PH: Evgeniy Maloletka (AP)

El miércoles 21 de septiembre, el presidente ruso Vladimir Putin decretó la movilización militar parcial en su país. Lo hizo horas después que las autoridades de las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk, así como los territorios ucranianos de Jersón y Zaporiyia invadidos este año por las tropas del Kremlin, declararan su voluntad de realizar referéndums –que ahora mismo se están desarrollando– en vistas a su posible incorporación a la Federación Rusa. Aunque la atención mediática sobre la guerra de Ucrania se había reducido enormemente en los últimos meses (luego de que fuera el único evento internacional capaz de desplazar de los titulares al Covid-19), lo que acaba de suceder no debería causar ninguna sorpresa. Que el enfrentamiento se encaminaba a una escalada era, después de todo, el resultado más previsible para cualquiera que hubiera venido siguiendo los acontecimientos sin anteojeras ideológicas. Es posible que el reciente recalentamiento de la guerra entre Armenia y Azerbaiyán por la región fronteriza de Nagorno-Karabaj en el Cáucaso –recalentamiento provocado, al parecer, por Azerbaiyán– tenga alguna relación también con el conflicto de Ucrania, y podría ser el preanuncio de una escalada belicista a la que se sumen otros estados. El riesgo de traspasar el umbral nuclear –presente desde febrero– ha recrudecido.

El tratamiento mediático de los sucesos bélicos en Ucrania reproduce las simplificaciones y los maniqueísmos que dominan la vida política contemporánea. Invasión expansionista, imperialista, no justificada de Rusia a Ucrania, para la prensa otanista (que es la mayoritaria). Acción militar preventiva plenamente justificada ante la expansión de la OTAN hacia el este, para los putinistas. Las cosas, sin embargo, son bastante más complejas, entre otras razones, porque la conflictividad interna de la propia Ucrania también ha echado bastante leña al fuego: crisis económico-social endémica, inestabilidad política crónica, auge del nacionalismo étnico ucraniano, crecimiento de los partidos de ultraderecha neonazis y sus organizaciones paramilitares, «rusofobia» exacerbada, renuencia a toda convivencia federal e intercultural, estallido del Maidán, secesión de Crimea, separatismo de Donetsk y Lugansk, medidas intolerantes y revanchistas de ucranianización-descomunización contra las minorías rusófonas, brutal reacción militarista de Kiev contra los movimientos autonomistas y secesionistas prorrusos del este, guerra civil del Donbás, fracaso de los acuerdos de Minsk, etc. Los factores mencionados son parte, en realidad, de un entramado de causalidades, circunstancias y responsabilidades bastante mayor. En nuestra revista trimestral Corsario rojo esperamos poder tratar todo esto con la extensión y el detalle que se merece.

Aquí, por lo pronto, a modo de punteo, señalaremos los aspectos clave del conflicto (sin desarrollarlos), y remitiremos a bibliografía, fuentes y análisis que podrían orientar de manera adecuada la comprensión de los acontecimientos, más allá de la montaña de basura propagandística con que se intoxica a las poblaciones. Montaña hecha de bulos, exageraciones, silencios, reduccionismos y prejuicios que reproducen con delay el maniqueísmo Rocky vs. Drago de la guerra fría. En un espectáculo grotesco, penoso de ver, tanto la burguesía liberal y conservadora como la progresía campista y la izquierda paleoestalinista parecen haber olvidado el «pequeño detalle» de que Rusia dejó de ser socialista –o mejor dicho, dejó de tener una economía colectivista burocrática– hace más de 30 años, cuando la Unión Soviética implosionó y desapareció del mapa…

Que el régimen ruso ha desencadenado un ataque militar sobre un estado independiente es algo de lo que no cabe dudar. Las motivaciones de Putin pueden ser más o menos lógicas o comprensibles desde una perspectiva nacionalista rusa o desde la geopolítica, pero carecen de todo contenido progresivo desde una perspectiva de izquierdas (aunque haya quienes así lo hayan querido presentar, movidos por una lógica campista). Cabría recordar aquí que los enemigos de nuestros enemigos (Estados Unidos y la OTAN en este caso) no necesariamente son nuestros amigos. Para comprender qué es la Rusia actual y qué se puede esperar de ella, siempre es recomendable la lectura del ensayo “Rusia inconmensurable”, de Perry Anderson, publicado en la New Left Review, número 94, disponible para su lectura o descarga aquí. Si bien data de 2015, conserva una vigencia asombrosa en la mayoría de los puntos esenciales.

