Fotografía: refugiados karabajíes, por Raimond Spekking. Fuente: Peace News.
Nota.— La candente actualidad de la guerra de Ucrania y del conflicto israelí-palestino, cuya importancia regional y mundial está fuera de toda discusión, no nos debe hace olvidar la crítica situación al sur del Cáucaso (la Transcaucasia, desde la óptica rusa), que es otro de los grandes polvorines del orbe, allí donde se superponen las siempre inestables –y a menudo belicosas– regiones del Mar Negro y el Cercano Oriente. La volatilidad del Cáucaso no resulta nada ajena, por cierto, a su complejidad étnica (es un mosaico antiquísimo de pueblos, lenguas y religiones excepcionalmente diverso e intrincado, en un área bastante pequeña de Eurasia). Pero se debe, asimismo, a su relevancia geoestratégica: abundantes reservas de hidrocarburos y coexistencia de tres potencias regionales (Rusia, Turquía e Irán). Circunstancia reforzada por la crisis energética internacional (escasez de combustibles fósiles y sanciones económicas del Occidente Global contra la Federación Rusa) y la vecina guerra de Ucrania, dinámicas que han propiciado una creciente injerencia del hegemón estadounidense y sus socios menores de la Unión Europea, ávidos como nunca de petróleo y gas.
En Nagorno Karabaj, igual que en Ucrania y Medio Oriente, también se ha producido últimamente un grave desastre humanitario. Y también ha sido por culpa del exacerbamiento del chovinismo y el odio étnico-religioso, la agudización de las rivalidades imperialistas o hegemónicas entre potencias capitalistas de disímil envergadura, y las políticas segregacionistas y/o supremacistas contra las minorías nacionales (que van desde el apartheid o la intolerancia confesional hasta el genocidio, pasando por la ocupación militar y la deportación masiva, según cada lugar y cada momento).
Entre el 19 y 20 septiembre, tras nueve meses de escaramuzas crecientes y un cerco militar con severas consecuencias alimentarias y sanitarias, Azerbaiyán invadió la república separatista armenia de Artsaj, o mejor dicho, lo poco que quedaba de ella –un 25%– luego de las grandes pérdidas territoriales de 2020 provocadas por la Segunda Guerra de Nagorno Karabaj. La ofensiva relámpago anexionista azerí dejó un saldo de unos 200 karabajíes muertos (milicianos mayormente, con una decena de civiles), y otros 400 heridos (al menos cuarenta civiles), y provocó un éxodo masivo a Armenia por el corredor montañoso de Lachín (más de 100 mil refugiados, casi el 84% de la población artsají). Los gobiernos de Artsaj y Armenia negociaron con Azerbaiyán un alto el fuego a cambio de la pronta autodisolución formal de la república separatista (fijada para el 1° de enero de 2024), pero el armisticio ha sido violado una y otra vez por las revanchistas fuerzas de ocupación azeríes, en lo que parece ser un hostigamiento deliberado contra la población civil local para acelerar y completar el proceso de «limpieza étnica» iniciado en septiembre.
La virtualmente extinta república secesionista de Artsaj, con capital en Stepanakert, se halla enclavada en el suroeste de Azerbaiyán, en la región de Nagorno Karabaj (o Alto Karabaj), históricamente habitada por el pueblo armenio, de religión cristiana ortodoxa, aunque conviviendo con una minoría importante de musulmanes azeríes, que hacia el final del período soviético rondaba en 22 por ciento. Desde los cercenamientos territoriales manu militari de 2020, el microestado rebelde karabají de Artsaj quedó aislado de Armenia (e Irán), es decir, totalmente rodeado por Azerbaiyán, un país de mayoría islámica chiita y raigambre étnica turcomongola, cuya capital es Bakú. Más allá de sus diferencias culturales, Armenia y Azerbaiyán están imbricados no solo por un mismo entorno geográfico (la montañosa Transcaucasia), sino también por un pasado común: casi dos siglos de pertenencia a la Rusia zarista y la Unión Soviética, una historia que no excluyó pogromos y guerras, como los de 1918-1920, en el convulsionado contexto de la Revolución Rusa.
El conflicto armenio-azerí, largamente congelado desde que la URSS se alzara triunfante entre los escombros de la guerra civil rusa, se recalentó hacia mediados de los ochenta, con la crisis terminal del socialismo real. Se produjeron atentados y matanzas, como la masacre de Sumgait (más de 200 armenios muertos). Entre 1988 y 1994, Armenia y Azerbaiyán –que se independizaron en el ínterin, hacia fines de 1991, con el derrumbe de la URSS– estuvieron en guerra por el control del Alto Karabaj, donde el movimiento irredentista armenio se había radicalizado, optando por la secesión y la lucha armada. Ereván le ganó a Bakú. El Alto Karabaj –con zonas aledañas– quedó bajo la órbita informal de Armenia (en 1991, la minoría armenia karabají había proclamado la República de Artsaj, aunque Ereván nunca dio el paso de anexionar oficialmente ese territorio, por lo que siguió siendo nominalmente independiente). Centenares de miles de musulmanes de Nagorno Karabaj y alrededores –azeríes sobre todo, pero también kurdos– fueron expulsados por los armenios entre 1988 y 1992, los cuales se refugiaron mayormente en Azerbaiyán. Se trató de una «limpieza étnica» en toda regla. Lo mismo cabe decir de las deportaciones en masa de armenios perpetradas por el gobierno azerbaiyano.
Sorpresivamente, en otoño de 2020, en plena pandemia de covid-19, estalló una segunda guerra del Alto Karabaj. Esta vez, donde no hubo intervención militar directa de Armenia, fueron los azeríes quienes vencieron, recuperando así la gran mayoría del territorio en litigio (las provincias de Kalbajar y Agdam; y también la de Lachín, a excepción del corredor homónimo). La solitaria república separatista de Arsaj perdió cerca de 3.000 milicianos y tres cuartas partes de su superficie, quedando aislada de su «madre patria», amén de muy maltrecha en su economía y sanidad. No sobrevino entonces una paz sólida, duradera, sino un alto el fuego –con mediación del Kremlin– fragilizado por recurrentes crisis diplomáticas y escaramuzas militares. Y así se llegó a la actual situación de emergencia: asedio, invasión, hostigamiento, éxodo. O sea, la «limpieza étnica» de 2023, bajo la pragmática tolerancia de todas las potencias y países de la región, y también de los Estados Unidos y la OTAN, más preocupados por el gran tablero de la geopolítica y la puja energética, que por los derechos humanos y la autodeterminación del pueblo artsají.
Como no podía ser de otra forma, la crisis humanitaria en Nagorno Karabaj ha vuelto a proyectar la sombra del genocidio armenio. Es que, a pesar del siglo transcurrido, a pesar de todas las diferencias de sustancia y contexto entre ambos procesos, víctimas y victimarios se parecen: minoría cristiana de armenios, mayoría musulmana de turcos o azeríes (dos naciones hermanadas por lengua y cultura).
Cuatro son los artículos que hemos incluido en este extenso dossier, probablemente el material más completo que hay en castellano sobre la temática. Todos ellos son traducciones nuestras del inglés, idioma en que fueron originalmente escritos y publicados. El primer texto, “Azerbaijan’s Ethnic Cleansing of Nagorno-Karabakh Is Fueled by Regional Power Struggles”, de Richard Antaramián y Rafael Jachaturián, salió en Jacobin (EE.UU.) el 28 de septiembre, con este copete: “El colapso de la Unión Soviética creó oportunidades para las élites nacionalistas. La actual campaña de limpieza étnica de Azerbaiyán en Nagorno Karabaj se ha visto favorecida tanto por esta inestabilidad como por la pugna regional por la influencia de Rusia, Turquía y otros países”. El artículo siguiente, “Responsibility to Protect the Armenian population of Nagorno Karabakh”, de Alfred de Zayas, vio la luz en CounterPunch el 29/9, e incluye esta somera noticia biográfica acerca del autor: “Alfred de Zayas es profesor de Derecho en la Escuela Diplomática de Ginebra y fue experto independiente de la ONU en orden internacional entre 2012 y 18. Es autor de doce libros, entre ellos Building a Just World Order (2021), Countering Mainstream Narratives (2022) y The Human Rights Industry (2023)”. El tercer texto, titulado “Russia scrambles as EU surges in Caucasus”, pertenece al exdiplomático y analista internacional indostano M. K. Bhadrakumar, quien lo publicó en su blog, Indian Punchline, el 23 de septiembre. El dossier se cierra con “Nagorno-Karabakh: victim of inter-imperialist rivalry”, un escrito de Fred Weston para el sitio web In Defence of Marxism, con fecha 3 de octubre.
No todas las afirmaciones fácticas y valoraciones ideológicas de los autores son concordantes con nuestro análisis y nuestra opinión, aunque las discrepancias son más bien puntuales o menores. Las aclaraciones entre corchetes son nuestras.
LA LIMPIEZA ÉTNICA EN NAGORNO KARABAJ POR AZERBAIYÁN
ESTÁ ALIMENTADA POR LAS LUCHAS DE PODER REGIONALES
Tras al menos un mes de preparación militar muy pública –incluidas numerosas transferencias de armas desde Israel–, Azerbaiyán lanzó el 19 de septiembre una ofensiva masiva contra Nagorno Karabaj, un enclave de etnia armenia [minoritaria] situado dentro de sus fronteras internacionalmente reconocidas. Tanto el asalto, como el brutal cerco de nueve meses del territorio que lo precedió, constituyeron graves violaciones del alto el fuego acordado por Armenia y Azerbaiyán en noviembre de 2020 con mediación rusa, que puso fin a 44 días de hostilidades. Dichas hostilidades, o Segunda Guerra del Karabaj, revirtieron la mayor parte [75%] de los logros [territoriales] obtenidos por Armenia durante la Primera Guerra del Karabaj, que tuvo lugar en 1988-94 y culminó con la independencia de facto de Nagorno Karabaj [república separatista armenia de Artsaj].
