Imagen: fotograma del film El proceso (1962), de Orson Welles, con Anthony Perkins en el rol protagónico de Josef K.
Nota.— Seguimos con nuestro Mes de Kafka, en el centenario de su muerte. Hoy es el turno del crítico español José Miguel García de Fórmica-Corsi, quien nos ha enviado desde su Andalucía natal, por invitación nuestra, un magnífico ensayo sobre Der Prozess (1925), con la siguiente observación introductoria:
“Este artículo es una reelaboración de “El proceso, un viaje al corazón de la culpa”, publicado primero en el blog del autor, La mano del extranjero, hace diez años, y después incluido en su nuevo libro, El hombre que escribía los cuentos más tristes y otros ensayos literarios (Málaga, Algorfa, 2024). Al análisis de la novela kafkiana, convenientemente revisado, se ha añadido un comentario sobre la versión cinematográfica de Orson Welles (The Trial, 1962), con lo cual puede hablarse de un texto en buena medida original”.
En Naglfar, la sección literaria de Kalewche, hemos publicado en simultáneo un breve fragmento de El proceso, escogido por Fórmica-Corsi. Nuestra profunda gratitud con él por su generosa colaboración.
Quienes deseen leer las publicaciones anteriores del Mes de Kafka, pueden hacerlo aquí. Hallarán dos cuentos del gran autor de Praga (“La condena” y “La preocupación de un padre de familia”) y un ensayo de nuestro compañero mexicano Carlos Herrera de la Fuente (“El dispositivo Kafka”).
Los más famosos relatos que salieron de la imaginación de Franz Kafka en realidad cuentan la misma historia: la cruel odisea de un hombre anodinamente normal que se convierte en víctima indefensa de la opresión intolerable que impone el mundo al mero acto de vivir. De todos los avatares bajo los que modeló esa figura, seguramente el más patético de todos ellos sea ese pobre oficinista, Josef K., que absurdamente acepta que se haya abierto contra él un proceso de cuya acusación concreta nunca será informado. Y lo es porque, de todas sus criaturas, ninguna como él se resiste más a aceptar ese destino que no por absurdo es menos irreversible, y que solo puede concluir con su derrota.
El siguiente artículo pretende acercarse a la inmortal novela El proceso analizando el modo en que el escritor desarrolla en términos narrativos y dramáticos la premisa que para mí resume ese concepto tan resbaladizo que es lo kafkiano. Es decir, el planteamiento de una situación de pesadilla que, sin embargo, a ojos del individuo que la sufre, se materializa de modo terriblemente racional. Una pesadilla razonable, en suma. Sin embargo, por kafkiano también hemos acabado entendiendo una situación absurda que es inquietante por irracional. ¿Se puede corregir a Kafka invirtiendo la naturaleza de su premisa, o por el contrario no existe mejor prueba de la riqueza polisémica de su obra que la diversidad de matices con que esta puede ser interpretada? Para responder a esta cuestión, aduzco como ejemplo la mejor versión cinematográfica que se ha hecho jamás de un relato suyo, la adaptación que Orson Welles efectuó precisamente sobre El proceso en 1962 y en la que, siendo fiel a la letra de la novela, utiliza sus fascinantes recursos visuales para construir una pesadilla intensamente irreal.
El proceso de Franz Kafka, o la pesadilla razonable
Sin necesidad de recurrir a vampiros, licántropos, invasiones alienígenas o monstruos con sangre ácida y doble mandíbula, Franz Kafka dio vida con El proceso al libro más aterrador que conoce la literatura. Aterrador porque hace realidad uno de los miedos por excelencia del hombre: verse atrapado en la tela de araña de una pesadilla razonable. La clave de la literatura de Kafka, lo que la hace tan inquietante, tan revulsiva, tan aterradora, es el modo en que el autor parte de unas premisas o bien absurdas, o bien carentes de la debida explicación, y sin embargo ninguno de los seres afectados por ellas cuestionan su naturaleza, sino que, con su comportamiento, otorgan una inexplicable validez a lo que debería ser directamente intolerable. Kafka, así, construye una pesadilla lógica que se sustenta directamente en el realismo de su entramado. Realismo porque los personajes que la protagonizan le otorgan su realidad, su credibilidad. Kafka renuncia a ese subjetivismo tan propio de la literatura fantástica, cuyo objeto, siempre, es guiar y condicionar la mirada del lector. Por el contrario, no intenta mediatizarlo: le expone una situación y deja bien claras cuáles son las reglas. El lector sólo puede hacer dos cosas: o dejar de leer a las pocas páginas, tomando por tedio y falta de progresión lo que es sin embargo una atmósfera dramática muy bien medida, o aceptar sin cuestionarlas –como hacen los personajes– esas reglas. El precio que se paga es que, incluso concluida la novela, ya no hay vuelta atrás a la inocencia. La inquietud que provocan las ficciones de Kafka no nos abandonará jamás. Es lo justo para alguien que vivió la vida como ese molesto intervalo que sucede más allá de la literatura.
