Ilustración: detalle de East meets West, de Sarah Boden. Fuente: https://sarahbodenart.com
El ensayo que presentamos a continuación viene a complementar otro del mismo autor que publicamos en octubre del año pasado: “El librepensamiento fuera de Occidente y antes de la modernidad”. Mientras que allí se ocupaba del desarrollo de la filosofía en el Oriente antiguo y medieval, entendida como una actividad teórico-crítica que toma distancia de la tradición y las verdades pretendidamente reveladas de la religión para intentar pensar sin anteojeras ideológicas los fundamentos últimos de la existencia y del mundo, aquí aborda los desarrollos teórico-científicos más allá de Grecia y Europa. Tanto allí como aquí se trata de visibilizar el ejercicio de la racionalidad fuera de lo que sólo la miopía intelectual, tanto de eurocéntricos como de decoloniales (dos formas espejadas del etnocentrismo, la primera de la cuales absolutiza una cultura para negar el uso de la razón en todas las otras; mientras la segunda relativiza a la racionalidad misma con el propósito declarado de otorgar reconocimiento a las culturas infravaloradas por la primera), puede comprender como su ámbito exclusivo de surgimiento y desarrollo. Tanto los unos como los otros revelan la misma ignorancia histórica.
Esa forma perezosa y retorcida de la teoría cultural que da en llamarse “giro decolonial”, y que no es más que una moda intelectual entre tantas otras –pasajeras por insustanciales– que conforman el posmodernismo qua lógica cultural del capitalismo tardío, enuncia buenas intenciones, pero yerra el camino (en eso se parece al wokismo), pues ignora mucho de lo que pretende defender. Por otro lado, no duda en exaltar el papel de las víctimas como si el sufrimiento mismo fuera una virtud, ni en ensalzar cosmovisiones irracionales y prácticas política y éticamente repudiables, por el solo hecho de ser propias de otras culturas, y supuestamente inconmensurables con nuestras prácticas, escudándose en un relativismo cultural que no resiste el menor análisis serio.
Este editor recuerda el diálogo que tuvo años atrás con un estudiante de filosofía que estaba por comenzar su doctorado, y que había sucumbido a la influencia funesta del giro decolonial, sus torciones argumentales y piruetas lógicas rayanas en el desvarío. El sujeto en cuestión pretendía convencerme de que, si bien dos más dos era cuatro para el álgebra occidental, la suma, para otras culturas, podía admitir otros resultados. Pretendía convencerme de que otras culturas posibles –sus delirios especulativos flotaban sobre la mera postulación en su imaginación de tales matemáticos dignos de una obra de Lewis Carroll– podían desarrollar un álgebra no-occidental válido para los miembros de dichas culturas imaginarias. Y estaba convencido de que su postura pretendidamente juiciosa era intrínsecamente progresista, porque reconocía a priori otras formas de pensamiento, absteniéndose de ejercer ningún tipo de valoración desde su marco cultural. Porque existen tales «pensadores», si se me permite la ironía, y porque escriben en revistas especializadas y ejercen incluso la docencia defendiendo tales «ideas», es que un texto como el que presentamos a continuación es necesario en esta época de irracionalismos a derecha e izquierda del centro neoliberal. La izquierda radical y anticapitalista debe defender el racionalismo como una facultad humana universal, denunciando las mistificaciones de pseudo-progresistas como los exponentes del giro decolonial, que sólo pueden ser funcionales al statuo quo, ya que desarticulan a priori toda forma de crítica en nombre del irracionalismo y el relativismo cultural.
Occidente se identifica con la tradición racionalista y laica de la Ilustración
(una tradición, por cierto, más fracturada de lo que suele pensarse).
Pero el caso es que, por peso e historia, también podría asociarse al fanatismo
que tantas veces ha caracterizado a la comunidad cristiana. (…)
Si, en general, la mayoría de las autorrepresentaciones de Occidente son vanidosas,
no es desdeñable la minoría que ofrece una imagen muy negativa
(y que, como no podría ser de otra manera, suele conllevar un ensalzamiento de lo oriental).
(…) Es necesario reconocer la pluralidad de concepciones del binarismo.
Pero lo interesante es que casi todas las versiones revelan simetrías muy parejas.
No sólo los defensores y detractores comparten la dicotomía Oriente/Occidente
sino que hay bastante unanimidad en lo que a los contornos y perfiles mentales se refiere.
Ocurre que, por poner un ejemplo, unos valoran el racionalismo y otros abominan de él.
