Diseño atribuido a Christopher Dresser (1834-1904). Fuente: www.themintonarchive.org.uk
El inglés Francis Rory Peregrine Anderson (Londres, 1938) no necesita demasiada presentación: historiador, sociólogo, pensador, ensayista, profesor de la UCLA, editor de la New Left Review… Se trata del intelectual marxista más sobresaliente de la actualidad, con una extensísima obra que cubre los temas más diversos. Es difícil hallar algún autor, sea cual fuere la tradición teórica, que se le pueda parangonar en amplitud de miras, erudición, capacidad de análisis y potencia de síntesis. Con 87 años a sus espaldas, sigue dando muestras de una lucidez y criticidad descollantes. La cultura de izquierdas debe estar infinitamente agradecida por el hecho de que Perry Anderson sea uno de los nuestros.
El artículo suyo que aquí compartimos fue originalmente publicado en la New Left Review, nro. 151, marzo-abril de 2025. La traducción del inglés no es nuestra, sino de la versión castellana de la NLR, a cargo de la editorial española Traficantes de Sueños, con sede en Madrid. Este es el copete: “¿Qué peso debe otorgarse al papel de las ideas en los momentos de cambio radical frente al desempeñado por los intereses y las fuerzas materiales? De la Reforma a la Ilustración, del auge del marxismo a la hegemonía del neoliberalismo, lecciones para la izquierda antisistémica”.
En el próximo número de Kalewche editaremos otro ensayo andersoniano, aún más reciente: “¿Cambio de régimen en Occidente?”, que apareció en la London Review of Books a principios de abril. Ese texto y el que a continuación reproducimos han servido de inspiración a Ariel Petruccelli para encarar la redacción de “La atalaya de Perry Anderson”, artículo donde nuestro camarada patagónico analiza los desafíos del presente. Este escrito de Ariel, que ya está casi listo, saldrá a la luz el domingo 17 de agosto, en simultáneo con “¿Cambio de régimen en Occidente?”.
¿Qué importancia tiene el papel de las ideas en las convulsiones políticas, que han marcado los grandes cambios históricos? ¿Son meros epifenómenos mentales de procesos materiales y sociales mucho más profundos o poseen un poder autónomo decisivo como fuerzas de movilización política?1 Contrariamente a las apariencias, las respuestas dadas a esta pregunta no dividen tajantemente a la izquierda de la derecha. Muchos conservadores y liberales han exaltado, por supuesto, la trascendente importancia de los elevados ideales y de los valores morales en la historia, denunciando, como materialistas vulgares, a los radicales que insisten en que las contradicciones económicas son el motor del cambio histórico. Entre los ejemplos modernos famosos de tal idealismo de la derecha se encuentran figuras como Friedrich Meinecke, Benedetto Croce o Karl Popper. Para tales pensadores, dicho en palabras de Meinecke: “Las ideas, transmitidas y transformadas por personalidades vivas, constituyen el lienzo de la vida histórica”. Pero podemos encontrar otras figuras importantes de la derecha que atacan los delirios racionalistas presentes en el estatus de las doctrinas artificiales, defendiendo contra ellas el significado mucho más duradero de las costumbres tradicionales o de los instintos biológicos. Friedrich Nietzsche, Lewis Namier y Gary Becker fueron, desde diferentes puntos de vista, teóricos de los intereses materiales, empeñados en desinflar con sorna las pretensiones de los valores éticos o políticos. La teoría de la elección racional, hegemónica en amplias áreas de las ciencias sociales anglosajonas, es el paradigma contemporáneo más conocido de este tipo.
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Sin embargo, la misma bifurcación puede encontrarse en la izquierda. Si nos fijamos en los grandes historiadores modernos de la izquierda, encontramos una completa indiferencia hacia el papel de las ideas en Fernand Braudel, a diferencia del apasionado apego a ellas presente en R. H. Tawney. Entre los propios marxistas británicos, nadie confundiría las posiciones de Edward P. Thompson, cuya obra de toda una vida fue una polémica contra lo que él consideraba como reduccionismo económico, con las de Eric Hobsbawm, cuya historia del siglo XX no contiene en absoluto secciones separadas dedicadas a las ideas. Si nos fijamos en los líderes políticos, la misma oposición se repite de forma aún más marcada. “El movimiento lo es todo, el objetivo no es nada”, anunció Bernstein. ¿Podría haber una devaluación más drástica de los principios o ideas a favor de procesos puramente fácticos? Bernstein creía que era leal a Marx cuando pronunció este apotegma. En el mismo periodo, Lenin declaró, en una máxima igualmente famosa de efecto exactamente antitético, como algo que todo marxista debería saber, que “sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario”. La dicotomía en este caso no corría únicamente entre el reformista y el revolucionario. En las filas de la propia izquierda revolucionaria encontramos la misma dualidad. Para Rosa Luxemburgo, como ella dijo, “al principio fue el hecho”: no una idea preconcebida, sino simplemente la acción espontánea de las masas era el punto de partida de todo gran cambio histórico. Los anarquistas nunca dejaron de estar de acuerdo con ella. Para Gramsci, por otro lado, el movimiento obrero nunca podría obtener victorias duraderas a menos que lograra una supremacía ideal, lo que él llamó una hegemonía cultural y política, sobre la sociedad en su conjunto, incluidos sus enemigos. Al frente de sus respectivos Estados, Stalin confió la construcción del socialismo al desarrollo material de las fuerzas productivas y Mao a una revolución cultural capaz de transformar las mentalidades y las costumbres.