Como casi toda su obra, El proceso no vio la luz en vida de su autor, sino que fue una de las publicaciones póstumas que se deben al celo de su amigo Max Brod. Kafka la escribió, en sesiones intensas, entre agosto de 1914 y enero de 1915, y después su pluma enmudeció, dedicándose a otras cosas. Es una novela inacabada, como las otras del autor –El desaparecido, conocida durante mucho tiempo como América, que es anterior, y El castillo, que es posterior–, pero su estructura por medio de capítulos cerrados y la existencia de un capítulo que concluye la historia permite considerarla como su única obra «terminada».
El proceso es sin duda la obra más conocida de Kafka (junto con La metamorfosis), la más fascinante, la más misteriosa también y, por tanto, la que ha sido sometida a más interpretaciones. Una de las más notorias, claro, la convierte en una anticipación de los horrores del estado totalitario, en la cual el tribunal que encausa al protagonista sería la encarnación de la implacable maquinaria estalinista o nazi. Ahora bien, el contexto en que el autor redacta la novela es justo cuando acaba de romper su compromiso matrimonial con Felice Bauer. La ceremonia de compromiso había tenido lugar el 1° de junio de 1914, y sin embargo las múltiples dudas que ya habían embargado al escritor desde mucho antes, cuando la relación se había encarrilado –provocadas por el miedo a perder su «libertad», por la sensación opresiva que le provocaba la expectativa de una vida burguesa, común, al lado de una esposa–, concluyeron con la ruptura del mismo apenas seis semanas después, después de un encuentro entre las partes en Berlín, donde vivía Felice con su familia, en el hotel Askanischer Hof. Ese suceso conmocionó a Kafka: asistió al cúmulo de reproches de los familiares y amigos de la joven sin apenas argumentar nada, a lo largo de una opresiva jornada que luego él mismo calificó de sesión ante un “tribunal”. Elias Canetti, en su espléndido ensayo El otro proceso (incluido en el libro La conciencia de las palabras), señala que la vergüenza que le produjo esa humillación tuvo su consecuencia directa en la redacción de la novela.
Bien puede decirse que El proceso, en realidad, casi no cuenta una historia o es la historia de una eterna postergación: la de los intentos de Josef K, joven apoderado de un banco, por poner fin al proceso que, sin saber por qué causa, se ha abierto en su contra. En este sentido, la novela entronca bien con esa etapa de la literatura, coincidente con las primeras décadas del siglo XX, en que se asiste, progresivamente, a la destrucción de la literatura con argumento. (Destrucción sin éxito: pese al prestigio de los autores y obras de esa corriente, el argumento ha vuelto una y otra vez). Una vez formulada su proposición principal, la historia no progresa hacia ninguna parte: el protagonista acude varias veces al tribunal, se entrevista con personas que, cree, pueden ayudarlo en su proceso (un abogado, Huld, amigo de su tío y padrino; un pintor, Titorelli, que pese a su destartalada apariencia es el retratista oficial de los tribunales; un modesto comerciante que, como él, es otro procesado, si bien de mayor antigüedad), va de aquí para allá, hasta que toda su existencia, antes tan ordenada, tan burguesa, acaba girando exclusivamente en torno a su proceso.