Negar, sin embargo, que el actual conflicto tenga vinculación con el hegemonismo de la OTAN y su expansión hacia el este europeo sólo puede ser producto de artera propaganda o monumental ceguera. Al respecto cabe mencionar las valientes intervenciones de Noam Chomsky, en las que denuncia el papel jugado por su país en esta crisis. Disponibles on line, hay una gran cantidad de textos y entrevistas, pero nos parece muy pertinente recomendar esta en particular. Aunque para algunos Chomsky es ahora el paladín del «antiimperialismo de los imbéciles», cabe decir que el gran intelectual norteamericano mantiene sus posiciones de siempre. Quienes quizá hayan cambiado son quienes lo critican por decir lo mismo que antes le elogiaban. Para un estudio más detallado sobre el rol del Tío Sam y la OTAN es muy recomendable el artículo de Susan Watkins, “¿Una guerra inevitable?”, publicado en la New Left Review 134/35, que con buen tino concibe el conflicto como una guerra por delegación de Occidente contra Rusia (aunque no sea sólo eso).

En ese mismo número de la NLR hay una imperdible entrevista al intelectual ucraniano de izquierdas Volodymyr Ishchenko, cuyo título mismo ya dice bastante (“Hacia el abismo”), y que aporta mucha luz, sobre todo, a la hora de entender las variables más endógenas de la guerra de Ucrania, a menudo soslayadas o minimizadas por las interpretaciones en clave puramente geopolítica («choque de imperios»). Asimismo, puede hallarse en dicha publicación el que posiblemente sea el análisis global más equilibrado disponible hasta el momento, obra de Toni Wood, “La matriz ucraniana”. El gran mérito de este último trabajo es que examina, a la vez, el expansionismo de la OTAN, la reafirmación militarista del nacionalismo ruso y la conflictiva situación al interior de la propia Ucrania (con el auge del nacionalismo étnico luego de 2014), trazando una clara distinción causal entre condiciones de posibilidad y desencadenantes. No habría que olvidar la compleja situación que se inició con esa mezcla de rebelión popular y golpe de estado con injerencia extranjera –otanista– que fue el Maidán, prosiguió con la anexión de Crimea por parte de Rusia y continuó con la guerra civil en la región del Donbás. Sin estos precedentes la invasión rusa es incomprensible. Todos los textos de la NLR que acabamos de mencionar pueden ser leídos en línea o descargados en PDF aquí.

Otro muy buen análisis totalizador, menos logrado en términos literarios que el de Wood pero más preocupado por la intervención política directa y los debates estratégicos dentro de la izquierda, es el de Andreu Coll “El drama ucraniano y la ruleta rusa”, publicado por Viento Sur en mayo. Coll es partidario de un apoyo a la resistencia ucraniana sin aceptar la ayuda o la injerencia de la OTAN. La amplitud y solidez de su análisis se desluce, sin embargo, con su conclusión política: como mostrara Rafael Poch-de-Feliu en un artículo, aunque Ucrania no estaba en la OTAN, la OTAN ya estaba en Ucrania. No es realista esperar que Ucrania resista sin ayuda occidental y, en cualquier caso, no hay ninguna fuerza político-militar de izquierda en condiciones de llevar adelante una resistencia armada contra los rusos sin subordinarse al gobierno burgués –cada vez más derechizado– de Zelenski. En las presentes condiciones, no se ve ninguna chance realista a una moderna «majnovichina», si se nos permite esta metáfora histórica.

Claudio Katz ha analizado también los acontecimientos desde una perspectiva que integra las dimensiones histórica, económica y geopolítica, y explora el carácter imperialista o no de la Federación Rusa de Putin en su artículo “¿Es Rusia una potencia imperialista?”, y más recientemente en “Desaciertos sobre el imperialismo contemporáneo”, desarrollando un posicionamiento muy fundamentado sobre el actual conflicto entre Moscú y Kiev que señala la gran responsabilidad de Washington y Bruselas, sin caer en una justificación de la invasión rusa, e intentando comprender las causas que la explican. Su aporte es muy útil para un «análisis concreto de la situación concreta» y, por tanto, para evitar incurrir en abstracciones y extrapolaciones de categorías o definiciones válidas para otros contextos históricos, pero que hoy no resultan adecuadas o viables.