Hoy [fines de septiembre], la población armenia, que ha tenido una presencia continua en la región durante más de dos milenios, se encuentra en plena huida hacia Armenia propiamente dicha, buscando refugio tanto de la crisis humanitaria urdida por Azerbaiyán en los últimos meses, como del casi seguro castigo colectivo que les esperaba a manos de las fuerzas azeríes. Esta última ronda de enfrentamientos siguió un guion conocido: Azerbaiyán hizo blanco en infraestructuras civiles, atacó a soldados con el accionar de drones y dejó pruebas de atrocidades contra civiles y militares por igual, publicadas alegremente en plataformas de redes sociales que, al igual que hicieron en 2016 y 2020, han permitido que estas imágenes y videos circulen libremente. El resultado de este bombardeo ha sido la disolución de las estructuras políticas de Nagorno Karabaj y el desarme de su ejército de defensa, poniendo fin de hecho a la autoridad política armenia en Karabaj (o Artsaj, como la llaman los armenios), que ha existido de una forma u otra desde la Antigüedad.
Sin embargo, el conflicto es un fenómeno totalmente moderno, resultado de los procesos desencadenados por los proyectos de construcción nacional iniciados durante el periodo soviético. Estos procesos siguen estando en la base del conflicto y renuevan los ciclos de violencia a cada paso. No obstante, a pesar de estar inmersos en procesos y entornos institucionales similares, Armenia y Azerbaiyán han seguido caminos divergentes en las últimas décadas. Las causas subyacentes de esa divergencia, concomitantes de las transformaciones geopolíticas regionales, no sólo han aumentado el riesgo de violencia, sino que han puesto en tela de juicio la propia eficacia del orden internacional liberal y la racionalidad que lo sustenta.
De la modernización a la guerra civil
Lo que millones de personas experimentaron tras el colapso de la Unión Soviética confirma trágicamente la famosa ocurrencia del sociólogo estadounidense Charles Tilly de que “la guerra creó el estado y el estado creó la guerra”. Esto fue especialmente cierto en el Cáucaso, donde la guerra civil sirvió de partera de la estatalidad. El conflicto étnico en la región surgió de un entorno donde la política de nacionalidades soviética –que promovía la formación de identidades nacionales para acelerar la marcha de los pueblos «tradicionales» a través de las etapas de desarrollo hacia el comunismo– convergió con las peculiaridades del poder soviético tal y como estaba constituido en la antigua periferia zarista.
La sovietización de Armenia y Azerbaiyán, que comenzó en 1920, planteó a los bolcheviques difíciles decisiones políticas sobre la autonomía nacional y las fronteras en una de las regiones del mundo con mayor diversidad étnica, religiosa y lingüística. A pesar de que Nagorno Karabaj es aproximadamente un 95% armenio, la decisión de los bolcheviques de anexionar la región a Azerbaiyán en lugar de a Armenia puede explicarse por una serie de consideraciones ideológicas y prácticas. Al vincular administrativamente la región, eminentemente agrícola y semifeudal, a la capital azerbaiyana de Bakú, la potencia económica industrial de la Transcaucasia (en sí misma aproximadamente un 20 por ciento armenia, incluidas las altas esferas de la industria y las finanzas), los bolcheviques esperaban espolear el proceso de desarrollo y modernización que proletarizaría la región. A su vez, se esperaba que la cohabitación en una república “nacional en su forma, socialista en su contenido” erosionara gradualmente los apegos nacionalistas, exacerbados por la violencia interétnica de 1905-1917 y 1918-1920. Esta fragmentación étnica, esperaban los bolcheviques, rompería los tradicionales lazos familiares y clánicos, dejando estos territorios más gobernables bajo la bandera del internacionalismo proletario.
Aunque esta política de nacionalidades fue desplazada en gran medida por la consolidación estalinista, la modernización soviética dejó un sello indeleble en la región. Pero mientras que en Occidente el conflicto de Nagorno Karabaj se filtró a través de los tropos de la animadversión cristiano-musulmana [el pueblo armenio es cristiano ortodoxo y habla una lengua indoeuropea, mientras que el pueblo azerí o azerbaiyano, perteneciente al tronco etnolingüístico túrquico, es musulmán chiita] y el resurgimiento de odios étnicos primordiales, presoviéticos, esta violencia interétnica fue en realidad un proceso de reconstrucción nacional sobre la base de las identidades e instituciones forjadas durante el periodo soviético.
Como ha explicado Georgi Derluguián, sociólogo de la sociedad postsoviética, en la década del 80 Armenia, Azerbaiyán y Georgia se distinguían por sus públicos movilizados, constituidos por intelectualidades altamente nacionalistas y un «subproletariado» compuesto por trabajadores de la agricultura estacional y la economía informal. En medio de unas instituciones políticas comparativamente débiles, este entorno permitió a las élites empresariales movilizar tropos nacionalistas durante la relativa apertura de la Perestroika iniciada por el primer ministro soviético Mijaíl Gorbachov en un esfuerzo infructuoso por reformar el sistema comunista. La retórica nacionalista era un lenguaje compartido conveniente para conformar y articular agravios socioeconómicos y políticos.
A medida que el subproletariado y la intelligentsia se volvían contra las autoridades soviéticas, tomando las calles para reparar errores históricos –en este caso, la independencia y autodeterminación de Nagorno Karabaj–, la nomenklatura (la élite burocrática soviética) se enfrentaba a una decisión: aliarse con los nacionalistas o dejarse barrer del escenario político. A medida que la economía se atrofiaba a finales de la década del 80, las frágiles estructuras estatales basadas en el clientelismo se desmoronaban y se desataba una carrera por llenar los vacíos políticos y reunir recursos.
En Karabaj, al igual que en Azerbaiyán y Armenia, estalló un conflicto civil que pronto dio paso a la guerra civil. Los pogromos antiarmenios de Sumgait (1988) y Bakú (1990) provocaron la emigración masiva de los armenios de Azerbaiyán; de los casi 250 mil armenios que vivían en Bakú antes de 1988, pocos se quedaron. Casi el mismo número de azerbaiyanos abandonaron Armenia durante ese periodo. Esta mutua «limpieza étnica» cerró los espacios de interacción interétnica que existían en la cosmopolita Bakú y, en menor medida, en la República Socialista Soviética [RSS] de Armenia, un hecho que desgraciadamente resonaría en generaciones posteriores.
En un intento desesperado por mantener su control del poder, Moscú vaciló entre apoyar o no la represión azerbaiyana de la demanda [separatista] de los armenios karabajíes de unificación con la RSS de Armenia. En Armenia, la alianza entre el proletariado y la intelectualidad demostró ser más resistente que en las regiones vecinas. Ereván trasladaría más tarde esta ventaja institucional al campo de batalla. Poco después de la independencia, declarada tanto por Armenia como por Azerbaiyán en otoño de 1991, y de la retirada oficial de la autoridad soviética, Armenia lanzó una contraofensiva [irredentista] de gran éxito que, en 1994, había asegurado no sólo la mayor parte de la Región Autónoma de Nagorno Karabaj, sino también siete distritos azerbaiyanos adyacentes. Tras un alto el fuego negociado ese año, el conflicto permanecería prácticamente congelado durante otros veintidós años.
El surgimiento de la «democracia por imitación»
El curso de la guerra tuvo terribles consecuencias para las dos sociedades. Ambos países experimentaron un rápido declive económico y un derrumbe de sus condiciones sociales, agravado por la afluencia de refugiados. El dolor, el sufrimiento, las meditaciones sobre el victimismo y las consiguientes llamadas a la venganza reforzaron la tendencia, tanto en Armenia como en Azerbaiyán, a expresar el descontento político y social en un lenguaje nacionalista. La nomenklatura, que se encontró a la defensiva durante los efervescentes días de mítines y marchas que marcaron la Perestroika, al haberse convertido efectivamente del comunismo al nacionalismo, utilizó el sentimiento nacionalista para cercenar la alianza entre la intelectualidad y el proletariado.
En toda la región, la antigua nomenklatura usó la coartada de la guerra para profundizar su control de la economía y revitalizar tanto las viejas como las nuevas redes clientelares. Las coaliciones formadas por la nomenklatura, los oligarcas, los «señores de la guerra» afines a la nomenklatura y otros hombres de acción acabaron tomando el poder en todos los países. En Azerbaiyán, Heydar Alíyev, antiguo oficial de la KGB y líder de la RSS azerí, ahora respaldado por Turquía, se impuso en 1994 al militar Surət Hüseynov, apoyado por Rusia. En Armenia, el primer ministro Robert Kocharián –un antiguo funcionario del Partido Comunista de Karabaj– derrocó al presidente Levón Ter-Petrosián en un golpe de palacio en 1998 que movilizó a gran parte de la naciente oligarquía, la mayoría de ella aún arraigada en las estructuras provinciales del PC, y a sus partidarios en el Ejército.