“Alguien debía de haber calumniado a Josef K. porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. Esta famosa frase inicial de la novela señala una primera toma de partido del escritor por su personaje. De entrada, el autor nos deja bien claro que K. es inocente de cualquier hipotético delito por el que se le vaya a imputar. Lo hace con rotundidad y por dos veces: señalando que alguien ha debido calumniarlo y recalcando que no ha hecho nada malo. Sin embargo, a partir de ese momento, el personaje va a ser dejado a merced de las olas. Ya no va a recibir la menor ayuda y casi ni comprensión por parte del autor, aunque este reflejará escrupulosamente todas y cada una de las sensaciones y pensamientos del personaje. Josef K. se convierte así en el personaje más desamparado de la literatura. Solo conozco un caso igual, e igualmente patético, porque ambos coinciden en reflejar a dos personajes cuyos sueños y esperanzas (por vulgares y conformistas que sean en el fondo, que lo son) están destinados a verse truncados, a acabar de la misma manera: con la muerte. Ese otro personaje, claro, es el triste viajante Gregor Samsa, convertido en insecto desde la primera frase –en esto, la conducta de Kafka es idéntica: ambos personajes inician su odisea desde el mismo arranque de sus historias– de La metamorfosis.
Lo aterrador de El proceso, en buena medida, parte de que nunca llegaremos a saber de qué se acusa a K. y que esta cuestión acabará por perder cualquier importancia para el mismo personaje. Y es que en esta novela nos hallamos, casi más que en ninguna otra historia del autor, en un universo dominado por la culpa. Una culpa que, muchas veces sin que sus personajes sean conscientes, mediatiza todos sus actos y acaba incluso conformando el sustrato de la realidad en la que se mueven. La relación de Kafka con la culpa –se aborde desde un punto de vista metafísico, religioso o, sencillamente, literario– es fascinante, pues hace que todas sus ficciones (no digamos ya su propia vida, como muestran sus cartas o sus diarios) parezcan transcurrir en un universo que, en apariencia, diríase el nuestro, el del lector que tiene el libro entre sus manos, pero que en realidad no lo es. Sutiles diferencias van imponiéndose poco a poco en nuestro ánimo: es una cuestión de textura dramática, de la imposición de un sentido del espacio en el que la distancia siempre parece un concepto moral, de una psicología que lleva a los personajes a razonar y razonar de tal modo que lo irrazonable siempre acaba imponiéndose como lo más lógico.
Uno de los rasgos más inquietantes de El proceso es, claro, que el lector (sobre todo si lee la obra a una edad más ingenua) se siente francamente molesto porque sus nociones de la justicia –por vagas que sean– y las de los actores (jueces, abogados) y lugares donde se imparte (los tribunales), se vean en todo momento conculcadas, sin que el protagonista parezca tan disgustado como nosotros. La primera citación que recibe K. lo lleva a un barrio humilde y a una casa de vecinos –sus ropas cuelgan a secar en los pasillos– donde se encuentra la sede del tribunal, y más en concreto en el desván. Más tarde, se nos hará saber que no es el único tribunal en hallarse en semejante enclave: el segundo de ellos al que K. accede –a través de la vivienda, humilde y sórdida, del pintor Titorelli– también está en idéntica situación.
Y es que la «realidad» y el tribunal acaban siendo lo mismo; cualquier rincón de esa ciudad parece formar parte del tribunal, cualquier habitante también (¿cómo extrañarse de que el pintor Titorelli le diga a K. que las corrompidas niñas que lo han conducido hasta su casa también lo son?). De ahí que cualquier trámite del proceso pueda perseguir a K. hasta el rincón más íntimo, donde es más vulnerable, como en el banco. Allí tiene lugar uno de los episodios más terribles, la flagelación de los guardianes que detuvieron al protagonista en el primer capítulo, castigados por cuenta de las protestas que este formuló ante el juez de instrucción. Podría señalarse que es una compensación justa: la humillación pública, en su propia casa, se corresponde con un castigo en otro lugar vinculado a K. Pero se ejecuta de noche, en un cuarto trastero y K. lo descubre por puro azar, al quedarse hasta tarde en el trabajo una noche y pasar casualmente por ese lugar del banco.
