Ilustración: Tierra y Agua, de Bibiána Baranová (pintura acrílica, detalle). Fuente: Original Gallery.
Nota preliminar.— Siempre seguimos con atención los artículos de largo aliento de la New Left Review, probablemente la mejor revista marxista del mundo. Otro tanto hacemos con las prosas más breves de Sidecar, su blog, el cual, a diferencia de la publicación matriz, no cuenta con edición bilingüe inglés-castellano. Recientemente, el 4 de abril, Sidecar dio a conocer un excelente ensayo de Miri Davidson intitulado “Sea and Earth”, bien escrito y mejor argumentado, donde la autora británica desmenuza críticamente ciertas «afinidades electivas» –no solo en potencia, en teoría, sino, cada vez más, en acto, es decir, en política– entre las ultraderechas nacionalistas y populistas de la vieja Europa (incluyendo la Rusia de Putin) y la nueva progresía decolonial del Sur Global en general, y de América Latina en particular. Compartimos con el público lector que nos sigue nuestra traducción de dicho escrito.
Miri Davidson es profesora en la Universidad de Warwick, Inglaterra. Así se presenta ella en el sitio web de esta casa de estudios: “Me dedico a la historia del pensamiento político, centrándome en el marxismo y el posmarxismo, el pensamiento francés del siglo XX y la teoría decolonial y anticolonial. Me interesa especialmente examinar la intersección y las contradicciones entre el marxismo y el pensamiento anticolonial. Guiada por este tema, mi investigación tiene dos vertientes principales: 1) cómo las ideas sobre las ‘sociedades primitivas’ influyeron en el pensamiento político radical en la Francia de posguerra y 2) la relación entre la antropología y la extrema derecha. Me incorporé a PAIS [Politics and International Studies, en la Universidad de Warwick] hacia 2022, tras haber enseñado en la Queen Mary University de Londres, donde hice mi doctorado. Actualmente estoy trabajando en un libro titulado provisionalmente Primitivism Against Marxism: French Anthropology and Radical Political Thought, 1945-1975, basado en mi tesis doctoral. (…) Soy directora del curso ‘Teoría política después de Hobbes’, y también enseño ‘Cuestiones de Teoría Política’”. Una lista de sus publicaciones académicas (monografías, reseñas y capítulos de obras colectivas) está disponible aquí.
La ultraderecha quiere descolonizar. En Francia, los intelectuales de extrema derecha suelen presentar a Europa como víctima nativa de una «colonización inmigrante» orquestada por las élites globalistas. Renaud Camus, teórico del Gran Reemplazo, ha elogiado el canon anticolonial (“todos los textos importantes en la lucha contra la descolonización se aplican admirablemente a Francia, especialmente los de Frantz Fanon”) y ha afirmado que la Europa nativa necesita su propio FLN. Un estilo de razonamiento similar es evidente entre los supremacistas hindúes, que emplean las ideas de los teóricos decoloniales latinoamericanos para presentar el etnonacionalismo como una forma de crítica indígena radical; el abogado y escritor Sai Deepak lo hizo con tanto éxito, que logró persuadir al teórico decolonial Walter Mignolo para que escribiera una adhesión. Mientras tanto, en Rusia, Putin proclama el papel principal de Rusia en un “movimiento anticolonial contra la hegemonía unipolar”, y su ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, promete solidarizarse “con las demandas africanas para completar el proceso de descolonización”.
El fenómeno va más allá de los tipos de inversión habituales en el discurso reaccionario. Los dos intelectuales más destacados de la Nueva Derecha europea defienden una perspectiva decolonial: Alain de Benoist y Aleksandr Dugin. En el caso de De Benoist, esto supuso un importante cambio con respecto a sus anteriores lealtades colonialistas. Al tomar conciencia política durante la guerra de Argelia, encontró su vocación entre las organizaciones juveniles nacionalistas blancas que pretendían evitar el colapso del imperio francés. Elogió a la OAS por su valentía y dedicó sus dos primeros libros a la implantación del nacionalismo blanco en Sudáfrica y Rodesia, describiendo Sudáfrica bajo el Apartheid como “el último bastión de Occidente del que venimos”. Sin embargo, en la década del 80, De Benoist había cambiado de rumbo. Tras adoptar un imaginario pagano y abandonar las referencias explícitas al nacionalismo blanco, empezó a orientar su pensamiento en torno a la defensa de la diversidad cultural.
