 16, se murió a los 21), pero de ningún modo fue un emperador pueril, mediocre o anodino. Un estadista malogrado, un soñador interrumpido, acaso un héroe visionario de la moderna sensibilidad romántica, cree Focillon. Esta es la tragedia que nos narra a pulso de fiebre, sin dejarnos aliento, en las últimas páginas de su libro L’an mil.
Para terminar, toda la verdad sea dicha: por supuesto que hay buenos historiadores de izquierda, y malos de derecha o de centro; pero también existen –todas las combinaciones son posibles– buenos historiadores de derecha o de centro, y malos de izquierda. «Buenos» o «malos» en términos de calidad intelectual y literaria, no en términos de calidad moral. Verdad de Perogrullo quizás, pero muy a menudo no recordada ni asumida. Respetemos la complejidad de lo real y honremos la criticidad en el pensar. Seremos una izquierda mejor, más madura, sin retroceder un solo paso en nuestra apasionada lucha revolucionaria por el socialismo del mañana.
1
En el año 1000, el día de Pentecostés, en la vieja capilla palatina de Aquisgrán, el joven emperador Otón III, que acaba de ser coronado en Roma, contempla los despojos de Carlomagno, después de hacer buscar el olvidado lugar en que se hallaban. El fundador del imperio no está sentado en un trono, globo y cetro en la mano, como quiere la leyenda. Reposa en un antiguo sarcófago, con una cruz de oro al cuello. Esta fúnebre cita subraya la grandeza de la época. En la historia de la idea imperial, tiene lugar no como un episodio extraño, sino como un hecho cargado de sentido. Al renovar una tradición secular, al tomar a Carlomagno como ejemplo, Otón III no persigue la posesión de un vano título, sino a la restauración del imperio universal, imperium mundi. Ya su padre y su abuelo [Otón I y Otón II] habían ido a recibir la corona y los honores imperiales en la Ciudad Eterna. Pero aquellos jefes de las bandas germánicas acampadas en el Monte Mario tenían el imperio como una hacienda de su casa y como una fuerza para Alemania. No medían toda su perspectiva. Muchas veces, en las encarnizadas guerras italianas, les resultaba duro de llevar. El hijo de la griega, el discípulo de Gerberto [de Aurillac, papa de aquel entonces, con el nombre de Silvestre II], alimentaba más vastos designios: dar al título que ornaba a los Césares sajones el doble prestigio de la santidad, por la estrecha unión del corazón y de las virtudes con la Iglesia, y de la romanidad, irradiando de la misma Roma a la Romania. ¿No fue Carlomagno un santo? A un santo emperador, a un nuevo Constantino dirigía Otón III sus pensamientos y sus oraciones aquel día de Pentecostés, ante los huesos recuperados.
El destronamiento y la muerte de Carlos el Gordo marcan el final del imperio carolingio (888). Se descuartiza y cada reino nacido de sus despojos adquiere, a través de horribles desórdenes, una vida política independiente. Durante algún tiempo todavía, el título lo llevan alternativamente los príncipes de la Casa de Spoleto, Arnulfo, rey de Alemania, carolingio pero bastardo, Luis y Berengario, reyes de Italia. Después del imperio, la dignidad imperial que sobrevivía débilmente a una realidad política desaparecida cae también. Ni Alemania, ni Italia, ni Francia, donde se mantiene el linaje carolingio, intentan resucitarla. Pero, borrada de la vida pública, no se ha borrado en la memoria de los pueblos. A finales del siglo IX Lamberto de Spoleto había fijado la doctrina en su Libellus de imperatoria potestate, favorablemente acogido por los italianos. A mediados del siglo siguiente, Adso de Montiérender, dirigiéndose a Gerberga, reina de Francia, afirma que el mundo no puede perecer mientras existan reyes francos, pues en ellos radica la dignidad imperial. Texto notable, sobre el que hemos insistido ya y que tiene no sólo el interés de demostrar la permanencia de la idea imperial, sino también la de unir estrechamente la monarquía franca y la familia carolingia. Al mismo tiempo comenzaba a nacer la leyenda de Carlomagno, en sus formas primitivas y populares, y Benito de Monte Soratte daba la versión más antigua de un famoso episodio de esa vida legendaria, el viaje a Jerusalén. Roma seguía profundamente impregnada de esta nostalgia. Ciudad de coronaciones, tumba de los apóstoles, era el santuario de numerosas peregrinaciones: así lo atestigua Flodoardo en cuanto a los años 931-940. La idea imperial y la idea romana, si así puede decirse, apenas se disociaban una de otra. Consolaban con un recuerdo y con una esperanza las grandes tristezas del mundo.