K. nunca llegará a avanzar gran cosa en el conocimiento de los entresijos de su proceso, porque el método de Kafka consiste, cada vez que realiza alguna afirmación que parece llevar a alguna parte, en disminuir su efecto señalando alguna imposibilidad de que esa afirmación tenga alguna consecuencia positiva real, o remarcando alguna paradoja que la invalida. Así, por ejemplo, algún secreto que no tarda en revelarse que es público, un trámite fundamental que sin embargo no garantiza nada, la existencia de unos «grandes» jueces y abogados que, al contrario que los otros (los que conoce el público o el mismo K.), sí tienen la capacidad de resolver y cerrar un proceso… pero que, se añade rápidamente, son inaccesibles e incluso incognoscibles; hasta se llega a decir de ellos que son una leyenda.
De ahí la sensación, fundamental, de que la trama, el destino de K., incluso el estilo elegido por Kafka para contar esta atroz historia –una prosa fría, carente de adornos, tan implacable que subraya aún más la indefensión del protagonista–, se hallan irremisiblemente atrapados en un bucle, en una cinta de Moebius sin principio ni final. Es correcto, así, pensar que lo importante no es la trama que discurre bajo la forma de ese bucle, sino el mismo bucle. En esto radica la clave de Kafka, y lo que hace tan angustiosa, tan kafkiana, su literatura.
Otra de las cuestiones que más nos inquietan de El proceso es la consideración que nos merece Josef K. Lo que se nos cuenta de él, con ese estilo que al mismo tiempo distancia del personaje pero nos lo desnuda con implacable rigor, no incita a la identificación. K. no es que no despierte simpatía, es que difícilmente provoca empatía. Su jactancia, su atención a las convenciones, su falta de sentido del humor, su carencia de la menor calidez, su excesiva susceptibilidad, son demasiado notorias. Sin embargo, es indudable que es un personaje que reacciona, que toma iniciativas, que intenta luchar contra ese mal que, se le indica desde el principio, tarde o temprano acaba afectando a los procesados mediante dos síntomas: la degradación y la resignación. (Los patéticos individuos que esperan en los pasillos del tribunal son un buen ejemplo). K. no, K. busca respuestas, pero las que encuentra lo llevan a un estado de confusión mayor. Y sin embargo, conforme la esperanza va abandonándolo, conforme el laberinto se revela demasiado complejo –laberinto dentro de un laberinto, y así de nuevo en un bucle sin fin–, K. va humanizándose a nuestros ojos.
El tránsito se produce en el que es mi capítulo favorito, el penúltimo, titulado “En la catedral”. En él, K. cree que ha acudido a este lugar para enseñárselo a un cliente del banco pero en realidad ha vuelto a ser convocado por el tribunal. Allí, quien lo interpela es nada menos que el capellán de la prisión –el grito “¡Josef K.!” con que lo atrae en medio del silencio de las solitarias naves casi puede oírlo el lector–, y en su sermón o prédica o conversación es cuando Kafka pone en sus labios la famosa parábola Ante la Ley, uno de los fragmentos más famosos de la novela, y también el más enigmático. Recuérdese: es la breve historia de un hombre que, reclamado ante la Ley, llega a su puerta; allí un guardián le cierra el paso, pero le dice que puede que más tarde lo deje entrar; se queda sentado a su vera durante múltiples años mientras envejece y cae en la enfermedad y la degradación; y al final, a punto de morir, el guardián (que mantiene la misma fortaleza inicial) le revela que esa puerta siempre estuvo reservada para él, pero ahora la cierra.
Con independencia de las múltiples interpretaciones que ha generado, tanto esa parábola como la escena en que está insertada constituyen un episodio de evidente contenido alucinatorio que simboliza la pérdida por parte de K. de la esperanza de resolver su proceso. En ese templo (que, en pleno día, se va llenando de oscuridad, como si una noche eterna se cerniera al otro lado de sus vidrieras: y es significativo, el resto de la novela ya transcurrirá de noche), la parábola que escucha K. –y que todavía constituye un último intento de argumentación– no es sino una alegoría de su propio proceso, de lo indescifrable del comportamiento de las altas instancias del tribunal.