Contra la embestida del multiculturalismo liberal y el consumismo de masas, De Benoist sostenía ahora que la Nouvelle Droite debía luchar por defender el “derecho a la diferencia”. De ahí a reclamar un tardío parentesco con la difícil situación de las naciones del Tercer Mundo había un paso. “Emprendida bajo la égida de misioneros, ejércitos y comerciantes, la occidentalización del planeta ha representado un movimiento imperialista alimentado por el deseo de borrar toda alteridad”, escribió con Charles Champetier en su Manifiesto por un renacimiento europeo (2012). Los autores insistían en que la Nouvelle Droite “defiende por igual etnias, lenguas y culturas regionales amenazadas de extinción” y “apoya a los pueblos que luchan contra el imperialismo occidental”. Hoy en día, la preservación de la diferencia antropológica y el sentimiento de fragilidad indígena son tropos comunes en la ultraderecha europea. “Nos negamos a convertirnos en los indios de Europa”, proclama el manifiesto del grupo juvenil neofascista Génération Identitaire.
Dugin, estrecho colaborador de De Benoist, ha integrado este espíritu decolonial en su visión del mundo de forma aún más profunda. Su sistema de pensamiento –que él denomina neoeurasianismo o Cuarta Teoría Política– se sustenta en una crítica del eurocentrismo derivada de antropólogos como Lévi-Strauss. Rusia, afirma, comparte muchas cosas con el mundo poscolonial: también es víctima del impulso asimilador inherente al liberalismo occidental, que fuerza a un mundo de diversidad ontológica a convertirse en una masa plana, homogénea y desparticularizada (podemos pensar en la “materia humana indiferenciada” de Renaud Camus o en lo que Marine Le Pen llamó “la papilla insípida” del globalismo). En contra de esta agenda universalizadora, afirma Dugin, vivimos en un “pluriverso” de civilizaciones distintas, cada una moviéndose según su propio ritmo. “No existe un proceso histórico unificado. Cada pueblo tiene su propio modelo histórico que se mueve a un ritmo diferente y a veces en direcciones diferentes”. Los paralelismos con la escuela decolonial de Mignolo y Aníbal Quijano son difíciles de pasar por alto. Cada civilización florece a partir de un marco epistemológico único, pero esa eflorescencia se ha visto truncada por la “episteme unitaria de la Modernidad” (son palabras de Dugin, pero podrían ser de Mignolo).
Modernización, occidentalización y colonización son “una serie sinónima”: cada una implica la imposición de un modelo de desarrollo exógeno a civilizaciones plurales. No se tiene en cuenta que las identidades etnonacionales que defiende Dugin son artefactos de la producción colonial de la diferencia: los regímenes raciales a través de los cuales distingue, categoriza y organiza la explotación y la extracción. Tampoco se tiene en cuenta el carácter esencialmente moderno de muchos movimientos anticoloniales, que no pretendían volver a una cultura tradicional sino rehacer el sistema mundial. Como dijo Fanon, la descolonización no podía renunciar “al presente y al futuro en favor de un pasado místico” ni basarse en “letanías estériles y mimetismos nauseabundos” de una Europa degradada que, en la época en que él escribía, “se balanceaba entre la desintegración atómica y la espiritual”.
Dugin y De Benoist no se inmutan ante tales contradicciones. “La Cuarta Teoría Política se ha convertido en un eslogan para la descolonización de la conciencia política», afirma Dugin, cuya primera expresión práctica es la invasión rusa de Ucrania. Esto se entiende como una lucha largamente esperada por la reunificación de Eurasia, una antigua civilización paneslava desmembrada por los designios occidentales, pero también la primera etapa de lo que él llama el Gran Despertar, una batalla milenaria para derrocar el orden mundial liberal y dar paso a un mundo multipolar. Dugin prevé una coalición de movimientos de todo el mundo participando en esta batalla: “Los manifestantes estadounidenses serán un ala y los populistas europeos serán la otra. Rusia en general será la tercera. Será una entidad angelical con muchas alas: un ala china, un ala islámica, un ala pakistaní, un ala chiita, un ala africana y un ala latinoamericana”. Pero, ¿no es la guerra en Ucrania una guerra imperial, o una guerra de “imperialismos en competencia”, como dijo Liz Fekete? Dugin estaría de acuerdo. La invasión de Ucrania por Rusia es un paso clave en su «renacimiento imperial».