Para comparar diferentes análisis desde posiciones de izquierda, puede leerse el reciente texto de Esteban Mercatante, “Rusia en el concierto de poder mundial, a la luz de la guerra de Ucrania”, publicado en La Izquierda Diario (puede ser consultado aquí); el dossier de Ideas de Izquierda La guerra en Ucrania y una convulsionada situación mundial” y el “Debate generado a partir de la Declaración de solidaridad con Ucrania”, publicado por Herramienta.

Por desgracia, la guerra de Ucrania ha despistado y dividido bastante a las izquierdas. Una parte adoptó una posición campista prorrusa y antiyanqui, como una especie de inercia de la guerra fría. Otra parte se alineó con Ucrania sin ruborizarse, desde un antiimperialismo de doble vara que carga todas las tintas en Putin, ignora olímpicamente a la OTAN y lava la cara al régimen de Kiev, no menos burgués, chovinista, autoritario y anticomunista que el de Moscú (Zelenski, en sintonía con las políticas de descomunización de su predecesor Poroshenko, ha proscripto, censurado y perseguido a los partidos de izquierda, con acusaciones de derrotismo, rusofilia entreguista, quintacolumnismo y traición a la patria totalmente infundadas). Por suerte, sectores trotskistas y anarquistas consecuentes con el internacionalismo han atinado a condenar por igual la invasión rusa y la injerencia otanista, aunque, por lo general, con escaso conocimiento concreto de la situación económico-social y política existente dentro de Ucrania, un apriorismo ideológico que los ha llevado a construir castillos en el aire a partir de algunos atisbos marginales de lucha de clases en dicho país (básicamente, apostar por la creación de guerrillas o milicias revolucionarias de liberación nacional, autónomas respecto al gobierno de Kiev y la OTAN, algo totalmente irrealista en las actuales condiciones, que no son precisamente las del Kurdistán sirio, donde la izquierda revolucionaria era muy fuerte y donde la orografía montañosa facilitaba la lucha de insurgencia).

La dimensión geopolítica es obviamente indispensable para comprender lo que sucede, pero no lo son menos los cambios acaecidos dentro de Ucrania y que han proporcionado, a la vez, una excusa al gobierno ruso y apoyos internos a la invasión: la revuelta del Maidán, el auge del nacionalismo étnico, el peso de la ultraderecha (minoritaria electoralmente pero fundamental para las acciones militares en el Donbás, luego de que las tropas del ejército ucraniano mostraran poca disposición para atacar a los separatistas), los ocho años de guerra en el este, la anexión sin resistencia de Crimea, las diferencias culturales, religiosas y lingüísticas entre la Ucrania del este y del oeste. Al respecto es recomendable la lectura de libro de Argemino Barro Una historia de Rus. La guerra en el este de Ucrania (LHG, 2020), que, además de radiografiar el conflicto ruso-ucraniano en su candente actualidad y sus antecedentes cercanos, lo sitúa en una amplia panorámica histórica que se remonta hasta la URSS, el imperio zarista y el Medioevo (hay viejos rencores que no deben ser exagerados, pero tampoco minimizados, como la conquista y rusificación de Ucrania por los Romanov, el Holodomor estalinista, el colaboracionismo de Bandera con los nazis y la cesión rusa de Crimea a Ucrania por Kruschev).

Para conocer y comprender mejor la Ucrania postsoviética y post-Maidán vale la pena leer la saga de escritos publicados por Poch-de-Feliu en CTXT, varios de los cuales fueron reconvertidos en un pequeño libro de divulgación: La invasión de Ucrania (Escritos Contextatarios, 2022). El periodista catalán resulta de suma utilidad, además, para desentrañar los intríngulis geopolíticos del conflicto, tanto desde el lado de Rusia como desde el lado de la OTAN. Sus precisiones sobre el «cierre en falso de la guerra fría», por ejemplo, son profundamente iluminadoras.