El proceso de Orson Welles, o la pesadilla irracional
Uno de los más apasionantes acercamientos a El proceso que conozco es la comparación con la mejor adaptación no solo de esta historia sino de toda la obra de Kafka. Se trata de la película que realizó Orson Welles en 1962 bajo guion propio. Como no podía ser de otro modo, el cineasta, aun respetando con gran fidelidad su letra, es decir, el curso de sus peripecias, sin embargo vierte sobre la novela una mirada tan personal que lo convierte en uno de los grandes responsables de que, para aquellos que apenas han leído a Kafka, el concepto de lo «kafkiano» sea justamente inverso al que se desprende de sus libros. Esa inversión que efectúa Welles es sencilla pero significativa: consiste en lograr que la angustia que irradia del relato no proceda de la implacable racionalidad con que se desarrollan los sucesos absurdos, sino de la profunda irracionalidad con que los mismos hechos se van exponiendo en pantalla. Y lo hace del único modo en que esto podía resultar plausible: utilizando los mecanismos de la narración visual, de ahí que esa inversión acabe siendo no tanto una traición al escritor como una nueva lectura del mismo. Gracias al cineasta, hoy día existen dos Procesos. El que escribió Kafka podemos calificarlo como una pesadilla razonable; el que filmó Welles, una pesadilla irracional.
La primera decisión fundamental que tomó Welles fue confiar a Josef K. en manos de Anthony Perkins, actor que acababa de saltar a la fama por su célebre papel protagonista de Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, un rol tan particular que condicionaría el resto de su carrera, pues su sombra hizo que prácticamente cualquiera de los personajes que hizo después (incluso que había hecho antes) pareciera contener, agazapado en su interior, al inestable Norman Bates. Por ello, su Josef K. –al que el actor aportó la mirada nerviosa y la silueta delgadísima de alguien que parece próximo a la pura disolución– poco tiene que ver con el de Kafka: le añade un punto latente de esquizofrenia que en absoluto existe en el original, donde es un ser caracterizado por su perfecta atonía, por su emblemática neutralidad. Josef K., en el libro, es un hombre normal que contagia esa desasosegante normalidad a una odisea angustiosamente anormal. Anthony Perkins, en la película, lo que hace es sugerir que esa paranoica aventura latía ya dentro de él mucho antes de que, sin haber hecho nada malo, una mañana los policías lo vayan a detener.
Con el añadido de una fotografía de clara raíz expresionista y de su clásica debilidad por el barroquismo para la puesta en escena, Welles convirtió El proceso en una odisea angustiosa en la que, por mucho que se mencione a la Razón, esta es la gran ausente de la imagen. Si el estilo del escritor se caracteriza por su inquietante sobriedad, el del cineasta es justo su exacto reverso, como indica su apertura en torno a la detención de K., presidida por esa debilidad suya por encuadrar a los personajes desde un punto de vista muy bajo, de tal modo que parecen aplastados por el techo. Si hay otros trabajos de Welles donde este recurso acaba siendo excesivo, aquí tiene la virtud de otorgar un aire de extrema claustrofobia a la situación, en combinación con los movimientos nerviosos de Perkins.
Esta sensación la recuperará en otros momentos, como el descubrimiento del castigo corporal a los policías en el banco o la larga secuencia en que se dirige a la casa del pintor, situada en una habitación de madera cuyos travesaños están separados como si fuera una jaula, donde K. sufre el acoso de una jauría de niñas que recuerda escenas similares, directamente de hostigamiento animal, en la coetánea Los pájaros, de Hitchcock. Esta puesta en escena de Welles, y su uso del espacio, crean una sensación fantastique que subraya ese aire onírico que pretendía el director, y que en Kafka no existe.
Otra decisión significativa es el cambio de ubicación de la parábola Ante la justicia, que el cineasta sitúa justo en la apertura del film. El mismo Welles se encarga de recitarla sobre un conjunto de fascinantes imágenes, a modo de grabados, realizadas por el especialista Alexandre Alexeiev y su esposa Claire Kelly. Se trata de un recurso afortunado porque la cualidad enigmática de esa leyenda sirve a la perfección para introducir, desde el principio, el tono de singularidad abstracta que requiere la historia. El director también opta por subrayar el relieve erótico de la historia, gracias a la posibilidad de contar con actrices muy atractivas para los distintos personajes femeninos (Elsa Martinelli, Romy Schneider, incluso Jeanne Moreau), pero también con la alucinante escena, ya mencionada, de las niñas que lo acechan en la visita al pintor.