Como en gran parte de la antigua Unión Soviética, a excepción de los países bálticos, tanto Armenia como Azerbaiyán elaboraron sus propias versiones de lo que el politólogo ruso Dimitri Furman ha denominado “democracias por imitación”. Estas nuevas formaciones estatales se caracterizaron por enormes discrepancias entre un ideal constitucional y una realidad autoritaria. En Azerbaiyán, Heydar Alíyev y su hijo Ilham –que llegó al poder en 2003 tras la muerte de su padre, en lo que ha sido el primer acto de sucesión dinástica en el contexto postsoviético– han establecido un régimen autoritario duradero apuntalado por las rentas del petróleo y el gas. En 2009, un referéndum constitucional abolió la limitación de mandatos presidenciales, y el régimen reprime cada vez más las elecciones libres y justas, la libertad de prensa y los derechos civiles.
Mientras tanto, en Armenia, las sucesivas presidencias de Kocharián (1998-2008) y Serzh Sargsián (2008-2018), ambos de Karabaj, presentaron su propia versión de la política democrática por imitación. Armenia, que ya dependía de Rusia para su seguridad desde su independencia en 1991, se vio arrastrada más estrechamente a la órbita de Moscú, incluso cuando el Kremlin se encontró dramáticamente debilitado tras la caída de la URSS. El hecho de contar con una de las sociedades civiles más movilizadas y revoltosas de la región impidió que la Armenia posterior a la independencia tomara el camino autocrático.
Sin embargo, también en este aspecto hubo señales preocupantes. En octubre de 1999, un atentado terrorista contra el parlamento acabó con la vida de ocho personas, entre ellas el primer ministro y héroe de guerra Vazgen Sargsián y el presidente del parlamento y ex primer secretario del Partido Comunista de Armenia, Karen Demirchián. Ambos representaban amenazas creíbles para el gobierno de Kocharián. Las acusaciones de fraude electoral impregnaron las elecciones presidenciales de 1996, 2003 y, sobre todo, 2008; tras estas últimas, el gobierno de Kocharián mató al menos a diez manifestantes después de llamar a las fuerzas especiales del frente para dispersar un movimiento de protesta que había paralizado Ereván.
Los marcos políticos de Azerbaiyán y Armenia divergieron así, respectivamente, en un régimen autoritario duradero y lo que, según Furman, era un “régimen democrático por imitación relativamente débil y suave”. Sin embargo, su divergencia en términos de economía política fue mucho más marcada. Tras la guerra de 1994, las economías de ambos países eran prácticamente iguales; en la actualidad, la de Azerbaiyán es unas diez veces mayor que la de su vecino. Mientras que la riqueza en recursos naturales de Azerbaiyán ha atraído capitales occidentales, Armenia ha permanecido sometida económica y diplomáticamente a Rusia.
Tal vez más que en cualquier otra antigua república, las consideraciones de seguridad internacional –más urgentes aún por la cuestión de Karabaj– han determinado el cálculo de la política interior armenia. Las presidencias de Kocharián y Sargsián, ambas profundamente arraigadas en el estado de seguridad, vincularon la legitimidad política a una línea dura en Karabaj. Esta postura aumentó necesariamente la dependencia de Armenia de Rusia como garante de su seguridad, a costa de su independencia económica.
Según un informe reciente, en los últimos veinte años, la cuota de Rusia en el comercio exterior armenio ha aumentado del 11% al 35%; Rusia suministra en la actualidad aproximadamente el 89% del gas natural del país y el 74% de su petróleo; y las empresas rusas poseen una parte considerable de las infraestructuras de transporte y de las industrias extractivas de Armenia. A pesar de desear lo contrario, el gobierno de Sargsián se vio obligado a adherirse a la Unión Económica Euroasiática en enero de 2015.
Por lo tanto, cualquier debate sobre la “Revolución de Terciopelo” de Armenia en 2018, precipitada por el intento de Sargsián de eludir los límites de mandato mediante la transición del país desde un sistema presidencial a uno parlamentario, debe entenderse en este contexto. El nivel desproporcionadamente alto de educación en la RSS de Armenia, junto con un alto grado de solidaridad intraétnica, han fomentado durante décadas una sociedad civil activa que ha sido un sello distintivo de la política armenia desde al menos mediados del siglo XX. En el periodo postsoviético, ha servido de baluarte contra la consolidación autoritaria, al tiempo que ha preservado la posibilidad de una renovación de la alianza entre la clase obrera y la intelectualidad que, tras haber demostrado ser tan crítica durante el movimiento independentista, había caído en picado a mediados de los años noventa. De hecho, el punto de inflexión del movimiento de protesta en 2018 se produjo a principios de mayo, cuando a las concentraciones –lideradas por la intelligentsia y la clase media urbana– se sumaron huelgas «salvajes» en los barrios obreros de Ereván.
Pocos días después, el parlamento, dominado por la oligarquía, aceptó y eligió como primer ministro a Nikol Pashinián. Sin embargo, la «revolución» cambió muy poco. Las limitaciones que se habían acumulado durante las décadas anteriores se mantuvieron, y, aunque parcialmente desalojados, también lo hicieron los regímenes del capital que dominaban la economía del país. La mayoría de los oligarcas aceptaron empezar a pagar impuestos regularmente a cambio del derecho a conservar sus propiedades. Los términos de la restauración de la nomenklatura –dependencia en materia de seguridad y subordinación económica a Rusia– siguieron siendo rasgos firmemente arraigados de la realidad política armenia. Y cuando los reaccionarios trataron de pintarlo como un agente extranjero, al igual que habían hecho con Ter-Petrosián en la década del 90, Pashinián tenía una flecha en su carcaj: esquivarlos con Karabaj.
Ambición imperialista, autoritarismo y hegemonía aspiracional
Desde 2020, intrincados conflictos indirectos en los que participan tanto potencias regionales como mundiales han definido el panorama político de la semiperiferia del Cáucaso. Al igual que en otras partes de la antigua Unión Soviética, la hegemonía rusa en la región desde el final de la guerra fría se ha caracterizado por una disparidad entre sus aspiraciones y su capacidad. Como consecuencia del debilitamiento de la hegemonía rusa, la región está ahora inmersa en capas de acuerdos contradictorios. Si bien la rivalidad imperialista entre Rusia y Occidente constituye la principal bisección, otras rivalidades (Rusia-Turquía, Irán-Israel e incluso India-Pakistán) influyen en la política de la región en general, y en el conflicto de Karabaj en particular.
El declive de la hegemonía rusa se ha desarrollado en unas condiciones que han fomentado la ambición imperialista, incluida, por extraño que parezca, la de la propia Rusia. La aparición de estados fallidos en la región en general [Medio Oriente y adyacencias], debido principalmente a las intervenciones estadounidenses, ha creado oportunidades para que otros hagan su prueba en el aventurerismo. Rusia, Turquía, Arabia Saudita e incluso Irán colaboran y compiten entre sí –directamente o a través de apoderados locales– en Libia, Siria, Irak y otros lugares. Esto ha sido especialmente cierto después de la Primavera Árabe, y explica una serie de intervenciones particularmente violentas en Crimea, Donbás y Afrin [Siria], por no hablar de la actual invasión de Ucrania. Para Turquía y Rusia en particular, el aventurerismo imperial en el exterior ha servido a la causa de la consolidación autoritaria puertas adentro, creando nuevas redes clientelares vinculadas al líder carismático, limitando, si no aboliendo directamente, la autonomía de las fuerzas de seguridad y la burocracia, y justificando la represión de la disidencia.
El auge entrelazado del autoritarismo y del aventurerismo imperialista ha resultado especialmente beneficioso para Azerbaiyán, ya que su riqueza en recursos naturales estabiliza al régimen de Alíyev en el plano doméstico y lo factoriza en el cálculo geopolítico emergente. Desde el colapso de la Unión Soviética, las reservas de petróleo del país lo han hecho atractivo para los inversores extranjeros, en particular para el capital británico y estadounidense. Inaugurados en 2006, el oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan y el gasoducto Bakú-Tiflis-Erzurum eluden intencionadamente a Armenia [por el norte, a través de Georgia, hasta Turquía]; y lo que es aún más importante para los intereses geopolíticos estadounidenses y europeos, eluden tanto a Rusia como a Irán. Esta integración transnacional ha permitido a Azerbaiyán presentarse como un socio energético fiable para Europa, sobre todo cuando ésta intenta reducir su dependencia de la energía rusa (el verano pasado, la Comisión Europea firmó un acuerdo para que Azerbaiyán duplique su suministro de gas natural a la UE en los próximos cinco años). Pero al mismo tiempo, Azerbaiyán complementa sus propias exportaciones con gas ruso, ayudando así a Putin a eludir las sanciones.
La controvertida relación de Azerbaiyán con Irán, país con el que comparte una frontera meridional y que alberga una considerable minoría azerí, le ha granjeado la simpatía de Israel y de amplios sectores de la política exterior de Washington. Por lo tanto, Bakú ha estado bien situada para negociar su lugar en el proyecto imperial turco en el Cáucaso, un proyecto que Rusia no sólo tolera, sino que fomenta en sus esfuerzos por expulsar la influencia europea y estadounidense de la región. Esta convergencia de factores (el debilitamiento de la hegemonía rusa, la creciente agresividad del imperialismo turco y su concomitante, un discernible alejamiento de los intereses estadounidenses) ha animado a Azerbaiyán a adoptar una postura cada vez más agresiva contra Armenia: un intento abortado de reanudar las hostilidades en 2016, la segunda guerra en 2020, un sinfín de provocaciones desde entonces, incluida la ocupación de zonas fronterizas dentro de Armenia y ahora la «limpieza étnica» de Karabaj.