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¿Cómo se puede arbitrar esta antigua oposición? Las ideas se presentan en diferentes formas y tamaños. Las que son relevantes para los grandes cambios históricos han sido típicamente ideologías sistemáticas. Göran Therborn ha ofrecido una taxonomía penetrante y elegante de estas últimas, en un libro cuyo mismo título, La ideología del poder y el poder de la ideología (1980), nos ofrece una agenda. Divide las ideologías en existenciales e históricas, inclusivas y posicionales. Entre ellas, las que han tenido mayor alcance, espacial o temporal, se han distinguido por una característica que tal vez fue mejor captada por el conservador inglés T. S. Eliot, en sus Notes sobre la definición de cultura (1948). Podemos sustituir fácilmente su noción de “cultura” por el término “ideología”. La observación clave de Eliot fue que cualquier sistema de creencias importante constituye una jerarquía de diferentes niveles de complejidad conceptual, que van de las construcciones intelectuales altamente sofisticadas en la parte superior del sistema, que son accesibles únicamente para una élite educada a las simplificaciones más crudas y elementales localizables en el ámbito popular, pasando por versiones más amplias y menos refinadas situadas en niveles intermedios de ese sistema: todas ellas, sin embargo, se hallan unificadas por un único lenguaje y respaldadas por el correspondiente conjunto de prácticas simbólicas. Únicamente un sistema así totalizado, argumentaba Eliot, era digno del nombre de una cultura real y capaz a su vez de generar un gran arte.
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Eliot pensaba, por supuesto, en el cristianismo como principal ejemplo de tal sistema, que unía las especulaciones teológicas más arcanas con prescripciones éticas familiares y supersticiones populares en una única fe que lo abarcaba todo, sostenida por historias e imágenes sagradas de un acervo común de fuentes escriturales. Las religiones mundiales, surgidas en la llamada era axial (800-200 A.C.) por Karl Jaspers, ofrecen sin duda una prueba inicial sorprendente de toda hipótesis sentada sobre el papel de las ideas en los grandes cambios históricos. Pocos podrían dudar del enorme impacto de estos sistemas de creencias en vastas áreas del mundo y a lo largo de milenios. Tampoco es fácil identificar sus orígenes en convulsiones materiales o sociales precedentes, producidas a una escala conmensurable con su propia influencia transformadora y con su grado de difusión. A lo sumo, podríamos decir que la unificación del mundo mediterráneo por parte del Imperio Romano proporcionó un marco institucional favorable para la difusión de un monoteísmo universalista, como el cristianismo, o que un nomadismo militarizado en un entorno desértico sometido a una fuerte presión demográfica encontraría probablemente tarde o temprano una expresión religiosa específica, como sucedió con el islam. La desproporción entre causas imputables y consecuencias comprobables parece ser un argumento sólido a favor de otorgar un poder autónomo notable, o incluso extraordinario, a las ideas en las civilizaciones de esa época.
El impacto político de estas religiones no fue, por supuesto, estrictamente comparable. El cristianismo convirtió gradualmente desde dentro a un universo imperial previamente existente sin que se produjera ninguna alteración significativa de su estructura social. Pero al crear en la Iglesia un complejo institucional paralelo al Estado, que sobrevivió al colapso final del Imperio, aseguró una continuidad cultural y política mínima para el posterior surgimiento del feudalismo. El islam, por el contrario, redibujó de un plumazo todo el mapa político del Mediterráneo y de Oriente Próximo mediante una fulminante conquista militar. Sin embargo, todavía estamos en la Antigüedad. En ambos casos, los sistemas de creencias que conquistaron la región no hicieron lo que más tarde describiríamos como una batalla de ideas. No se libró ninguna lucha ideológica sostenida entre paganos y cristianos, o entre cristianos y musulmanes, a medida que los términos de la creencia se trastrocaban en Roma o El Cairo. La conversión se produjo esencialmente por ósmosis o por la fuerza sin una colisión ideológica articulada.
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Cuando pasamos a la era moderna, las cosas son diferentes. La Reforma protestante, a diferencia de las enseñanzas de Cristo o de Mahoma, fue un sistema doctrinal escrito –o más bien un conjunto de ellos– desde el principio, desarrollado en los textos polémicos de Lutero, Zuinglio y Calvino, antes de convertirse en una fuerza importante o en un poder institucional. Menos distante en el tiempo, es más fácil rastrear las condiciones sociales y materiales próximas a su aparición: la corrupción del catolicismo renacentista, el surgimiento del sentimiento nacional, el acceso diferencial de los Estados europeos al Vaticano, la llegada de la imprenta, etcétera. Lo que llama la atención ahora es otra cosa: el surgimiento de la Contrarreforma dentro de la Iglesia católica y, con ella, una batalla ideológica sin cuartel entre los dos credos, sostenida en los niveles más altos del debate metafísico e intelectual, así como por todos los medios conocidos de propaganda popular –a esta época le debemos el término–, lo cual desencadenó una serie titánica de rebeliones, guerras y conflictos civiles en toda Europa. Aquí, como en ningún otro caso, las ideas parecen desencadenar y dar forma al cambio histórico. De hecho, ninguna revolución posterior se desencadenaría tan directamente por cuestiones de creencias intelectuales como sucedió con la primera serie de grandes levantamientos conducente a la creación de los Estados modernos en Europa: la revuelta de los Países Bajos contra España en el siglo XVI, y la Guerra Civil Inglesa y la Revolución Gloriosa en Inglaterra en el XVII. En los tres casos, el detonante inmediato de la revolución fue un estallido de pasión teológica: la destrucción de imágenes sagradas en nombre de la pureza de las escrituras en los Países Bajos, la imposición de un nuevo libro de oraciones en Escocia y la amenaza de la tolerancia católica en Inglaterra.