Aunque durante enero y febrero la mayor parte de la prensa y de los analistas no creyó que Rusia iniciaría una acción militar a gran escala, viendo el movimiento de tropas como un farol y las acusaciones yanquis de que Putin estaba preparando una invasión como una falsa alarma, hubo expertos militares y diplomáticos que consideraron desde el inicio que la invasión era muy probable, o cuanto menos nada descabellada. Tal es el caso del general español Pedro Pitarch, quien en el pasado ocupó cargos en la OTAN, pero no come vidrio. Pitarch no sólo acertó en que era altamente esperable que Putin invadiera. También dio en el clavo cuando conjeturó que lo haría por cuatro frentes (norte/Kiev, nordeste/Járkov, este/Donbás y sur/Jersón-Zaporiyia). Vale la pena consultar su blog y leer sus colaboraciones para el periódico madrileño ABC. El diplomático retirado español José Zorrilla, por su parte, ha explicado en la conferencia de cierre de un congreso sobre derechos humanos –y en entrevistas posteriores– por qué era lógica la invasión rusa en términos de geopolítica, más allá de cómo la valoremos en términos éticos o ideológicos. Pueden visualizarse aquí la intervención académica, y aquí una jugosa entrevista algo posterior.

Luego de iniciadas las operaciones rusas, fue usual que quienes habían desestimado la invasión pasaran sin transiciones a suponer que Putin quería anexionarse toda Ucrania, e incluso atacar Polonia y –por qué no– a Europa occidental. Se iniciaba así una paranoia con fuertes acentos rusofóbicos –si se nos permite esta expresión– que llevó a prohibir a la prensa rusa en Europa, suspender seminarios literarios sobre Dostoyevski, eliminar a atletas o seleccionados rusos de competencias deportivas, etc., todo ello muy a tono con la demencial cultura de la cancelación de nuestros tiempos. Tal vez donde más notoriamente se expresa este sinsentido es en la expulsión de Rusia del mundial de fútbol, mientras que países como EE.UU. o Gran Bretaña jamás fueron sancionados por sus innumerables invasiones a otros estados; por no hablar del extraño humanitarismo de la FIFA, que se indigna con la invasión a Ucrania pero no tiene problemas en celebrar el mundial en un país como Qatar, no caracterizado precisamente por el respeto de los derechos humanos… No cabe más que constatar, con pesar, que las democracias occidentales abdicaron de buena parte de los principios liberales y democráticos ante la amenaza del autoritarismo ruso.

¿Qué tan real es esa amenaza? Como muestra Perry Anderson en “Rusia inconmensurable”, Rusia es hoy en día una potencia regional, sin ninguna capacidad de acción global. ¿Representa alguna amenaza militar para Europa? El coronel argentino Guillermo Lafferriere –ideológicamente liberal en lo económico y lo político, para usar sus propios términos, y, por ende, alguien que no tiene la más mínima simpatía por Putin, algo que no se esfuerza en disimular– ha mostrado con sólidos argumentos que la fuerza militar rusa actual no tiene ningún punto de comparación con el antiguo Ejército Rojo. Y esto no por sus diferencias ideológicas, sino por una cuestión de magnitud. El Ejército Rojo estaba en condiciones potenciales de lanzar una invasión a gran escala sobre Europa occidental. El ejército ruso actual es muchísimo más pequeño. Lafferriere descartó que aquel estuviera en condiciones de ocupar la totalidad de Ucrania en términos puramente militares (al margen de su inviabilidad política). Como mucho, Rusia podría ocupar las regiones orientales y costeras de Ucrania, y muy difícilmente todas. La guerra, sin embargo, iría a su juicio para largo, porque para el nacionalismo ucraniano sería inaceptable cualquier pérdida territorial; los EE.UU. están interesados en una guerra prolongada que «desangre» al Oso ruso; Moscú no está en condiciones de ocupar toda Ucrania; y Ucrania es abastecida por la OTAN de armamento suficiente como para poder resistir, mas no para vencer. A Ucrania se envía todo tipo de armas, menos la suficiente fuerza aérea táctica y estratégica, indispensable para pensar siquiera en lanzar una contraofensiva exitosa de gran alcance. La razón de esto es muy sencilla: una derrota rusa importante en la guerra convencional puede abrir las puertas a una escalada nuclear por medio del empleo de armas de destrucción masiva tácticas. Recomendamos consultar, sobre todo, los primeros videos de su canal de YouTube.