Es decir, que una tradición, una leyenda, una nostalgia preparaban el retorno al imperio. Resulta sorprendente que no se produjera en Francia, vieja tierra carolingia en la que reinaban todavía enérgicos carolingios, este país de Francia cuyos reyes, dice Adso, llevaban en ellos la dignidad imperial. Cuesta creer que sea esto una invocación, una alusión de intelectual aislado. Acaso nuestros reyes tuvieran entonces más valor que imaginación. Estaban absorbidos por las luchas dinásticas, a las que puso fin la revolución del año 987 en beneficio de los Capetos. En cuanto a Italia, estaba dividida y muy lejos de aspirar al imperio. Mientras tanto, crecía en Alemania la Casa de Sajonia. En el campo de batalla de Riade, donde el duque Enrique I había aplastado a los húngaros, sus soldados le aclamaban gritando: “¡Viva el emperador!”. Es el presagio de la fortuna que espera a su hijo Otón I, coronado rey el año 936. ¿Se pensaba ya entonces en restaurar la dignidad imperial? Lo seguro es que el ceremonial de 936 es franco y que el obispo de Maguncia, al presentar la espada, pronuncia estas palabras: “Recibe esta espada con la que arrojarás a todos los enemigos de Cristo, bárbaros y malos cristianos, y con la que Dios te otorga el poder sobre todo el imperio de los francos –auctoritate divina tibi tradita omni potestate totius imperii Francorum–”. Fórmula puramente protocolaria, puesto que de ella se excluye la Francia romana, o románica, pero de un innegable significado político, puesto que implica la afirmación del imperio. El mismo alcance tiene la genealogía franca que se da a los sajones. Los legitima, los adscribe no sólo a Carlomagno, sino a los grandes merovingios. Aclamaciones del ejército, fórmulas ceremoniales, seudogenealogías, son de tener en cuenta en la historia de la idea imperial, pero no habrían bastado para fundar el imperio. Otón se acercó a él por la realeza de Italia. Pero la corona la tomó él con sus fuertes manos de soldado (962) después de brillantes y repetidas victorias sobre los bárbaros, casi en las mismas condiciones que Carlomagno, a quien le comparan con entusiasmo los cronistas de su tiempo.
La idea pasó, pues, a ser un hecho, saliendo de la pura especulación para entrar en la realidad histórica. Los letrados que pensaban en el imperio para un jefe, y no para un débil heredero, habían tenido tiempo de cavilarlo: los dos primeros sajones que lo llevaron sobre sus hombros no tuvieron tiempo más que para sostenerlo y conservarlo. De que Otón I y Otón II no desconocieron a los hombres superiores, la alta cultura, son un indicio sus relaciones con Gerberto. Pero su verdadera ocupación fue hacer la guerra. Todo el drama de la Alemania medieval está escrito a grandes trazos, como un buen borrador, en la historia de los dos primeros emperadores sajones, y el último, Otón II, sucumbe en el empeño. La Francia de la misma época no está exenta de problemas temibles, pero de muy distinto orden. Con excepción del Mediodía, cuyas fronteras están amenazadas por la presión sarracena, pero cuya defensa se apoya en la marca de Barcelona y en los reinos cristianos de la península, Francia no está ya directamente expuesta a las invasiones de los bárbaros, y las incursiones normandas no son ya tan frecuentes ni tan intensas. La operación de Carlos el Simple ha salido bien. La batalla se libra en el interior, entre la monarquía y sus adversarios. También en Alemania, donde los ducados nacionales pueden en cualquier momento alzarse contra el soberano si flaquea su energía o está ocupado lejos; pero, además, Alemania ha conservado esa función de marca «contra los adversarios de Cristo, bárbaros y malos cristianos», que durante tanto tiempo cumplieron la Galia de Clodoveo y la Galia de Carlomagno. Hace frente a los bárbaros del norte, del este y del sureste, a los vikingos, a los wendos, a los obotritas, a los polacos, a los húngaros, a los eslavos de Bohemia. Por último, el imperio se enfrenta con el Islam en la Italia del sur y en Sicilia. En el resto de la península, pendían sobre el imperio otras amenazas: las agitaciones de un feudalismo siempre dispuesto a saltar sobre una ocasión de desorden, la inestabilidad de una población que sólo era constante en su animosidad contra los hombres del norte, la profunda degradación del papado, la turbulencia de los barones romanos, durante mucho tiempo depositarios del sacerdocio; más abajo, los príncipes lombardos de Apulia y, por último, los estrategas griegos que representan en el extremo de la península la autoridad de Bizancio. Un mundo de desunión, de discordia, de disturbios, de intrigas, una fauna humana de lobos feudales, de obispos simoníacos, de salteadores de caminos con nombres ilustres, parapetados en las tumbas de la Vía Apia o en los pequeños castillos lacustres de la alta Italia, el feroz amasijo de crímenes pintado por [Victor] Hugo en Ratbert. Les sacan los ojos a los príncipes destronados, estrangulan a los papas en los fosos del castillo de Sant’Angelo, ahorcan a los jefes barriales, y Benito de Monte Soratte llora por la gran miseria de Italia. Para domar, para calmar esta hambre trágica, haría falta no sólo el rudo genio de un Otón, sino su presencia constante. El imperio está siempre en acción, siempre en juego. ¡Cuántas veces vieron los puestos del Brennero [en los Alpes] pasar y volver a pasar a su gente de guerra! Apenas les da Italia un poco de tregua, hay que correr a Stargard o a Havelberg, acuciados, empujados por los eslavos. Y es aún mucho peor si el imperio flaquea en algún lado: entonces se reanima la guerra, furiosa, en otra parte. Uno de los hechos que los historiadores de Otón I señalan unánimemente es que nunca tiene tiempo de afianzarse en ninguna parte. Se pasa la vida sosteniendo con la fuerza de sus puños un equilibrio en el derrumbamiento.