Agustín Pániker, Índika
El relativismo cognitivo de los decoloniales y su tesis según la cual la razón es un mero constructo ideológico o cultural de Occidente (un Occidente etnocéntrico, obnubilado con el legado clásico grecolatino) y no una facultad humana universal, nunca me inspiró demasiada confianza. Pero desde que empecé a profundizar mis lecturas sobre los notables logros del pensamiento racional en las civilizaciones premodernas no occidentales, especialmente en la India y China antiguas –donde dichos logros son endógenos, muy anteriores a la expansión imperial alejandrina, y que, por ende, están libres de cualquier sospecha de condicionamiento helenístico (a diferencia de lo que ocurre con las civilizaciones persa y árabe)–, esa poca confianza que tenía ha desaparecido por completo. Lejos estoy de querer negar o minimizar la ruinosa actuación imperialista de Occidente a lo largo de su historia, y el etnocentrismo virulento de sus sucesivas cosmovisiones. Mi intención es demostrar, simplemente, que el pensamiento racional, en sus distintas facetas (ciencia, filosofía, tecnología, etc.), y tal como lo conceptuamos actualmente, ha trascendido las fronteras étnico-culturales aun sin que mediasen procesos de aculturación asociados a una lógica imperialista. Por razones de concisión, centraré mi análisis en la racionalidad teórica, en la ciencia y la filosofía (sobre todo en la primera, pues de la segunda ya hablé en “El librepensamiento fuera de Occidente y antes de la modernidad”). Dejo el examen de la racionalidad práctica (tecnología), cuyo valor probatorio es aún más contundente, para otra ocasión.1
Soy perfectamente consciente de que hacer semejante afirmación en estos tiempos que corren es políticamente incorrecto, un «sincericidio», como suele decirse con humor. El giro decolonial hace furor –y a veces estragos– en el campo académico, mientras que el racionalismo es invariablemente presentado como la bestia negra, un mero instrumento del colonialismo occidental, aunque sus defensores hagan esfuerzos denodados por aclarar que de ningún modo son “cipayos” ni positivistas. Por desgracia, echar mano a la falacia de espantapájaros es siempre fácil y efectivo. Por el contrario, el debate serio, el debate honesto y riguroso, resulta trabajoso, y su desenlace, incierto. Pero vayamos al grano.
En el siglo VIII a.C., el matemático indio Baudhāyana calculó el número pi y descubrió lo que en Occidente se conocería más tarde como el teorema de Pitágoras, amén de varias ternas pitagóricas y la raíz cuadrada de dos. Dos centurias después, otro intelectual indio, Pāṇini, elaboró a partir de sus estudios del sánscrito una teoría lingüística de un rigor analítico y una sistematicidad expositiva asombrosas, siendo muchos de sus principios y conceptos adoptados y avalados por la lingüística moderna (en más de un aspecto, la lingüística india no sería igualada por su par occidental sino hasta el siglo XIX). En el campo de la filosofía, la escuela de Chárvaka (s. VII a.C.) desarrolló una concepción abiertamente crítica, materialista y atea, haciendo caso omiso del principio de autoridad, los dogmas védicos y la tradición brahmánica (negó la existencia de los dioses, del alma, del karma y de la reencarnación).
En China, la astronomía alcanzó tal madurez, que su catálogo estelar, el Hising Ching, elaborado por Shih Shen y Kan Tê en el siglo IV a.C., rivaliza en exactitud con el Almagesto de Tolomeo (s. II) y lo supera en cantidad de hallazgos (es un tercio mayor). Según el historiador de la ciencia y sinólogo Joseph Needham, la astronomía china alcanzó estándares similares a la astronomía griega, pero por otra vía matemática (el álgebra en lugar de la geometría), hecho que le permitió, entre otras cosas, hacer importantes avances en el estudio del magnetismo. Asimismo, también encontramos en China, igual que en India, muchos pensadores que hacen uso de la razón crítica, superando los límites del sentido común y de los mandatos culturales imperantes en su medio social. Un buen ejemplo de ello es Mo Tzu, que allá por el siglo V a.C. se valió de planteos netamente utilitaristas para impugnar las costumbres inveteradas del Celeste Imperio y la moral confuciana ortodoxa a ellas asociada. También en China hallamos desde tiempos muy pretéritos (s. II a.C.) una historiografía de notable cientificidad. Sima Qian, padre de la ciencia histórica china, nada tiene que envidiarle a Heródoto, fundador de la historiografía occidental, en lo que a rigor documental, sistematicidad expositiva y espíritu crítico se refiere: recurría a todas las fuentes disponibles (orales y escritas), las cotejaba metódicamente en busca de datos certeros, emprendía largos viajes a fin de realizar averiguaciones in situ que despejaran sus dudas, a menudo se distanciaba escépticamente de las tradiciones míticas y legendarias…
Y esto no es todo. Tanto en India como en China, la ciencia de la lógica fue cultivada desde antiguo sin influencia alguna de Grecia, aunque nunca se lograría la madurez de la lógica formal aristotélica. Pero lo cierto es que tanto la lógica india como la lógica china presentan varios puntos de convergencia muy significativos con la lógica moderna. La preocupación por racionalizar el debate de ideas y el arte de la argumentación condujo a las escuelas mo (China) y nyāya (India), sobre todo a la segunda, hacia un desarrollo incipiente de la teoría de la inferencia. Considerar a la lógica formal un arbitrario cultural de Occidente, como suelen hacerlo muchos de los que están enrolados en el pensamiento decolonial, es algo muy difícil de sostener a la luz de la evidencia histórica disponible. En todas las civilizaciones donde la controversia de ideas alcanzó un desarrollo endógeno elevado, rápidamente se comenzó a reflexionar sobre las formas válidas e inválidas de razonamiento, sistematizándose el arte de la argumentación en base a una serie de principios y métodos asombrosamente coincidentes.
