Ilustración: «La ubicación de la isla de la Atlántida tras su hundimiento en el mar, según la mente de los egipcios y la descripción de Platón», por A. Siourtsma (detalle). Mapa extraído del libro de Atanasio Kircher Mundus subterraneus, II (Ámsterdam, J. Jansson, 1664). Nótese que el norte apunta hacia abajo, como indica la flecha. Por lo tanto, el oeste (América) aparece a la derecha del Atlántico, no a la izquierda.
¿Qué hacer con la Atlántida?
Primero, hacer historia,
como historia del imaginario humano.
Pierre Vidal-Naquet
El llamado “descubrimiento” de América por parte de Cristóbal Colón modificó los esquemas geográficos y etnográficos previos de la sociedad medieval europea. La mentalidad cristiana no estaba preparada para afrontar la existencia de una tierra, y unas comunidades, ausentes en el texto bíblico. Para lidiar con tal problema, se buscó demostrar la existencia prefigurada del continente americano en relatos pretéritos. Si bien la Biblia ofrecía una opción en la desconocida región de Ofir, mencionada en el libro de Reyes, la tendencia en el Renacimiento era buscar modelos y ejemplos de la Antigüedad grecolatina. En consecuencia, el relato platónico de la Atlántida fue desde el comienzo el preferido por aquellos cronistas que buscaban explicar el origen del continente y sus habitantes.
Fernando de Oviedo y Valdés, en su Historia General de las Indias, Islas y Tierras Firmes del Mar Océano (1525-1535), es el primero en mencionar indirectamente el mito de la Atlántida. Sin embargo, se decanta por asimilar el Nuevo Mundo con las Islas Hespérides, también llamadas Afortunadas, donde vivían tres ninfas encargadas de cuidar el jardín de la diosa Hera. Refutando a Oviedo y Valdés, Fray Bartolomé de Las Casas infiere que Colón bien pudo concebir la existencia de tierras más allá del Atlántico inspirado por Platón. En la Historia de las Indias (1527), escribe: “razonablemente pudo Cristóbal Colon creer y esperar que aunque aquella grande isla fuese perdida y hundida, quedarían otras, o al menos la tierra firme, y buscando las podría hallar” (lib. I, cap. 8). La misma opinión encontramos en Francisco López de Gómara, autor de la Historia General de las Indias (1552), quien indica que Colón “se movió a buscar la tierra de las antípodas y la rica Cipango de Marco Polo, por haber leído a Platón en el Timeo y en Critias donde habla de la gran isla atlante”. Tanto Las Casas como Gómara, sin embargo, identifican América con la tierra firme, no con la isla.
Será el autor de la Segunda parte de la Historia General llamada yndica (1572), Sarmiento de Gamboa, quien, al racionalizar la información brindada por Platón, deducirá que América y la Atlántida fueron un mismo continente, y por tanto, la misma isla de la que escribe el filósofo griego. La parte que se hundió es la que ahora cubre el océano. Gamboa llega a esta conclusión porque Platón dice que la Atlántida era más grande que Libia y Asia juntas, por ende, calcula que para poder tener ese tamaño la isla debió de estar necesariamente unida al continente y ser uno. Desde entonces, la «prehistoria» de América quedará asociada al mito griego.
Lo trascendente de dicha asociación no era el hecho empírico en sí, que la Atlántida y América fueran una misma cosa, sino el valor simbólico que radicaba en la idea de que el mito griego ya prefiguraba la existencia de un continente en el oeste. Esto abría un sinfín de posibilidades para configurar una narrativa mitológica propia, que aunara las dos herencias más reconocidas de la identidad americana: la europea y la precolombina. Con el tiempo, ya en el período independentista, la Atlántida nutrió la identidad hispanoamericana estableciendo, por un lado, el mito de origen para la americanidad; y por otro, la aspiración utópica de lo que se esperaba de las nuevas naciones en el futuro.