¿Qué fue de ese edificio inmenso y frágil bajo un dueño como Otón II, pequeño de estatura, gordo, sensual, engreído y sin grandes luces? Después de la desastrosa batalla de Cabo Colonna [Calabria, 982], donde a duras penas escapa de los árabes, donde el obispo de Augsburgo y el abad de Fulda mueren combatiendo, los daneses invaden Germania, los eslavos incendian Hamburgo. Europa se subleva. Las novísimas cristiandades del norte caen en manos de los bárbaros y las de Europa están a punto de independizarse de Alemania. Pero Otón II se obstina en los asuntos de Italia, en sus negociaciones con los obispos de Apulia y de Calabria. En la junta de Verona le suplican, le amonestan. San Mayolo, abad de Cluny, le señala la inmensidad del peligro y la inminencia de la ruina. Otón no escucha nada, proyecta la conquista de Sicilia, baja hasta los Abruzos. Es entonces cuando Gerberto, abad de Bobbio, escribe su carta tan amarga a Pedro, obispo de Pavía. Mientras el emperador está ocupado lejos, se aprovechan de su ausencia. Esta es la clave de la situación: el emperador está siempre ocupado en otra parte. Y en diciembre de 983 muere. Las fronteras de la Alemania septentrional quedan expuestas. El heredero tiene tres años.
Es raro que no se produzcan aquí los fenómenos explosivos que acompañan generalmente a las regencias. Seguramente Alemania sentía el peligro, seguramente no había flaqueado su fidelidad a la Casa de Sajonia. Pero la habilidad de Teófana hizo lo demás. En la primera parte de su vida, nos llama la atención sobre todo por sus brillantes condiciones exteriores, su belleza, su pompa, su refinamiento. Hija de Romano II, se crió en los esplendores y en las intrigas de la corte de Bizancio. Esposa de Otón II, acompañó más de una vez al emperador en sus guerras de Italia. Hela aquí sola, a los veinte años, resplandeciente aún sobre ese fondo negro, pero impopular desde ciertas palabras imprudentes que se le habían escapado después del desastre de Cabo Colonna. Reconquista la autoridad moral en Alemania, se gana a los alemanes, al mismo tiempo que a los italianos y a los griegos, renunciando a la conquista de Sicilia y a la lucha contra el Islam. Ha comprendido las advertencias de Verona. Más aún: a la muerte de Bonifacio VII, deja a los romanos que hagan un papa a su gusto, Juan XV. Y, para conjurar el peligro eslavo, enfrenta a Polonia con Bohemia y acaba por reconciliarlas. Ha comprendido que, para salvar el Imperio, había que ser reina de Alemania antes que emperatriz de Occidente. A su muerte, muy prematura (991), su suegra, la vieja Adelaida, viuda de Otón I, sigue la misma política y conduce la guerra de los wendos. Una y otra, la griega y la italiana, entendieron mejor el interés inmediato de Germania que el sajón Otón II, y la paradoja de un imperio que oscila entre un peligro y otro. Cuando Otón III llega a la mayoría de edad (996), después de hacer la guerra en el norte desde los doce años, ¿hacia dónde se inclinará? ¿En qué sentido le impulsan su naturaleza, sus orígenes, su educación? ¿Qué predisposiciones secretas conducen sus pensamientos ante los restos de Carlomagno, en Aquisgrán, el día de Pentecostés del año mil?
2
El adolescente en quien recae el terrible peso del Imperio es a la vez un héroe de novela, un político idealista y un santo. Ha soñado sucesivamente en el imperio del mundo [imperium mundi] y en el renunciamiento absoluto a las vanidades humanas [contemptus mundi]. Sucesivamente, ofrece a los romanos el espectáculo de su sacra majestad en ceremonias teocráticas y aspira a la soledad absoluta en una cabaña de barro y cañas. Ora se entrega con San Adalberto y con San Nilo a los más ardientes éxtasis de la fe, ora escucha los consejos del viejo Gerberto, grande por la inteligencia y acaso por la intriga, hombre honrado, fecundo en sabias artimañas, amigo del diablo y príncipe de los humanistas. ¿Quién, por naturaleza, fue nunca tan proclive a las ambiciones y a los hastíos sublimes como este hombre tan joven y cuyos días ya contados daban lugar a la mesura y a los compromisos de la experiencia? El mismo desencanto es en él un ardor, y la realidad del mundo un sueño vivido. Tuvo la suerte de morir antes que sus pasiones, las más nobles que hayan animado a un hombre de su época; de desaparecer en el momento mismo en que, quizá, sus quimeras se alejaban de él. Para que la serie humana sea completa, preciso es que la historia nos ofrezca, en breves intervalos, figuras como ésta: alcanza entonces las magnificencias de la ficción.
¿Cómo explicarse que la raza de Otón el Grande diera este hombre tan extraño, que aquel vigoroso realista tuviera por nieto a este héroe soñador? Desde luego ya vimos en Otón II cierta falta de sensatez que, en los días de mayor peligro, le llevaba a empeñarse en vanos proyectos de cruzada.
Se alega sobre todo, y con justa razón, la sangre griega que corría por las venas del hijo. Otón III recibía el impulso secreto de esta sangre, sin la sabiduría. Seguramente, meciéronle en la cuna los relatos sobre la grandeza de la Bizancio imperial y se crió en el culto al pasado. Filagato de Rossano le enseñó su lengua materna; Bernardo, el famoso abad de Hildesheim, le dio probablemente una educación más firme, y ya conocemos su afecto por Gerberto, el viejo amigo de su casa. En la carta que escribió a éste dándole las gracias por su regalo de la Aritmética de Boecio, alude a su rusticidad sajona, que le avergüenza, y a aquella chispa de genio griego que hay que reanimar… Gerberto no podía menos de sacar partido de esta efusiva confesión. En la afortunada fórmula que emplea, con una concisa elegancia de gran escritor –genere graecus, imperio romanus, “griego por la estirpe, romano por el Imperio”–, nos parece vislumbrar el futuro de un concepto imperial más amplio y más brillante, humanamente más legítimo que el imperio sajón.