Una cosa es la sobriedad analítica, otra el fanatismo ideológico. Al interior de Rusia hay quienes piensan que Ucrania no tiene futuro y carece de legitimidad como estado independiente. El propio presidente Putin, un nacionalista nostálgico del imperio zarista, ha coqueteado públicamente con esas ideas, por ejemplo, en su extenso artículo “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”, que dio a conocer en julio de 2021. Es un escrito muy en sintonía con el pensamiento esencialista y patriotero de su filósofo gurú de cabecera, Aleksandr Duguin, y con el edulcorado mito neoimperial del russkii mir. Al margen de la propaganda occidental, el accionar ruso en los territorios invadidos fue, durante los primeros meses, relativamente moderado. Se prescindió de ataques masivos a instalaciones civiles esenciales y a centros de poder en el resto de Ucrania, y se evitó –por lo general– el bombardeo a gran escala de ciudades. Pero ya han comenzado ataques a instalaciones civiles esenciales en todo el territorio ucraniano. En paralelo, las penas para «desertores», la persecución a quienes se oponen a la guerra y la censura dentro de Rusia, han recrudecido. Del otro lado, en las últimas semanas se han registrado varios atentados terroristas ucranianos, cosa que no había sucedido antes. La escalada militar puede que no esté más que iniciándose, con las armas nucleares ya abiertamente invocadas por el presidente ruso en sus alocuciones.

Quien desee buena información y buenos análisis estrictamente militares, puede consultar “Descifrando la guerra” y dos sitios manifiestamente prorrusos, pero bastante rigurosos: Guerra en Ucrania y el canal de Telegram Kuzmenko Blog.

Luego de los sorpresivos momentos iniciales, en los que tropas rusas avanzaron incluso sobre Kiev (en lo que parece haber sido una mezcla de maniobra militar de distracción y apuesta política por forzar una negociación o provocar un cambio de gobierno), la guerra se desenvolvió por medio de lentos pero persistentes avances rusos, que llevaron a ocupar la gran mayoría del Donbás y territorios adyacentes tanto al sur como al nordeste. Posteriormente, sobrevino un período de estabilización, con frentes casi inmóviles. En las últimas semanas, tras seis meses de guerra, Ucrania pudo lanzar una contraofensiva en la zona nororiental que le ha permitido recuperar una parte de los territorios, según parece, al costo de muchas bajas. Se trata de la primera victoria no puramente discursiva de las tropas de Zelenski. Los acontecimientos recientes son, sin ninguna duda, una respuesta a ese éxito parcial ucraniano en la región de Járkov.

Ucrania decretó la movilización total desde el inicio de la invasión. Rusia ha mantenido hasta el momento un número de tropas relativamente escaso en territorio ucraniano: la llamada operación militar especial se concebía como una intervención limitada en una guerra civil extranjera (algo así como la participación alemana e italiana en la guerra civil española). La movilización parcial anunciada por Putin entraña, evidentemente, una escalada de consecuencias imprevisibles, sobre todo en un contexto donde parece que ninguna de las partes implicadas directa o indirectamente (Rusia, Ucrania, EE.UU., la OTAN, la Unión Europea) está pensando seriamente en una salida negociada.

El mundo político –sobre todo los gobiernos y sus cancillerías– condenó mayoritariamente la invasión. Pero a la hora de imponer sanciones concretas a Rusia, esa mayoría se angostó. Las sanciones, por lo demás, no parecen haber afectado a la maquinaria militar rusa, ni tampoco a su economía. Rusia exporta hoy en día más combustible que en cualquier momento pasado, aunque sus exportaciones a Europa hayan disminuido. De momento, el impacto de las sanciones parece sentirse con mucha más crudeza en la propia Europa: el precio de la energía se ha disparado, muchas ramas industriales han dejado de ser competitivas, hay procesos inflacionarios y los gobiernos anuncian un invierno con restricciones. Europa está pagando caro su alineamiento moralista –bastante hipócrita, por lo demás– con Ucrania y su subordinación al Tío Sam.

