“Me sentí como, como, como un nazi… parecía exactamente como si nosotros fuéramos los nazis y ellos los judíos” (cita de un soldado israelí que operó en la Franja de Gaza, extraída de la nota de opinión que publicamos en nuestro dossier sobre Gaza). Detalle de una caricatura de autor desconocido hallada en https://img.bemil.chosun.com
Así como el término “antisemita” se esgrime como un arma contra los que denuncian el apartheid y la «limpieza étnica» que el Estado de Israel comete contra los palestinos, el término “judío” es usado como un escudo simbólico –aunque de gran efectividad material–, para proteger a quienes perpetran a diario un delito de lesa humanidad contra los árabes musulmanes, o hacen una apología del mismo. Gritar bien fuerte “antisemita” contra los querellantes, como única coartada, definitivamente no los absolverá ante el tribunal de la historia. El uso interesado de aquellas dos palabras constituye la banalización más obscena de la Shoá que haya podido jamás imaginarse, ya que instrumentaliza a las víctimas de un genocidio –y mancilla su memoria– para justificar otro. Otra operación única en su tipo, por la perversidad que encierra su lógica, es la de buena parte de los representantes del gobierno alemán (con otros gobiernos, como el francés, sucede otro tanto) –de ayer y hoy– que, mediante un pase de manos conceptual, digno del más infame de los prestidigitadores, pretenden hacerle creer a todo un pueblo que es posible expiar las «culpas colectivas» de un genocidio participando desde la retaguardia en otro. Pero nadie les pide tanto. Exigir a las generaciones presentes que paguen su supuesta parte de culpa por un delito que no cometieron –y que, en todo caso, cometieron sus antepasados– no es más que una estratagema ignominiosa por la que se pretende involucrarlas en la apología indiscriminada y a priori de cualquier acción –por más criminal que sea– de parte de quienes se autoperciben como los acreedores de las víctimas del Holocausto judío. El chantaje del lobby sionista a la sociedad alemana –pero no sólo a ella– ha conseguido, hasta ahora, que ésta –mediante sus representantes– le dé una carta blanca mediante la gestión interesada de la culpa en la conciencia ajena. Si el Estado alemán –y otros– debió –y sigue debiendo– compensar a la colectividad judía (pero también a las otras minorías víctimas del nazismo), esto no puede hacerse jamás cargando la cuenta de sus crímenes en las espaldas de otro pueblo, el palestino.
Estos temas son los que aborda Sylvain Jean en este artículo que recogimos y tradujimos del sito web Rebellyon.info.
La guerra que libra el llamado mundo libre contra el pueblo palestino a través de su dominio sionista –el Estado de Israel– sólo se sostiene, tanto en el pensamiento como, por consiguiente, en sus abominables actos (masacres desde 1947, política genocida actual contra los habitantes de la Franja de Gaza), gracias a la prominencia del término “judío”.
La razón última, el argumento de autoridad, que Occidente esgrime ante cualquiera que se conmueva y/o se rebele ante el calvario sin fin del pueblo palestino, es el término “judío”. Si eres propalestino, en realidad eres antisemita. Y si eres antisemita, eres nazi. Y si la causa palestina es nazi, entonces los hombres, mujeres y niños palestinos pueden morir de la peor manera, como “animales humanos”, tal y como dijo un ministro israelí, ya que no forman parte de la humanidad.
Por lo tanto, se resalta “judío” para cortar de raíz cualquier consideración intelectual o política sobre la situación. El judío ya no es más que una entidad indistinta, como bajo el nazismo (“Los judíos son nuestra desgracia”, decía la propaganda electoral nazi; decir que serían, por ejemplo, la felicidad de Occidente no sería más que la afirmación invertida). Habría que considerar a “los judíos” como una masa homogénea de víctimas para la eternidad y olvidar que, precisamente, la heroica e intrépida revuelta del gueto de Varsovia en 1943, liderada en particular por Marek Edelman, judío bundista antisionista, tenía como primer objetivo político para sus combatientes negarse a morir como perros o como víctimas resignadas de los nazis.
La cuestión de la dignidad, del rechazo desesperado y heroico de la deshumanizante asignación [de la etiqueta “judío”] antisemita nazi, es esencial para comprender la insurrección del gueto de Varsovia. Los partisanos judíos resistieron tres semanas frente a una máquina de muerte nazi cuyo objetivo era exterminarlos a todos.
Durante veintisiete días, los partisanos judíos, acorralados y mal equipados, pusieron en aprietos a uno de los ejércitos más poderosos del mundo de la época. De hecho, el levantamiento del gueto fue una guerra popular singular, ya que fue exclusivamente urbana.