Pero, a nuestro juicio, la «helenidad» de Otón III, muy auténtica, es también, y acaso sobre todo, un orgullo, una aspiración de su espíritu. Y acaso se tradujo en el efecto de liberar, por contraste, aspiraciones profundamente germánicas que asoman ya, aunque muy débilmente, en su padre. La eterna tentación italiana de los hombres del norte, el carácter artificial de este imperio del mundo, sus ceremonias, ese fasto ostentoso: todo, hasta ese antepasado exhumado, y hasta ese ardor en el estudio, esa deferencia de fámulo con su viejo Fausto aquitano, son sin duda en Otón III rasgos que pertenecen al genio de Alemania. Si Gerberto se anticipa a los humanistas del Renacimiento, el joven emperador se anticipa al romanticismo alemán. Su historia hubiera podido llevarla al teatro, con una asombrosa conformidad de instintos, si no Goethe, al menos un dramaturgo del Sturm und Drang, más que por la violencia de los episodios, por la extraña condición del héroe y por la fatalidad que precipita su fin. Quiere decirse que, hasta en los límites más estrechos del tiempo, la historia contiene acaso toda la diversidad de los tipos humanos, todo el repertorio de las situaciones. Pero este destino tan rápidamente tronchado no autoriza sino algunas sugerencias a las que la carrera de Barbarroja y la de Federico II dieron, sin duda, más amplio desarrollo.
En 996, se dirige Otón a Italia con el fin de recibir allí la corona imperial. Los eslavos están contenidos, Italia parece segura. Pero, a la salida de los Alpes, Verona se subleva y hay que apaciguar el movimiento. En Pavía, les llega la noticia de la muerte de Juan XV; en Rávena, Otón hace elegir a su primo y capellán Bruno, que toma el nombre de Gregorio V. Es un alemán, es un hombre de una energía brutal: dos razones para que los romanos le detesten. Este primer gesto, que rompe con la prudencia de Teófana y con la complaciente blandura de Juan XV, no tarda en desencadenar la ira. Y se levanta una vez más esa raza de jefes de sedición que consideran el papado como cosa propia y que oponen al imperio alemán la resistencia de la Roma feudal. Gregorio V, expulsado, se retira a la Lombardía, donde espera la intervención del emperador. Crescencio, hijo del insurrecto del año 974, hace que sea elegido Filagato, de vuelta de Constantinopla, adonde había ido a pedir para Otón III la mano de una princesa imperial. No es ni la primera ni la última de las sediciones que ensangrientan la ciudad de los Césares en violentos combates callejeros. Pasado el tiempo, la imaginación popular los interpretaría como movimientos nacionales, algo así como reivindicaciones tribunicias, como llamadas a la libertad. ¿Se equivocaba enteramente, como se afirma? Cierto que los barones latinos querían ante todo conservar su exorbitante privilegio, pero los sentimientos que se manifiestan en la Insurrección de Verona y, más tarde, durante el triste retorno de los despojos de Otón III hacia Alemania, demuestran que, en el fondo de esta agitación italiana y romana, hay algo más profundo y de más amplio alcance. Crescencio no es ni un héroe ni un santo. La Roma del año mil no es la Roma de los Gracos. Pero, en las ruinas de la república y del imperio, estos [señores] feudales atroces tienen cierta grandeza.
En conjunto, esta Roma no era, sin duda, muy diferente de la que iba a pintarnos, a la luz lunar del aguafuerte, violentamente contrastada de sombras, un visionario genial, Piranesi. Olvidemos los edificios del Renacimiento y del período barroco: quedan los monumentos de los antiguos, ya entonces roídos por el tiempo, derrumbándose en escombros, cubiertos de yerbajos y juncos, calcinados por el fuego de las grandes invasiones, agujereados en cada intersticio para poder robar hasta el cobre de las almillas. Como en tiempos del arquitecto grabador, algunas reparaciones improvisadas permiten aún al hombre alojarse en ellos, como en cavernas de las que descendía para sus fechorías. Tumbas y templos, defendidos por almenas y parapetos, guarnecidos de tejadillos de madera, tenían para ellos la ventaja de sus sólidos muros, contra los que nada podía el ariete. Las estrechas calles favorecían la emboscada y el acecho. Acaso, como más tarde en las ciudades toscanas, se alzaban allí, en la emulación de dominar, torres estrechas y cuadradas. Pero las fortalezas estaban sobre todo en las ruinas. Siempre fueron muy buscadas por gentes extrañas. Esas pobres gentes que hasta una época muy reciente habitaban el Teatro de Marcelo, eran los sucesores de los hombres de armas de Crescencio. En las laderas de Tusculum había otros reductos, así como sus hermanos de sedición; pero es a la Roma de Piranesi, a su poderoso y melancólico claroscuro, a donde tenemos que acercamos para entenderlo. Es en el castillo de Sant’Angelo donde sostienen un sitio de dos meses contra las tropas imperiales. Y Las cárceles, debidas a la imaginación desencadenada de nuestro artista, nos sugieren el horror de los suplicios infligidos a los rebeldes, nos hacen pensar en los pontífices estrangulados o muertos de hambre. Un anacoreta casi centenario, San Nilo, fue a implorar a Otón por Filagato: el papa de la revolución, después de la toma de Roma (febrero del 998) fue paseado en un asno por las calles de su ciudad. En cuanto a Crescencio, dejaron colgado su cadáver en el patíbulo del Monte Mario.