La tendencia, no obstante, a abordar el mito atlántico como sustituto nacional comienza en Europa. La Ilustración consideró la Atlántida como una Edad de Oro, origen de todas las naciones. El sueco Olof Rudbeck confundió, en su Atlántica (1679-1702), la isla con Suecia, agregando que en la Atlántida tuvo inicio la vida civilizada. El resultado: un gran mito nacional. En Italia, Gian Rinaldo Carli y Angelo Mazzoldi (1840) identificaron su país con la Atlántida, lo mismo que hicieron William Blake y F. Wilford en Inglaterra. Más cerca en el tiempo, en el siglo XX, Alfred Rosenberg, ideólogo del nazismo, colocó a los atlantes como antepasados de los germanos, idea luego replicada por el profesor A. Herman de la Universidad de Berlín, y que devino en sancta doctrina para el Ahnenerbe Institut dirigido por Himmler.
La diferencia entre la recepción del mito en Europa con la realizada en Hispanoamérica es que lo que allí sirvió como aliciente para el nacionalismo, aquí fungió como sustento para una identidad americana supranacional, panamericana. El mito valió para reivindicar un mismo origen y una herencia común para todos los habitantes del continente, y no sólo para un determinado país.
Nuestra primera parada en esta mitificación de la historia americana es el poema La Atlántida (1881) del escritor argentino –aunque nacido en Porto Alegre– Olegario Víctor Andrade (1839-1882). Allí expresa:
Siglos pasaron sobre el mundo, y siglos
guardaron el secreto!
Lo presintió Platón cuando sentado
en las rocas de Egina contemplaba
las sombras que en silencio descendían
a posarse en las cumbres del Himeto;
y el misterioso diálogo entablaba
con las olas inquietas
que a sus pies se arrastraban y gemían!
Adivinó su nombre, hija postrera
del tiempo, destinada
a celebrar las bodas del futuro
en sus campos de eterna primavera,
y la llamó la Atlántida soñada!
En la pluma de Andrade, el mito se trasmuta de leyenda a profecía. Platón afirma que la historia se la contó Critias el Joven, que a su vez la escuchó de su abuelo Critias el Viejo, que se la oyó decir a Solón el Legislador, que la recibió de los sacerdotes egipcios de Sais. Pero Andrade nos cuenta que fueron las “olas inquietas” quienes dieron la noticia de una tierra soñada. La Atlántida se ubica, temporalmente, tanto en el pasado como en el futuro; y geográficamente, en América del Sur. Es Sudamérica la tierra destinada a fundar, en su calidad de heredera de la raza latina e ibérica, una nueva y gloriosa nación.
Atlántida encantada
que Platón presintió! promesa de oro
del porvenir humano. – Reservado
a la raza fecunda,
cuyo seno engendró para la historia
los Césares del genio y de la espada, –
aquí va a realizar lo que no pudo
del mundo antiguo en los escombros yertos,
la más bella visión de sus visiones!
¡Al himno colosal de los desiertos
la eterna comunión de las naciones!
Pasado y presente se unen. La Atlántida es el origen de la «raza» americana, en tanto esta es heredera del mundo grecolatino. Pero también es su futuro (que Platón “presintió”), por cuanto Sudamérica está destinada a fundar una sociedad ideal. El tiempo se percibe circular, no lineal como acostumbraba entonces el positivismo. Es que, en el fondo, hay aquí una crítica poco disimulada al cientificismo, al positivismo y al materialismo contemporáneo. Lo vemos más claro en el segundo autor que apela al mito: el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916).
En uno de sus poemas más conocidos, dedicado a Theodore Roosevelt, vigésimo sexto presidente de Estados Unidos, Darío contrapone el materialismo anglosajón con la sensibilidad espiritual de los hispanos. Cuando procura exaltar el valor de la América hispana afirma:
Más la América nuestra, que tenía poetas
desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,
que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco,
que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió;
que consultó los astros, que conoció la Atlántida
cuyo nombre nos llega resonando en Platón,
La Atlántida se inscribe dentro del pasado lejano de esa “América nuestra” que “aun habla español y aun reza a Jesucristo”. Nuevamente, además, aparece la idea, siempre presente, de que ese conocimiento fue prefigurado por el filósofo griego. Es notorio, por último, que luego de mencionar la Atlántida, evoque al Inca y a España; las dos aristas de la identidad hispanoamericana.