En otras palabras, Azerbaiyán se ha dado cuenta de lo que los responsables políticos de Washington y Bruselas se niegan a reconocer: las alianzas reales no coinciden necesariamente con las delineadas por las organizaciones creadas en virtud de tratados. Aunque Estados Unidos e Irán comparten intereses en Irak, Siria y Afganistán, la administración de Joe Biden insiste en el sentido común anti-Teherán que impregna los círculos políticos. En contra del designio estadounidense, Turquía, aliada de la OTAN, ayuda activamente a Rusia a minimizar los daños causados por las sanciones. Y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva [OTSC] dirigida por Rusia, a pesar de su clara obligación de intervenir en el conflicto, ha abandonado completamente a Armenia, miembro del tratado. En todo Oriente Medio y el Cáucaso, el orden internacional liberal surgido durante la guerra fría, y mantenido por la hegemonía mundial estadounidense, se está resquebrajando.
Construcción de naciones y ruptura de estados en una crisis sistémica mundial
La reciente reunión del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan y Alíyev en el exclave [azerí] de Najicheván –separado de Azerbaiyán por la provincia armenia de Syunik, la más meridional– amenaza ahora con agravar aún más este conflicto regional. Armenia se enfrenta hoy a la posibilidad de una operación conjunta coordinada azerbaiyano-turco-rusa bajo los auspicios de asegurar el corredor Zangezur a Najicheván, largamente demandado por Alíyev. Dicho corredor cortaría de hecho la comunicación terrestre de Irán con Armenia allende su pequeña frontera compartida, una perspectiva que el gobierno iraní considera inviable.
En el plano interno, el gobierno de Pashinián, que sorprendentemente ha superado la catastrófica derrota de la última guerra, se encuentra sometido a una tensión cada vez mayor al intentar resolver su dilema de seguridad acercándose a las potencias occidentales y buscando la normalización de las relaciones con Turquía y el fin del aislamiento regional del país. Intuyendo la cuestión del corredor de Zangezur como el siguiente paso en el conflicto, los canales diplomáticos estadounidenses han empezado a reiterar su apoyo a la soberanía, independencia e integridad territorial armenias. Al mismo tiempo, voces revanchistas reclaman un nuevo liderazgo que pueda reparar los ahora tensos lazos de Armenia con Rusia, y detener la acelerada erosión de la estatalidad armenia desde 2020, amenazando con un retroceso democrático tras la sedicente revolución de hace cinco años.
Por ahora, la actual «limpieza étnica» de los armenios del Karabaj es el resultado de la forma específica de creación de la nación azerbaiyana que se ha desarrollado en un contexto autoritario. Al igual que otros gobiernos autoritarios personalistas postsoviéticos, el régimen neopatrimonial de Alíyev carece de una ideología orgánica que justifique su proyecto de construcción nacional y su gobierno. Por ello, ha pasado los últimos treinta años desviando el descontento hacia un «otro» imaginario cultivando el odio anti-armenio. La masacre de Jodzhali de 1992, por ejemplo, un caso de victimización interétnica en medio de la desintegración de la sociedad soviética, se califica de genocidio en el discurso oficial azerí. Ese mismo discurso, mientras tanto, presenta a los armenios no como nativos de la región desde hace más de dos milenios, sino como colonos recién llegados que han desplazado a antiguas comunidades azerbaiyanas. Por lo tanto, la expulsión armenia de Karabaj está totalmente justificada. La deshumanización de los armenios ha dado lugar a una letanía de crímenes de guerra, como la ejecución de civiles y prisioneros de guerra, y la profanación de sitios culturales en las zonas que han pasado a estar bajo control azerí.
Durante años, Azerbaiyán justificó su negativa a reconocer el derecho de los armenios de Karabaj a la autodeterminación insistiendo en que su propia integridad territorial tenía prioridad. El orden liberal estaba en gran medida de acuerdo. Sin embargo, desde la victoria de Azerbaiyán en 2020, las reivindicaciones irredentistas sobre Armenia se han convertido en una cuestión de política de estado. En un país donde la sociedad civil ha sido en gran medida cooptada o reprimida, la única expresión permisible de disidencia ha sido acusar a Alíyev de ser blando con Armenia. La sociedad azerbaiyana se ha preparado ahora para la «resolución» de la cuestión del Karabaj gracias a la victoria de 2020 y la persecución y el silenciamiento de los activistas disidentes contrarios al régimen. Queda por ver si el régimen de Alíyev puede permitirse dar marcha atrás en la agresiva iniciativa de crear «hechos consumados sobre el terreno» que ha adoptado desde 2016. La alternativa es que su propaganda de reclamar el “Azerbaiyán occidental” ( es decir, la propia República de Armenia), y la ideología panturanista que ha desplegado para forjar lazos con la Turquía de Erdoğan, sugieren que está inmerso en un ciclo de radicalización que no puede permitirse reducir.
La última década del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán ha sido un microcosmos de los cambios sistémicos mundiales más amplios puestos en marcha por las maniobras estadounidenses y rusas en la escena regional y mundial. No obstante, una Rusia debilitada sigue esforzándose por mantener su influencia regional pivotando más abiertamente hacia Azerbaiyán y Turquía. Mientras tanto, las potencias occidentales, distraídas por la invasión de Ucrania y empeñadas en mantener el eje Turquía-Israel-Arabia Saudita [hoy en crisis por la escalada del conflicto israelí-palestino], han hecho poco hasta ahora para ayudar a prevenir el estallido de otra guerra y frenar la «limpieza étnica» que se ha puesto en marcha en Nagorno Karabaj. Después de treinta años de conflicto tanto congelado como caliente, la paz regional parece más lejana que nunca.
Richard Antaramián y Rafael Jachaturián
RESPONSABILIDAD DE PROTEGER A LA POBLACIÓN ARMENIA DE NAGORNO KARABAJ
Si la «doctrina» de la responsabilidad de proteger (R2P) significa algo, entonces se aplica a la tragedia que se desarrolla desde 2020 en la República Armenia de Artsaj, más conocida como Nagorno Karabaj. La agresión ilegal de Azerbaiyán en 2020, acompañada de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad (como ha documentado, entre otros, Human Rights Watch), constituyó una continuación del genocidio otomano contra los armenios. Debe ser debidamente investigado por la Corte Penal Internacional de La Haya en virtud de los arts. 5, 6, 7 y 8 del Estatuto de Roma. El presidente de Azerbaiyán, Ilham Alíyev, debe ser acusado y procesado. No debe haber impunidad para estos crímenes.
Como antiguo experto independiente de la ONU, y debido a la gravedad de la ofensiva azerí de septiembre de 2023, he propuesto al presidente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el embajador Vaclav Balek, y al alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, que convoquen una sesión especial del Consejo de Derechos Humanos para poner fin a las atroces violaciones de los derechos humanos cometidas por Azerbaiyán y proporcionar ayuda humanitaria inmediata a la población armenia, víctima, entre otras cosas, de un asedio y bloqueo ilegales que han causado muertes por hambre y un éxodo masivo hacia Armenia.
Esta región montañosa adyacente a Armenia es lo que queda de asentamientos de 3.000 años de antigüedad de la etnia armenia, ya conocida por persas y griegos como alarodioi, mencionados por Darío I y Heródoto. El reino armenio floreció en época romana con su capital, Artashat (Artaxata), en el río Aras, cerca de la actual Ereván. El rey Tiridates III fue convertido al cristianismo por San Gregorio el Iluminador (Krikor) en 314 y estableció el cristianismo como religión de estado. El emperador bizantino Justiniano I reorganizó Armenia en cuatro provincias y completó la tarea de helenización del país en el año 536.
En el siglo VIII, Armenia cayó bajo una creciente influencia árabe, pero conservó su identidad y tradiciones cristianas. En el siglo XI, el emperador bizantino Basilio II extinguió la independencia armenia y poco después los turcos selyúcidas conquistaron el territorio. En el siglo XIII, toda Armenia cayó en manos de los mongoles, pero la vida y el saber armenios siguieron girando en torno a la Iglesia y se conservaron en los monasterios y las comunidades aldeanas. Tras la toma de Constantinopla y el asesinato del último emperador bizantino, los otomanos establecieron su dominio sobre los armenios, pero respetaron las prerrogativas del patriarca armenio de Constantinopla. El imperio ruso conquistó parte de Armenia y Nagorno Karabaj en 1813; el resto permaneció bajo el yugo del imperio otomano. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, comenzó el genocidio otomano contra los armenios y otras minorías cristianas. Se calcula que aproximadamente un millón y medio de armenios y casi un millón de griegos del Ponto, Esmirna], así como otros cristianos del imperio otomano fueron exterminados, en lo que fue el primer genocidio del siglo XX.
El sufrimiento de los armenios y, en particular, de la población de Nagorno Karabaj no terminó con la desaparición del Imperio Otomano, porque la Unión Soviética revolucionaria incorporó Nagorno Karabaj a la nueva República Socialista Soviética de Azerbaiyán, a pesar de las legítimas protestas de los armenios. La jerarquía soviética desestimó las reiteradas peticiones de que se hiciera efectivo su derecho a la autodeterminación para formar parte del resto de Armenia. Sólo tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, Armenia se independizó y Nagorno Karabaj declaró igualmente su independencia.
Este habría sido el momento para que las Naciones Unidas intervinieran y organizaran referendos de autodeterminación y facilitaran la reunificación de todos los armenios. Pero no: la comunidad internacional y las Naciones Unidas volvieron a fallarles a los armenios al no garantizar que los estados sucesores de la Unión Soviética tuvieran fronteras racionales y sostenibles que propiciaran la paz y la seguridad para todos. De hecho, por la misma lógica que Azerbaiyán invocó la autodeterminación y se independizó de la Unión Soviética, la población armenia que vivía infelizmente bajo el dominio azerí tenía derecho a independizarse de Azerbaiyán. De hecho, si el principio de autodeterminación se aplica al todo, también debe aplicarse a las partes. Pero al pueblo de Nagorno Karabaj se le negó este derecho, y a nadie en el mundo pareció importarle.