Acaso estas horribles circunstancias, quizá las exhortaciones de San Nilo, provocaron en el emperador la crisis mística que, aquel mismo año, le mueve a encaminarse, a pie y en pleno invierno, al oratorio de Monte Gargano. No parece que separara nunca la función imperial de los más austeros deberes de cristiano. Le dolían la miseria y el escándalo de la Iglesia. No sólo procuraba ponerles remedio con la rectitud de la administración pontificia, sino que quería redimirlos en sí mismo. Lo que nos parece una crisis no es ciertamente otra cosa que el punto más alto de una curva continua. Por otra parte, no separaba nada, tenía siempre presente su doble deber; la ermita de San Nilo en Serperi, el santuario de San Miguel en Gargano no le ocultaban las dificultades a que estaba expuesto en Montecasino, las agitaciones de Capua y de Nápoles que procuraba apaciguar. Pero un acontecimiento inesperado vuelve a poner el papado en liza. El 18 de febrero del 999, muere Gregorio V. El emperador lleva a Gerberto a la silla pontificia. Dijérase que en este momento la historia hace tabla rasa del pasado para autorizar fundaciones nuevas o nuevos sueños. Las viejas fuerzas alemanas desaparecen (no sólo Gregorio V, sino la abuela del emperador, Adelaida, y su tía, Matilde, a quien Otón, en otro tiempo, encomendó Germania durante su ausencia; “las tres columnas de la Cristiandad”). La muerte de estos parientes tan próximos y tan queridos determinó el retorno del emperador a Alemania, en los comienzos del año mil, para una estancia de seis meses, durante la cual hizo exhumar a Carlomagno. A principios del otoño volvió a Roma, con intención de quedarse en ella. Entre la vieja capital carolingia y la Ciudad Eterna, optó por ésta. Sólo en Roma es posible fundar la monarquía universal. Sólo desde Roma puede la monarquía universal alumbrar todo el mundo cristiano.
3
Estos vastos designios no tienen, en rigor, contornos definidos, y es justo señalarlo. Pero en esto radica su interés y su originalidad. No se trata de constituir un imperio compacto, definido por la posición de territorios y por un riguroso trazado de fronteras. No se trata tampoco de considerar la conversión de los bárbaros como un instrumento de germanización, sino de permitir a las nuevas naciones cristianas vivir y desenvolverse dentro del marco imperial. El lazo que ha de unir al imperio es más espiritual que feudal. En el fondo, esta concepción no es más constantiniana que carolingia. Se basa en la estrecha unión entre el emperador y el papa. Es, si se quiere, un aspecto de lo que se llama el cesaropapismo, pero no la explotación de un papado vasallo por la realeza germánica. Gerberto conjuga los poderes del emperador con los suyos en una soberanía que no separa lo espiritual de lo temporal. Así se explica, como ha demostrado Julien Havet, la curiosa respuesta del papa a la carta que le dirigió Roberto el Piadoso quejándose de uno de los prelados más ilustres de su tiempo, el famoso obispo de Laón, Adalberón, llamado también Ascelin. Dicho está que la queja llegó a manos del emperador y del papa: Apostolicis et imperialibus oblata est manibus. ¿Qué hace el emperador en este asunto de disciplina eclesiástica? Las diferencias que pueden surgir entre el episcopado francés y Roberto competen únicamente al papa, pues el rey no es en modo alguno, por ningún concepto, vasallo del imperio, ya que Francia no figura entre los reinos que lo constituyen, y que son Lorena, Germania e Italia. Pero Gerberto y Otón, por encima de las realidades de su tiempo, ven un estado del mundo donde el acuerdo entre el papa y el emperador arbitra y gobierna a toda la Cristiandad. Se citan otros ejemplos de «usurpaciones» de la soberanía del rey: no ante él, sino ante Otón III son convocados a discutir sus respectivos derechos el conde de Barcelona –vasallo de Francia– y el arzobispo de Vic. No es del todo justo sacar la conclusión de que el primer papa francés tuvo una política antifrancesa, pues, como veremos, se ha podido igualmente decir que su política con las naciones recién convertidas era antialemana. En realidad, su política está ante todo al servicio de la idea imperial, que rebasa el horizonte de un imperialismo germánico.
Los pioneros del cristianismo en los países eslavos limítrofes del imperio habían trabajado al mismo tiempo por la extensión de Alemania. Esta fue la línea seguida por hombres como el famoso Peregrino de Passau.
El obispado de Praga fundado en los años 975 ó 976, dependía de los arzobispados de Maguncia. Al permitir que lo ocupara el hermano del duque Boleslao, después del nombramiento de un monje de Corvey, Otón III y Gerberto aceptaban el riesgo de que creciera en Bohemia una Iglesia nacional. Y lo mismo en Polonia, donde el obispado de Posen, que al principio dependía de Magdeburgo, fue sometido, con Kolberg, Cracovia y Breslavia, al arzobispado de Gniezno, recientemente fundado sobre el sepulcro de Adalberto. Ocurría esto en los primeros meses del año mil, cuando Otón III fue a rezar ante este sepulcro. Aún más característico es el caso húngaro. En 995 recibió el duque Geza la promesa de una ilustre boda para su hijo: Giselia, hija de Enrique de Baviera, con la condición de que se convirtiera al cristianismo y ayudara a la conversión de su pueblo. Ya el obispo de Passau había logrado, entre 971 y 991, restaurar su diócesis y hasta introducir el germanismo y el cristianismo en las comarcas del Leita. Pero, en el año mil, el duque Waik, hijo de Geza, recibe la corona de oro que le erige en rey, con una bula de entronización de Silvestre II que incorpora el nuevo reino a la Santa Sede con el título de monarquía apostólica. La bula ha sido puesta en duda, pero el hecho es indudable: desde este momento existe una realeza hereditaria más, con una Iglesia gobernada por un metropolita. Waik toma el nombre de Esteban, con el que será canonizado por la Iglesia este jefe de bandas devastadoras. Que Hungría llegue o no llegue a ser colonia alemana, no es de lo que se trata. El imperio ha creado una marca y rechazado a los bárbaros. Como los normandos que Carlos el Simple fijó en nuestro suelo, no se desprendieron de sus viejos instintos. Bien lo veremos en los desórdenes que siguieron a la muerte de Esteban (1042), pero no por ello dejan de formar parte, desde ahora, del cuerpo europeo.