“Presagio de América” es como el escritor mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) titula el comienzo de su texto Última Tule. En ese lugar describe “la fertilidad mitológica que presagia el Descubrimiento” (p. 19) de nuestro continente. Esos relatos sobre la existencia de tierras desconocidas y utópicas fascinaron y estimularon a los humanistas, al punto de incentivar la búsqueda realizada por Colón y otros. “La Atlántida –afirma Reyes–, resucitada por los humanistas, trabajó para América” (p.17). Pero lo inverso también vale: América trabajó para la utopía platónica, porque su «descubrimiento» renovó el pensamiento utópico. Tras ese razonamiento deductivo se esconde la intención de Alfonso Reyes de asignarle a América un carácter utópico. La utopía americana, sin embargo, no deja de estar influida por la tradición literaria europea, y, por tanto, de ser europeizante. Lo auténticamente americano para Reyes bebe de la cultura clásica e hispana, antes que de la precolombina.
Su coterráneo José Vasconcelos (1882-1959) tenía una perspectiva semejante. En La raza cósmica: misión de la raza iberoamericana (1925), propone una utopía racial para el continente. El mito de la Atlántida le sirve para enraizar el mestizaje en el pasado. Por eso, no duda en afirmar que la isla fue “cuna de una civilización que hace millares de años floreció en el continente desaparecido y en parte de lo que hoy es América” (p. 13), y que “la raza que hemos convenido en llamar Atlántida prosperó y decayó en América” (p. 15). El mito funciona para él como una Edad de Oro del mestizaje, pero también prepara el terreno para su tesis de una utopía racial que tendrá lugar precisamente en nuestro continente. La nueva raza, mezcla de las anteriores, será superadora y fundará una sociedad mejor. Vasconcelos creía ver los indicios de ese profético destino en su época, por eso escribe que “el Brasil será la potencia mundial del futuro” (p. 142) y que “hoy, y quizás por mucho tiempo, la Argentina será el faro en la noche hispanoamericana” (p. 206). La circularidad del tiempo y el destino manifiesto de “nuestra América” queda resumida así:
“En la América española ya no repetirá la naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será la raza de un solo color, de rasgos particulares, la que esta vez salga de la olvidada Atlántida; no será la futura, ni una quinta ni una sexta raza, destinada a prevalecer sobre sus antecesoras; lo que de allí va a salir es la raza definitiva, la raza síntesis o raza integral”. (p. 30)
Constituir la identidad americana como fusión o síntesis de lo precolombino y lo hispano es el objetivo detrás de estos escritores. El talón de Aquiles: la herencia aborigen es largamente percibida como salvaje, atrasada e incivilizada. Fundar la americanidad exigía reivindicar la cultura precolombina como civilizada, a la altura de la europea. El mito de la Atlántida cumplía con ese propósito. El argentino Ricardo Rojas (1882-1957) concibe el Silabario de la decoración americana (1953) con la intención de incorporar la herencia artística aborigen al arte contemporáneo para anexarla a la herencia colonial hispana. Como el propio Rojas afirmó, buscaba “rehabilitar al indio como progenitor de nuestra historia y sal de nuestra civilización” (p. 23). Por tanto, era central demostrar que el arte precolombino bebía de la misma fuente que el arte europeo. No sorprende, entonces, que al comparar el arte maya con el griego concluya que “los indios, lejos de los griegos y acaso mucho antes que ellos, habían introducido una norma de simetría en la composición y una norma de proporciones en la figura humana” (p. 113). Esto sólo puede explicarse si el origen de América se entronca con una civilización que goce del «pedigrí» de la europea, esto es, la Atlántida:
“Si las analogías internas de varias culturas continentales sorprenden al estudioso en el Nuevo Mundo, imponiéndole la necesaria hipótesis de contactos prehistóricos o la referencia a una común fuente iniciática, no sorprende menos la abundancia de analogías entre dichos restos arqueológicos de América y los de Caldea, Egipto, Micenas, Etruria, Persia, India, China, Irlanda y hasta la misma España primitiva, imponiéndose así la hipótesis geológica de un continente anterior –la fabulosa Atlántida– cada vez más indispensable para explicar la semejanza de aquellas vetustas civilizaciones”. (p. 162)
La arqueología mítica, sin embargo, sienta las bases –como en Reyes, Andrade y Vasconcelos– de un futuro promisorio: “La humanidad del Nuevo Mundo, más viejo en mucho que el antiguo […] es la que tiene la misión y el karma de sembrar la simiente de una raza futura, más gloriosa que todas las que hasta ahora hemos conocido” (p. 304).