¿Cómo es posible hablar de renacimiento imperial y descolonización al mismo tiempo? Aquí, Dugin y De Benoist extraen sus principales recursos de Carl Schmitt. En sus escritos sobre geopolítica, Schmitt identifica en el “poder naval” de los imperios marítimos angloamericanos un tipo particular de dominación imperial: dispersa, desterritorial, flotante, financiera, líquida. El poder naval engendra un imperio disperso carente de coherencia territorial y genera un marco jurídico-espacial que lee la superficie de la Tierra como una mera serie de rutas comerciales. Este imperialismo también genera su propia epistemología: “El modo de pensar jurídico propio de un imperio mundial geográficamente incoherente y desperdigado por la Tierra tiende, por su propia naturaleza, a la argumentación universalista”, escribe Schmitt. Bajo el disfraz de universales abstractos como los derechos humanos, este imperio “interfiere en todo”. Es “una ideología pan-intervencionista”, escribe, “todo bajo la cobertura del humanitarismo”.
Contra el imperio desterritorial, Schmitt opone lo que considera un imperialismo territorial legítimo. Esto se basa en sus conceptos de Grossraum y Reich: un Grossraum puede entenderse como un bloque civilizatorio, mientras que el Reich es su centro espiritual, logístico y moral. Como escribe Schmitt, “todo Reich tiene un Grossraum en el que irradia su idea política, y que no debe soportar intervenciones extranjeras”. Si el imperium corresponde a una “concepción científica del espacio vacío, neutro, matemático-natural”, el Grossraum implica una concepción “concreta” inseparable del pueblo particular que lo ocupa. Esta noción territorial del espacio, escribe Schmitt, “es incomprensible para el espíritu del judío”. Como proclama De Benoist, “La distinción fundamental entre la tierra y el mar, las potencias terrestres y navales, que definen la distinción entre política y comercio, sólido y líquido, superficie y red, frontera y río, volverá a cobrar importancia. Europa debe dejar de depender del poder naval estadounidense y ser solidaria con la lógica continental de la tierra”. La tierra está siendo colonizada por el agua, los heartlands por las ciudades portuarias, la autoridad soberana por los flujos de capital transnacional.
Con esta oposición entre el imperium y el Grossraum, el pensamiento de Schmitt proporciona un realineamiento impresionante: la construcción del imperio territorial se hace compatible con un cierto sentimiento anticolonial. En los escritos recientes de Dugin y De Benoist, la “colonización” es un asunto deterritorial despreciado, mientras que el “imperialismo” se reserva para una forma de expansión territorial más noble. De este modo, el colonialismo pasa a significar menos un fenómeno de dominación política o militar que “un estado de esclavitud intelectual”, en palabras de Dugin; menos una cuestión de anexión territorial, que una forma de sometimiento a “formas coloniales de pensamiento”. Lo que se viola es la “soberanía” de las mentes, las palabras y las categorías. El colonialismo domina el mundo despojándolo de identidades: no más mujeres, sólo Género X (por utilizar la terminología de Giorgia Meloni). Es «etnocida» en su esencia: el borrado cultural y la sustitución demográfica son sus principales herramientas. “Las colonizaciones militares, administrativas, políticas e imperialistas son ciertamente dolorosas para los colonizados”, nos dice Renaud Camus, “pero no son nada comparadas con las colonizaciones demográficas, que tocan el ser mismo de los territorios conquistados, transformando sus almas y sus cuerpos”.
Con el significado de colonización transformado para referirse a los cambiantes patrones de migración (forjados nada menos que por la estructura colonial de la economía global), las cambiantes normas de género y una cultura liberal homogeneizadora, la extrema derecha puede presentarse como campeona de la soberanía popular y la autodeterminación de los pueblos. También pueden escenificar una lucha imaginaria contra los estragos del capital transnacional. Descolonizar, para estos pensadores, es escindir un tipo de capitalismo de otro, un procedimiento bien establecido dentro del pensamiento de ultraderecha. Un capitalismo financiero globalista, desarraigado y parasitario (imaginado ahora como colonial) se separa de un capitalismo racial, nacional e industrial (imaginado como autodeterminado, o incluso decolonial). Huelga decir que tal separación es ilusoria: los sistemas globales de acumulación de capital, con sus procesos entrelazados de especulación inmaterial y extracción terrenal, no pueden disociarse de esta manera. Pero separar lo inseparable no parece plantear un problema para el pensamiento reaccionario. De hecho, puede ser crucial para él. Una vez que se ha construido una antinomia imaginaria, uno puede renegar de su lado odiado, y de esta manera parece ganar dominio sobre su propio interior desgarrado.
Miri Davidson
Nota final.— Quienes deseen profundizar en nuestra mirada crítica sobre el pensamiento decolonial, pueden leer, entre otros artículos, “La impostura decolonial”, de nuestro compañero mexicano Carlos Herrera de la Fuente, ensayo que publicamos en el primer número de la revista Corsario Rojo (primavera austral 2022).