Cabe consignar que, además de las tres dimensiones del conflicto que hemos mencionado (expansión de la OTAN, nacionalismo gran-ruso, conflicto interno ucraniano), todo sucede en un contexto más general caracterizado, ante todo, por dos circunstancias:

a) La crisis de la hegemonía estadounidense, que ha redundado en un aumento del militarismo de EE.UU. (en buena medida porque el militar es el único terreno donde claramente sigue siendo superior a cualquier rival, China incluida). Ese aumento del militarismo ha dejado, de 2001 a la actualidad, un tendal de intervenciones que resultaron en estados fallidos y guerras civiles interminables, altamente destructivas: Afganistán, Irak, Libia, Siria.

b) El agotamiento de las materias primas energéticas. El fin de los combustibles baratos y, a mediano plazo, la escasez lisa y llana de energía, es algo más que un telón de fondo de lo que sucede. Sobre las cuestiones energéticas –en general– es siempre productivo revisar el blog de Antonio Turiel. Pero para la relación de la presente guerra con la energía es indispensable la lectura del artículo de Antonio Turiel y Juan Bordera, “La primera guerra de la Era del Descenso Energético”, publicado originalmente en CTXT y disponible aquí. Aunque no tiene ninguna vinculación causal directa, la crisis ecológica no puede ser desdeñada en la comprensión de la guerra de Ucrania. Como apuntara Poch-de-Feliu, esta guerra demora la introducción de cambios urgentes y necesarios. Y ante una situación de crisis energética y ecológica, la tentación militarista de las potencias y de las clases dominantes es un peligro real, que ya vemos materializándose.

En términos geopolíticos, la presente situación afianza en los hechos la alianza no declarada entre Rusia y China (que tiene, en algún sentido, su propia Ucrania en Taiwán), justamente lo que temían personajes como Henry Kissinger cuando cuestionaban como un error descomunal el ingreso de Ucrania en la OTAN. Desde el otro ángulo, ha estrechado la subordinación de la Unión Europea a Estados Unidos.

La importancia mundial de la guerra en curso es mayúscula. Sin embargo, es minúscula la fuerza de la izquierda –dentro y fuera de Ucrania– para intervenir en ella. A lo que se agrega que buena parte de las izquierdas, tanto en Rusia como en Ucrania –y más allá también– se han dejado seducir por el nacionalismo. No alinearse con el gobierno ucraniano que actúa como peón de la OTAN (y que ha incurrido en groseros errores y atropellos producto de su nacionalismo étnico en un país con muy numerosas y concentradas minorías rusófonas), ni con el militarismo capitalista y autoritario de Rusia, parece lo más acertado. Lo mejor que puede hacer la izquierda de intencionalidad revolucionaria en las presentes circunstancias es entender con el mayor detalle posible –sin apriorismos dogmáticos, sin esquematismos escolásticos– lo que está sucediendo, y apuntalar un movimiento por la paz que ponga freno a las locuras belicistas de los gobiernos, y nos aleje del peligro nuclear, como bien ha planteado Carlos Taibo en su libro Rusia contra Ucrania. Imperios, pueblos, energía (Catarata, 2022), cuya lectura también recomendamos.

Aunque por un lado la guerra está escalando, por el otro han aumentado la cantidad y el peso de las voces que llaman a una salida negociada. De momento, sin embargo –y nos atrevemos a hacer este pronóstico a sabiendas de lo problemático que resulta en una situación tan volátil– no cabe cifrar muchas expectativas en prontas y productivas negociaciones, ni tampoco en grandes cambios en la situación militar. La inminente llegada del invierno, que tornará intransitable el campo de combate, pondrá casi inevitablemente un freno a las grandes maniobras, en favor de una guerra de posiciones. La movilización rusa (que se prevé será de hasta 300 mil nuevos soldados), no se volcará de manera amplia y significativa a las acciones militares hasta dentro de algunos meses.

De momento, no queda mucho más que tratar de entender, mantener la independencia intelectual y la autonomía política, y bregar por la paz. Pero sin ilusiones.

Colectivo Kalewche