Suele afirmarse con una ligereza exasperante que el pensamiento del Lejano Oriente habría discurrido por los canales de la lógica paraconsistente, en abierto contraste con el occidental, siempre tributario de la lógica formal. Esta aseveración no resiste el menor análisis: la mayor parte de las antiguas escuelas de pensamiento indias y chinas defendieron explícitamente, o al menos asumieron implícitamente, los presupuestos fundamentales de la lógica formal, sin que mediara ningún condicionamiento occidental.2 El coqueteo nihilista con la lógica paraconsistente es privativo de las escuelas budistas, que ni en China, ni mucho menos en India, podemos considerar excluyentes. Es más: la aparición de las escuelas indias nyāya y vaiśesika constituyó una reacción lógico-gnoseológica al desafío nihilista del budismo, al igual que el aristotelismo lo fue frente a la sofística en el mundo helénico de la época clásica. En suma, si bien no existen pruebas de que el conflicto razón-tradición se haya dado endógenamente en todas las civilizaciones premodernas, contamos con una evidencia sólida y abundante de que varias de ellas fueron capaces de engendrarlo desde cero. De Grecia, todo lo que se puede decir –que no es poco– es que, en ella, por una serie de peculiares circunstancias históricas interrelacionadas que aquí no vienen a cuento, el desarrollo del pensamiento racional alcanzó, en líneas generales, un umbral más alto, un nivel no igualado por ninguna otra civilización antigua. Se trata simplemente de una diferencia de grado, sin duda considerable, pero diferencia de grado al fin. Tanto es así que, en algunos casos puntuales, Grecia se vio aventajada por sus rivales. Un ejemplo claro es la aritmética, donde los indios, merced a su ductilísimo sistema de numeración posicional, llegaron más lejos que los helenos, cuyo sistema de numeración no lo era.
El conflicto entre razón y tradición, entre el pensamiento racional y un pensamiento todavía inmerso en las creencias colectivas atávicas (logos vs. mitopoiesis), lejos está de poder ser reducido a un antagonismo entre Occidente y las otras civilizaciones. Tanto en India y China antiguas, como en la Persia sasánida y el Islam medieval, hallamos ejemplos notables de librepensamiento, de intelectuales nada occidentales que investigaron y reflexionaron dejando más o menos en suspenso las opiniones comúnmente aceptadas, los preceptos de la fe ortodoxa y las ideas consagradas por el poder estatal, es decir, racionalmente.3 En la India de los Mahajanapadas, las escuelas nástika se apartaron de la revelación védica y desconocieron la autoridad de los brahmanes. En China, durante el período de Otoño e Invierno y la época subsiguiente de los Reinos Combatientes, el mohismo cuestionó abiertamente al confucianismo, a la sazón, doctrina oficial. En la Persia sasánida, las academias de Nísibis y Gundishapur absorbieron y difundieron el saber griego suscitando malestar en las filas del viejo clero zoroastriano. En el mundo árabe de la Edad de Oro, de la mano de un sinnúmero de sabios prominentes (Al-Kindi, Al-Farabi, Avicena, Averroes, Ibn-Jaldún, etc.), la falsafa (filosofía y ciencia) se desarrolló con un vigor extraordinario para alarma e indignación de los sectores más conservadores, que pretendían reducir la actividad intelectual a la tradicional kalam (exégesis coránica y teología islámica revelada). Si bien la filosofía y la ciencia árabes tienen, al igual que sus homólogas bizantinas y occidentales, un origen griego, el descomunal desarrollo que aquéllas alcanzaron demuestra que la racionalidad dista mucho de ser un rasgo exclusivo de la civilización occidental. En el siglo XIII, el médico árabe Ibn an-Nafis postuló una teoría sobre la circulación pulmonar que mucho tiempo después sería repuesta, de forma completamente independiente, por Servet y Harvey. ¿Cómo explicar tantísimas coincidencias como ésta, coincidencias que saltan las barreras del particularismo étnico, si la razón no fuese universal?