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En comparación, los estallidos de las revoluciones norteamericana y francesa en el siglo XVIII estuvieron mucho más determinados por factores materiales. En ninguno de los dos casos hubo un sistema desarrollado de ideas que motivara el asalto inicial al antiguo orden colonial o real. Por el contrario, en las colonias norteamericanas, el interés económico propio más ramplón (el rechazo a los impuestos recaudados para pagar el costo de la protección contra los indios y los franceses, aderezado con la correspondiente dosis de conspiracionismo), desencadenó una rebelión contra la monarquía británica, mientras que en Francia una crisis fiscal provocada por el costo de ayudar a los rebeldes estadounidenses obligó a convocar una institución feudal tardía, los Estados Generales, cuyas reformas fueron rápidamente barridas por la erupción del descontento masivo en el campo y en las ciudades bajo la presión de una mala cosecha y de los altos precios de los cereales. En ambos casos, el colapso del antiguo orden fue un proceso no premeditado en el que predominaron las quejas de tipo material más que ideológico. En en el trasfondo se encontraba, sin embargo, la cultura crítica acumulada de la Ilustración, un vasto almacén de ideas y discursos potencialmente explosivos a la espera, por así decirlo, de ser activado en tales condiciones de emergencia. Este arsenal de iconoclasia preexistente convirtió la desintegración del orden establecido en la creación revolucionaria de un nuevo orden y desencadenó la forja de un imaginario ideológico con el que todavía vivimos hoy. Los ideales de la Revolución Norteamericana y, sobre todo, de la Revolución Francesa han seguido siendo inspiraciones activas para la acción política mucho después de que las instituciones que cada una de ellas generó se hubieran fosilizado o hubieran caído en el olvido.
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Si el principal legado de las religiones mundiales fue la introducción de una idea metafísica de universalismo y el de la Reforma el individualismo, la herencia ideológica que dejaron las revoluciones en la era de la Ilustración residió esencialmente en las nociones de soberanía popular y derechos civiles. Estas nociones eran solo los medios formales para la libre determinación de la forma de una sociedad. ¿Cómo debería ser esa forma, esto es, la esencia del bienestar colectivo? Esta fue la pregunta que planteó el advenimiento de la Revolución Industrial en el siglo XIX. Se dieron tres tipos diferentes de respuestas. En 1848 se habían establecido los grandes campos de batalla de la época. De la mano del Manifiesto comunista, Europa se enfrentó a la elección que más tarde se planteó en todo el planeta: ¿capitalismo o socialismo? Por primera vez, la humanidad se enfrentaba a principios de organización social claramente definidos y radicalmente antitéticos. Pero había una asimetría en su formulación. El socialismo logró una teorización extensa, variada y autoproclamada, como movimiento político y como objetivo histórico. El capitalismo, a diferencia de síntomas como la “sociedad comercial” de Smith, rara vez o nunca habló en su propio nombre en el siglo XIX ni durante la mayor parte del siglo XX, siendo el propio término una invención de sus oponentes. Los defensores de la propiedad privada, partidarios del statu quo, apelaron a concepciones más parciales o tradicionales e invocaron principios conservadores o liberales en lugar de proponer una ideología expresamente capitalista. Estos principios estaban lejos de ser un sustituto fiable. No pocos pensadores conservadores –Carlyle o Maurras– expresaron una feroz antipatía hacia el capitalismo, mientras que varios teóricos liberales –Mill o Walras– vieron con buenos ojos las versiones más suaves de socialismo. Si consideramos el papel de las ideas en el siglo XIX, está claro que el socialismo –sobre todo en su versión marxista y, por lo tanto, más intransigentemente materialista– mostró una capacidad de galvanización de la acción política mucho mayor que su oponente. No es en absoluto casual que nadie hablara de un movimiento capitalista. El poder del orden establecido seguía descansando en mucha mayor medida en la tradición, la costumbre y la fuerza que en cualquier conjunto de ideas teóricas. A mediados del siglo XX, por otro lado, el socialismo como idea había logrado una extensión geográfica de adeptos más amplia que la que había tenido nunca ninguna religión mundial.
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Aun así, el universo ideológico no se agotó con estos opuestos. Había otra gran fuerza motriz en funcionamiento en esta época, diferente en especie de cualquiera de los dos. Ya en 1848 el nacionalismo demostró ser un movimiento movilizador aún más poderoso que el socialismo en Europa. Dos peculiaridades lo definieron como idea política, mucho antes de que se extendiera triunfalmente al resto del mundo. Por un lado, produjo muy pocos pensadores significativos u originales, con alguna rara excepción ocasional como Fichte. Como doctrina articulada, fue incomparablemente más pobre e inconsistente que sus dos coetáneos. Por otro, precisamente debido a su relativa vacuidad conceptual, era eminentemente flexible y podía entrar en una gran variedad de combinaciones, ya fuera con el capitalismo o con el socialismo, produciendo tanto el chovinismo que alimentó la guerra interimperialista de 1914 y el fascismo que desencadenó su prosecución en 1939, por un lado, como los movimientos revolucionarios de liberación nacional en el Tercer Mundo, por otro. El triunfo del ideal nacional a escala mundial demostró la falta de toda correspondencia necesaria entre el sistema y el impacto, entre la profundidad intelectual y el alcance de una ideología y su poder de movilización en el mundo moderno.
