Ilustración: Angry Chickens, de William Reed. Fuente: Saatchi Art.
Nota.— Hace tiempo que no publicamos nada del intelectual marxista italiano Andrea Zhok, profesor de Filosofía Moral en la Università degli Studi di Milano, uno de los ensayistas más esclarecidos y originales en esta confusión babélica –diversa solo en apariencia– que llamamos posmodernidad. Zhok es una rara avis del pensamiento crítico y la parresía de izquierda, en guerra sin cuartel contra la sofistería hegemónica del neoliberalismo y la «corrección política» del progresismo, dos males que no siempre resulta sencillo distinguir.
Traducimos aquí uno de los últimos artículos que escribió para su blog: “Storia di un’involuzione: dalla politica strutturale al moralismo isterico”, con fecha 17 de abril del año pasado. Más allá de algunos excesos, chicanas y ambigüedades, nos parece un ensayo valioso para la reflexión y el debate.
Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no del autor.
Quienes deseen leer los demás textos de Zhok que hemos publicado, pueden hacerlo aquí. Confiamos poder traducir otros en los próximos meses, y también reseñar alguno de sus libros, como La miseria del progresismo: el problema de la naturaleza humana, editado en nuestro idioma por Letras Inquietas a principios de este año.
Reflexionaba el otro día acerca de cómo es posible que la capacidad operativa de una oposición política se haya extinguido y sea necesario reconstruirla prácticamente desde cero.
Dado que éste es, hoy, el problema de los problemas, y dado que, como todo proceso histórico, sus causas son múltiples, quiero detenerme brevemente en una sola causa, de naturaleza específicamente cultural.
La era de la democracia y de la oposición política desde abajo fue una época circunscrita que comenzó hacia mediados del siglo XIX, en la cual la lección marxiana desempeñó un papel fundamental. En concreto, la lección marxiana fue fundamental para entender, y hacer que la gente entendiera, cómo en el mundo moderno todo cambio de costumbre y opinión que se convierte en hegemónico tiene siempre una raíz primaria en la “estructura”, es decir, en la esfera de la producción económica y la concomitante gestión del poder.
Si en la descripción de lo que sucede, falta la conciencia de esta raíz estructural, si no se comprende cómo hay que situar el problema tratado en relación con los mecanismos de distribución –a menudo superpuestos– de la economía y el poder, se acaba perdiendo de vista la única esfera en la que se pueden mover las palancas causalmente decisivas.
Una vez recordado este hecho, el pensamiento no puede dejar de dirigirse a la distribución generacional de la conciencia política actual. Experiencias repetidas, desde recolecciones de firmas a debates públicos, pasando por mítines, apuntan a una visión concordante: la distribución generacional de la conciencia política sigue casi a la perfección una curva descendente. Los que muestran mayor urgencia por actuar con respecto a los resortes del poder son los de más edad, y a medida que se desciende en edad, las filas de los concienciados políticamente menguan, hasta casi desaparecer en la esfera de los jóvenes y muy jóvenes (digamos, la franja de 18 a 24 años).
Ahora bien, es importante señalar que esto no tiene precedentes históricos. Hasta hace poco, los jóvenes han formado parte de las filas de los «incendiarios», las universidades siempre han sido focos de protesta, la pasión política nacía en el umbral biográfico entre el estudio y la entrada al mundo laboral. Y esto es natural, porque el compromiso y la energía necesarios para una participación política crítica se encuentran más fácilmente en un veinteañero que en un sesentón; e igualmente, las limitaciones, las cargas y las responsabilidades crecen generalmente con la edad.
Así que la pregunta es: ¿qué nos ha pasado?
Para obtener una pista, basta con echar un vistazo al activismo político juvenil, que de hecho sigue existiendo, pero cuya forma es instructiva. Es interesante observar en qué temas se centra hoy ese activismo. Una breve inspección sacará a la luz:
1) Un ecologismo centrado en el cambio climático;
2) Cuestiones de identidad de género, violencia de género, igualdad de género, autodeterminación de género, lenguaje de género;
3) Animalismo disneyano y prácticas alimentarias autoflagelantes (veganismo, laudatorias de la carne sintética y las harinas de insectos, etc.);
4) para los atrevidos, algunas apelaciones a los “derechos humanos” en una versión muy selectiva (donde por cierto, las violaciones se producen todas y sólo en los enemigos de Estados Unidos).
Lo que es esencial subrayar es cómo, por el contrario, puede existir y existe:
1) un auténtico ecologismo «estructural»;
2) una conciencia histórico-estructural de la división sexual del trabajo (y de sus consecuencias en términos de costumbres);
3) un análisis de las formas de «cosificación» de la naturaleza sensible (los animales) en la industrialización moderna;
4) una conciencia política de la explotación y violación de la naturaleza humana.