Continúo con la ejemplificación: en el campo de la geometría, egipcios, babilonios, indios y chinos aprendieron por separado y de modo análogo a calcular superficies de figuras y volúmenes de cuerpos (por ej., la superficie del triángulo, dividiendo por dos el producto de la base y la altura; o el volumen del cilindro, multiplicando pi por el cuadrado del radio y la altura). Otro dato contundente: en el campo de la aritmética, el sistema de numeración posicional, fundamental para el desarrollo del álgebra, fue adoptado también por separado en China, India, Babilonia y Mesoamérica (mayas) –no así, por ej., en Egipto, Grecia, Roma y el Incario–. Una digresión: los números arábigos, nuestro sistema de numeración, que es posicional y decimal, en realidad es de origen indio. Pero se les llama arábigos porque en Europa fueron introducidos (vía España) por los árabes en la Edad Media, quienes a su vez los tomaron de los persas.
Por lo demás, el conteo, la suma y la resta son operaciones aritméticas 100% universales y uniformes, vale decir, presentes en todos los pueblos e invariables en cuanto a los resultados que arrojan (dos más cuatro es igual a seis tanto para un bosquimano del desierto de Kalahari como para un citadino de Europa, tanto para un cazador-recolector jarawa de las islas Andamán como para un profesor de física de la Universidad de Tokio), independientemente de los medios materiales particulares con que se las realice (piedras, hendiduras en hueso, ideogramas, ábaco, calculadora, ordenador, etc.) y de los distintos nombres que se les dé a los números y a los operadores aritméticos. En cuanto a la multiplicación y la división, operaciones un poco más complejas, si bien no tienen una presencia universal, fueron practicadas por muchísimos pueblos, tanto en el «Viejo Mundo» como en el «Nuevo» (los mayas, por ejemplo, merced a su sistema de numeración posicional, tenían una capacidad de cálculo notable). Los cálculos de potencia y raíz, aunque sólo fueron desarrollados endógenamentepor pocas civilizaciones (sólo cuatro: Egipto, Babilonia, India y China), estos pocos casos bastan para demostrar que dichas operaciones, independientemente de la forma cultural específica con que se manifiesten, son, en potencia, universales. La logaritmación, que se desarrolló en Occidente a partir del Renacimiento, tiene un precedente notable en la India antigua: Āchārya Virasena, un extraordinario matemático jainista del s. VIII que supo operar con logaritmos de base dos (ardhaccheda), tres (trakacheda) y cuatro (caturthacheda). Y por si fuera poco, tanto los babilonios como los indios y los chinos supieron plantear y resolver ecuaciones de segundo grado, sin que se haya constatado ningún tipo de influencia exógena de Occidente, hacia el 2000 a.C., 800 a.C. y 200 a.C., respectivamente. Los griegos también (Diofanto de Alejandría, s. III), pero no endógenamente sino a partir del precedente babilónico.