El bombardeo sistemático de Stepanakert y otros centros civiles de Nagorno Karabaj durante la guerra de 2020 causó un gran número de víctimas y enormes daños en las infraestructuras. Las autoridades de Nagorno Karabaj tuvieron que capitular. Menos de tres años después, sus esperanzas de autodeterminación se han desvanecido.
Las agresiones azeríes contra la población de Nagorno Karabaj constituyen violaciones atroces del art. 2, inc. 4, de la Carta de la ONU, que prohíbe el uso de la fuerza. Además, se produjeron graves infracciones de los Convenios de Ginebra de 1949 sobre la Cruz Roja y los Protocolos de 1977. Una vez más, nadie ha sido procesado por estos crímenes, y no parece que nadie vaya a serlo, a menos que la comunidad internacional alce su voz de indignación.
El bloqueo de alimentos y suministros por parte de Azerbaiyán y el corte del corredor de Lachín entran ciertamente en el ámbito de la Convención sobre el Genocidio de 1948, que prohíbe en su art. 2, inc. c, “infligir deliberadamente al grupo condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial”. En consecuencia, cualquier estado miembro puede remitir el asunto a la Corte Internacional de Justicia en virtud del art. 9 de la Convención, que estipula “Las controversias entre las partes contratantes relativas a la interpretación, aplicación o cumplimiento de la presente Convención, incluidas las relativas a la responsabilidad de un estado por genocidio o por cualquiera de los demás actos enumerados en el art. 3, serán sometidas a la Corte Internacional de Justicia a petición de cualquiera de las partes en la controversia”.
Simultáneamente, el asunto debería remitirse a la Corte Penal Internacional debido a la flagrante comisión del “crimen de agresión” según el Estatuto de Roma y la definición de Kampala. La Corte Penal Internacional debería investigar los hechos y acusar no sólo al presidente azerbaiyano Ilham Alíyev, sino también a sus cómplices en Bakú y, por supuesto, al presidente turco Recep Erdoğan.
Nagorno Karabaj es un caso clásico de denegación injusta del derecho de autodeterminación, que está sólidamente anclado en la Carta de la ONU (arts. 1 y 55, caps. XI y XII) y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo primer artículo estipula:
1. Todos los pueblos tienen el derecho de autodeterminación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.
2. Para el logro de sus fines, todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio del beneficio recíproco, así como del derecho internacional. En ningún caso podrá privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia.
3. Los estados partes en el presente Pacto, incluso los que tienen la responsabilidad de administrar territorios no autónomos y territorios en fideicomiso, promoverán el ejercicio del derecho de autodeterminación, y respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas.
La situación en Nagorno Karabaj no es muy diferente de la de los albanokosovares bajo el régimen de Slobodan Milošević. ¿Qué tiene prioridad? ¿La integridad territorial o el derecho de autodeterminación? El párrafo 80 de la Opinión Consultiva de la Corte Internacional de Justicia, en la sentencia sobre Kosovo de 22 de julio de 2010, daba claramente prioridad al derecho de autodeterminación.
Es la ultima irratio, la máxima irracionalidad e irresponsabilidad criminal hacer la guerra contra el ejercicio del derecho de autodeterminación de la población armenia de Nagorno Karabaj. Como sostuve en mi informe de 2014 a la Asamblea General, no es el derecho de autodeterminación lo que causa las guerras, sino su injusta denegación. Por lo tanto, es hora de reconocer que la realización del derecho de autodeterminación es una estrategia de prevención de conflictos y que la supresión de la autodeterminación constituye una amenaza para la paz y la seguridad internacionales a efectos del art. 39 de la Carta de las Naciones Unidas. En febrero de 2018, intervine ante el Parlamento Europeo sobre este mismo tema, en presencia de numerosos dignatarios de la República de Artsaj.
La comunidad internacional no puede condonar la agresión de Azerbaiyán contra el pueblo de Nagorno Karabaj, porque sentaría el precedente de que la integridad territorial puede establecerse mediante el terrorismo de estado y la fuerza de las armas contra la voluntad de las poblaciones afectadas. Imaginemos que Serbia intentara restablecer su dominio sobre Kosovo invadiéndolo y bombardeándolo. ¿Cuál sería la reacción del mundo?
Por supuesto, asistimos a un atropello similar, cuando Ucrania intenta «recuperar» el Donbás o Crimea, aunque estos territorios están poblados en su inmensa mayoría por rusos, que no solo hablan ruso, sino que se sienten rusos y pretenden preservar su identidad y sus tradiciones. Es absurdo pensar que, después de librar una guerra contra la población rusa del Donbás desde el golpe de estado del Maidán en 2014, haya alguna posibilidad de incorporar estos territorios a Ucrania. Se ha derramado demasiada sangre desde 2014, y sin duda se aplicaría el principio de «secesión reparadora». Estuve en Crimea y Donbás en 2004 como representante de la ONU para las elecciones parlamentarias y presidenciales. Sin lugar a dudas, una gran mayoría de estas personas son rusas, que, en principio, habrían seguido siendo ciudadanos ucranianos de no ser por el inconstitucional golpe de estado del Maidán y la atroz incitación oficial al odio contra todo lo ruso que siguió al derrocamiento del presidente de Ucrania democráticamente elegido, Víktor Yanukóvich. El gobierno ucraniano infringió el art. 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos al perseguir a los rusofónos en Ucrania. El gobierno azerí también ha violado el art. 20 del PIDCP por su incitación al odio contra los armenios, durante décadas.
Otra hipótesis que nadie se ha atrevido a plantear hasta ahora: imaginemos, sólo como ejercicio intelectual, que un futuro gobierno alemán, apoyándose en 700 años de historia y asentamientos alemanes en Europa centro-oriental, reclamara por la fuerza las antiguas provincias alemanas de Prusia Oriental, Pomerania, Silesia y Brandeburgo Oriental, que fueron tomadas por Polonia al final de la Segunda Guerra Mundial. Al fin y al cabo, los alemanes habían colonizado y cultivado estos territorios a principios de la Edad Media, habían fundado ciudades como Königsberg (Kaliningrado), Stettin, Danzig, Breslavia, etc. Recordemos que al final de la Conferencia de Potsdam de julio-agosto de 1945, en virtud de los arts. 9 y 13 del comunicado de Potsdam (no fue un tratado), se anunció que Polonia obtendría una «compensación» en tierras y que simplemente se expulsaría a la población local, diez millones de alemanes que vivían en estas provincias, una brutal expulsión que se saldó con la muerte de aproximadamente un millón de vidas. La expulsión colectiva de alemanes étnicos por parte de Polonia durante 1945-48, exclusivamente por ser alemanes, fue un acto racista criminal, un crimen de lesa humanidad. Fue acompañada de la expulsión de alemanes étnicos de Bohemia, Moravia, Hungría y Yugoslavia, lo que supuso cinco millones más de expulsados y un millón más de muertos. Con diferencia, esta masiva expulsión y despojo de alemanes, en su mayoría inocentes, de sus tierras natales constituyó la peor «limpieza étnica» de la historia europea. Pero, realmente, ¿toleraría el mundo cualquier intento de Alemania de «recuperar» sus provincias perdidas? ¿No violaría el art. 2, inc. 4, de la Carta de la ONU, del mismo modo que la arremetida azerí contra Nagorno Karabaj ha violado la prohibición del uso de la fuerza contenida en la Carta de la ONU y, por tanto, ha puesto en peligro la paz y la seguridad internacionales?
Es un triste comentario sobre el estado de nuestra moral, sobre el incumplimiento de nuestros valores humanitarios, que muchos de nosotros seamos cómplices del crimen del silencio y la indiferencia hacia las víctimas armenias de Azerbaiyán.
Vemos un caso clásico en el que debe aplicarse el principio internacional de responsabilidad de proteger. Pero, ¿quién lo invocará en la Asamblea General de la ONU? ¿Quién exigirá responsabilidades a Azerbaiyán?
Alfred de Zayas
RUSIA SE REPLIEGA EN EL CÁUCASO ANTE LA IRRUPCIÓN DE LA UNIÓN EUROPEA
Armenia ya no discute que Nagorno Karabaj [o Alto Karabaj] forme parte de Azerbaiyán. La perspectiva de una resolución pacífica de un conflicto regional debería ser una buena noticia, pero se trata de una situación increíblemente compleja con un entorno exterior en el que se libra una guerra brutal sin final a la vista y los protagonistas persiguen intereses contrapuestos.
Un acuerdo sobre el conflicto de Nagorno Karabaj que conduzca a la paz y la reconciliación podría abrir el camino a la incorporación de Armenia (y Azerbaiyán) a la UE y la OTAN en un futuro previsible. Los grupos de presión armenios en las capitales europeas y en Washington ejercen una gran influencia política. Azerbaiyán, rico en petróleo, mira al mercado europeo.
Dicho esto, Rusia se resistirá a la expansión de la UE y la OTAN en Transcaucasia, una región geográfica altamente estratégica en la frontera de Europa Oriental y Asia Occidental, a caballo entre el sur de las montañas del Cáucaso y los corredores entre el mar Negro y el Caspio. Armenia mantiene una alianza militar con Rusia, pero el primer ministro Nikol Pashinián recurre cada vez más a Occidente, incluida la UE.
A principios de año, la UE estableció una misión civil en Armenia en respuesta a una petición de Ereván, que incluye operaciones en varios puntos de la frontera con Azerbaiyán. Además, la UE firmó el año pasado un acuerdo de suministro de gas con Bakú. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, elogió a Azerbaiyán como «socio crucial» para mitigar la crisis energética europea [por la guerra de Ucrania].