Sin embargo, el desenlace está escrito. Himmler, dignatario nazi, está decidido a destruir el gueto. En un informe enviado a Berlín, el SS Stroop escribe: “La resistencia opuesta por los judíos y los bandidos solo pudo ser quebrantada gracias a la incansable acción, día y noche, de las tropas de choque”.
Sin embargo, reducir a estos combatientes únicamente a su condición de judíos sería indigno. Jablonka explica en su libro que sus abuelos judíos comunistas se negaban a ser asignados únicamente a su condición de judíos, en cierto modo, para participar en todas las luchas por la emancipación de los oprimidos. Desde este punto de vista, en el momento en que el gueto de Varsovia se rebela, es hermano de los esclavos de Santo Domingo y Guadalupe contra Bonaparte y Leclerc, que querían restablecer la esclavitud, de los aztecas asesinados por Cortés o de los armenios masacrados en 1915. Es hermano de los palestinos que se rebelaron contra la creación de un “Estado judío” por decisión de la ONU en 1947.
Marek Edelman y sus compañeros, entre los que se encuentran algunos sionistas, rechazan la pasividad o la colaboración de otros judíos del gueto que piensan, como los miembros del Judenrat, que se puede negociar con los nazis, que bajando la cabeza se podrá suavizar su locura asesina.
Utilizar el término “judío” para justificar la hybris israelí, preguntar, como hizo Léa Salamé de France Inter hace unos días, “¿Por qué esta insensibilidad cuando se trata de los judíos?” a dos invitados proisraelíes cuando se trata de Israel y no de “los judíos” es un insulto a la memoria de los judíos de Europa exterminados primero por Alemania, pero también por Francia –cuyo Estado, derrotado en 1940, colaboró con celo con los nazis–1 y los nacionalistas ucranianos que, por antisovietismo, colaboraron con los nazis y son culpables de la masacre de Babi Yar, que forma parte de la Shoá por balas.
Por espantoso que sea, Auschwitz, hay que recordarlo, es un nombre lamentablemente esencial para Occidente. En la genealogía de la violencia occidental, su dimensión industrial completa otros genocidios o crímenes masivos. En sus sangrientas sílabas, como escribe Aragon, también se oye a los indios de Perú asesinados, los aborígenes de Tasmania erradicados del mundo real, los torturados de la trata transatlántica, los árabes de Argelia y los culíes de la India de los que habla Césaire en su Discurso sobre el colonialismo, o incluso los canacos a los que Macron acaba de tratar más o menos como Robert Lacoste a los argelinos expoliados y asesinados por Francia.
El término “judío” busca intimidar a la razón en toda su probidad con respecto al “conflicto palestino-israelí”. Este uso del término es un insulto a los muertos del crimen nazi. No es baladí que, especialmente en Francia, sea obra de una extrema derecha unánime –salvo un puñado de fanáticos apolíticos– y de un Gobierno de extrema derecha. Este uso del término “judío” para justificar otro crimen contra los no occidentales habría hecho reír a los nazis. Por lo demás, estos últimos eran muy complacientes con los sionistas (este punto está documentado, aunque solo sea por el historiador Philippe Burrin), ya que estos también aspiraban a que los judíos huyeran de Europa.
El uso del término “judío” con el fin de justificar lo injustificable y crear la detestable confusión entre “judío” y “sionista” solo es posible –y, por lo tanto, obsceno– porque se produjo el exterminio de los judíos. Entre esos judíos exterminados, judíos de Europa, ashkenazíes, el sionismo no era mayoritario. En Europa del Este –Polonia y Rusia (Ucrania, Bielorrusia, en particular)– había algo que, como en algunas regiones de Bolivia aún hoy, se resistía a la modernidad capitalista. Así, fue la persistencia del shtetl, de los judíos religiosos y/o fieles a la tradición que no cedieron ante la modernidad occidental en lo que respecta a su fe y su visibilidad, notablemente en la vestimenta, lo que precipitó la decisión nazi de exterminar a los judíos de Europa.
Desde este punto de vista, cuando Jean-Claude Milner escribe en Les penchants criminels de l’Europe démocratique (Las inclinaciones criminales de la Europa democrática) que la destrucción de los judíos de Europa es el regalo de Hitler a Europa, no podemos sino darle la razón.