Lo que he dicho acerca de la universalidad relativa de la ciencia en un sentido sincrónico, comparando las distintas civilizaciones de la Antigüedad y el Medioevo, también es valedero en un sentido diacrónico, comparando períodos diferentes de la historia de la ciencia. Los decoloniales, en su afán de llevar agua para su molino, sólo reparan en los casos de discrepancia y ruptura, omitiendo los innumerables ejemplos de concordancia y continuidad. Entre el geocentrismo de Ptolomeo y el heliocentrismo de Copérnico, por citar un ejemplo, sólo ven las fracturas (ubicación del Sol en el centro del universo y dinamismo rotativo-traslativo de la Tierra), pasando por alto las permanencias (se mantiene a la Luna como satélite del orbe terrestre; el movimiento orbital de Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno queda refrendado; la esfericidad de los cuerpos celestes, incluyendo la Tierra, sigue en pie; etc. etc.). Se cita mucho a Kuhn, pero se lo ha leído poco de primera mano, o demasiado a la ligera, y eso ha tenido consecuencias contraproducentes. Los decoloniales, que rechazan de plano la idea de progreso científico, ven en la teoría de los paradigmas su gran coartada. Pero no lo es. Kuhn jamás negó que la ciencia acreciente su caudal de conocimientos. Su crítica no estuvo dirigida a la noción de progreso per se, en el sentido más lato de la palabra, sino a cierto modo de describir y explicar ese progreso. Lo que Kuhn cuestionó es el enfoque clásico de la historia de la ciencia, la visión internalista y gradualista, la tesis simplista según la cual la producción de saberes epistémicos es autónoma con respecto a la sociedad y que ella avanza paulatinamente, sin rupturas, linealmente. Claro que la ciencia no siempre es continuista en su desarrollo, y que a veces experimenta crisis y revoluciones. Pero nunca vuelve a empezar desde cero. El acervo de conocimientos acumulados durante la vigencia del paradigma anterior nunca es desechado en su totalidad. Siempre hay conservación y transmisión. No absolutamente, claro, pero sí en proporciones más que considerables. Por caso, Marx nunca tiró por la borda la economía clásica, como muchos creen. La sometió a una crítica profunda a nivel axiológico (desnaturalización historizante del homo œconomicus, diferenciación entre trabajo y fuerza de trabajo, etc.), pero a la vez supo incorporar una gran parte de sus categorías de análisis y constataciones empíricas.
A la luz de todo lo expuesto, queda claro que la razón trasciende las fronteras étnicas e históricas. El pensamiento racional –el logos aristotélico, el buddhi de la escuela india de Chárvaka, la ‘aql de la intelectualidad árabe clásica, el shuo de la escuela mohista china–, lejos de ser un arbitrario cultural de Occidente, es una facultad cognoscitiva de proyección ecuménica. Y lo es no obstante su diversa inserción contextual. Ciertamente, los intereses y valores de la sociedad limitan y presionan –condicionan– la racionalidad (sesgos, motivaciones, inhibiciones, etc.), pero sólo hasta cierto punto. No la asfixian, no la subsumen. Como bien afirmara el historiador moro Ibn Jaldún hace más de 600 años, “Las ciencias racionales [‘ulûm ‘aqliyya], siendo connaturales al ser humano en tanto que es un ser dotado de raciocinio, no son exclusivas de ninguna nación; al contrario, todos los pueblos civilizados las han conocido y se han dedicado a su estudio”4.
Paradójicamente, la tesis decolonial según la cual la razón no es más que una invención interesada de la cultura europea –un instrumento intelectual pergeñado para legitimar el imperialismo–, adolece del mismo mal que pretende combatir: el etnocentrismo. Porque demonizando la racionalidad como una «perversión occidental», e idealizando la irracionalidad como un «don no occidental» –como hicieron muchos autores románticos del siglo XIX fascinados con el «exotismo» y «misticismo» de Oriente–, se sigue reproduciendo inconscientemente la burda oposición binaria Europa vs. resto del mundo que está en el núcleo mismo del pensamiento eurocéntrico. Como bien apuntara el indólogo catalán Agustín Pániker,
“La idea de que sólo Occidente es la tierra del raciocinio y la razón constituye uno de los pilares del eurocentrismo. Y creo que de la sinrazón. […] Cualquiera que repase la historia de Europa notará que han existido fases más o menos racionalistas. Pero el mero hecho de que la tradición positivista haya dominado el pensamiento euroamericano desde el XIX no nos legitima a concluir que la racionalidad sea una característica inherentemente occidental. Se tiene al mundo griego por el origen de la visión racional del mundo, pero recordemos que luego hubo mil años muy poco racionalistas. La famosa tesis del sociólogo Max Weber advierte que el ordenamiento racional del mundo en Europa arranca del contexto de una religión irracional salvífica. […] Así, el racionalismo se alza como la gran particularidad occidental, en especial de la Europa protestante-capitalista, desde el siglo XVII en adelante. El racionalismo sería el resultado del desarrollo –casi en términos evolutivos– de cualidades inherentes a Occidente (…) El discurso eurocéntrico exige postular un excepcionalismo occidental. Pero yo me temo que la negación de la racionalidad en el otro es una estrategia –por cierto recurrente ya entre los griegos e indios– para subordinarlo o rechazarlo. (…) A decir verdad, el racionalismo ha sido una corriente bastante periférica [incluso] en Occidente. La hegemonía se la lleva el dogmatismo eclesiástico cristiano. Y si Occidente se ha liberado de eso (cosa que todavía está por verse) no habría sido antes de la revolución darwiniana de mediados del XIX.”5
