Imagen: detalle de una ilustración de Steve Simpson para el libro infantil The Star Dogs: Beyond the Stars, de Roddy Doyle (Nueva York, HarperCollins, 2014), con una estética retro inspirada en los afiches de propaganda soviéticos de la década del 50, cuando la Guerra Fría estaba en su apogeo y la carrera espacial hacía furor entre las masas. The Star Dogs narra la historia verídica de Dezik y Tsygan, los dos perros astronautas pioneros de la URSS. Protagonizaron el primer viaje espacial robótico de la historia, allá por julio de 1951. Se trató de un vuelo suborbital. Puede verse la ilustración completa aquí.
Luego de dos semanas de descanso, volvemos a las andadas. Aprovechando el receso invernal austral, el Kalewche permaneció fondeado en una de nuestras remotas guaridas sureñas, calafateando su casco y aprovisionando sus bodegas. Pero hoy volvemos a navegar con artillería renovada.
Aquí, en nuestra sección de teoría Kamal, armamos un dossier con tres perlas que, creemos, servirán para dotarnos de una amplia panorámica de algunos de los problemas sociales y políticos contemporáneos más acuciantes. Quienes abran el cofre lo primero que hallarán es un artículo de la escritora y periodista española Carmen Domingo, publicado el 4 de julio de este año en el nro. 71 de Política y Prosa: “Contra lo woke” contiene una breve pero potente crítica de la llamada cultura de la cancelación y las derivas identitarias y particularistas del mundo posmoderno. En segundo término, ofrecemos un texto del intelectual británico Gareth Dale –profesor de la Universidad Brunel de Londres– que salió a la luz el 12 de junio en el Green European Journal, con edición trilingüe inglés-castellano-checo. Se trata de “Lucha de clases verde: trabajadores y Transición justa”, un artículo que plantea con toda pertinencia que, en la arena de la lucha de clases de este siglo, se decidirá la habitabilidad del planeta, y que brinda un abanico interesante de conflictos sindicales atravesados por cuestiones ecológicas. Aunque Dale no es partidario de un enfoque revolucionario como el que defendemos (véase nuestro Manifiesto Kalewche), hay mucho que aprender de las experiencias que reseña. Por último, en “The Need for a New Political Vocabulary” (“La necesidad de un nuevo vocabulario político”), el economista estadounidense Michael Hudson –profesor de la Universidad de Misuri en Kansas, ex analista financiero de Wall Street y actualmente asesor de varios gobiernos, entre ellos el chino– hilvana un puñado de tesis polémicas en términos políticos y geopolíticos, sobre las cuales vale la pena cavilar, se compartan o no todas sus conclusiones. El texto fue publicado el 6 de julio en el blog del autor, Michael Hudson. On Finance, Real Estate and the Powers of Neoliberalism. La traducción del inglés al castellano es nuestra.
CONTRA LO WOKE
Palabras como woke, cultura de la cancelación, censura o apropiación cultural, entre otras muchas, se han vuelto de uso cotidiano en los últimos años, con el panorama cultural como centro del debate. Hace unos días, Rachida Dati, la política que fue ministra de Justicia [con Sarkozy, 2007-2009] y que actualmente es ministra de Cultura en Francia, aseguró que “el wokismo se ha convertido en una política de censura” y añadió que se asegurará de no “apoyar” a estos defensores de la deconstrucción. “Estoy a favor de la libertad del arte y de creación, no a favor de la censura”.
En esos mismos días, la activista de izquierda Naomi Klein, señalaba en una entrevista en El País: “[El problema] tiene que ver con la pasión censora de la izquierda, esa vigilancia del discurso y la crueldad que despliega cuando alguien se pasa de la raya. Podríamos hablar de la cultura de la cancelación, si no fuera un concepto tan cargado”.
Al hilo de las declaraciones anteriores, parece claro que el movimiento woke y todo lo que lo rodea (cultura de la cancelación, defensa de las minorías sobre la mayoría, políticas transgeneristas…) es, hoy en día, la filosofía popular de mayor influencia en Estados Unidos y, por ende, en Occidente. Un discurso que defienden, no solo los jóvenes –universitarios o no–, sino también la industria del entretenimiento y los grandes medios. Pero ¿qué es el wokismo?, o, mejor, ¿en qué consiste la cultura de la cancelación, hermana pequeña que ha nacido como consecuencia del woke y que parece que defiende la izquierda? ¿Dónde y cuándo surge? Y, lo que es más preocupante, ¿cómo ha logrado colarse en todos los ámbitos de nuestra sociedad con tanta fuerza?