Hay que insistir resueltamente en la originalidad de esta estructura que, en vez de incorporar al reino alemán provincias o estados feudatarios, incorporaba nuevos reinos a los tres del imperio y que, respetando la idea de nación, le superponía una idea más alta, conforme a la idea misma del cristianismo: lo que podríamos llamar la supernación. Estos dos términos, «monarquía apostólica», «Sacro Imperio», no pueden engañarnos. Era sin duda una aspiración nobilísima, pero con el peligro propio de semejante empresa: unir en la misma comunidad pueblos tan diferentes en tradiciones, lengua y estadio civilizatorio. Pero se habían sufrido guerras espantosas. La Europa cristiana era muy pequeña y estaba siempre amenazada. Había que elegir entre una política de conquista y una política de acuerdo espiritual. El papa francés optó por lo segundo. No era esto en él una idea nueva, si nos atenemos a la carta donde proponía a un destinatario desconocido aproximar, unir en la misma solicitud, para un interés superior, la juventud de Roberto de Francia y la juventud de Otón III.
Por otra parte, el viejo humanista cristiano no podía menos que favorecer la resurrección romana de una corte verdaderamente imperial. Un régimen necesita de una política tanto como de máximas de Estado, y los historiadores que piensan que los pueblos se gobiernan únicamente con la fuerza o la prudencia desconocen el fondo de la naturaleza humana. En el momento en que Gerberto y Otón intentaban resucitar el imperio romano, no era una pura fantasía darle forma evidente en fórmulas y ceremonias. Conocemos aquéllas por la sigilografía, éstas por textos contemporáneos. En sellos de plomo se lee los IMP, AVG, COS y SPQR, y hasta se ve una figura de mujer, alegoría de Roma, con las palabras: Renovatio imperii romani. Si los cronistas alemanes son muy sobrios y los cronistas italianos casi mudos, una compilación de la segunda mitad del siglo XII, la Graphia aureae urbis Romae, muy heterogénea y muy incoherente, tiene el mérito de contener trozos que datan, indiscutiblemente, del tiempo de Otón III: se encuentran los textos originales en los manuscritos del XI y de finales del X. También pertenece a la época que nos referimos un fragmento incluido en otra compilación, la de Bonizo de Sutri, relativo a los siete jueces palatinos. Que los diplomas no siempre hayan confirmado las alegaciones de esos viejos autores sobre los jueces, que la última parte de la Graphia esté llena de cosas tomadas de Constantino Porfirogeneta y, por otra parte, en detalles inútiles y confusos sobre las antiguas magistraturas romanas, no afecta en nada al valor histórico de los documentos contemporáneos de los hechos.
El emperador no residía en el viejo palacio carolingio aledaño a la basílica de San Pedro, abandonado ya por sus antecesores, sino en otro, del que nos dicen que era “antiguo”, situado en el Aventino. La colina de las secesiones de la plebe, que hemos visto, a principios de este siglo, viviendo en una paz provinciana y monástica, era entonces residencia de las grandes familias romanas. Quizá el Castello de’ Cesari, con su torre, perpetuaba el recuerdo de una de ellas y hasta, confusamente, la memoria de los Césares germanos. No lejos se hallaba el convento de Santa María Aventina, convertido en priorato de la Orden de Malta, y el de San Bonifacio y San Alejo, donde se reunían monjes latinos, griegos, eslavos y adonde se retiró San Adalberto antes de ir a sufrir el martirio en Prusia. Parece ser que a este monasterio donó el emperador el manto de su consagración con escenas del Apocalipsis bordadas en oro. De allí salía para sus peregrinaciones al Monte Gargano o al país de Subiaco, lleno de recuerdos de San Benito, para sus conversaciones en la soledad con San Nilo, para sus retiros en una celda de San Clemente. Después de las sublimes arideces del renunciamiento tornaba a las pompas del Imperio, cumpliendo en ellas sus deberes con una majestad que tenía algo de religioso. Sus comidas eran una especie de misas, con un esplendor solitario. No las hacía, como sus antepasados, con sus compañeros de trabajo y de batallas, según la vieja costumbre germánica, sino en un aislamiento que hacía más extraño y más magnífico el estrado donde estaba la mesa en forma de sigma. No hay duda de que Bizancio se aliaba con Roma en el ceremonial de una corte en la cual uno de los dignatarios llevaba el título de protospatario y otro el de maestro de la milicia. Otón, educado por Teófana en la admiración a las sabias jerarquías y a los esplendores de la corte griega, prometido de una princesa bizantina, seguramente necesitaba los consejos de un ravenés, como se ha supuesto, para introducir en su palacio las costumbres y las dignidades de Constantinopla. Su influencia había llegado hasta la misma Roma pontificia. Y señalar en la Graphia algunos pasajes tomados del Libro de las Ceremonias de Constantino Porfirogeneta no es rebajar la autoridad de aquélla, al contrario. Pero la tonalidad del medio es, sobre todo, imperial romana. Es en Roma donde ocurren estas cosas y es el imperio romano del siglo IV el cual el papa humanista, nutrido de latinidad, y su discípulo, quieren reconstruir, no como una obra maestra de historia y de arqueología, sino a través de las tradiciones mezcladas, de los compromisos con el tiempo. Así se explican, además de los títulos y de la figura antes mencionada con relación a los sellos de plomo, esas procesiones vestidas de blanco que, contrastando con el fondo de tonos oscuros de la Italia medieval, evocan los togati de la Roma antigua y esas diez coronas de oro con inscripciones que conmemoran su grandeza y la de sus más ilustres emperadores.
