Fotografía extraída del sitio web del Instituto Karl Polanyi de Política Económica, Universidad Concordia (Montreal, Canadá).
Nota.— El intelectual socialista centroeuropeo Karl Polanyi (1886-1964) es uno de esos autores «pasados de moda» del siglo XX –el moderno, no el posmoderno– a los que resulta fructífero volver, desde el consenso y el disenso. Claro que tenemos desacuerdos con su propuesta ecléctica y reformista de socialismo corporativo cristiano, pero sus contribuciones económicas, antropológicas, historiográficas y sociológicas a la ciencia crítica y la síntesis de totalización nos parecen de gran calado, tanto en el ámbito de la investigación empírica como de la producción teórica. Lo mismo cabe decir de sus aportes a la reflexión filosófica y al debate político de amplias miras. El padre del “sustancialismo antropológico”, lector perspicaz de Malinowski y Thurnwald (como también de Marx y Owen), se cuenta, sin dudas, entre los contradictores más lúcidos que tuvo la Escuela Austríaca, corriente de pensamiento económico-social que radicalizó y exacerbó el credo liberal hasta los extremos más insospechados del fundamentalismo de mercado y del individualismo egoísta-agonal.
En este 2024 se cumplen los ochenta años de la magnum opus de Polanyi, su obra más ambiciosa e influyente, su libro más logrado y conocido: La gran transformación (1944). En la página italiana de izquierdas Sinistrainrete, han publicado un interesante artículo del periodista Thomas Fazi con motivo de dicho aniversario. Lleva por título “La rivoluzione fallita di Karl Polanyi. L’ordine mondiale liberale sta crollando ancora una volta” y está fechado el martes 7 de mayo. Dado que la Escuela Austríaca hoy está en el candelero por la verborragia de la derecha libertariana, por la prédica «anarcocapitalista» o minarquista de demagogos e influencers como Javier Milei (talibanes distópicos del laissez faire y la “mano invisible”), nos parece conveniente difundir el texto de Fazi, más allá de que no coincidamos con sus simpatías estatistas, keynesianas y soberanistas; ni con el diagnóstico que resume el subtítulo, demasiado optimista y apresurado a nuestro entender. Por lo demás, dar difusión a un economista austríaco (austrohúngaro, mejor dicho) como Polanyi, detractor acérrimo de la Escuela Austríaca, no viene nada mal…
La traducción castellana no es nuestra. Se trata de una versión revisada y corregida de la que salió en la “Miscelánea 8/5/2024” de Carlos Valmaseda, para el sitio web de Salvador López Arnal.
Pocos pensadores del siglo XX han tenido una influencia tan duradera y profunda como Karl Polanyi. “Algunos libros se niegan a desaparecer: son sepultados bajo el agua pero emergen de nuevo y se mantienen a flote”, señaló Charles Kindleberger, historiador de la economía, sobre su obra maestra La gran transformación. Esto sigue siendo más cierto que nunca, 60 años después de la muerte de Polanyi y 80 años después de la publicación del libro. Mientras las sociedades siguen luchando contra los límites del capitalismo, el libro sigue siendo posiblemente la crítica más aguda del liberalismo de mercado jamás escrita.
Nacido en Austria en 1886, Polanyi creció en Budapest en el seno de una próspera familia burguesa de habla alemana. Aunque ésta era nominalmente judía, Polanyi se convirtió pronto al cristianismo o, más exactamente, al socialismo cristiano. Tras el final de la Primera Guerra Mundial, se trasladó a la Viena «roja», donde se convirtió en editor de la prestigiosa revista económica Der Österreichische Volkswirt (El economista austríaco), y en uno de los primeros críticos de la escuela neoliberal, o “austríaca”, de economía, representada por Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, entre otros. Tras la conquista nazi de Alemania en 1933, las opiniones de Polanyi fueron condenadas al ostracismo social y se trasladó a Inglaterra, y luego a Estados Unidos en 1940. Escribió La gran transformación mientras enseñaba en el Bennington College de Vermont.
Polanyi se propuso explicar las enormes transformaciones económicas y sociales de las que había sido testigo a lo largo de su vida: el final del siglo de «paz relativa» en Europa, de 1815 a 1914, y la posterior caída en la agitación económica, el fascismo y la guerra, aún en curso en el momento de la publicación del libro.
El autor atribuye estos trastornos a una causa fundamental: el auge del liberalismo de mercado a principios del siglo XIX, la creencia de que la sociedad podía y debía organizarse mediante mercados autorregulados. Para él, esto representaba nada menos que una ruptura ontológica con gran parte de la historia de la humanidad. Antes del siglo XIX, insistía, la economía humana siempre había estado «integrada» en la sociedad: estaba subordinada a la política, las costumbres, la religión y las relaciones sociales locales. La tierra y el trabajo, en particular, no se trataban como mercancías, sino como partes de un todo articulado: de la vida misma.