Y en cada uno de estos casos, es posible reconocer problemas reales situándolos en el marco general de los procesos de producción económica y distribución del poder en el mundo contemporáneo.
Pero nada de esto forma parte mayoritariamente del activismo político juvenil, que en cambio recibe su agenda «contestataria» desde arriba, en un formato rigurosamente esterilizado de sus implicaciones estructurales.
En otras palabras, los recintos en los que ejercer su contestación, y las formas en las que identificar los problemas, son arrojados desde alturas inescrutables, a través del aparato mediático y del adoctrinamiento escolar y universitario. Se crean así cómodas burbujas de contestación, con el certificado de bondad progresista proporcionado por fuentes acreditadas.
El antiguo sistema de control social alternaba la represión violenta de los focos juveniles con conflictos bélicos periódicos en los que dejarles descargar su ira; el nuevo sistema de control, en cambio, ya proporciona campamentos equipados donde llevar a cabo falsas revoluciones con espadas de cartón, en islas sin comunicación con el continente donde el poder real hace de las suyas.
Este proceso de construcción de recintos artefactuales, carentes de anclaje estructural, no es nuevo, sin embargo, y es un error centrarse hoy sólo en los jóvenes. Es un proceso que comenzó al menos en la década del 80, que simplemente se ha ampliado y perfeccionado con el tiempo. Todo el esfuerzo conceptual realizado por el pensamiento marxiano (en parte ya hegeliano), y luego desarrollado a lo largo de más de un siglo, ha sido borrado con la lavandina del nuevo poder mediático.
Hoy, estas agendas «políticas» cuidadosamente emasculadas se difunden y hacen oír sus características voces estridentes, de las que luego se hacen eco –quizá benévolamente regañadas en algún exceso, pero en última instancia bendecidas– los portavoces del poder.
Hemos recaído así en un análisis de la historia, la política y la geopolítica que, ajeno a cuáles son los verdaderos resortes del poder, se dedica en cuerpo y alma a lecturas moralizantes del mundo, la crónica policial, al escándalo biempensante, a lo políticamente correcto, al gossip [cotilleo] político.
Proliferan y prosperan lecturas geopolíticas donde Putin es el mal y los rusos son ogros; lecturas sociales donde los críticos de las diversas ideologie gender son homofóbicos abominables; donde quien no acata la orden de abrazar un chino es “fascista”, y quien lo abraza tras una contraorden es “estalinista”; lecturas ecologistas donde la gente pintarrajea los museos porque “no hay un minuto que perder”, antes de volver a casa en un Chrevrolet de alta gama para jugar en el Smart TV de 88 pulgadas; etc., etc.
Esta infantilización del análisis histórico-político hace fatalmente impotente cualquier «activismo» que examine el mundo como si en su centro estuviera el reparto de adjetivos morales. Y cuando alguien les señala que todo ese graznido histérico ni siquiera produce escozor en el poder, que por el contrario aplaude, ya tienen preparado otro atributo moral: eres un cínico.
La compartimentación de la protesta según recintos ideológicos preparados de antemano produce, además de un efecto de impotencia sustancial, una pérdida total de equilibrio y de capacidad para evaluar las proporciones de los problemas. Cada uno de estos juegos ideológicos cercados aparece, para quienes participan a ellos, como un universo, el único punto de vista desde el cual todo el mundo se ve mejor. Y esto genera una susceptibilidad demencial en los frecuentadores de esos recintos, porque invierten toda su energía y su pasión en ese campo cuidadosamente delimitado: hay gente que pasa dos veces al día por delante de la anciana que se muere de hambre en el departamento de al lado, pero se sobresalta con los ojos inyectados en sangre si utilizas un pronombre de género mal visto; hay gente que se indigna por las violaciones de los derechos humanos en Bielorrusia (país que nunca ha pisado), y luego te explica que está bien despedir a los novax [antivacunas] y privarles de atención hospitalaria; hay incluso estudiantes que reivindican la meritocracia y luego votan a [Carlo] Calenda [un político liberal de Italia].
En definitiva, el panorama es el siguiente: mientras el poder real nos aconseja resiliencia, porque si adoptas la forma de la bota que te pisa sufres menos; mientras nos aconseja no tener hijos y no jubilarnos, por el bien del futuro; mientras nos explica cada día que hay que tener flexibilidad para trabajar donde te necesitan, y que hay que dejar de viajar porque arruinas el clima; mientras te mea en la cabeza, explicándote que así ahorras dinero en la ducha; mientras sucede todo esto y mucho más, las famosas “masas” se pelean furiosamente por respetuosos asteriscos, la imperiosa urgencia del antifascismo y los derechos de los espárragos.
Porque ninguna injusticia quedará impune.
Andrea Zhok