Partidos, escuelas, universidades, medios de comunicación… Allá donde pones el foco, te devuelven una reflexión wokista que impide la discrepancia y la pluralidad de opiniones. Es importante, imprescindible sería más exacto, que hagamos frente a este fenómeno, utilizando herramientas tan denostadas actualmente como la racionalidad y la reflexión. Única manera de impugnarlo.
Empecemos por aclarar lo que es el movimiento woke. Nacido en Estados Unidos para definir algo tan heterogéneo como “la alerta ante la injusticia social”, hoy se ha ampliado la definición hasta hacer referencia a todo lo políticamente correcto, abriendo así la caja de Pandora. Aunque hacía tiempo que el verbo to woke estaba en circulación dentro del activismo afroamericano –como consecuencia de los casos de racismo que se habían visto en el país y del movimiento Black Lives Matter– pronto empezó a abrazar otras opresiones, las de género, las LGBT… y así fue cómo se «coló» en las universidades –principalmente en las de ideología cercana al Partido Demócrata–, donde se unió a la teoría crítica. Un movimiento que se dio principalmente en las academias francesa y alemana de mediados del siglo XX de la mano de pensadores como Adorno, Marcuse, Derrida o Foucault.
Opresores y oprimidos
Y con ellos llegó su escepticismo y su escasa aspiración por la verdad; para ser más exactos, por aquella verdad que no coincidiera con la de ellos. Y aquí es donde estos filósofos entroncan con lo woke y con la defensa de que la columna «reivindicativa» de la sociedad civil era «estate alerta contra las injusticias», entendidas estas como cualquier opresión que cada uno elija: la raza, el género, el colonialismo…
Y así, la ideología woke, como si de un juego de cartas se tratara, ha cambiado la lucha de clases y de derechos universales por la lucha de identidades y la defensa de las minorías, y ha dejado la vida social reducida a un conflicto permanente entre opresores y oprimidos… según su identidad. Donde los opresores son siempre las mayorías –hombres, ciudadanos de antiguas metrópolis, raza blanca, heterosexuales– y los oprimidos pasan a ser las minorías –cuanto más minoritarias, mejor–, con la defensa a ultranza de que estos últimos no persiguen una igualdad de derechos, sino que se alcen sobre los otros.
Otro elemento característico de la galaxia woke es el discurso de que la minoría o la víctima tiene siempre la razón. Una cosa es defender los derechos de la mujer violada, del homosexual o del afroamericano minoritario y otra es considerar como principio que siempre tengan razón en sus denuncias, relatos u opiniones.
Los activistas woke abogan por la equidad racial y social, el feminismo, el movimiento LGBT, el uso de pronombres de género neutro, el multiculturalismo, el activismo ecológico… sin establecer más matices que los que ellos marquen. No es que algunas de sus causas no sean dignas, el problema es que el debate que se plantea es que no dejan margen para la discrepancia, la ciencia o la historia.
Cultura de la cancelación
Y fue ya en el año 2000 cuando el término woke empezó a usarte para referirse a movimientos e ideologías de izquierda cercanos a la cultura de la cancelación. Últimamente se utilizan ya casi como sinónimos. Por eso, una vez olvidado su significado original, en la actualidad el solo uso del término se convierte en un paraguas político que se utiliza en todas las guerras culturales que tienen lugar en Occidente, infectándolo todo, de la mano de distintos movimientos sociales que delimitan de qué se puede o no hablar y en qué términos.
Hasta tal punto que, por momentos, parece que ese movimiento woke que se vende como de izquierda (hay una izquierda que no es woke y que no puede decir lo que quiere porque también la cancelan) puede decir lo que quiera, cancelando a todos aquellos que, a su juicio, no son políticamente correctos. Y es esta izquierda líquida –el término lo acuñó Bauman– la que establece lo que puede o no decirse, agarrándose, así, a la censura, tan criticada históricamente desde la izquierda tradicional, y tan habitual en la derecha tradicional. ¿Y qué ocurre de no seguirse sus planteamientos ideológicos? Fácil: se aplica la cancelación a la persona que no sigue los dictados y se la señala con la «muerte social», la cancelación. Con el agravante de que, siguiendo este criterio, se censuran tanto pensamientos como pensadores.
Pero, entre tanta reivindicación, ¿dónde queda la lucha de clases?, ¿dónde el bien común?, ¿dónde la igualdad?, ¿dónde la libertad de pensamiento o de expresión?, ¿dónde el debate, que tanto ha caracterizado a la historia de la izquierda?