¿Tenemos verdaderamente una «constitución» nueva del tipo de Notitia dignitatum que nos da la Graphia? ¿Es absolutamente seguro que los siete jueces pontificales hayan pasado a ser jueces palatinos, encargado cada uno de ellos de una función de gobierno? ¿Hubo un acuerdo constante y premeditado entre la administración imperial y la del solio apostólico? Así lo creían, por buenas razones, los antiguos historiadores, Giesebrecht, Gregorovius. Hoy parece que hay dudas sobre ciertos puntos de detalle.
Pero debe verse también el conjunto, y queda en pie que la aventura es extraordinaria. Es un ensayo, heroico en cierto modo, para crear formas nuevas, un nuevo estilo de vida y hasta una política imperial moderna, dominado a la vez por la obsesión del pasado y por el deseo de construir. ¿Se dirá que el Renacimiento es arbitrario en su principio y antimoderno, puesto que se funda en la imitación de los antiguos?
Podemos ver un símbolo de esta resurrección cristiana del viejo imperio romano en la iglesia que Otón III mandó construir en honor de San Adalberto, y que Mâle ha descrito en algunas de sus más bellas páginas. Es hoy la iglesia de San Bartolomé, que ocupa en el extremo sur de la isla Tiberiana el lugar de un antiguo templo de Esculapio. Ha sido reconstruida muchas veces; su fachada del siglo XVII es obra de Martino Longhi. Pero conserva catorce columnas de granito o de mármol, del templo y del pórtico, utilizadas por el arquitecto de Otón. Quizá el conjunto, como observa Mâle, tiene las dimensiones monumentales y la nobleza de proporciones que, todavía en el siglo IX, distinguían las iglesias de Pascal I. En los escalones del coro está empotrado el brocal de un pequeño pozo, que fuera decorado con figuras en una época posterior a la muerte de Otón III. Allí están San Bartolomé, San Paulino de Nola y Otón III acompañando a Cristo. Una inscripción nos advierte que este pozo corresponde a una antigua fuente sagrada cuya agua hacía milagros. Los cristianos sucedieron a Esculapio en torno a la fuente salutífera. Se acercaron a adorar al Dios vivo entre las columnas de un templo de un dios muerto. Y el emperador del año mil bebió también de la fuente sagrada. Como su pequeña basílica, su sueño imperial no tenía, seguramente, las proporciones justas, aunque allí estaban, intactas y en pie, las columnas del templo.
Pero la oposición italiana y la oposición romana no habían cedido. Entre los feudales, muy pocos eran sinceramente leales al Imperio. Sin embargo, había algunos. El marqués de Toscana, Hugo el Grande, hijo de Herberto, dio varias veces testimonio de su fidelidad. Antes de 996 hizo dos viajes a la corte imperial. Acaso la juventud de Otón III le pareció favorable a proyectos ocultos o, más sencillamente, a su independencia de gran señor feudal, jefe de un estado casi soberano. En todo caso, la Casa de Sajonia le consideraba como un seguro apoyo, y, en circunstancias difíciles, está con el emperador y cumple su deber. Pero los príncipes del Sur estaban recelosos. Reprochaban a Otón III y al papado que favorecían excesivamente al episcopado en detrimento de los bienes de los señores. ¿Tomó parte Arduino, marqués de Ivrea, en el asesinato del obispo de Vercelli (997)? Fue acusado y trasladado ante un concilio. Se embargaron sus bienes. Esta medida indignó al norte de Italia.