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A principios del siglo XX se produjeron una serie de grandes revoluciones en Estados clave de la periferia del mundo imperialista, que en orden cronológico fueron las de México, China, Rusia y Turquía. Estas revoluciones conforman un conjunto significativo de disparidades. El papel de las ideas en la configuración del desarrollo y del resultado del proceso revolucionario fue mayor en Rusia y China, la movilización popular más fuerte en México y Rusia, y el atractivo nacionalista más poderoso en Turquía. La revolución republicana de 1911 fracasó en China, pero la intensa efervescencia intelectual que la sustentaba perduró y sus afluentes acabaron desembocando en la revolución comunista que triunfó en 1949. La recuperación kemalista en Turquía implicó muy pocas ideas, más allá de la salvación nacional, antes de importar una variedad ecléctica de ellas una vez establecido el nuevo régimen. Son las revoluciones mexicana y rusa, con mucho las mayores convulsiones de este periodo, las que ofrecen el contraste más acusado. En México se desencadenó una convulsión social masiva, que duró una década sin que ningún sistema importante de ideas la iniciara o surgiera de ella. Desde un punto de vista puramente doctrinal, la única ideología desarrollada del periodo no pertenecía a los revolucionarios, sino al régimen que derrocaron: el positivismo científico de finales del Porfiriato. Aquí, más que en cualquier otro lugar, se llevaron a cabo actos políticos a una escala titánica sin nada más que nociones elementales de justicia institucional o social: una tremenda lección para cualquier visión demasiado intelectualista del cambio histórico de envergadura. Solo el pueblo mexicano puede decir qué precio se pagó en última instancia por la facticidad de la Revolución a medida que el Estado del PRI tomó forma a partir de la presidencia de Obregón.
La Revolución Rusa siguió un patrón muy diferente. El zarismo fue derrocado por el descontento espontáneo de las masas, provocado por el hambre y las penurias de la guerra, un comienzo mucho más desprovisto de ideas que la revuelta de Madero en México. En pocos meses, los bolcheviques habían llegado al poder gracias a la agitación popular en torno a temas no menos elementales que los que impulsaron a Zapata o Villa: pan, tierra y paz. Sin embargo, una vez en el poder, Lenin y su partido tuvieron a su disposición la ideología política más sistemática y completa de la época. Aquí la relación entre las causas y el carácter de la revolución –la torsión entre los orígenes materiales y los objetivos ideales– no fue muy diferente de la que produjo el régimen jacobino del Año II en Francia, pero fue mucho más extrema. Tanto las hazañas como los crímenes del Estado soviético creado por los bolcheviques empequeñecieron los del Estado del PRI, terminando siete décadas después en una desaparición mucho más apocalíptica, el precio pagado por su recurso a un voluntarismo ideológico homérico.
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Los efectos de la Revolución de Octubre, por supuesto, no se limitaron a Rusia. Hacia el final de su vida, Marx había previsto la posibilidad de que Rusia eludiera el pleno desarrollo capitalista de la mano de un levantamiento popular, capaz de originar una reacción revolucionaria en cadena en Europa. Esta fue esencialmente la concepción detrás de la estrategia de Lenin: ninguna creencia en la posibilidad de construir el socialismo en un Estado aislado y atrasado como Rusia, pero total esperanza de que el ejemplo soviético detonara revoluciones proletarias en toda Europa, en sociedades donde existían las condiciones materiales para una libre asociación de los productores dotada de un alto nivel de productividad industrial. La historia tomó el rumbo opuesto: bloqueo de cualquier posibilidad de revolución en el Occidente avanzado, propagación de la revolución en sociedades aún más atrasadas que la rusa en el Este. Así pues, el enorme éxito político del marxismo pareció ser la mejor refutación de sus presuposiciones teóricas. Lejos de que las superestructuras siguieran a la determinación de las infraestructuras económicas (sistemas ideales que reflejaban las prácticas materiales), la ideología del marxismo-leninismo, en una forma más o menos estalinizada, parecía ser capaz de generar, en entornos sin capitalismo, sociedades más allá de él. Esto dio lugar, dentro del propio marxismo, a la noción popular en las décadas del 60 y 70 de que las relaciones de producción tenían primacía sobre las fuerzas productivas y que incluso las definían. Pero las ideas de Marx no iban a ser tan fácilmente puestas cabeza abajo. Al final, las fuerzas productivas se vengaron con el colapso de la propia URSS, ya que la mayor productividad económica de los países donde debería haber tenido lugar la revolución acabó por enterrar a aquellos donde sí se produjo.