El universalismo, una farsa
Todos recordamos que lo que ahora se considera la “vieja izquierda ilustrada” tenía un proyecto para toda la humanidad, mientras que esta “nueva izquierda” parece que va creando proyectos para minorías: para los negros, los gays, los miembros del colectivo LGBT… “Hoy en día –leo en el libro Izquierda no es woke de Susan Neiman (2023)– se considera un artículo de fe que el universalismo, como otras ideas de la Ilustración, es una farsa inventada para maquillar las visiones eurocéntricas en las que se sustentó el colonialismo”.
Y nos recuerda poco después la filósofa francesa que algo que la izquierda woke acostumbra a pasar por alto es la conciencia de que una humanidad común es la condición indispensable para que tú, que me lees, y yo, que no soy de raza negra, ni gay, ni tampoco he colonizado ningún país, nos sublevemos contra las injusticias que padecen negros y gays, por ejemplo, y tratemos de que todos tengamos los mismos derechos. Y se olvida así, desde lo woke, que quienes reivindicamos derechos universales estamos reivindicando derechos para las minorías también, con la misma firmeza que ellos, con la diferencia de que ellos creen que con la censura y la persecución al discrepante están aplicando justicia.
Carmen Domingo
LUCHA DE CLASES VERDE: TRABAJADORES Y TRANSICIÓN JUSTA
En el año 2023, una ola de calor sin precedentes que recibió el nombre de Cerbero (el sabueso tricéfalo de Hades) arrasó toda Europa, lo que llevó a la clase trabajadora a organizarse para exigir medidas de protección contra el calor extremo. En Atenas, el personal empleado en la Acrópolis y otros enclaves históricos se declaró en huelga durante cuatro horas al día. En Roma, los recolectores de residuos amenazaron con ir a la huelga si se les obligaba a trabajar durante las horas de mayor calor. En otros lugares de Italia, los empleados del transporte público exigieron vehículos con aire acondicionado, y los operarios de una fábrica de baterías en los Abruzos amenazaron con ir a la huelga en protesta por la obligación de trabajar bajo un “calor asfixiante”.
Casi se podría decir que los antiguos griegos vaticinaron la crisis climática actual cuando denominaron a Hades, el dios de los muertos, con el eufemismo de “Plutón”, el dador de riqueza. Su nombre es una alusión a los materiales (la plata en su época, los combustibles fósiles y los minerales indispensables en la nuestra) que, una vez extraídos del inframundo, acaban llenando los bolsillos de los plutócratas.
La estructura plutocrática de la sociedad moderna explica la pasmosa lentitud de la respuesta al colapso climático. La tan anunciada transición ecológica apenas avanza, al menos en lo que respecta a la concentración atmosférica de gases de efecto invernadero. Estos no sólo siguen aumentando, sino que lo hacen incluso de forma acelerada; y lo mismo ocurre con el ritmo del calentamiento global. La transición sigue dependiendo de instituciones poderosas y acaudaladas que, aun dejando de lado la avaricia o la codicia de estatus, están obligadas por el sistema a anteponer la acumulación de capital a la habitabilidad del planeta.
En este contexto, la política de la transición implica una lucha de clases que va más allá de la lucha de la clase obrera en defensa de sí misma y de sus comunidades frente a las emergencias meteorológicas. Obviamente, eso también forma parte del paisaje, pero la lucha de clases se manifiesta de manera más evidente cuando el poder intenta transferir los costos de la transición a las masas. Así es como surge, inevitablemente, la resistencia. La pregunta es: ¿qué forma adoptará?
En algunos casos, esta resistencia adopta la forma de una reacción antiecologista, instigada o dominada por fuerzas conservadoras y de extrema derecha. Aunque se autoproclaman aliadas de las “familias trabajadoras”, estas fuerzas denigran la necesidad más básica de todo trabajador: un planeta habitable. En otras ocasiones, adopta una forma progresista, como es el caso emblemático de los llamados “chalecos amarillos” en Francia. Cuando el gobierno de Macron subió los “impuestos ecológicos” sobre los combustibles fósiles como incentivo para que el consumidor comprara coches más eficientes, las clases media-baja y trabajadora de las zonas rurales, incapaces de permitirse ese cambio, se enfundaron unos chalecos amarillos de seguridad y se movilizaron. Aunque el sector radical del movimiento obrero francés se unió a la causa, no consiguió aglutinarse en una fuerza política capaz de ofrecer otras soluciones a la crisis social y medioambiental.
El análisis de las formas de lucha, los movimientos y las acciones de la clase obrera en relación con el cambio climático nos permite entrever cómo se podría reorientar la transición ecológica siguiendo una línea social liderada por la clase trabajadora. En este contexto, el término “lucha de clases” se emplea en un sentido general para abarcar cuestiones como la ecología, la reproducción social, la sexualidad, la identidad, el racismo, etc., todas ellas relacionadas con la calidad de vida y tan relevantes para la “mano de obra” como el salario y las condiciones laborales.