La Europa democrática y liberal liquidó la metafísica judía, ya fuera la del estudio o la del mesianismo revolucionario que encarnaban, por ejemplo, Henoch, convertido en Henri Krasucki, o los abuelos de Yvan Jablonka, pero también la revolución comunista en Rusia. El yiddish fue declarado lengua oficial2.
Decir “los judíos” para defender los crímenes israelíes es inaceptable. Esta asignación pisotea por segunda vez las tumbas de Trotsky, Rosa Luxemburg o Maksymilian Horwitz y, en general, de los judíos del Yiddishland revolucionario asesinados por los nazis. Todas estas personas eran socialistas bundistas, comunistas y antisionistas.
Jablonka, en su libro Historia de los abuelos que no tuve, que constituye una sepultura digna para sus abuelos exterminados, cuenta que estos, muertos en Auschwitz probablemente en 1944, decían “¡Los sionistas [vinieron] antes que los fascistas!”.
De hecho, toda una literatura judía antisionista anunciaba lo que sería la creación de un Estado “judío” y sus dramáticas y mortíferas consecuencias. Marek Edelman, del Bund, permaneció en Polonia después de la guerra. Después de 1945, habló de “partisanos palestinos” y, por ello, fue indeseable en Israel.
El chantaje del antisemitismo para criminalizar el movimiento propalestino asesina por segunda vez la judeidad revolucionaria.
Es porque, a sus ojos, Hitler puso fin al “problema judío”, que toda la extrema derecha no tiene otra palabra en la boca más que la estigmatización de “¡antisemita!” cada vez que se defiende la lucha legítima del pueblo palestino.
Ni Ciotti, ni Meyer Habib, ni Jérôme Guedj acusarían a un detractor de Trotsky o de Sverdlov de ser antisemita. No tanto porque la revolución empujara a estos dos héroes a asumir toda su áspera gravedad, sino sobre todo porque estos ilustres revolucionarios –al igual que la UJFP (Unión Judía Francesa por la Paz) en Francia hoy en día o Jewish Voice for Peace en Estados Unidos– rechazaban la desigualdad del mundo y la rapiña imperialista y colonial.
La apología del ministro Ben Gvir de la LDJ (Liga de Defensa Judía) o de Baruch Goldstein no molesta a nuestros parlamentarios “filosemitas”, como dice Julien Théry. Desaparecido el sujeto judío revolucionario –y, con él, la contestación de los Estados-nación burgueses y racistas europeos y occidentales, la Revolución Francesa que hay que retomar en alguna Internacional–, nuestros feroces partidarios del Estado de Israel pueden declararse filosemitas.
El antisemitismo es una pasión criminal europea. Sus avatares en Oriente –por ejemplo, el Farhoud en Irak– provienen directamente de esta matriz.
Así, un demócrata como Balfour, al considerar que la Revolución bolchevique era en cierto modo una revolución judía, prometió un hogar nacional judío en Palestina. Para acabar con el internacionalismo revolucionario judío, integrar a “los judíos” en el imperialismo mediante una especie de decreto Crémieux a escala internacional era una idea sin duda siniestra, pero muy astuta.
Jablonka explica así que, si bien no todos los judíos polacos eran comunistas, casi todos los comunistas (antes de la guerra) eran judíos, como sus abuelos. Una vez liquidado este continente, esta humanidad, lo que se denomina el Yiddishland revolucionario, Léa Salamé puede interrogar a sus invitados sobre la “insensibilidad” del mundo hacia los judíos.
Sin embargo, cabe recordar que fueron los Estados Unidos, los que rechazaron a los pasajeros judíos que huían de la Alemania nazi en el transatlántico Saint-Louis, que fue el ministro Chautemps quien en 1938 alertó a la República Francesa contra la afluencia de “extranjeros israelitas” al territorio nacional y que fue Raymond Barre quien opuso a los “franceses inocentes” a los “israelitas” durante el atentado contra la sinagoga de la rue Copernic el 3 de octubre de 1980.
Por el contrario, cuando en la Argelia francesa, Vichy derogó el decreto Crémieux, las autoridades musulmanas locales prohibieron a cualquier miembro de su comunidad apropiarse de bienes judíos. Ningún nativo musulmán de Argelia incumplió esta orden. Las numerosas cartas de denuncia antisemitas eran estrictamente francesas [pieds-noirs].
Cuando Houria Bouteldja escribe en su primer libro Les Blancs, les Juifs et nous (Vers une politique de l’amour révolutionnaire) que el decreto Crémieux y el posterior exilio de la mayoría de los judíos de Argelia la despojaron de su identidad judía, evoca un mundo desaparecido que no solo aflige a los directamente afectados.