¿Qué lugar ocupaban las ideas en el otro lado de la lucha? El déficit ideológico del capitalismo como orden declarado nunca se subsanó realmente en su batalla contra el comunismo. El término en sí siguió perteneciendo esencialmente al enemigo, como arma contra el sistema en lugar de como su propia autodescripción. A mediados de siglo, sin embargo, el inicio de la Guerra Fría, que supuso una lucha sin cuartel entre dos bloques antagónicos, requirió un cambio de marcha ideológico del capital a un nivel de eficacia e intensidad completamente nuevo. El resultado fue la conversión occidental estándar de los términos del conflicto: no capitalismo contra socialismo, sino democracia contra totalitarismo, el mundo libre contra el mundo de 1984. Fueran cuales fuesen las hipocresías generales de esta construcción –el llamado mundo libre incluía, por supuesto, muchas dictaduras militares y policiales–, respondía a las ventajas reales del Occidente del Atlántico Norte sobre el Este estalinizado. En la competencia entre los bloques, la bandera de la democracia fue un activo decisivo donde menos se necesitaba, esto es, entre las poblaciones de las propias sociedades capitalistas avanzadas, que requerían de poca persuasión para mostrar su preferencia por las condiciones en las que vivían. Por razones obvias, tuvo mucho menos efecto en el antiguo mundo colonial o semicolonial hasta hace poco dominado por las propias democracias occidentales. Pero en Europa del Este y, en menor medida, en la Unión Soviética, el imaginario orwelliano tuvo más resonancia y las emisiones de Radio Free Europe o Radio Liberty, que predicaban los méritos de la democracia estadounidense, contribuyeron sin duda a la victoria final en la Guerra Fría. Sin embargo, la razón principal del triunfo del capitalismo sobre el comunismo residía más cerca de casa, esto es, en el magnetismo de niveles mucho más altos de consumo material, que al final atrajeron irresistiblemente a la órbita de Occidente no solo a las masas desfavorecidas, sino también a las élites burocráticas del bloque soviético, a los privilegiados, que sintieron una atracción igual o quizá superior a la sentida por los empobrecidos. En pocas palabras, la ventaja comparativa del “mundo libre” que decidió el resultado del conflicto radicaba en el ámbito de las compras más que en el de las votaciones.
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El final de la Guerra Fría trajo consigo una configuración completamente nueva. Por primera vez en la historia, el capitalismo se proclamó a sí mismo como tal, de la mano de una ideología que anunciaba la llegada de un punto final en el desarrollo social, constituido por la construcción de un orden ideal basado en el libre mercado, más allá del cual no puede imaginarse ninguna mejora sustancial. Tal es el mensaje central del neoliberalismo, el sistema de creencias hegemónico que ha gobernado el mundo durante casi medio siglo. Sus orígenes se remontan a la inmediata posguerra. En ese momento, el orden establecido en Occidente todavía estaba afectado por el impacto de la Gran Depresión y se enfrentaba a movimientos obreros recién empoderados surgidos de la Segunda Guerra Mundial. Para evitar el peligro de volver a la crisis de los 30 y para integrar las presiones del proletariado, la práctica totalidad de los gobiernos occidentales adoptaron políticas económicas y sociales diseñadas para controlar el ciclo económico, mantener el empleo y ofrecer cierta seguridad material a los menos favorecidos. La gestión keynesiana de la demanda y el Estado de bienestar socialdemócrata fueron los sellos distintivos de la época, y juntos asegurarían unos niveles más altos de intervención estatal y redistribución fiscal de lo que jamás se había visto en el mundo capitalista. Una pequeña minoría de pensadores radicales se alzó contra esta ortodoxia dominante y denunció todo ese dirigismo estatal como algo que, a la larga, sería fatal para el dinamismo económico y la libertad política. Friedrich von Hayek fue el principal impulsor y el organizador clave de esta disidencia neoliberal, reuniendo a compañeros de ideas de todo el mundo en una red de influencia semiclandestina, la Sociedad Mont-Pèlerin. Durante un cuarto de siglo, este grupo permaneció al margen de la opinión respetable y sus opiniones fueron ignoradas o ridiculizadas.
Sin embargo, con el inicio de la crisis de estanflación de principios de la década del 70 y la caída de la economía capitalista mundial en la larga recesión de los decenios siguientes, esta doctrina rigurosa e intransigente se impuso. En la década del 80, la derecha radical había tomado el poder en Estados Unidos y Gran Bretaña, y los gobiernos de todo el mundo estaban adoptando recetas neoliberales para hacer frente a la crisis: recortar los impuestos directos, desregular los mercados financieros y laborales, debilitar a los sindicatos, privatizar los servicios públicos. Hayek, un profeta sin honra en su propia tierra durante las décadas del 50 y 60, fue consagrado por Reagan, Thatcher y otros jefes de Estado como el visionario pragmático de la época. El colapso del comunismo soviético a finales de los 80 pareció la ratificación pertinente de su creencia de larga data según la cual el socialismo no era más que una “arrogancia fatal”.
Pero fue durante la década del 90, cuando la URSS ya no existía, y Reagan y Thatcher habían desaparecido de la escena, cuando el dominio neoliberal alcanzó su apogeo. En esos momentos, sin el campo de fuerza amigo-enemigo de la Guerra Fría y sin necesidad de que la derecha radical estuviera en el poder, fueron los gobiernos de centroizquierda del mundo capitalista avanzado los que siguieron imperturbablemente las políticas neoliberales de sus predecesores con una retórica más blanda y con la concesión de medidas secundarias, pero con una deriva política consistente tanto en Europa como en América. La prueba de una verdadera hegemonía, en contraposición a una mera dominación, es su capacidad para moldear las ideas y las acciones, no tanto de sus partidarios declarados, como de sus adversarios nominales. Aparentemente, los regímenes de Clinton y Blair, de Schröder y D’Alema, por no hablar de Cardoso y De la Rúa, llegaron al poder repudiando las duras doctrinas de acumulación y desigualdad que reinaban en la década del 80. En la práctica, normalmente las preservaron o ampliaron.