Mazzocchi, el líder sindical estadounidense que acuñó el término “transición justa”, criticó el contrato social de posguerra, por el cual los dirigentes sindicales renunciaban a participar en las decisiones sobre el proceso de producción a cambio de mejoras salariales. Su radicalismo rojiverde brotó de la convicción de que era necesario transformar la totalidad de la vida laboral y social para lograr la salud y el bienestar de la clase trabajadora.
Resistencia obrera
El colapso climático está dejando una huella cada vez más honda en las diferentes formas de lucha de clases. Los peligros climáticos ya se han integrado en las luchas obreras de todo el mundo, sentando así nuevas bases de movilización. Además, la preparación ante situaciones de emergencia ha ido escalando posiciones en cuanto a prioridades en las agendas de los comités de seguridad de los sindicatos.
La investigación de Freya Newman y Elizabeth Humphrys sobre los trabajadores del sector de la construcción en Sídney explora la percepción que tienen los obreros del estrés térmico como una cuestión de clase. “Cuando hace un calor infernal, nuestros jefes no salen nunca de sus oficinas con aire acondicionado”, se quejaba uno de los entrevistados, “y eso que nos hacen trabajar en unos sitios espantosos a unas temperaturas demenciales”. Según los investigadores, en los lugares donde la conciencia de clase es mayor y los sindicatos han conservado cierta importancia (a pesar de la tendencia general a debilitarse durante la era neoliberal), la presión de la clase trabajadora ha logrado las mejoras más notables en materia de salud y seguridad en el marco de la crisis climática.
Las movilizaciones por una mayor protección frente a los riesgos meteorológicos, como las que tuvieron lugar en Atenas, Roma y la región de los Abruzos, evidencian la estrecha relación que existe entre las luchas obreras y la degradación del clima y el colapso ecológico. Otra de las reacciones es la resistencia contra las repercusiones “indirectas”, un concepto muy amplio que incluye los estallidos revolucionarios que se produjeron en los años 2010-12 en el Cercano Oriente y el norte de África, donde la inestabilidad meteorológica provocó un ascenso vertiginoso del precio de los alimentos, y, más recientemente, las protestas de los agricultores en la India.
Los despidos «rojos» se visten de «verde»
Teniendo en cuenta que los vehículos eléctricos, las energías renovables y el transporte público son piezas clave para la transición ecológica, ¿qué ocurre con aquellas personas que trabajan en los sectores más contaminantes?
Algunas de las historias más inspiradoras sobre la transición nos llegan del sector automotriz y de la industria armamentística. A principios de los años 70, los movimientos obreros y sindicales de todo el mundo se volcaron a la defensa del medio ambiente. Así fue como los “rojos” y los “verdes” adoptaron una lengua común. En Estados Unidos, por ejemplo, el líder del sindicato United Automobile Workers, Walter Reuther declaró que “la crisis medioambiental ha alcanzado unas proporciones tan catastróficas, que el movimiento obrero se ve ahora obligado a llevar esta cuestión a la mesa de negociación de cualquier industria que contribuya de forma apreciable al deterioro del medio ambiente en el que vivimos”.
Pues bien, eso es precisamente lo que hicieron los trabajadores de Lucas Aerospace, un fabricante británico de armas con sede en Reino Unido. La dirección de la empresa empezó a despedir a su personal amparándose en la automatización y en la disminución de los pedidos por parte del gobierno. Ante esta situación, los trabajadores crearon un sindicato no oficial con el nombre de Combine, en representación de los empleados que trabajaban en las 17 fábricas de la empresa. Su principal objetivo era frenar la hemorragia de despidos, presionando al gobierno laborista para que invirtiera en maquinaria a favor de la vida y no de la muerte.
En el año 1974, redactaron un documento de 1.200 páginas donde detallaban diversas propuestas para reorientar sus habilidades y maquinaria hacia una actividad productiva que fuera útil para la sociedad como, por ejemplo, máquinas de hemodiálisis, turbinas eólicas, paneles solares, motores para vehículos híbridos y trenes ligeros, es decir, tecnologías de descarbonización que eran prácticamente desconocidas en aquella época. El plan fue rechazado por el gobierno laborista de entonces y por la dirección de la empresa, que descalificó a sus creadores como “la brigada del pan integral y las sandalias”. Sin embargo, la historia de Combine sigue vigente.