La propensión de los autores decoloniales a atribuir a las culturas no occidentales premodernas el dudoso mérito de unas formas de pensamiento paraconsistentes estriba en la confusión de dos planos diferentes: el plano de las prácticas y el plano de los imaginarios. Como se advierte una incompatibilidad radical entre los discursos mítico-religiosos y la lógica formal, se colige automáticamente que las sociedades que han producido aquellos discursos deben ser, en todo momento y en cualquiera de sus instancias, ajenas a la «racionalidad». Pero la realidad es otra. La praxis humana nunca es el reflejo mecánico de una determinada cosmovisión. Entre nuestras acciones y representaciones jamás hay una coherencia absoluta. A menudo obramos de manera diferente a como creemos y decimos que obramos. Por muy exuberante que sea la mitopoiesis de un pueblo, la racionalidad siempre estará implicada silenciosamente en su vida práctica, en su economía, en su tecnología, en su actividad administrativa y militar. La ausencia de logica docens –como en muchas de las sociedades premodernas (el Egipto faraónico por ej.)–, o bien, la presencia de una logica docens de tipo paraconsistente –como en el singular caso de las sociedades premodernas de ideología budista (el antiguo reino del Tíbet, por ej.)–, no impide para nada la existencia en simultáneo de una logica utens coherente y vigorosa. Es que la logica utens, la racionalidad práctica, es inherente a la condición humana, y como tal, siempre se abre camino.
No quisiera finalizar este ensayo sin hacer algunas observaciones en relación al racionalismo. Pretendo con ellas demostrar cuán injustificado es homologar sin más dicha concepción gnoseológica con el positivismo, apenas una de sus múltiples variantes. O, dicho de otro modo, por qué es perfectamente posible ser racionalista sin ser positivista.
1) Plantear la posibilidad de conocer objetivamente la realidad no implica necesariamente la presunción de que la objetividad es algo incondicionado, absoluto. Hay también un objetivismo moderado, matizado, que reconoce los límites de la objetividad, que concibe el conocimiento empírico-racional no en términos de posesión de la verdad sino, más modestamente, como una asíntota, es decir, como una curva de aproximación paulatina al eje inalcanzable de la verdad.
2) La imparcialidad, tal como la concebían los positivistas (neutralidad valorativa), es, como se sabe, una quimera. No obstante, y aunque suene ridículo decirlo en estos tiempos posmodernos donde señorean el relativismo y el subjetivismo, la objetividad –entendida como el empeño consciente y metódico de la razón en describir y explicar la realidad tal como es, tratando de que interfieran lo menos posible las fantasías, convicciones y conveniencias personales– resulta perfectamente plausible. No se deben confundir la imparcialidad y la objetividad.
3) En el campo de las ciencias sociales, el racionalismo, salvo trasnochadas excepciones, no aboga por la identificación de leyes (regularidades 100% universales en el tiempo y el espacio), sino de tendencias más o menos generales. Entre el legalismo positivista y el contingencialismo posmoderno hay un término medio: el tendencialismo. Ni falacias de generalización precipitada, ni falacias casuísticas: la alternativa superadora está en las inducciones cautelosas.
4) Siguiendo a Weber, hay que distinguir entre juicios de valor (“La Revolución Francesa fue nefasta para Europa”) y juicios de hecho (“La Revolución Francesa se inició en 1789”). Mi noción de racionalidad científica, en las antípodas del positivismo, excluye a los primeros. Aunque los valores éticos, estéticos, religiosos, etc., no son enteramente irracionales –ni mucho menos– su axiología, tarde o temprano, termina excediendo los límites de la razón –haciendo peticiones de principio–, dado que la razón no puede retrotraerse ad infinitum en su concatenación de inferencias (en el caso de la racionalidad científica, lo que sucede es que las peticiones de principio especulativas son reemplazadas por constataciones empíricas relativamente fiables: experimentos de laboratorio, trabajos de campo, análisis estadístico, etc.). En pocas palabras, los valores son argumentables, pero no demostrables. Con todo, como bien aclaró Weber, la ciencia, en última instancia, descansa sobre los principios elementales de la lógica clásica y un mesurado optimismo gnoseológico (la admisión de que existe una realidad exterior a nuestra conciencia y que, hasta cierto punto, resulta cognoscible de forma más o menos objetiva).