Desde este punto de vista, el crimen nazi es un paso radical para el orden racial blanco, el capitalismo. El mundo que abolió no se limita solo a los judíos reales, por así decirlo. Derriba el amanecer revolucionario, el día color naranja del que habla Aragon en Le Fou d’Elsa.
En su lugar surge el mundo del teórico de la gestión, el antiguo miembro de las SS Reinhart Höhn, o el del patrón de los patronos alemanes, Hanns-Martin Schleyer, asesinado en 1977 por la Fracción del Ejército Rojo (RAF) alemán.
Schleyer, también antiguo miembro de las SS, implicado en crímenes masivos en Checoslovaquia, tuvo derecho a un funeral nacional o casi nacional en la República Federal Alemana, con toda la flor y nata liberal europea llorando ante su ataúd. La RAF, propalestina, fue calificada de antisemita por los dolientes.
Este punto es importante. Milner tiene razón al subrayarlo. Lamentablemente, es difícil rebatir la afirmación de Jablonka de que Hitler ganó su guerra contra los judíos. El heroico y trágico intento de Pierre Goldman de retener ese mundo que desaparece, ese mundo del “judeobolchevismo” que, sin duda, es a la vez una estigmatización nazi, pero también, si le damos la vuelta al estigma, el nombre de un mundo desaparecido ávido de justicia, donde el “Habrá” de los profetas cedió progresivamente su lugar a la promesa revolucionaria bolchevique, comunista.
Es porque ese mundo fue liquidado, que Occidente se presenta como “defensor” (“escudo”, escribe el Rassemblement National, en un guiño al lenguaje perversamente untuoso de los partidarios de Vichy, que hablaban de “franceses de confesión judía”) de los “judíos”. La evolución de la extrema derecha es interesante de estudiar en este sentido.
Recordar, como hace por ejemplo el Partido Socialista –cuyo héroe Mitterrand, durante mucho tiempo antisemita declarado y galardonado con la Francisque, estuvo en Vichy hasta 1943–, que la extrema derecha apoya a Israel para hacer olvidar su antisemitismo es de una estupidez lamentable. Precisamente, gran parte de los antisemitas pronazis franceses apoyaron después de la guerra la creación del Estado de Israel porque el sionismo era la garantía de una Europa judenrein [“limpia de judíos”], por retomar el espantoso término nazi.
Se conoce la indulgencia nazi hacia el sionismo, también se sabe que Eichmann pensó en expulsar a los judíos a Madagascar, pero también a Palestina. El propio Herzl presentaba su proyecto como un pie de Occidente en Oriente. Los sionistas, recuerda Omer Bartov en Anatomía de un genocidio, tomaban como modelo los nacionalismos europeos.
Lo que se ignora, sin embargo, debido a una incómoda conspiración de silencio para no poner al descubierto el sionismo, es que el escritor antisemita Drieu La Rochelle escribió en su testamento “Muero antisemita (respetuoso con los judíos sionistas)” o que Tixier-Vignancour, diputado en 1940, abogado de Pétain y candidato de Argelia Francesa en 1965 con Jean-Marie Le Pen como director de campaña, exclamó “¡Muerte a los judíos!” al ver a Blum entrar en el Casino de Vichy el 10 de julio de 1940, día de la votación de los plenos poderes a Pétain, y luego “¡Viva Israel!” menos de 20 años después, cuando vio a Gisèle Halimi, abogada del FLN argelino, en el Palacio de Justicia de París. Ese “¡Viva Israel!” lanzado a la cara de una mujer judía tunecina que defendía al FLN está lleno de significado. “Hemos perdido Argel, pero hemos recuperado Jerusalén”, es lo que da a entender Tixier. Israel, como diría más tarde Cukierman, del CRIF (Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia), sobre la presencia de Le Pen en la segunda vuelta de 2002, “enseñará a los musulmanes a comportarse”.
De hecho, Israel alegra a los antisemitas que se regodearon en la colaboración criminal con los nazis.