En 2021, Melrose Industries compró GKN, una de las principales empresas de la industria automovilística, y anunció el cierre de sus fábricas de componentes para líneas motrices de automóviles ubicadas en las ciudades de Florencia y Birmingham. Por un lado, más de 500 trabajadores de la fábrica británica respondieron con un voto a favor de la huelga, exigiendo que la fábrica se convirtiera en una planta de producción de componentes de vehículos eléctricos. Frank Duffy, el coordinador sindical de Unite, explicó: “Nos dimos cuenta de que, si queríamos lograr un futuro ecológico para la industria automovilística británica y salvar nuestros puestos de trabajo cualificados, no podíamos dejar el asunto en manos de nuestros jefes. Teníamos que tomar cartas en el asunto nosotros mismos”. Además, haciéndose eco del Plan Lucas de forma deliberada, añadió: “Hemos elaborado un plan alternativo de 90 páginas en el que se detalla la manera en que podemos reorganizar la producción”, para así asegurar los puestos de trabajo y acelerar la transición al transporte impulsado por motores eléctricos.
En la factoría hermana de Campi Bisenzio, en Italia, la transición desde abajo llegó mucho más lejos. Los trabajadores de planta ya partían con ventaja tras haberse organizado en un consejo de fábrica democrático (collettivo di fabbrica). Ocuparon las instalaciones y expulsaron a los guardias de seguridad, que habían recibido órdenes de intervenir. De esta forma, y en colaboración con académicos y activistas por la justicia climática, los trabajadores trazaron un plan de reconversión del transporte público sustentable y reivindicaron su implementación.
Decenas de miles de personas tomaron las calles una y otra vez en movilizaciones constantes, respaldadas por sindicatos y comunidades locales, así como por grupos ecologistas como Extinction Rebellion (XR) y FFF. La ocupación de Campi Bisenzio, que ha cumplido ya su tercer año, es la más larga de la historia de Italia. Después de que sus esfuerzos por obligar a Melrose a cancelar el cierre de la planta fracasaran, los trabajadores cambiaron de táctica y formaron una cooperativa que actualmente produce bicicletas de carga. Gracias a este cambio de rumbo, han conseguido mantener un empleo seguro para una parte de la plantilla original, ofreciendo así un ejemplo sobre la manera en que podrían dar comienzo los programas de descarbonización impulsados por los propios trabajadores.
Transición aeronáutica
En estos ejemplos que hemos ofrecido sobre la industria automotriz, el proceso de transición parece sencillo, al menos desde el punto de vista material. Así, una fábrica de componentes para automóviles con motor de combustión interna puede reconvertirse en una fábrica de vehículos eléctricos, transporte público o bicicletas. Pero, ¿qué ocurre con otras industrias para las que no existen unas tecnologías alternativas viables? ¿Cómo han de responder los trabajadores de estas industrias ante esta situación?
Algunas propuestas, modestas pero audaces, surgieron en Gran Bretaña en plena crisis de la Covid-19. Magowan y el equipo de Green New Deal para Gatwick proyectaron las múltiples formas en que las distintas categorías de competencias de los trabajadores de Gatwick se podían adaptar a otros puestos de trabajo en sectores en vías de descarbonización. Gracias al respaldo del Sindicato de Servicios Públicos y Comerciales [PCS, por sus siglas en inglés], encontraron apoyo en la plantilla de trabajadores, entre los que se encuentra un piloto que supo sintetizar de maravilla todo lo que está en juego:
“Volar ha sido el sueño de mi vida. Nos asusta mucho enfrentarnos a la posibilidad de perder esta parte tan importante de nuestras vidas, ya que perder nuestro trabajo es como perder una parte de nosotros mismos. Ahora bien, como pilotos, nos valemos de nuestras habilidades para identificar esta amenaza existencial para el mundo natural y para nuestras vidas. Si esto fuera una emergencia en pleno vuelo, hace ya tiempo que nos habríamos desviado a un destino seguro. No podemos volar a ciegas rumbo al destino previsto mientras la cabina de vuelo se llena de humo. El impacto de nuestra industria a nivel de emisiones globales es irrefutable. Las supuestas soluciones para ‘ecologizar’ la industria en su escala actual se encuentran a décadas de distancia y no son ni global ni ecológicamente justas. Dado el aumento de la conciencia medioambiental, el sector aeronáutico está abocado a contraerse, ya sea por medio de una ‘transición justa’ para los trabajadores, o como consecuencia de una catástrofe. Debemos encontrar la manera de posicionar a los trabajadores a la cabeza de la revolución verde, y así garantizar la posibilidad de reencauzarnos hacia los empleos ecológicos del futuro.”
La revolución verde de Gatwick no logró despegar en su primer intento. Sin embargo, fue capaz de generar una atmósfera de posibilidad. Durante la fase de “emergencia” de la pandemia, cuando la intervención gubernamental estaba a la orden del día, el GND de Gatwick estableció vínculos con otras iniciativas lideradas por trabajadores para sustituir la aviación de corta distancia por alternativas de transporte terrestre. Esta unión permitió despejar el horizonte para una transición radical impulsada por los trabajadores y recordarnos lo que está en peligro.