El interés estratégico de la UE es que Armenia y Azerbaiyán reduzcan al mínimo la influencia rusa en Transcaucasia. Con tantos poderosos actores geopolíticos implicados en la región del Cáucaso, la situación es delicada. La ciudad española de Granada es el lugar al que hay que prestar atención, ya que dentro de dos semanas se espera que cerca de cincuenta países europeos mantengan conversaciones en el formato de la Comunidad Política Europea, entre ellos Armenia y Azerbaiyán [La Cumbre de Granada ya se celebró. Fue el 5 y 6 de octubre. Pero el presidente azerí, Ilham Alíyev, canceló su participación a último momento, por lo que no se formalizó la paz entre Ereván y Bakú].
Rusia temerá por la seguridad y la estabilidad de sus repúblicas musulmanas del Cáucaso si la inteligencia occidental se instala en esa región volátil y con una historia violenta. No es ningún secreto que los Estados Unidos alimentaron las dos guerras chechenas de Moscú (1994-2000).
Aprovechando las preocupaciones de Rusia en Ucrania, EE.UU. y la UE se han instalado agresivamente en la región del Mar Negro y el Cáucaso. Armenia es una fruta al alcance de la mano. La revolución de colores de 2018 (Revolución de Terciopelo) se presentó como una oportunidad para que Armenia realineara su política exterior en la dirección europea, sin ninguna orientación geopolítica beligerante –antirrusa o prooccidental– pronunciada.
Europa comprendió el potencial geopolítico con mucha mayor clarividencia que Rusia. Moscú está pagando hoy un alto precio por su complacencia. En Pashinián, Moscú tiene un «amienemigo» que pretendía ser un aliado aparentemente receptivo, mientras esperaba el momento de sacar a su país de la órbita rusa. Esa oportunidad llegó cuando comenzó la Operación Militar Especial de Rusia en Ucrania el año pasado.
La diáspora armenia en Francia estaba en sintonía con las hábiles maniobras de Pashinián y el presidente Emmanuel Macron estaba dispuesto a echar una mano. La administración Biden y la UE no se quedaron atrás. La decisión de Pashinián de desvincular a Armenia de Nagorno Karabaj cuenta con la aprobación tácita de Occidente, al ser el primer paso necesario en el camino hacia el sistema atlántico.
No obstante, va a ser un camino tortuoso, y Rusia puede convertirlo en un viaje difícil. Pashinián es un cliente duro y astuto. Lo más complicado será su maniobra para sacar a Armenia de la OTSC [Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, bloque militar euroasiático liderado por el Kremlin, que incluye a Rusia, Bielorrusia y otras cuatro repúblicas postsoviéticas del Asia transcaucásica y central] y cerrar la base rusa en Guiumri [segunda mayor ciudad de Armenia, ubicada en el noroeste del país, cerca de la frontera con Turquía]. Moscú es consciente del gran plan de la OTAN para ampliar su presencia en el Cáucaso y, desde allí, mojarse los pies en el mar Caspio y dar un salto a las estepas centroasiáticas.
Gran avance en Asia central
A principios de esta semana [recuérdese que el artículo fue publicado el sábado 23 de septiembre], los Estados Unidos lograron un gran avance diplomático con el encuentro presidencial inaugural del llamado Foro de Líderes C5+1 (Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán y Estados Unidos), encabezada por el mandatario Joe Biden al margen de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el martes [19/9] en Nueva York.
Biden lo calificó de “momento histórico” para la cooperación, “que se basa en nuestro compromiso compartido con la soberanía, la independencia y la integridad territorial”, una referencia indirecta a la agenda estadounidense para hacer retroceder el dominio ruso en la región. En opinión de Estados Unidos, las capitales regionales exsoviéticas se sienten incómodas porque la intervención militar rusa en Ucrania está sentando un mal precedente, ya que todos los países del Asia central [y transcaucásica] tienen población de etnia rusa.
Biden habló de la cooperación antiterrorista, la articulación económica regional, una nueva plataforma empresarial “para complementar nuestro compromiso diplomático y conectar mejor nuestros sectores privados” y, lo que es más importante, “el potencial de un nuevo diálogo sobre minerales críticos para reforzar nuestra seguridad energética y nuestras cadenas de suministro en los años venideros”.
Según la lectura de la Casa Blanca, los seis presidentes debatieron “una serie de cuestiones, como la seguridad, el comercio y la inversión, la conectividad regional, la necesidad de respetar la soberanía y la integridad territorial de todas las naciones, y las reformas en curso para mejorar la gobernanza y el estado de derecho”. Subrayó que Biden “acogió con satisfacción las opiniones de sus homólogos sobre cómo nuestras naciones pueden trabajar juntas para seguir fortaleciendo la soberanía, la resiliencia y la prosperidad de las naciones de Asia central, al tiempo que se promueven los derechos humanos”.
La lectura citaba tres iniciativas: La USAID [Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional] convocará en octubre una reunión ministerial sobre conectividad regional del C5+1 en Asia Central “para debatir acciones concretas”; el lanzamiento de un Diálogo sobre Minerales Críticos del C5+1 “para desarrollar la vasta riqueza mineral de Asia central y avanzar en la seguridad de los minerales críticos”; y el apoyo estadounidense a la inversión para desarrollar una ruta comercial transcaspiana (el llamado “Corredor Medio”) a través de la Asociación para la Infraestructura e Inversión Globales (un esfuerzo de colaboración del G7 para financiar proyectos de infraestructura en países en desarrollo).
En paralelo, curiosamente, el presidente de Azerbaiyán, Ilham Alíyev, fue invitado como “asistente de honor” a la reciente cumbre de Asia central celebrada en Dusambé [capital de Tayikistán] los días 14 y 15 de septiembre. Es la primera vez que el foro conocido como Reunión Consultiva de Jefes de Estado de Asia Central invita a un dirigente de fuera del Asia central a su cónclave anual. De hecho, el regionalismo está en marcha en las estepas contra el telón de fondo de la conmoción geopolítica que supuso la invasión rusa de Ucrania, que está alcanzando una dimensión de desgaste.
El Corredor Medio está concebido para unir las redes de transporte ferroviario de mercancías en contenedores de China y la UE a través de las economías de Asia Central, el Cáucaso, Turquía y Europa Oriental mediante las terminales de transbordadores del mar Caspio y el mar Negro, evitando el territorio ruso.
El cambio tectónico en la geopolítica del Cáucaso figuró en la reunión que el presidente Putin mantuvo el miércoles [20/9] con el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, de visita en San Petersburgo, así como durante las conversaciones en Teherán entre el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, de visita en el país, y los responsables militares iraníes. Es seguro que este tema se debatirá entre Putin y Xi Jinping y durante su próxima visita a China el mes que viene [octubre].
Existe una convergencia de intereses entre Rusia e Irán sobre la zona negada a Estados Unidos en el centro estratégico que es el Caspio. Pero Azerbaiyán, rico en petróleo [y gas], es un socio ambivalente para Moscú, mientras que Teherán mantiene una relación problemática con Bakú. Es totalmente concebible que la UE y Estados Unidos promuevan el acercamiento armenio-azerí (que Turquía también está promoviendo por motivos propios).
La perspectiva de una presencia occidental a largo plazo en las regiones del Caspio y Asia central a través del Mar Negro y el Cáucaso plantea un profundo desafío a la diplomacia rusa. La paradoja es que, si bien Occidente no logró derrotar a Rusia en la guerra de Ucrania, está ganando ascendiente en el “Exterior Cercano” de Rusia, en un arco de cercamiento.
Queda por ver hasta qué punto China está dispuesta a unirse a Rusia en esta contienda geopolítica. Estados Unidos y la UE están optando con tacto por no desafiar directamente los intereses chinos. De hecho, China podría incluso utilizar el Corredor Transcaspiano de Transporte –la Ruta de la Seda de Kazajstán– propuesto y respaldado por Estados Unidos.
NAGORNO KARABAJ: VÍCTIMA DE LA RIVALIDAD INTERIMPERIALISTA
Nagorno Karabaj ha sido borrado del mapa al rendirse lo que quedaba de la región separatista [la República de Arsaj] a las tropas de Azerbaiyán el 20 de septiembre, tras breves combates en los que murieron al menos 200 personas de etnia armenia. Según los informes más recientes, más de 100 mil armenios –casi toda la población– han huido de la región. El gobierno del enclave ha declarado que a partir del 1° de enero de 2024 “dejará de existir”.
Se trata del último capítulo trágico de un conflicto que se remonta a muchas generaciones en este territorio en disputa. El origen de este enfrentamiento hay que buscarlo en los conflictos interimperialistas de la región, que se disputan tanto Rusia como los imperialistas estadounidenses y europeos, con Turquía desempeñando un papel importante en su intento de ampliar su esfera de influencia local.
La región del Cáucaso presenta una compleja mezcla de grupos étnicos y varias lenguas diferentes, complicada aún más por las divisiones religiosas, con musulmanes chiíes y suníes, y cristianos ortodoxos orientales y cristianos armenios. Como ocurre en muchas situaciones en las que pueblos de distintas etnias, religiones y lenguas conviven en proximidad o en zonas mixtas, las grandes potencias imperialistas se han servido históricamente de ello para fomentar conflictos étnicos, de los que sólo se han beneficiado los de arriba.