Postulando la supuesta naturaleza «autorregulada» de los mercados, el liberalismo económico anuló esta lógica. No sólo separó artificialmente «la sociedad» y «la economía» en dos esferas distintas, sino que también exigió la subordinación de la sociedad, de la vida misma, a la lógica del mercado autorregulado. Para Polanyi, esto “significa nada menos que el funcionamiento de la sociedad como un apéndice del mercado. En lugar de incorporar la economía a las relaciones sociales, las relaciones sociales se integran en el sistema económico”.
La primera objeción de Polanyi era moral y estaba inextricablemente ligada a sus convicciones cristianas: es sencillamente erróneo tratar los elementos orgánicos de la vida –los seres humanos, la tierra, la naturaleza– como mercancías, bienes producidos para la venta. Tal concepto viola el orden “sagrado” que ha regido las sociedades durante la mayor parte de la historia de la humanidad. “Incluir [el trabajo y la tierra] en el mecanismo del mercado es subordinar la sustancia misma de la sociedad a las leyes del mercado”, argumentaba Polanyi. Y en este sentido, era lo que podríamos llamar un «socialista conservador»: se oponía al liberalismo de mercado no sólo por motivos distributivos, sino también porque “atacaba el tejido de la sociedad”, rompiendo los lazos sociales y comunitarios y generando formas atomizadas y alienadas de individuos.
Esto se relaciona con el segundo nivel del argumento de Polanyi, que era más práctico: los liberales de mercado podrían haber querido separar la economía de la sociedad y crear un mercado completamente autorregulado, e hicieron todo lo que pudieron para lograrlo, pero su proyecto siempre estuvo condenado al fracaso. Sencillamente, no podía existir. Como escribe en el comienzo del libro: “Nuestra tesis es que la idea de un mercado autorregulado implica una burda utopía. Una institución así no podría existir durante mucho tiempo sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad; destruiría físicamente al hombre y convertiría su entorno en un desierto”.
Según Polanyi, los seres humanos siempre reaccionarán contra las devastadoras consecuencias sociales de los mercados desenfrenados y lucharán por volver a subordinar la economía, hasta cierto punto, a sus necesidades materiales, sociales e incluso «espirituales». Este es el origen de su argumento del “doble movimiento”: puesto que los intentos de separar la economía de la sociedad inevitablemente provocan resistencia, las sociedades de mercado están constantemente conformadas por dos movimientos opuestos. Por un lado, el movimiento de expansión constante del mercado y, por otro, el movimiento opuesto que se resiste a esta expansión, sobre todo en lo que respecta a las mercancías «ficticias», principalmente el trabajo y la tierra.
“Los intentos de separar la economía de la sociedad invitan inevitablemente a la resistencia”.
Esto nos lleva al tercer nivel de la crítica de Polanyi, que desmonta la visión liberal ortodoxa del surgimiento del capitalismo. Precisamente porque no hay nada natural en la economía de mercado, que es en realidad un intento de alterar el orden natural de las sociedades, nunca pudo surgir espontáneamente, ni autorregularse. Al contrario, el estado era necesario para imponer cambios en la estructura social y en el pensamiento humano que permitieran una economía capitalista competitiva. La proclamada separación entre estado y mercado es una ilusión, afirmaba Polanyi. Los mercados y el intercambio de mercancías forman parte de todas las sociedades humanas, pero para crear una “sociedad de mercado”, estas mercancías deben estar sujetas a un sistema más amplio y coherente de relaciones de mercado. Esto es algo que sólo puede lograrse mediante la coerción y regulación estatales.
“No había nada natural en el laissez faire; los mercados libres nunca podrían haber surgido simplemente dejando que las cosas siguieran su curso”, escribió. “El laissez faire fue planificado… [fue] impuesto por el Estado”. Polanyi no sólo se refería al “enorme aumento del intervencionismo continuo, organizado y controlado centralmente”, necesario para imponer la lógica del mercado, sino también a la necesidad de la represión estatal para contrarrestar la inevitable reacción –el contramovimiento– de quienes soportan los costos sociales y económicos de la perturbación: familias, trabajadores, agricultores y pequeñas empresas expuestos a las fuerzas perturbadoras y destructivas del mercado.
En otras palabras, el apoyo de las estructuras estatales –para proteger la propiedad privada, controlar las relaciones mutuas de los distintos miembros de la clase dominante, prestar servicios esenciales para la reproducción del sistema– era el requisito político previo para el desarrollo del capitalismo. Sin embargo, paradójicamente, la necesidad del liberalismo de mercado para el funcionamiento del estado es también la principal razón de su perdurable atractivo intelectual. Precisamente porque no puede haber mercados puramente autorregulados, sus defensores, como los libertarianos contemporáneos, siempre pueden argumentar que los fracasos del capitalismo se deben a la falta de mercados verdaderamente “libres”.