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Más allá de la transfiguración de la centroizquierda en la zona del Atlántico Norte, la hegemonía neoliberal se extendió en el mismo periodo a los rincones más lejanos del planeta. Se podían encontrar fervientes admiradores de Hayek o Friedman en los ministerios de Finanzas de todas partes, desde La Paz hasta Pekín, desde Auckland hasta Nueva Delhi, desde Moscú hasta Pretoria, desde Helsinki hasta Kingston. El libro de Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights (1998), ofrecía un recorrido panorámico de la “gran transformación” de la época, una transformación tan radical e infinitamente más ambiciosa que la que describió Karl Polanyi al escribir sobre el advenimiento del liberalismo clásico en la época victoriana. A diferencia de la narrativa de Polanyi, por supuesto, el relato de Yergin y Stanislaw sobre la victoria global del neoliberalismo estaba lleno de entusiasmo por el cambio liberador que traen los mercados libres. Junto a ellos llegó el segundo gran acontecimiento de la época: la cruzada por los derechos humanos liderada por Estados Unidos y la Unión Europea. Porque no todo el intervencionismo era mal visto por el orden neoliberal. Aunque el de tipo económico, si era redistributivo, fue reprobado, el de tipo militar se practicó y aplaudió como nunca. Si la guerra del Golfo, manifiestamente librada para asegurar los intereses petroleros de Occidente, todavía se adecuó a un patrón más antiguo, las intervenciones posteriores establecieron nuevos parámetros. El bloqueo de Irak, con una fuerte intensificación de los bombardeos por parte de Clinton y Blair, fue una empresa «humanitaria» puramente punitiva. El desencadenamiento de una guerra a gran escala en los Balcanes, que incluyó el bombardeo aéreo sobre Yugoslavia, ya no necesitó de las Naciones Unidas, ni siquiera como excusa, para la acción de la OTAN hasta después de producido el acontecimiento. En nombre de los derechos humanos, el derecho internacional fue redefinido unilateralmente para anular la soberanía de cualquier Estado de menor tamaño, que incurriera en el desagrado de Washington o Bruselas.
Aunque fue la versión del neoliberalismo adoptada por la centroizquierda la que puso en marcha esta escalada de prepotencia militar, la visión esencial del poder imperial estaba presente en la propia doctrina original. Hayek, después de todo, fue pionero en la noción de bombardear países recalcitrantes a la voluntad anglo-estadounidense, pidiendo ataques aéreos relámpago contra Irán en 1979 y Argentina en 1982. La concepción de la hegemonía elaborada por Gramsci incluía de modo preponderante el consentimiento, que funcionaba para asegurarla, dado que su concepto remitía al poder de la persuasión ideológica.
Pero nunca fue su intención subestimar, y mucho menos olvidar, el sostenimiento de esta mediante la represión armada. “Consentimiento más coerción” era la fórmula completa de un orden hegemónico, en su opinión. El universo neoliberal, todavía dominado por la potencia hegemónica de este periodo, ha cumplido ampliamente ambos requisitos. Hoy en día está hasta cierto punto en tela de juicio no tanto por la forma en que hubo que gestionar el crack de Wall Street de 2008 y sus consecuencias, que trajo aparejado un enorme y nuevo incremento del endeudamiento global, que era precisamente el hecho que lo había provocado, sino porque la amenaza de la competencia de China ha obligado a un retroceso del libre comercio y al recurso a las subvenciones públicas en Occidente, en medio de un aumento todavía mayor de la montaña de deuda total contraída a escala mundial. Sin embargo, sigue sin haber una alternativa coherente al neoliberalismo como sistema de ideas rector dotado de alcance planetario.
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Las razones de su fuerza no se deben encontrar únicamente en su predominio económico. Debajo del neoliberalismo se encuentra un conjunto de ideas y valores mucho más antiguo, que adquirió el término liberal durante el siglo XIX, siendo la relación entre ambos uno de los temas más centrales, pero menos discutidos, planteados por el predominio del primero.2 En esencia, el neoliberalismo contemporáneo es fundamentalmente una doctrina económica, mientras que el liberalismo propiamente dicho era un conjunto de doctrinas políticas, que primero tomó forma sistemática como una perspectiva autoconstituida no en Gran Bretaña, sino en Francia, de la mano del pensamiento de Constant, Guizot y Royer-Collard, antes de generar teoremas económicos en la obra de Bastiat. En la siguiente generación seguirían Tocqueville y, en Gran Bretaña, su amigo y contemporáneo John Stuart Mill, igualmente productivo en argumentos políticos y económicos. Los principios fundamentales de este liberalismo clásico, junto con la protección de la propiedad privada, eran las restricciones constitucionales contra el gobierno arbitrario, la opción por el gobierno representativo organizado mediante un sufragio limitado y la salvaguarda de las libertades individuales. En la fórmula de Constant, la libertad moderna se diferencia de la antigua, que se basaba en la participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos. A finales de siglo, la industrialización había producido una población trabajadora, que requería integrarse de alguna manera en el Estado, si este quería ser estabilizado, por lo que se amplió el sufragio; y en el transcurso del siglo siguiente, tras una larga lucha, los derechos de voto se extendieron no solo a los trabajadores varones, sino también a las mujeres, en lo que con el tiempo se denominó democracias liberales. Las masas occidentales se apegaron a estos sistemas políticos, aunque en la práctica lo hicieron más por las libertades civiles que garantizaban que por la autodeterminación popular que pregonaban, lo cual proporcionó una sólida base sociológica para la afirmación oficial de que este era el mundo libre y todo lo demás era despotismo.