Nuestro breve recorrido termina con el novelista peruano Gamaliel Churata (1897-1969) y su libro El pez de oro (1957), que recupera el material mítico andino, pero también bucea en la mitología grecolatina, en especial, la Atlántida. Churata coloca en la civilización descrita por Platón el origen del ser andino. Por tanto, niega que la cultura americana sea mera receptora de la civilización europea, pues en ella descansan las ruinas de una civilización milenaria propia.
“Antes que caldeos, chinos, egipcios, coetáneos acaso de los sumerios, vendrían a ser los hombres que labraron las simbologías de Tiwanaku, o la sagrada traquita de Sillustani; y el suelo Preamericano teatro de una cultura, que, según sacerdotes egipcios confesaron a Solón, consideraban superior y más vieja” (p.30).
La pregunta que recorre la obra es por el futuro de la humanidad y lo que América puede aportar a él. “Conviene establecer –afirma– si el Tawantinsuyu puede aún constituir solución para la América y para el hombre” (p. 28). Esa necesidad de pensar hacia adelante es lo que lo lleva hacia atrás. El viaje al pasado mítico tiene sentido sólo si, al regresar al presente, se puede proyectar hacia el futuro. Ese trayecto, que vimos en sus predecesores, define también la recepción del mito por parte de Churata.
Todo lo anterior indica que la utilización del relato de Platón realizada por la literatura hispanoamericana, a fines del XIX y principios del XX, no se limitó a repetir los clichés nacionalistas de sus homólogos europeos. Aquí sirvió de material de base para configurar una narrativa mítica propia, que inscribiese al continente americano, y sus culturas milenarias, dentro de la historia humana centrada en Europa y el Oriente bíblico. Esa narrativa no era otra cosa que un mito del eterno retorno, una profecía mesiánica, que vaticinaba para la América española un futuro glorioso, equiparable a esa Edad de Oro perdida tras el cataclismo que puso fin a la Atlántida.
Visto desde el presente, este pensamiento mitológico puede parecer infantil. Pero en un contexto que va de la segunda revolución industrial al auge consumista de posguerra, caracterizado según Weber por un desencantamiento del mundo, una perdida de la sensibilidad espiritual que anulaba la presencia de lo irracional en la sociedad, la propuesta tenía mucho de contestataria. Era crítica del positivismo, del materialismo y, sobre todo, del eurocentrismo, sin dejar de ser eurocéntrica. Esta paradoja no es tal si se entiende que estos autores preferían lo europeo por sobre lo americano cuando se trataba del pasado, pero percibían una superioridad de lo americano sobre lo europeo en tanto proyecto futuro. Abrazaban la herencia europea, aun más que a la precolombina, pero para afirmar la supremacía de lo americano en el presente y en el futuro. Desde ese horizonte ideológico construyeron un concepto de americanidad. Un concepto que forma parte de nuestra historia, como también de la historia de la Atlántida.
Diego Alexander Olivera
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