El ecologismo de lucha de clases
Las luchas de clases que se libren a lo largo de este siglo decidirán la habitabilidad de la Tierra durante los próximos milenios. Podemos inspirarnos en las reivindicaciones que unen a los activistas por el clima y a los sindicatos. También podemos inspirarnos en las huelgas escolares contra el cambio climático, que han introducido el concepto de la huelga entre las nuevas generaciones.
No obstante, también deberíamos tener en cuenta que los ejemplos más destacados de militancia rojiverde se produjeron hace medio siglo. Y no es casualidad. Los años 60 y principios de los 70 fueron testigos de una coyuntura revolucionaria mundial, en la que despuntaron la militancia obrera y los movimientos sociales que desafiaban la opresión, la injusticia y la guerra. Este fue el terreno fértil donde pudo germinar la alianza entre el ecologismo y el radicalismo obrero, una unión que quedó plasmada en el plan Lucas y en el activismo ecosocialista de Mazzocchi, así como en otras iniciativas pioneras como las prohibiciones ecológicas, donde se luchaba por los objetivos medioambientales a través de la huelga.
Cabe esperar que la crisis climática y la transición justa cobren protagonismo de varias formas en cualquier nueva oleada de lucha de clases que se produzca. Entre estas formas habrá movimientos reaccionarios, pero también movimientos progresivos, ya que los grupos de trabajadores dejarán de percibir la política climática como el patio de recreo de élites distantes para convertirse en un campo donde su intervención colectiva puede ser decisiva.
Gareth Dale
LA NECESIDAD DE UN NUEVO VOCABULARIO POLÍTICO
El abrumador revés del 4 de julio que sufrieron los conservadores neoliberales británicos proguerra a manos del Partido Laborista –también neoliberal y proguerra– plantea la cuestión de qué quieren decir los medios de comunicación cuando describen los procesos electorales y alineamientos políticos en toda Europa en términos de partidos tradicionales de centroderecha y centroizquierda desafiados por nacionalistas neofascistas.
Las diferencias políticas entre los partidos centristas europeos son marginales, ya que todos apoyan los recortes neoliberales del gasto social a favor del rearme, la austeridad fiscal y la desindustrialización que conlleva el apoyo a la política de Estados Unidos-OTAN. La palabra «centrista» significa no abogar por ningún cambio en la economía del neoliberalismo. Los partidos centristas «con guion» [centre-right y centre-left, es decir, «de centroderecha» y «de centroizquierda»] se comprometen a mantener el statu quo pro-EE.UU. posterior a 2022.
Eso significa dejar que los dirigentes estadounidenses controlen la política europea a través de la OTAN y la Comisión Europea [de la UE], el homólogo europeo del deep state estadounidense. Esta pasividad está poniendo a sus economías en pie de guerra, con inflación, dependencia comercial con EE.UU. y déficits europeos derivados de las sanciones comerciales y financieras contra Rusia y China patrocinadas por EE.UU. Este nuevo statu quo ha desplazado el comercio y la inversión europeos de Eurasia a Estados Unidos.
Los votantes de Francia, Alemania e Italia se están apartando de este callejón sin salida. Todos los partidos centristas en el poder han perdido recientemente, y sus líderes derrotados tenían políticas neoliberales similares a favor de EE.UU. Así describe Steve Keen el juego político centrista: “El partido en el poder aplica políticas neoliberales; pierde las siguientes elecciones ante rivales que, cuando llegan al poder, también aplican políticas neoliberales. Entonces pierden, y el ciclo se repite”. Las elecciones europeas, como las del próximo noviembre en Estados Unidos, son en gran medida un voto de protesta, donde a los ciudadanos no les queda otra que ir que votar a los partidos nacionalistas populistas que prometen acabar con este statu quo. Es el equivalente europeo al Brexit en Reino Unido.
La AfD en Alemania, la Agrupación Nacional de Marine le Pen en Francia y los Hermanos [Fratelli] de Georgia Meloni en Italia son descritos como partidos que chocan y rompen la economía por ser nacionalistas en vez de conformarse con la Comisión de la UE/OTAN, y específicamente por oponerse a la guerra en Ucrania y al aislamiento europeo de Rusia. Esa postura es la razón por la cual los votantes les dan su apoyo. Estamos asistiendo a un rechazo popular del statu quo. Los partidos centristas tildan de neofascista a toda oposición nacionalista, igual que en Inglaterra los medios describen a los tories y laboristas como centristas, pero a Nigel Farage como un populista de ultraderecha.