Sin embargo, incluso los enemigos ideológicos de Polanyi, los neoliberales como Hayek y Mises, eran perfectamente conscientes de que el mercado autorregulado es un mito. Como escribió Quinn Slobodian, su objetivo no era “liberar los mercados sino protegerlos, vacunar al capitalismo contra la amenaza de la democracia”, utilizando al estado para separar artificialmente lo «económico» de lo «político». En este sentido, el liberalismo de mercado puede considerarse un proyecto tanto político como económico: una respuesta a la entrada de las masas en la arena política desde finales del siglo XIX, como resultado de la extensión del sufragio universal, un desarrollo al que la mayoría de los liberales militantes de la época se opusieron con vehemencia.
Este proyecto se persiguió no sólo a escala nacional, sino también internacional, mediante la creación del patrón oro, que fue un intento de extender la lógica del mercado supuestamente autorregulado (pero en realidad impuesto) a las relaciones económicas entre países. Fue un temprano intento globalista de marginar el papel de los estados-nación (y de sus ciudadanos) en la gestión de los asuntos económicos. El patrón oro subordinaba de hecho las políticas económicas nacionales a las reglas inflexibles de la economía mundial. Pero también protegía el ámbito económico de las presiones democráticas que se iban acumulando a medida que el sufragio se extendía por Occidente, al tiempo que ofrecía una herramienta muy eficaz para regular el trabajo.
Sin embargo, el patrón oro impuso unos costos tan elevados a las sociedades, en forma de políticas deflacionistas destructivas, que las tensiones creadas por el sistema acabaron por implosionar. Primero asistimos al colapso del orden internacional en 1914, y de nuevo tras la Gran Depresión. Esta última desencadenó el mayor contramovimiento antiliberal que el mundo había visto jamás, ya que las naciones buscaron diferentes formas de protegerse de los efectos destructivos de la economía global «autorregulada», abrazando incluso el fascismo. En este sentido, según Polanyi, la Segunda Guerra Mundial fue una consecuencia directa del intento de organizar la economía mundial sobre la base del liberalismo de mercado.
La guerra seguía su curso cuando se publicó el libro. Sin embargo, Polanyi seguía siendo optimista. Creía que las violentas transformaciones que habían sacudido el mundo en el siglo anterior habían sentado las bases para la “gran transformación” definitiva: la subordinación de las economías nacionales y la economía mundial a la política democrática. Llamó a este sistema “socialismo”, pero su interpretación del término difería significativamente del marxismo tradicional. El socialismo de Polanyi no era sólo la construcción de una sociedad más justa, sino “la continuación de ese esfuerzo por hacer de la sociedad una relación típicamente humana entre las personas, que en Europa occidental siempre se ha asociado a las tradiciones cristianas”. En este sentido, también hizo hincapié en el “carácter territorial de la soberanía”, el estado-nación como condición previa para el ejercicio de la política democrática.
Según Polanyi, un mayor papel del gobierno no tiene por qué adoptar una forma opresiva. Al contrario, sostenía que liberar a los seres humanos de la lógica tiránica del mercado era una condición previa para “lograr la libertad no sólo para unos pocos, sino para todos”, libertad para que la gente empezara a vivir en lugar de limitarse a sobrevivir. Los regímenes socialdemócratas y capitalistas de bienestar implantados tras la Segunda Guerra Mundial, aunque distaban mucho de ser perfectos, representaron un primer paso en esa dirección. Desmercantilizaron parcialmente el trabajo y la vida social, y crearon un sistema internacional que facilitaba altos niveles de comercio multilateral al tiempo que protegía a las sociedades de las presiones de la economía global. En términos polanyianos, la economía fue, hasta cierto punto, «reintegrada» en la sociedad.
Pero esto acabó generando otro contramovimiento, esta vez de la clase capitalista. Desde la década del 80, la doctrina del liberalismo de mercado ha resucitado en forma de neoliberalismo, hiperglobalización y un renovado ataque a las instituciones de la democracia nacional, todo ello con el apoyo activo del estado. Mientras tanto, en Europa, se creó una versión aún más extrema del patrón oro: el euro. Una vez más, las economías nacionales se vieron obligadas a ponerse una camisa de fuerza. Al igual que en anteriores iteraciones del liberalismo de mercado, este viejo-nuevo orden empobreció a los trabajadores y devastó nuestra capacidad industrial, los servicios públicos, las infraestructuras vitales y las comunidades locales. Polanyi habría argumentado que era inevitable una reacción violenta, y de hecho se ha producido desde finales de la década de 2010, aunque ni siquiera las revueltas populistas del último decenio han logrado sustituir el sistema por un nuevo orden.
El resultado es que, al igual que hace un siglo, las contradicciones inherentes al “orden liberal internacional” están conduciendo de nuevo al colapso del sistema y a una dramática escalada de las tensiones internacionales. Si Polanyi viviera hoy, probablemente no sería tan optimista como cuando publicó su libro. No cabe duda de que nos encontramos en medio de otra “gran transformación”, pero el futuro que anuncia no podría estar más lejos del orden internacional democrático y cooperativo que imaginó.
Thomas Fazi