La ideología neoliberal que arrolló el campo económico durante las dos últimas décadas del siglo XX se superpuso así a un sistema de creencias anterior del que se derivaba pero al cual no podía reducirse, un sistema que no solo era más antiguo en los países avanzados de Occidente, sino en esencia más rico y diverso, lo que permitía albergar en el mejor de los casos, aunque siempre permanecieron marginales en el panorama del liberalismo en su conjunto, a liberales que rechazaban no solo el laissez-faire clásico, sino incluso la propia propiedad privada capitalista, como sucedió en los casos de Russell o Dewey en diferentes etapas de sus carreras. El neoliberalismo era un cuerpo de pensamiento inherentemente más inconsistente, dotado de menos atractivo popular que el liberalismo en su sentido clásico. No muy diferente del propio capitalismo, del que constituía la expresión y la teorización más radicales, el neoliberalismo era, en consecuencia, un término que sus exponentes más hábiles preferían desautorizar, como si fuera una calumnia inventada por los descontentos. Típicamente, en las columnas del Financial Times o de The Economist, “neoliberal” aparecerá solo entre comillas o se prescindirá del término por completo. Hay que poner todo el cuidado en negarlo o evitarlo, dado que los teóricos pioneros del neoliberalismo podían ser vergonzosamente sinceros en su visión sombría de la democracia, que constituye el tesoro de los valores liberales tal como los entendían los exponentes de versiones anteriores o menos radicales. Mises, después de todo, había saludado al fascismo como la opción que había salvado a Italia del socialismo; Hayek abogó abiertamente por la supresión del sufragio universal. Para ambos, el Rechtsstaat (Estado de derecho) era un valor superior a la democracia, que podía ser una amenaza para él y que debía ser frenada, si ese fuera el caso: una idea que no confesaban fácilmente los periódicos, o los políticos que se hacían eco de ellos, dado que unos y otros dependen ya de importantes tiradas, ya de un gran número de votantes.
Entonces, ¿por qué, si sus doctrinas son más endebles y sus predicadores menos numerosos, el neoliberalismo se ha convertido en una ideología mucho más poderosa y omnipresente que el liberalismo en el que se basa? La respuesta, familiar para cualquier marxista, es que la infraestructura material de cualquier sociedad desarrollada es de lo que depende todo lo demás: sin ella no puede haber burocracia, ejército, asamblea, medios de comunicación, hospitales o escuelas, prisiones, ni cultura alta o baja: todo requiere una economía funcional para operar. Así que, cuando no son queridos, puede prescindirse de constituciones o parlamentos liberales, periódicos o podcasts liberales, artes o creencias liberales, pero eso no se puede hacer con un sistema económico funcional. Esa es la conditio sine qua non de cualquier orden político o cultural. A lo cual el postulado central del neoliberalismo añade que ahora solo existe un sistema económico funcional: “No hay alternativa”, en el irremediable dictamen de Thatcher. No se requiere la aprobación positiva de sus principios como deseables: la resignación negativa ante ellos como inevitables es suficiente. No por casualidad, la primera implementación radical –y durante mucho tiempo exitosa– de un programa neoliberal por parte de cualquier gobierno se produjo bajo la brutal dictadura de Pinochet en Chile, América Latina. El neoliberalismo pudo adoptar un crecimiento casi universal en todo el antiguo Tercer y Segundo Mundo sin necesidad del subsuelo liberal que lo había alimentado en el Primero. Medio siglo después, seguimos enfrentándonos a la ideología política más exitosa de la historia mundial.
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Hay quienes se opondrían con vehemencia a tal veredicto. En los países avanzados, las objeciones alegadas contra él comenzaron pronto y fueron más o menos las siguientes. Deberíamos estar en guardia, argumentan los críticos, contra los peligros de sobreestimar la influencia de las doctrinas neoliberales como tales. Ciertamente, los tiempos habían cambiado desde las décadas del 50 y 60; los mercados habían ganado más poder a expensas de los Estados, y la clase trabajadora ya no era la fuerza que había sido. Pero considerando en su conjunto los decenios posteriores al hito de la victoria de Thatcher en 1979, al menos en los países avanzados el gasto público se ha mantenido alto y los sistemas de bienestar más o menos intactos. Mucho menos alterados de lo que podría parecer a primera vista, fue un error pensar que las ideas neoliberales han marcado una diferencia significativa en los mismos: constantes sociológicas más profundas mantuvieron el consenso del periodo de posguerra.