No hay partidos de «izquierda» en el sentido tradicional de la izquierda política
Los antiguos partidos de izquierda se han unido a los centristas, convirtiéndose en neoliberales pro-EE.UU. En la vieja izquierda, no hay contrapartida para los nuevos partidos nacionalistas, salvo el partido de Sara Wagenknecht en Alemania oriental. La «izquierda» ya no existe en la forma en que lo hacía cuando me criaba en la década del cincuenta.
Los partidos socialdemócratas y laboristas de hoy no son ni socialistas ni obreristas, sino pro-austeridad. El Partido Laborista británico y los socialdemócratas alemanes ya ni siquiera son antibelicistas, sino que apoyan las guerras contra Rusia y los palestinos, y han puesto su fe en la reaganomics neoliberal de Thatcher y Blair, así como en una ruptura económica con Rusia y China.
Los partidos socialdemócratas que estaban a la izquierda hace un siglo están hoy imponen austeridad fiscal y recortes al gasto social. Las normas de la Eurozona que limitan los déficits presupuestarios nacionales al 3% significan en la práctica que su menguante crecimiento económico se va a gastar en rearme militar: el 2% o 3% del PBI, principalmente para armamento estadounidense. Esto implica una caída de los tipos de cambio para los países de la Eurozona.
No es realmente conservador ni centrista. Es austeridad de la derecha dura, con reducción del empleo y del gasto público que los partidos de izquierda solían apoyar en otra época. La idea de que el centrismo significa estabilidad y conservación del statu quo resulta así contradictoria. El statu quo político actual está bajando los salarios y el nivel de vida, y polarizando las economías. Está convirtiendo a la OTAN en una agresiva alianza antirrusa y antichina que obliga a los presupuestos nacionales a entrar en déficit, lo que lleva a recortar aún más los programas de bienestar social.
Los llamados partidos de ultraderecha son ahora los partidos populistas contra la guerra
Lo que se denomina «extrema derecha» apoya (al menos en la retórica de campaña electoral) políticas que antes se llamaban de «izquierda», oponiéndose a la guerra y mejorando las condiciones económicas de los trabajadores nativos y agricultores, pero no las de los inmigrantes. Y como ocurría con la vieja izquierda, los principales partidarios de la derecha son los votantes más jóvenes. Al fin y al cabo, ellos son los más afectados por la caída de los salarios reales en toda Europa. Ven que su camino hacia la movilidad ascendente ya no es lo que fue para sus padres (o abuelos) en la década del 50, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando había mucho menos deuda hipotecaria del sector privado, deuda de tarjetas de crédito u otras (especialmente la deuda estudiantil).
En aquella época, todo el mundo podía permitirse comprar una casa suscribiendo una hipoteca que sólo absorbía el 25% de sus ingresos salariales y se amortizaba en 30 años. Pero las familias, las empresas y los gobiernos de hoy se ven obligados a pedir prestadas sumas cada vez mayores, sólo para mantener su statu quo.
La antigua división entre partidos de derecha e izquierda ha perdido sentido. El reciente aumento de los partidos calificados de «extrema derecha» refleja la oposición popular generalizada al apoyo de Estados Unidos y la OTAN a Ucrania contra Rusia, y especialmente a las consecuencias de ese apoyo para las economías europeas. Tradicionalmente, las políticas contra la guerra han sido de izquierdas, pero los partidos de «centroizquierda» europeos están siguiendo el «liderazgo por detrás» (y a menudo por debajo de la mesa) de EE.UU. a favor de la guerra. Esto se presenta como una postura internacionalista, pero se ha convertido en unipolar y centrada en Estados Unidos. Los países europeos no tienen voz independiente.
Lo que resulta ser una ruptura radical con las normas del pasado es que Europa sigue la transformación de la OTAN –de alianza defensiva a alianza ofensiva– en consonancia con los intentos de EE.UU. de mantener su dominio unipolar de los asuntos mundiales. Sumarse a las sanciones de Estados Unidos contra Rusia y China, y vaciar sus propios arsenales para enviar armas a Ucrania e intentar sangrar la economía rusa, no ha perjudicado a Rusia, sino que la ha fortalecido. Las sanciones han actuado como un muro protector para su propia agricultura e industria, dando lugar a inversiones que sustituyen importaciones. Pero las sanciones han perjudicado a Europa, especialmente a Alemania.