El instinto visual de Welles asimismo encuentra un campo fértil en la idea kafkiana de hacer que la «realidad» y el tribunal que ha de juzgar a K. acaben siendo lo mismo. Haciendo uso no solo de distintas localizaciones sino de diferentes ciudades –un recurso que también existe en varias de sus adaptaciones de Shakespeare, como Otelo (1952) o Campanadas a medianoche (1965)–, Welles crea un espeso laberinto visual donde el protagonista penetra por cualquier entrada para luego salir por otra completamente diferente. La entonces desierta estación de Orsay, en París (hoy el museo del mismo nombre), con su amplia nave central, es el tribunal en que se celebra la primera sesión a la que K. es convocado. Su imponente fachada es la del Ministerio de la Marina, situado en Roma, pero al volver a la calle descubrimos que deja atrás la fachada de una catedral, en este caso la de Zagreb, entonces todavía en Yugoslavia. Es más, hay un momento de insólita intertextualidad donde el protagonista, huyendo de la muchedumbre que lo persigue, atraviesa unos túneles que recuerdan a las cloacas de Viena donde Harry Lime (o sea, Welles) también escapaba de la justicia en El tercer hombre (1949).
Ahora bien, la que me parece la mejor escena, por gratuita que parezca –y que, significativamente, no aparece en parte alguna del libro, pero es la que enlaza mejor que ninguna otra con su espíritu–, tiene lugar en el extenso baldío vecino al edificio donde vive K., en la que acompaña a una mujer lisiada que arrastra un baúl hacia quién sabe dónde. La elección de un único y larguísimo plano-secuencia, el tratamiento del sonido, el absurdo de los objetos que obstaculizan/presiden los movimientos de los personajes (el enorme y pesado baúl que arrastra ella, el paquete con la tarta que porta él) y el alejamiento de la cámara con respecto a los actores orquestan un ballet cuyo absurdo lógico sí es puro Kafka.
Diversos lastres, sin embargo, impiden que esta versión cinematográfica alcance la misma cualidad de obra maestra que la novela. Y no me refiero a la presencia seguramente excesiva en la banda sonora del famoso Adagio de Albinoni, cuya elección parece más culturalista que atmosférica, sino a la sensación, en más de un momento, de que Welles intenta imponer de modo demasiado explícito su mirada sobre Kafka. Un buen ejemplo es la inclusión de ese diálogo que pone en boca de su Josef K., cuando le dice al capellán de la catedral (en quien ve a otro representante del Tribunal) el siguiente dicterio: “Todos habéis perdido. Esta sentencia que habéis dictado ha condenado al universo a la locura”. El énfasis, en este caso, no le sienta bien a Kafka: si Welles quería convertir el enloquecimiento en sinónimo de lo kafkiano, lo había hecho mejor con sus otros recursos.
Sin embargo, lo peor radica en la modificación que propone sobre el final de la novela. En la película, K. no muere por apuñalamiento, sino en una explosión con dinamita que supone el elemento más gratuito de la adaptación –Welles arguyó que el final original no le gustaba–, porque no tiene más justificación que un simbolismo alegórico-coyuntural bastante ingenuo, e indigno de su categoría artística: la humareda final tiene la forma de un hongo atómico.
Las últimas páginas del libro, en cambio, poseen una misteriosa belleza, y los últimos pensamientos de K. desprenden una impresión tan íntima de verdad que, por increíble que parezca, casi provocan laimpresión de hallarnos ante un final feliz. Conducido a una cantera abandonada, al pie de un solitario edificio, mientras sus verdugos desnudan su torso y lo sitúan en la misma posición que un animal en el matadero, una ventana se abre por encima de él y unas manos surgen en la oscuridad de la noche. Y K. entonces piensa: “¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un hombre bueno? ¿Alguien que se compadecía? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era uno? ¿Eran todos?”. No sé por qué, cada vez que vuelvo a leerlo, esta pregunta –“¿Eran todos?”– se empeña en conmoverme por su lucidez iluminadora. En el mundo de culpas kafkianas, de causas ignotas y consecuencias perturbadoras, donde el individuo único siempre está en estado de indefensión, ese todos indica, tal vez, una comunión misteriosa con la humanidad entera y la superación de esa soledad cósmica que se cernirá siempre sobre el hombre.
José Miguel García de Fórmica-Corsi