Pero la oposición más importante seguía siendo Roma. ¿Quién, pues, podía interesarse, entre los barones y su clientela, por la restauración del imperio romano intentada por un rey de Alemania y por un papa extranjero? ¿Cómo esperar de pronto un asentimiento necesario para el éxito de las grandes empresas? En esta ciudad, caliente todavía de odios terribles, la menor chispa podía provocar el incendio. A principios de 1001 estalla con violencia. Los habitantes de Tívoli se habían rebelado contra su señor. El perdón que se les concedió irritó violentamente a Gregorio, conde de Tusculum. Los nobles insurrectos bajan a las calles con sus bandas. Se lucha furiosamente, hay una matanza de alemanes, ponen sitio al palacio imperial en el Aventino. Es entonces cuando el emperador, según Thangmar, dirige a los rebeldes este discurso: “¿Sois vosotros los que yo llamo mis romanos, por amor a los cuales he abandonado mi patria, a mis sajones, a mis alemanes, mi sangre? Os he adoptado por hijos. Y vosotros, en pago, os separáis de vuestro padre, habéis matado a mis fieles, me echáis…”. Añade que dijo también: “Os he llevado a los confines más lejanos de nuestro imperio, adonde vuestros ascendientes no habían llegado nunca cuando el mundo les estaba sometido. He querido llevar vuestro nombre y vuestra gloria hasta los últimos límites de la tierra”. Palabras curiosas, en las que se junta la verdad con el error, y que presentan las marcas de Germania como las últimas conquistas del imperio romano. Pero, seguramente, esta arenga no se pronunció nunca. Sin embargo, traduce con mucha verosimilitud los sentimientos íntimos de Otón III, interpretados con exactitud por un contemporáneo inteligente. Es sin duda uno de esos discursos que los cronistas más letrados habían tomado la costumbre de insertar en sus relatos, a la manera de los historiadores de la Antigüedad. La continuación del relato de Thangmar nos lo demuestra: los rebeldes, emocionados por las palabras del emperador, se volvieron contra sus propios jefes y se apoderaron de ellos para arrojarlos a los pies de Otón III. La verdad es que tuvo que salir de Roma y desde entonces anda errante por Italia, desilusionado de su sueño. Pasa un tiempo en Rávena, donde quizá San Odilón le exhortó a volverse a Alemania, como él pensó por un momento.
Se traslada a Monte Gargano, luego acude a castigar a Benevento. El 27 se abre en Todi un concilio convocado para zanjar la disputa entre Bernardo, obispo de Hildesheim, y Willigis, arzobispo de Maguncia, sobre sus derechos al monasterio de Gandersheim. Pero los obispos convocados no llegaban. El 13 de enero los esperaban aún: el mismo día, Thangmar se despedía del emperador. El momento era crítico. En Alemania conspiraban los duques, los condes, los obispos. Otón III estaba agotado. Dicen que la llegada del arzobispo de Colonia y del obispo de Constanza le reconfortó un poco. Se puso en camino, pero se vio obligado a detenerse, vencido por el mal. Era no lejos de Roma, adonde no podía volver, al pie del Soratte, en el castillo de Paterno. Allí murió el 23 de febrero. ¿Estaba Gerberto a su lado en los últimos momentos? Su nombre no figura entre los presentes. Le sobrevivió dieciséis meses.
Así acabó aquel intento admirable y quimérico, sobre el que se podrá soñar aún durante mucho tiempo. ¿Era posible, en el año mil, hacer revivir el imperio romano en un mundo feudal, unir en el marco de un orden espiritual, con desventaja de la fuerza alemana, unos reinos bárbaros recientemente convertidos? A pesar de la unión de los corazones, ¿no había contradicción de naturaleza entre aquel joven Parsifal y su maestro, ese papa en el ocaso de su vida, quizá gastado por su misma habilidad? Parece ser que se amaron y se sostuvieron siempre, necesarios el uno al otro, ambos apasionadamente fieles a la misma idea. Quizá el soberano pontífice, en su sabiduría, sentía a veces respetuosos pesares por tener que gobernar el mundo con un arcángel. Quizá pensaba también en el peligro de la chispa griega y en la ventaja de la rusticidad sajona. Pero la verdad es que no sabemos absolutamente nada. Lo seguro es que no era posible asociar en esta forma a Italia y Alemania. Italia, por haber llevado en sus flancos el Imperio de los Césares, se repetirá siempre el verso de Virgilio: “Romano, recuerda que te corresponde mandar a los pueblos”. Ahora no se trata de esto, menos que nunca. Y es sobre todo una furia feudal lo que impulsa a Arduino, al morir Otón III, a recuperar la corona de Italia, y a los barones, al morir Silvestre II, a recuperar la tiara. Enrique II esperará diez años la dignidad imperial. ¿Dónde situarse para mandar a este gran cuerpo desunido? ¿En Aquisgrán? Pero está demasiado lejos de la península. ¿En Roma? Pero está demasiado lejos de Alemania y de las marcas de Eslavia. Algunos éxitos deslumbrantes no llegan a ocultar la paradoja de esta situación. El año mil, el esfuerzo de un santo y de un hombre de genio, no lograron fundar la monarquía universal. La nostalgia imperial, que fue para Europa el sueño dorado de la felicidad, de la concordia y de la paz, no triunfa contra el desorden, el odio y la guerra, resultado de las invasiones bárbaras. Pero unas fuerzas inmensas, en el mundo del espíritu, en la cultura y en el arte, consiguen dominar las discordias políticas y su misma diversidad instituye, en la paz, unos campos de trabajo donde se construyen iglesias y una especie de sociedad universal a la que dan color, sin destruirla, las pasiones humanas.
Henri Focillon
Nota final.— En su narración, dando un salto de acróbata al futuro, Focillon evoca con indisimulable admiración las estampas de Giambattista Piranesi sobre las ruinas romanas. Su interés en el grabador italiano del XVIII no era nuevo, ni pasajero. Su tesis doctoral, defendida en 1918, versaba íntegramente sobre él. Había heredado la afición por las aguafuertes piranesianas de su progenitor, Victor-Louis Focillon, quien era –recuérdese– un consumado grabador (falleció el mismo año en que su hijo se doctoró, poco después de la defensa de la tesis). Aquellos y aquellas que deseen profundizar en la vida y obra del genial artista veneciano del Settecento, precursor del decadentismo romántico, pueden leer el ensayo de nuestro compañero Federico Mare “Las ruinas de Roma y el arte de Piranesi”, que publicamos el año pasado en la sección cultural Nocturlabio. Federico hace mención a Focillon en un pasaje de su escrito.