El antiguo régimen zarista había conquistado la región a principios del siglo XIX y se encargó de fomentar los conflictos interétnicos, utilizando el viejo y probado método de divide y vencerás, hasta el punto de provocar periódicamente masacres y pogromos. La solución a todo esto llegó con la Revolución de Octubre de 1917, que derrocó al antiguo régimen zarista e instauró el poder obrero a través de los soviets. En este contexto, Armenia, Azerbaiyán y Georgia se unieron a la Unión Soviética como la RSS [República Socialista Soviética] Transcaucásica en diciembre de 1922, convirtiéndose más tarde en repúblicas separadas dentro de la Unión.
En este contexto, se concedió autonomía a la región de Nagorno Karabaj dentro del Azerbaiyán soviético. En los primeros tiempos de la Unión Soviética, antes de su degeneración burocrática, el poder obrero por encima de las divisiones étnicas permitió la coexistencia pacífica entre los pueblos. Los intereses feudales y capitalistas ya no decidían el destino de los pueblos de la URSS.
Como explicó Trotsky en 1922:
“Que la política soviética en el Cáucaso también ha sido correcta desde el punto de vista del nacionalismo, lo prueban mejor las relaciones existentes hoy entre los pueblos transcaucásicos.
La época del zarismo se caracterizó por bárbaros pogromos nacionalistas en el Cáucaso, donde las carnicerías armenio-tártaras eran acontecimientos periódicos. Esos sanguinarios estallidos bajo el férreo dominio del zarismo fueron la expresión de siglos de luchas intestinas de los pueblos transcaucásicos.
La época de la llamada «democracia» [Gobierno Provisional Ruso, presidido por Lvov y luego Kérenski, entre febrero y octubre de 1917, de acuerdo al calendario juliano] dio a la lucha nacionalista un carácter mucho más pronunciado y organizado. Al principio se formaron ejércitos nacionalistas hostiles entre sí, que a menudo se atacaban mutuamente. El intento de crear una República Transcaucásica democrática federal burguesa resultó un fracaso estrepitoso. La Federación se vino abajo cinco semanas después de su creación. Pocos meses después, los vecinos «democráticos» estaban abiertamente en guerra entre sí. Este hecho por sí solo resuelve la cuestión: si la «democracia» era tan incapaz como el zarismo de crear las condiciones para una convivencia pacífica de los pueblos transcaucásicos, era evidentemente imperativo adoptar otros métodos.
Sólo el poder soviético ha establecido la paz y las relaciones nacionales entre ellos. En las elecciones a los sóviets, los obreros de Bakú y Tiflis eligen a un tártaro, a un armenio o a un georgiano, independientemente de su nacionalidad. En Transcaucasia conviven regimientos musulmanes, armenios, georgianos y rojos rusos. Están imbuidos de la convicción de que son un solo ejército, y ningún poder en la tierra hará que se muevan unos contra otros. Por otra parte, defenderán la Transcaucasia soviética contra cualquier enemigo exterior.
La pacificación nacional de Transcaucasia, lograda por la revolución soviética, es en sí misma un hecho de enorme significación política y cultural. En ella se expresa un internacionalismo auténtico y vigoroso, que podemos contraponer, sin temor a equivocarnos, a los vacuos discursos pacifistas de los héroes de la Segunda Internacional, que no son sino un complemento de las prácticas chovinistas de sus secciones nacionales” (León Trotsky, Entre el rojo y el blanco, 1922).
Dentro de la unión de las Repúblicas Soviéticas –es decir, las repúblicas en las que los trabajadores habían llegado al poder– no había ningún interés en fomentar el conflicto étnico. Al contrario, a los obreros y campesinos de todas las nacionalidades les interesaba unirse en un esfuerzo general para construir una economía que pudiera mantener a todos. Durante un largo periodo, pueblos de lenguas y religiones diferentes pudieron así convivir en paz y cooperación.
Desgraciadamente, como la revolución permaneció aislada en un solo país relativamente subdesarrollado, se inició un proceso de degeneración que vio surgir una élite burocrática privilegiada. Fue la élite burocrática que ascendió al poder bajo Stalin la que acabaría reavivando las tensiones étnicas. A medida que las condiciones económicas y sociales empeoraban hacia el final de la Unión Soviética, en particular a finales de la década del 80, el monstruo del conflicto étnico empezó a asomar la cabeza.
Debido al creciente resentimiento hacia las autoridades azeríes, en 1991 se celebró un referéndum en Nagorno Karabaj con el objetivo de transferir la región a Armenia. La pregunta “¿Está de acuerdo en que la proclamada República de Nagorno Karabaj sea un estado soberano, que determine de forma independiente las formas de cooperación con otros estados y comunidades?” recibió un “sí” casi unánime. Esto provocó a su vez ataques contra los armenios residentes en [el resto de] Azerbaiyán [mayormente en Bakú, la capital]. El día del referéndum, los armenios étnicos [minoría de un 5,6% según el censo soviético de 1989] fueron tiroteados y murieron diez personas.
Cuando en 1991 la URSS se derrumbó y se dividió en las repúblicas que la componían, dando lugar al retorno del capitalismo, la región sufrió un declive económico devastador. Las condiciones sociales empeoraron drásticamente, con un repentino aumento del desempleo, una inflación galopante, la destrucción de las medidas de bienestar social que existían anteriormente, la desnutrición entre las capas más pobres, etc.
Tras el colapso de la Unión Soviética, estalló la guerra entre Armenia y Azerbaiyán. En 1992 se produjeron combates a gran escala. Acabaron en un acuerdo hacia 1994, del que surgió la república separatista [armenia] de Artsaj, que controla una parte de lo que históricamente se conocía como Nagorno Karabaj [o Alto Karabaj]. Aquel periodo de enfrentamientos provocó el desplazamiento tanto de armenios como de azeríes, preparando el terreno para un largo periodo de tensiones interétnicas que acabarían desembocando en más guerras.
La guerra estalló de nuevo en [septiembre de] 2020, y terminó en noviembre del mismo año con un alto el fuego entre Armenia y Azerbaiyán, mediado por Rusia. En el acuerdo, los separatistas armenios de Nagorno Karabaj se vieron obligados a renunciar al control de gran parte de su territorio y devolverlo a Azerbaiyán, pero el núcleo de su región autogobernada, incluida la ciudad de Stepanakert [o Jankendi, la mayor urbe de Nagorno Karabaj], permaneció bajo su control [como capital]. Esta parte –la República de Artsaj– quedó escindida [de Azerbaiyán] y conectada a Armenia a través de un corredor controlado por Rusia [el paso montañoso de Lachín].
Este enclave ha sido eliminado, y casi toda la población armenia que quedaba allí ha huido a Armenia. Así termina el derecho a la autodeterminación de la etnia armenia de Azerbaiyán.
Hipocresía absoluta de Occidente
Lo que queremos destacar aquí, en el contexto de la guerra de Ucrania, es la absoluta hipocresía de Occidente en materia de derechos humanos, «democracia» y la llamada «soberanía nacional». Cuando el ejército ucraniano [en la guerra civil del Donbás, entre 2014 y 2022] bombardeaba las repúblicas [separatistas] de Donetsk y Lugansk, en el sureste del país [donde los rusos étnicos son mayoría], se le permitió seguir adelante sin que Occidente hiciera demasiado ruido, a pesar de los más de 14 mil muertos. No se propusieron sanciones para Ucrania cuando estaba privando de sus derechos a los ucranianos rusoparlantes. Y ahora vemos lo mismo cuando el gobierno de Azerbaiyán ataca brutalmente el enclave armenio superviviente de Nagorno Karabaj.
La situación es especialmente embarazosa para la Unión Europea. La presión estadounidense ha obligado a los principales países de la UE a reducir sus importaciones de gas y petróleo rusos, lo que está perjudicando a sus economías. Alemania, en particular, está sufriendo las consecuencias, al igual que Italia, Francia y muchos países del este de la UE. En este contexto, Azerbaiyán ha ofrecido un bienvenido alivio en términos de suministro energético: la empresa estatal SOCAR ha aumentado considerablemente sus exportaciones de crudo, combustibles líquidos y gas natural a los países de Europa central y oriental. La mayor parte se bombea a través de oleoductos que pasan por Turquía, y luego por Grecia y otros países balcánicos.
Azerbaiyán tuvo una producción media de 685 mil barriles diarios de crudo en 2022 (alrededor del 0,7% de la producción mundial). Para la UE es especialmente importante por su producción de gas. Sólo el año pasado produjo 34,1 bcm [billones de metros cúbicos, por sus siglas en inglés], una parte significativa de los cuales se destinó a Europa. Pocos meses después de la invasión rusa de Ucrania en julio de 2022, se firmó un acuerdo de cooperación entre la UE y Azerbaiyán que incluía casi duplicar el suministro de gas a los países de la UE desde 12 bcm en 2022 a 20 bcm en 2027.
En mayo del año pasado, la revista Foreign Policy publicó un artículo con el inquietante título de “Azerbaiyán puede ganar mucho en la crisis energética europea: esto supone un problema para Nagorno Karabaj”, en el que se explicaba que “ahora que gran parte de Europa planea sancionar las exportaciones energéticas de Rusia tras su invasión de Ucrania, Azerbaiyán ha puesto sus miras en exportar más gas al continente”. Pero ¿por qué esto supone “problemas” para Nagorno Karabaj?
Pues bien, se produjo sólo un par de meses después de que el Parlamento Europeo aprobara una resolución “…condenando enérgicamente la política continuada de Azerbaiyán de borrar y negar el patrimonio cultural armenio en Nagorno Karabaj y sus alrededores”. La resolución fue aprobada por 635 votos a favor y 2 en contra, y llegaba a condenar “el revisionismo histórico y el odio hacia los armenios promovidos por las autoridades azerbaiyanas, incluida la deshumanización, la glorificación de la violencia y las reivindicaciones territoriales contra la República de Armenia que amenazan la paz y la seguridad en el Cáucaso meridional”.