Incluso en el ámbito de las ideas mismas, la dura medicina del neoliberalismo, cuyo radio de atracción real era muy estrecho, fue rechazada por muchos más políticos que aquellos que la respaldaron. Después de todo, ¿no dejaron claro Clinton y Blair que defendían una Tercera Vía, expresamente equidistante tanto del neoliberalismo como del estatismo anticuado? Del mismo modo, ¿qué decir del firme compromiso de Schröder con una Neue Mitte –un Nuevo Centro– o de la declaración de principios de Jospin a favor de una economía de mercado, pero no, en absoluto, de una sociedad de mercado? Desde entonces, hemos visto el conservadurismo compasivo del no child left behind de Bush, la intrepidez de la “audacia de la esperanza” postulada por Obama, la sobriedad del “freno de la deuda” de Merkel y el “pacto de responsabilidad” de Hollande, el dinamismo de las “tres flechas” de Abe, la “reducción de la inflación” de Biden y el “contrato con la nación” de Macron o, la más simple y vacía de todas como consigna frente a su contrario, el “cambio” de Starmer (plus ça change, plus c’est la même chose).
Algunas de las objeciones convencionales tienen más peso que otras. Es perfectamente cierto, por supuesto, que no puede atribuirse a las ideas neoliberales poderes mágicos de persuasión política por sí mismas. Como todas las grandes ideologías, esta también ha necesitado siempre de suplementos afectivos –normalmente el nacionalismo– y de prácticas materiales –instrumentales o rituales– para mantener su dominio. Mientras tanto, la base práctica de la hegemonía neoliberal se encuentra en la primacía del consumo privado –de bienes y servicios mercantilizados– en la vida cotidiana de las sociedades capitalistas contemporáneas, alcanzando nuevos niveles de intensidad en las últimas cuatro décadas; así como en el auge de la especulación en tanto que eje central de la actividad económica en los mercados financieros mundiales, que han penetrado en los poros del tejido social con la comercialización masiva de los fondos de inversión y de pensiones, desarrollo del que estamos presenciando tan solo los inicios, a medida que se extiende desde Norteamérica a Europa y al hemisferio sur. Aunque el gasto público en los Estados capitalistas avanzados sigue siendo elevado, ahora es cada vez más híbrido y se diluye por las infusiones de capital privado, que se extienden a todo tipo de servicios, de los hospitales a las prisiones y los servicios de recaudación de impuestos, que en otro momento se habrían considerado dominios inviolables de la autoridad pública o de la provisión colectiva. La hegemonía neoliberal no prescribe tanto un programa específico de innovaciones, que puede variar significativamente de una sociedad a otra, sino que determina los límites de lo que es posible en cualquiera de ellas.
Una buena medida de su dominio general es la conformidad de todos los gobiernos del Norte Global, independientemente de su color político nominal, con los imperativos del bloqueo militar, la ocupación o la intervención fuera de la zona atlántica. Los regímenes socialdemócratas de Escandinavia, por ejemplo, que en su día tuvieron fama de cierta independencia en cuestiones de política exterior, han actuado regularmente como chacales que acechan junto a los grandes depredadores occidentales: Noruega ayudó a sellar el dominio israelí en Palestina, Finlandia negoció el bombardeo de Yugoslavia, Suecia colaboró en las entregas extraordinarias de prisioneros en la guerra contra el terrorismo, y los cuatro se unieron a la manada en Ucrania. La vacuidad de la retórica de la Tercera Vía como una supuesta alternativa a esos imperativos fue siempre la prueba más segura del ascendiente duradero del neoliberalismo.
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¿Qué lecciones saca la izquierda de esta historia? En primer lugar, que las ideas cuentan en el equilibrio de la acción política y en el resultado del cambio histórico. En los tres grandes casos de impacto ideológico moderno, el patrón fue el mismo. Ilustración, marxismo, neoliberalismo: en cada caso se desarrolló un sistema de ideas, dotado de un alto grado de sofisticación, en situación de aislamiento inicial y tensión con el entorno político circundante, con poca o ninguna esperanza de influencia inmediata. Solo cuando estalló una crisis objetiva importante, de la que no eran en modo alguno responsables, los recursos intelectuales subjetivos, que se habían ido acumulando gradualmente en los márgenes de unas condiciones de calma, adquirieron de repente una fuerza abrumadora como ideologías movilizadoras capaces de desplegar un control directo sobre el curso de los acontecimientos. Tal fue el patrón en las décadas de 1790, 1910 y 1980. Cuanto más radical e intransigente era el conjunto de esas ideas, más radical fue su efecto una vez desencadenado en condiciones turbulentas. Hoy en día seguimos inmersos en una situación en la que una sola ideología dominante gobierna la mayor parte del mundo. La resistencia y la disidencia están lejos de haber desaparecido, pero siguen careciendo de una articulación sistemática e intransigente. La experiencia sugiere que no vendrá de un débil ajuste o de una acomodación eufemística al orden existente de las cosas. Lo que se necesita, en cambio, y no llegará de la noche a la mañana, es un espíritu completamente diferente: un análisis inquebrantable y, cuando sea necesario, cáustico del mundo tal y como es, que no haga concesión alguna a las arrogantes afirmaciones de la derecha, ni a los mitos conformistas del centro ni a las beaterías bien-pensants de gran parte de lo que se hace pasar por la izquierda. Las ideas incapaces de conmocionar al mundo son incapaces de sacudirlo.
Perry Anderson
NOTAS
1 Notas preparadas originalmente para impartir una conferencia en México a principios de siglo, y objeto de desarrollo desde entonces.
2 Aquí, un solo título domina el campo: Liberalism at Large (2019), la reveladora historia de Alexander Zevin sobre The Economist, desde la época de Peel y Gladstone hasta los tiempos de Blair y Cameron.