5) Al afirmar que Occidente, por una serie de circunstancias históricas, ha llegado –en líneas generales– más lejos en el proceso de racionalización que las otras culturas, no estoy sugiriendo que Occidente sea «superior». Hacer semejante afirmación sería, de hecho, absolutamente irracional. La racionalidad es sólo un aspecto de la existencia humana individual y social, apenas una de sus múltiples dimensiones. Todo lo que podemos decir, desde un punto de vista estrictamente científico, es que, en la civilización occidental, el pensamiento racional (ciencia, filosofía, tecnología), por una compleja constelación de factores puramente históricos –y no por ninguna trasnochada causa esencialista–, alcanzó un umbral de desarrollo cuantitativa y cualitativamente mayor. Esto puede sonar eurocéntrico, pero no lo es. Hay verdades incómodas, pero verdades al fin. Y si se tiene honestidad intelectual, constatarlas es un deber, no una elección. Pretender refutar una tesis arguyendo que ella tendría efectos contraproducentes es incurrir en la falacia denominada argumentum ad consequentiam. El etnocentrismo de Occidente no se combate ocultando o edulcorando realidades históricas sino socavando las estructuras económicas, políticas y culturales que lo sustentan.
6) Tampoco sugiero, al aseverar que Occidente ha avanzado más que otras civilizaciones en el proceso de racionalización, que dicho proceso sea algo idílico. Es indudable que ha tenido luces y sombras, y negarlo o minimizarlo sería una necedad. La racionalización o –al decir de Weber– desencantamiento del mundo ha tenido, a la vez, de manera paradojal, sus costos –que los decoloniales hacen bien en recordar– y sus beneficios –que los decoloniales hacen mal en olvidar–. Pero dar cuenta de ellos excedería ampliamente el propósito de este ensayo. Sí quisiera, en cambio, remarcar que una cosa es la ciencia, y otra muy distinta son los usos sociales que de ella se hacen. ¿A dónde apunto exactamente? A que es perfectamente posible cuestionar ética y políticamente ciertas aplicaciones prácticas del conocimiento científico –el militar, por ejemplo– sin tener por ello que impugnarlo gnoseológicamente apelando a un relativismo que, independientemente de su valía intelectual –dudosa a mi criterio–, nunca deja de ser, desde un punto de vista ético y político muy concreto –la historia es elocuente en este sentido–, una peligrosa arma de doble filo.
Federico Mare
NOTAS
1 La racionalidad práctica, la racionalidad implícita –por ejemplo, y muy especialmente– en la praxis técnica, es, desde luego, un fenómeno mucho más extendido que la racionalidad teórica, esto es, la racionalidad explícita en la investigación científica y la especulación filosófica. Mientras que la primera es, estrictamente hablando, universal, la segunda, sin ser en absoluto algo privativo de Occidente, sólo ha emergido endógenamente en pocas civilizaciones, no en todas. No obstante, con eso basta para demostrar su transversalidad etnográfica e histórica.
2 Por ej., la escuela mo desarrolló la inferencia analógica (pi) y estableció una distinción clara entre condición necesaria (xiao gu) y condición suficiente (da gu), mientras que la escuela nyāya sistematizó el razonamiento silogístico (parathanumana). Por lo demás, ambas hicieron del principio de no contradicción la base de sus respectivas lógicas. Esto en lo que concierne solamente a la logica docens (teoría o disciplina de la lógica), ya que en lo atinente a la logica utens (uso de la lógica o lógica aplicada) habría, desde ya, muchos más paralelismos con Occidente para remarcar.
3 A juzgar por la escasa evidencia disponible, ninguna de las civilizaciones de la América precolombina alcanzó el umbral de la racionalidad filosófica en sentido estricto. No obstante, en el caso de Mesoamérica, hay que señalar que los tlamatinime, los sabios nahuas –que, vale destacar, no eran sacerdotes–, cultivaron un tipo de reflexión cosmológica y antropológica con algunos atisbos de escepticismo frente a las tradiciones míticas ancestrales (no así, al parecer, los amautas del Tawantinsuyu). El erudito mexicano Miguel León Portilla, en su clásico ensayo La filosofía nahuátl (1956), hizo, a mi modesto entender, una interpretación excesivamente especulativa y optimista de dichos atisbos, pero la existencia de los mismos está fuera de discusión. ¿Qué hubiese sucedido con ese pensamiento proto-filosófico nahua si la trayectoria histórica del imperio azteca no hubiera sido alterada por el imperialismo español, o si dicha alteración hubiese acontecido más tarde? Nadie puede saberlo con certeza, pero es dable suponer, si nos guiamos por lo sucedido en Grecia y el Lejano Oriente, que bien podría haber decantado en filosofía strictu sensu.