En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Lucien Rebatet, colaborador notorio y autor del panfleto antisemita “Les décombres” (“Los escombros”), declaró su apoyo a Israel en nombre de la defensa de Occidente. En la misma línea, la gran manifestación proisraelí en los Campos Elíseos contó con la presencia del excomisario para asuntos judíos bajo el régimen de Pétain…
Es precisamente en nombre de la defensa de Occidente, de la blancura imperialista, que la extrema derecha apoya a Israel y a “los judíos”. Desde su punto de vista, ¿qué tiene que temer? ¿La revolución? ¿El cuestionamiento del imperialismo, del colonialismo o, más en general, del supremacismo blanco? Por desgracia, no. Sus sueños más descabellados se han cumplido gracias al sionismo y a Israel: los árabes y los musulmanes, primos de los judíos, como nos recuerda la Inquisición española, son despojados en Palestina, y los círculos judíos más sionistas votan masivamente a Zemmour, aunque éste absuelva a Pétain y ponga en duda la inocencia de Alfred Dreyfus. La UGIF (Unión General de Israelitas de Francia), ese Judenrat a la francesa, ha triunfado, en definitiva. “Los judíos” son los tiradores coloniales del Occidente. Este, y en particular su franja (su fango) más criminal, está dispuesto a ocultar su antisemitismo para perpetrar pogromos islamofóbicos en nombre del bien. La revancha de la guerra de Argelia bien vale unos cuantos policías frente a las sinagogas.
En la situación que nos ocupa, como bien se ve, el nombre “judío” solo tiene el efecto de paralizar cualquier denuncia de la infamia que Occidente inflige a Palestina.
“Los judíos”, como “los musulmanes” o “los indios americanos”, no existen. ¿Qué relación hay entre Jabotinski y Grigori Zinoviev, aunque ambos sean judíos de Ucrania?
¿Qué relación hay entre Enrico Macias o Eric Zemmour y el difunto Gérard Chaouat, pro-FLN, aunque los tres sean judíos de Argelia?
Lo que está sucediendo sólo debe considerarse desde el punto de vista del derecho, la emancipación y la justicia. Por otra parte, estos son los principios que defendían los militantes comunistas judíos o los bundistas de Polonia y Rusia hace un siglo.
Además, Auschwitz o Buchenwald no están en Palestina.
No corresponde a los palestinos pagar por la mala conciencia de los alemanes, el país de Hitler, y de los franceses, el país de Édouard Drumont y Philippe Henriot, que no esperó a los alemanes para ser antisemita. El caso Dreyfus es la matriz del nazismo. Hannah Arendt, pero también Theodor Herzl, lo vieron claramente.
La cuestión actual es la del colonialismo, la blancura imperialista que agita perversamente el sintagma “los judíos”, ese significante maestro de los nuevos arios, como decía Cécile Winter, para perturbar las mentes y convertir el destino infligido a los palestinos en una excepción del horror colonial.
Pero digámoslo claramente:
Israel no solo tiene colonias –aunque en su búsqueda de un Lebensraum coloniza incluso los bantustanes concedidos a los palestinos por la ONU en 1947–, sino que Israel es, en sí mismo, una colonia. Tiene todas las características y comete todos los crímenes: expoliación de tierras, pogromos contra los palestinos, radicalización racista de los colonos (“¡Muerte a los árabes!” es ahora un eslogan recurrente en las manifestaciones sionistas) y, por último, fascistización.
Desde este punto de vista, si el golpe de Estado de los generales de Argel fracasó, lo equivalente a ese poder abortado es lo que hay en Tel Aviv. Entre sus ministros se encuentra Ben Gvir, admirador del rabino Kahane, que quería retomar las “leyes” nazis de Núremberg, pero esta vez a favor de los judíos.
Es lo único que hay que tener en cuenta.
Por lo tanto, las cosas son sencillas desde el punto de vista de los principios y la emancipación de la humanidad. El colonialismo es una abominación, tanto en las Antillas y Kanaky (Nueva Caledonia), como en Israel. Constituye un crimen contra la humanidad. La resistencia nacional palestina es la causa de toda la humanidad libre, incluida la de los manes del Yiddishland revolucionario.
Ser propalestino es también ser fiel a la judeidad revolucionaria, para la que el comunismo era un significante esencial. La violencia occidental destruye mundos. La singularidad nazi es que comete sus crímenes en suelo europeo. En un momento en que el Occidente liberal justifica y fomenta la política israelí de liquidación del pueblo palestino, su uso del nombre “judío” suena como la segunda muerte de un mundo cuya desaparición sin retorno nos deja para siempre inconsolables.
Sylvain Jean
NOTAS:
1 El autor se refiere, por supuesto, al régimen colaboracionista de Vichy (Nota del traductor).
2 En efecto, el yiddish fue declarado lengua co-oficial en algunos lugares de la URSS: la república soviética de Bielorrusia, algunas provincias de Ucrania y el Óblast Autónomo Hebreo de la RSFS de Rusia, en Siberia oriental (Nota del traductor).