El fracaso global de la actual versión occidental del internacionalismo
Los países BRICS+ están expresando las mismas demandas políticas de ruptura con el statu quo que las poblaciones nacionales de Occidente. Rusia, China y otros países líderes del BRICS+ están trabajando para deshacer el legado de polarización económica plagada de deudas que se ha extendido por Occidente, el Sur Global y Eurasia como resultado de la diplomacia de Estados Unidos/OTAN y el FMI.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el internacionalismo prometió un mundo en paz. Las dos guerras mundiales se achacaron a rivalidades nacionalistas. Se suponía que estas terminarían, pero en lugar de que el internacionalismo acabara con las rivalidades nacionales, la versión occidental que prevaleció con el final de la Guerra Fría ha visto cómo unos Estados Unidos cada vez más nacionalistas implicaban a Europa y otros países satélites contra Rusia y el resto de Asia. Lo que se presenta hoy como un “orden internacional basado en reglas” es uno donde los diplomáticos norteamericanos fijan y cambian las reglas para reflejar los intereses de EE.UU., al tiempo que ignoran el derecho internacional y exigen que los aliados de la OTAN sigan el liderazgo de Estados Unidos como en la Guerra Fría.
Esto no es internacionalismo pacífico. Se trata de una alianza militar unipolar de Estados Unidos que conduce a la agresión militar y a las sanciones económicas para aislar a Rusia y China. O, más concretamente, para aislar a los aliados europeos y de otros continentes de su antiguo circuito de intercambios e inversiones con Rusia y China, haciendo a esos aliados más dependientes de EE.UU.
Lo que pudo parecer a los europeos occidentales un orden internacional pacífico e incluso próspero en la década del 50 bajo el liderazgo de Estados Unidos, se ha convertido en un orden estadounidense cada vez más autocomplaciente que está empobreciendo a Europa. Donald Trump ha anunciado que fomentará una política arancelaria proteccionista no solo contra Rusia y China, sino también contra Europa. Ha prometido que retirará la financiación a la OTAN y obligará a los miembros europeos de la alianza a correr con todos los gastos de la reposición de su agotado armamento, principalmente mediante la compra de armas estadounidenses, a pesar de que estas han resultado no funcionar muy bien en Ucrania.
Europa se va a quedar aislada por sí misma. Si los partidos políticos no centristas no intervienen para invertir esta tendencia, las economías europeas (y también la estadounidense) se verán arrastradas por la actual polarización económica y militar, tanto a nivel doméstico como internacional. Así, pues, lo que resulta radicalmente perturbador es la dirección en la cual se mueve el statu quo actual bajo los partidos centristas.
Apoyar la campaña estadounidense para desintegrar a Rusia, y luego hacer lo mismo con China, implica unirse a la campaña neoconservadora de Estados Unidos para tratarlos como enemigos. Eso significa imponer sanciones comerciales y financieras que están empobreciendo a Alemania y otros países europeos, al destruir sus vínculos económicos con Rusia, China y otros rivales designados –y, por tanto, enemigos– de EE.UU.
Desde 2022, el apoyo de Europa a la lucha de Estados Unidos contra Rusia (y ahora también contra China) ha acabado con lo que había sido la base de la prosperidad europea. El antiguo liderazgo industrial de Alemania en Europa –y su apoyo al tipo de cambio del euro– se está acabando. ¿Esto es realmente «centrista»? ¿Es una política de izquierdas o de derechas? Lo llamemos como lo llamemos, esta fractura global radical es la responsable de la desindustrialización de Alemania, al aislarla del comercio con Rusia y de las inversiones en este país.
Se está ejerciendo una presión similar para separar el comercio europeo de China. El resultado es un creciente déficit comercial y de pagos con China. Junto con la creciente dependencia europea de las importaciones de Estados Unidos para lo que solíamos comprar a menor costo en el este, el debilitamiento de la posición del euro (y la incautación por parte de Europa de las reservas de divisas rusas) ha llevado a otros países e inversores extranjeros a deshacerse de sus reservas en euros y libras esterlinas, debilitando aún más dichas monedas. Esto amenaza con aumentar el costo de la vida y de los negocios en Europa. Los partidos «centristas» no están produciendo estabilidad, sino contracción económica, a medida que Europa se convierte en un satélite de la política estadounidense y de su antagonismo con las economías BRICS+.
El presidente ruso, Putin, dijo recientemente que la ruptura de las relaciones normales con Europa parece irreversible durante los próximos treinta años, aproximadamente. ¿Permanecerá toda una generación de europeos aislada de las economías de más rápido crecimiento del mundo, las de Eurasia? Esta fractura global del orden mundial unipolar de Estados Unidos permite a los partidos antieuro presentarse no como extremistas radicales, sino como defensores de la recuperación de la prosperidad perdida y de la autosuficiencia diplomática de Europa. Esa se ha convertido en la única alternativa a los partidos pro-EE.UU., ahora que ya no existe una verdadera izquierda.
Michael Hudson