Así pues, cabría pensar que los derechos de la minoría armenia de Azerbaiyán están en buenas manos ahora que las damas y los caballeros que componen el Parlamento Europeo se han expresado en un lenguaje tan inequívoco y firme. Pues no… Como explicaba el mismo artículo de Foreign Policy, “Esas condenas, sin embargo, fueron archivadas durante la última ronda de conversaciones de alto nivel sobre energía celebrada este mes”. Esas fueron las mismas conversaciones que condujeron al acuerdo de julio de 2022 mencionado anteriormente.
Como dice el refrán “los negocios son negocios y la amistad es amistad”… y es un grave error confundir ambas cosas. Según la definición del diccionario Merriam-Webster, “negocios son negocios” significa que “para que un negocio tenga éxito, es necesario hacer cosas que puedan herir o molestar a la gente”. Así es. Con amigos como la UE, ¿quién necesita enemigos?
Como explicaba el Financial Times en un artículo del 21 de septiembre:
“Bruselas condenó el asalto de 24 horas, que mató a docenas e hirió a cientos más, y ha provocado que miles de residentes armenios busquen ser evacuados ante el temor de una limpieza étnica. Pero pone a la UE en un aprieto respecto a qué hacer a continuación. A pesar de que Azerbaiyán es una autocracia acusada de violaciones generalizadas de los derechos humanos, la UE ha tratado de congraciarse con ella en los últimos años, sobre todo para comprarle más gas (en sustitución del que antes compraba a Rusia)…” (énfasis mío).
Así, el pueblo de la República de Artsaj ha recibido una durísima lección sobre el verdadero valor de la idea de la Unión Europea de “defender los derechos humanos”. El pueblo ha perdido su patria histórica, sus hogares, sus puestos de trabajo, su dignidad como pueblo, todo porque el capitalismo europeo necesita el gas azerí. Lo que motiva al establishment burgués de Europa no es la preocupación por los derechos humanos, sino factores económicos muy burdos, sus propios privilegios, poder y prestigio.
Un importante factor adicional es su miedo a la revolución en casa. La guerra en Ucrania ha exacerbado enormemente las ya graves condiciones económicas y sociales en toda Europa. Los elevados costes de las facturas energéticas están ejerciendo una presión insoportable sobre millones de familias de clase trabajadora. Tarde o temprano, esto producirá agitación social y lucha de clases en toda Europa, y la clase dominante es plenamente consciente de este hecho.
¿Y qué hay de los rusos?
Pero, ¿qué pasa con los viejos amigos de los armenios, los rusos? En un artículo del Financial Times (28 de septiembre), un antiguo tendero pueblerino afirma: “Nuestras esperanzas descansaban en los rusos, son nuestros hermanos. ¿Por qué han permitido que los azerbaiyanos nos traten así?”. Una buena pregunta, sin duda, pero la misma lógica se aplica aquí.
Putin no puede permitirse abrir una guerra en la región, lo que supondría comprometer a un gran número de soldados precisamente cuando necesita concentrarse en Ucrania. La decisión de Rusia de no emprender ninguna acción para detener la invasión azerí, a pesar de contar con 2.000 fuerzas de «mantenimiento de la paz» sobre el terreno, ha revelado una debilidad. Y Erdoğan, en Turquía, se ha aprovechado de la situación, respaldando el ataque azerí contra lo que quedaba de la región autoadministrada de Nagorno Karabaj. Creyó que podía respaldar la maniobra debido al compromiso de Rusia en la guerra de Ucrania.
Esto explica también un cambio en la política exterior armenia. Hasta hace poco, su gobierno intentaba mantener una posición de neutralidad en la guerra de Ucrania, tratando de equilibrar entre las presiones de Occidente, por un lado, y su dependencia de Rusia en su conflicto con Azerbaiyán, por otro. Sin embargo, recientemente anunciaron el envío de ayuda humanitaria a Ucrania. Mientras tanto, están a punto de celebrar unas maniobras militares conjuntas con Estados Unidos, conocidas como “Eagle Partner 2023”.
El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, ha reaccionado recordando al gobierno armenio el destino que espera a los países que han confiado en Estados Unidos. En esto, por supuesto, tiene razón. El imperialismo estadounidense utiliza a las naciones pequeñas cuando le conviene. Basta con ver el destino de los kurdos de Siria, que primero fueron alabados como héroes y apoyados en su lucha contra el régimen de Asad y Estado Islámico, sólo para ser abandonados sin ceremonias cuando su apoyo ya no convenía a Estados Unidos.
Pero es la comprensión por parte del gobierno armenio de que tampoco pueden confiar en Rusia para promover sus propios intereses, lo que ha provocado este giro. El hecho es que el interés de Rusia en la región ha cambiado. Tiene que pensar en Ucrania, y ha estado haciendo esfuerzos para evitar entrar en un conflicto directo con Turquía y Azerbaiyán. Y estos últimos son plenamente conscientes de ello. Por tanto, se les ha abierto un mayor margen de maniobra en este frente.
Turquía considera que Azerbaiyán está dentro de su propia esfera de influencia, y Putin ha estado utilizando a Turquía –un socio comercial clave de Rusia– en sus esfuerzos por eludir las sanciones impuestas por Estados Unidos y la UE, algo que, por cierto, ha conseguido con gran éxito. [El autor se refiere a la exportación rusa de hidrocarburos en sordina a través de la reexportación turca. En cuanto a su afirmación según la cual “Turquía considera que Azerbaiyán está dentro de su propia esfera de influencia”, probablemente no se refiera solamente a la dimensión geopolítica, sino también a la dimensión histórico-cultural, pues ambas naciones pertenecen a la rama etnolingüística turcomongola y profesan el islam, amén de que Azerbaiyán estuvo bajo el dominio imperial turco –sultanatos selyúcida y otomano– durante muchos años, antes de ser anexionado por la Rusia zarista en el primer cuarto del siglo XIX. Existe un movimiento nacionalista que brega por la unidad cultural, política y económica de los pueblos turcomongoles de Asia y Europa: el panturanismo. La relación de «amistad» y patronazgo entre la poderosa Turquía de Erdoğan y el pequeño Azerbaiyán de Alíyev se inscribe ideológicamente en el panturanismo].
Azerbaiyán también es importante para Rusia como ruta comercial hacia Irán, India y otros países. El año pasado, el 9 de septiembre de 2022, se firmó una declaración conjunta entre Rusia, Azerbaiyán e Irán por la que se establecía un Corredor Internacional de Transporte Norte-Sur. El viceprimer ministro ruso, Alexander Novak, subrayó que el corredor es un elemento clave de la cooperación entre los tres países: “El uso a gran escala del potencial Norte-Sur tendrá un impacto positivo en el nivel de comercio, el flujo de carga y la actividad económica de nuestros países” [téngase en cuenta que la comunicación terrestre más corta entre Rusia e Irán solo es posible a través de Azerbaiyán].
“Entre los principales objetivos de las actividades conjuntas en el marco del grupo de trabajo, proponemos considerar la construcción del tramo ferroviario Rasht-Astara. Este ferrocarril garantizará el crecimiento del flujo de mercancías a lo largo del corredor occidental en hasta 15 millones de toneladas”, añadió. Cuando Putin visitó Irán el año pasado, explicó que los planes incluían una conexión ferroviaria entre Rusia y el Golfo Pérsico, y que Azerbaiyán formaba parte de este proyecto.
Lo que todo esto significa es que Putin ha abandonado a su suerte a los armenios de Nagorno Karabaj, ya que en estos momentos tiene intereses más apremiantes. Lavrov tiene razón al advertir a los armenios que no confíen en los estadounidenses. Pero tampoco se puede confiar en la Rusia de Putin cuando se trata de los intereses de naciones pequeñas.
Moneda de cambio para el imperialismo
Así, vemos cómo el pueblo de Nagorno Karabaj ha sido utilizado como moneda de cambio en las rivalidades interimperialistas de la región. A los europeos les interesa el flujo de gas procedente de Azerbaiyán. Los rusos necesitan mantener abiertas las rutas comerciales como parte de sus maniobras para evitar que las sanciones occidentales afecten a su propia economía.
Puede que un día alcen la voz sobre tal o cual pueblo cuyos derechos han sido vulnerados, para dejarla caer en cuanto deje de estar en consonancia con sus propios intereses estratégicos.
Una vez más, vemos cómo los derechos de las naciones a la autodeterminación no pueden garantizarse mientras el mundo esté en manos de las diversas clases dominantes burguesas nacionales. Defenderán los derechos de una nación cuando hacerlo esté en consonancia con sus propios intereses. Así, Biden hace mucho ruido sobre Ucrania, no porque esté interesado en la difícil situación del pueblo ucraniano, sino porque lo ve como una herramienta útil para hacer retroceder el poder de Rusia. Su único objetivo es debilitar a Rusia en todo el mundo. Todas las potencias imperialistas se comportan así. Los oligarcas rusos se comportan de manera similar, al igual que el capitalismo chino. No se puede confiar en EE.UU., en la UE, en Rusia o en China cuando se trata de defender los derechos de las naciones.
Como demostró claramente la Revolución de Octubre de 1917, la clase obrera es la única que carece de intereses materiales en la opresión de otros pueblos. Es necesario que la clase obrera llegue al poder en todos los países. Una vez que los trabajadores de todos los países tengan el control sobre los recursos materiales, procederán a construir un nuevo orden, basado en las necesidades humanas y no en los beneficios privados. Debemos alzar la voz del internacionalismo obrero. Es el único camino.
Fred Weston