4 Ibn Jaldún se refería a las ciencias profanas, es decir, al saber intelectual no basado en la revelación coránica. Ibn Said, otro notable pensador árabe, detalló, en base a los horizontes referenciales –forzosamente limitados– del saber de su tiempo, lo siguiente: “los pueblos que han desarrollado la ciencia son ocho: indios, persas, caldeos, hebreos, griegos, bizantinos, egipcios y árabes”. Jamás se le hubiese ocurrido la idea de reducir la lista a los antiguos griegos y sus herederos, los contemporáneos bizantinos…
5 Agustín Pániker, Índika: una descolonización intelectual. Reflexiones sobre la historia, la etnología, la política y la religión en el sur de Asia, Barcelona, Kairós, 2005, pp. 35-36. En esa misma línea argumentativa, el autor acota: “Una de las incontables consecuencias de nuestra fijación a estos estereotipos ha sido la negligencia con la que se ha tratado, por ejemplo, al pensamiento ‘filosófico’ de China, India o Japón. Hasta hace muy poco ninguna universidad de Europa o Estados Unidos impartía filosofía no occidental, a menos que fuera dentro del marco de la historia o la religión. (…) Cuando se trata de abordar a pensadores no occidentales, el reduccionismo religioso es la norma. (…) En realidad, los que insisten en que únicamente la cultura occidental es «filosófica», «racional» y «analítica» demuestran un provincianismo miope y un desconocimiento profundo de todo lo no occidental.
“Siglos antes del racionalismo ilustrado existió en China una corriente racionalista que no tiene nada que envidiar a la europea. La visión desmitologizada, el amor por el análisis y el test empírico, los logros técnicos en transporte e irrigación, la organización política, la monetarización, la sensación de habitar un mundo cognoscible y manipulable, son todas características de la China de los Song (siglos XII/XIII). (…) Téngase en cuenta que en muchos casos los europeos tardaron entre diez y quince siglos en adoptar las docenas de inventos y descubrimientos chinos. Luego, los europeos imitaron, plagiaron y, en algunos casos, mejoraron las técnicas y modelos extremo-asiáticos. (…) La racionalidad práctica de los chinos en su ordenamiento institucional y social fue precisamente el motivo por el cual los ilustrados miraban entusiasmados a un lugar considerado el modelo de la eficiencia gracias a una burocracia racional, lógicamente organizada y basada en la meritocracia. (…) El peso de China detrás de buena parte de la ciencia y la tecnología modernas pone en serio aprietos a los discursos occidentalistas.
“A pesar de que se ha tildado al hindú de pueblo místico, ultramundano e irracional por excelencia, no olvidemos los logros de su gente en el campo de la razón pura: las matemáticas. Los indios son responsables del sistema decimal, el pilar sobre el que se asienta toda la ciencia moderna. Puede decirse, si esta tesis es cierta, que previa a la reciente occidentalización del mundo (educada forma de ladear la palabra ‘colonización’), se dio una indianización del pensamiento y la tecnología vía el sistema decimal. Precisamente, el carácter poco dogmático de las religiones índicas y su larga experiencia de razonamiento argumental y de escepticismo fueron responsables del desarrollo de sus ciencias. En trigonometría, la utilización del seno y del coseno está atestiguada allí antes que en ninguna otra parte. Ya en el siglo VI el genial matemático y astrónomo Âryabhata rechazó el modelo geocéntrico e identificó una fuerza gravitatoria. Hacia el 1500, el keralita Mâdhava desarrolló su propio sistema de cálculo trigonométrico, más de un siglo antes que Newton o Leibnitz. Y el muy ‘espiritual’ mundo índico dio luz a una de las corrientes de pensamiento más materialistas y racionalistas de la historia: el Chárvaka. (…)
“Como era de esperar, las tesis culturalistas tienden a identificar la moderna racionalidad europea con la lógica griega: si A = B; y B = C; entonces A = C. Nos dicen que el pensamiento lógico permitió a los griegos transitar de la adivinación y la superstición a la ciencia: pasar de la astrología babilónica a la astronomía griega. Hoy sabemos, empero, que el embrión del silogismo griego se encuentra en la antigua Mesopotamia. (…) Duro golpe para cierto orgullo indoeuropeo. Y de vuelta al mundo índico, habrá que admitir que los lógicos naiyâyikas habían desarrollado un método silogístico de cinco miembros muchos siglos antes que en Europa occidental” (ibid., pp. 36-37).