Fotografía: www.lindiependente.it
Nota.— Valeria Parrella (1974) es una de las escritoras más destacadas de la Italia actual. Novelista, dramaturga y cuentista, ha publicado una veintena de libros, como Per grazia ricevuta (2005), Lo spazio bianco (2008) y Antigone (2012); varios de ellos traducidos al inglés, francés, alemán, árabe y otros idiomas. Es particularmente reconocida y valorada como autora de microrrelatos y cuentos breves (sin excluir la literatura infanto-juvenil), y también por su mirada sociocrítica e interseccional, que pone en discusión los estereotipos y mandatos sexistas, la desigualdad de clase y los conflictos intergeneracionales.
Vive en Nápoles, la ciudad donde nació y se crio, y donde cursó todos sus estudios (que incluyen una licenciatura en letras clásicas y una especialización en lenguaje de señas por la Università degli Studi di Napoli Federico II). Allí también están ambientadas la mayoría de sus obras narrativas y teatrales. Su prosa es sencilla, visceral y tragicómica, como la idiosincrasia de sus personajes, típicamente del Mezzogiorno (sur de Italia). Es la suya, además, una narrativa en la que abundan protagonistas mujeres o niñas, y donde la perspectiva y sensibilidad de género ocupan un lugar primordial, igual que la tematización crítica de las injusticias sociales y las tensiones entre infancia/adolescencia y adultez.
Muy poco de la literatura de Parrella está disponible en castellano. Unos cuantos años atrás, la editorial española Siruela publicó una antología propia de relatos cortos: Lo que ya no recuerdo y otros cuentos (2007). Fuera de este libro, no hay nada más, al menos que sepamos. Ninguna de sus novelas, ninguna de sus obras dramáticas, ninguna de sus otras recopilaciones de cuentos ha sido traducida aún.
Ofrecemos aquí una breve ficción para jóvenes –y también para mayores– de la escritora napolitana. Se titula “La tana dei falchi”, y data de hace veinte años. La autora lo redactó para un certamen de su país, “Scritture giovanili 2004”. Ella estaba comenzando entonces su carrera literaria (en 2003 había publicado su ópera prima, Mosca più balena, una recopilación de cuentos).
La traducción es nuestra. Lleva por título “La guarida de los halcones“.
“No entiendo cómo puede gustarte. Y no es por la historia de que eres niña y que estos son juegos de niños, ¿entiendes? Tú tienes gustos de niño, pero yo nunca te lo he echado en cara… Sólo que esta vez me parece horrible. No entiendo cómo puede gustarte”.
Irene caminaba rápido, al paso de su madre.
Al final, el proceso de la petición había tomado un atajo y había requerido menos valor que de costumbre, menos insistencia que de costumbre para conseguirlo.
Lo había visto el día anterior, en el pasillo, frente al quinto grado. El niño lloraba y aplastaba uno con su mano derecha. Bajo la presión se deformó y soltó un líquido fluorescente y pegajoso. Era precioso.
“No llores –había intentado Irene–, tienes un monstruo precioso…”.
En el almuerzo, le había contado la escena a su madre, y ella había encontrado generoso y educado cómo su hija había intentado que el niño viera el lado bueno de la situación.
Pero Irene llevaba horas sin pensar en el niño. Lo que realmente le interesaba era el monstruo. Al principio, ni siquiera había pensado que ella también podía tener uno: lo recordaba en una luz de ensueño que poco tenía que ver con las posibilidades reales.
Recordaba que era hermoso, que era especial. Porque si lo apretabas, los ojos se le salían de las órbitas; y cuando apenas lo soltabas, volvían de nuevo a su lugar. Además, era demasiado verde para ser terrestre; y ese líquido gelatinoso, demasiado fluorescente para ser sangre.
Su madre la había malinterpretado, dándole la clave para el siguiente movimiento. Había dicho: “¿Estás obsesionada? No pienses que te voy a comprar todo lo que quieres: es una forma de actuar poco educada y si las mamás de tus compañeros lo hacen, a mí no me importa, ¿entiendes?”.
Irene había entendido: había descubierto que podía tener esa cosa, pero que a la larga se convertiría en una mujer maleducada.
Por la tarde, su mano derecha se apretaba lentamente en un puño, sin que ella se diera cuenta, concentrada en el recuerdo. El niño le había prestado un poco el monstruo, pero nunca lo había soltado del todo: seguía agarrándolo de una pata. Irene tiraba de las otras cuatro en direcciones opuestas, fascinada por las articulaciones que se angostaban hasta volverse transparentes, sin llegar a romperse. El niño había dejado de llorar.
“Es para chicos”, había explicado, pero Irene no acusó recibo.
“Es realmente hermoso”, le había dicho asintiendo con la cabeza como hacía su madre. Luego había vuelto a clase.
El resto del día había transcurrido así, hasta que, a la hora de la cena, justo antes del telediario, mostraron un anuncio publicitario.
“Apágalo”, había dicho la madre, “no se ve la televisión en la mesa”.
El padre había ido a apagarla y encontró a Irene roja de emoción.
“Papá, viene con las galletitas”.
“¿Pero qué cosa?”.
“El monstruo”.
Caminaba rápido, al paso de su madre.
“A ti te parece gratis, es normal… Pero aun así tengo que comprarte las galletitas… ¡y pobre de ti si no te gustan y no te las comes!”.
Claro, ahora todavía estaba en camino, y la mamá que se quejaba de ella. Pero pronto estuvo en el bar, y allí se encontraba la amiga de mamá, lista junto a la caja para pagar los primeros dos cafés del día, y en la gran vitrina contra la pared, las galletitas, y en el paquete de galletitas, su monstruo. Podía salir amarillo, naranja o verde.
Era la semana en que a Marika le tocaba pagar el café. Marika se llamaba María, pero solo lo sabía su madre, que era su amiga íntima. Ningún otro compañero de trabajo debía saberlo. Tomaban el café juntas, luego dejaban a Irene en la escuela y se iban a la oficina.
Esta mañana, Marika estaba nerviosa: en lugar de esperarlas como siempre en la caja o en el mostrador, estaba en la puerta del bar haciendo gestos de impaciencia con las manos. Algo iba mal esta mañana. Había una extraña agitación entre los clientes: el camarero no se concentraba en la máquina de café, sino que miraba continuamente a la puerta y el cajero rezongaba abiertamente.
“Buenos días, Giovanni: dos cafés. Giovanni, ¿estás encubriendo a los ladrones ahora?”.
Marika había bajado la voz. Giovanni también.
“Doctora, pero ¿qué dice? Estos son policías… Están de civil: son los halcones. Están vigilando los robos en la vereda de enfrente. Tienen que esconderse porque solo pueden arrestar con las manos en la masa, ¿entiende? Y me causan esta molestia a mí, que los clientes están todos nerviosos”.
Irene estaba seriamente preocupada por sus planes.
“Mamá, también las galletitas…”.
“Irene, pero ¿qué dices? ¿Te tiene que comprar Marika las galletitas? Giovanni, por favor: ese paquete de galletitas, un cobro aparte”.
“¿Y desde cuándo esta señorita quiere galletitas por la mañana?”.
“Desde que vienen con monstruos… Le gustan los juegos de chicos”.
“Da igual, señora. A esa edad, chicos o chicas son lo mismo”.
Pero Irene ahora no era ni un chico ni una chica. Era un monstruo naranja que se arrastraba verticalmente por el mostrador del bar, pegaba las patas al mármol mojado, se escondía detrás de la azucarera, esquivaba los platillos, caía. Se levantaba y con una pata aún en el suelo, alzaba la cabeza hasta la rodilla de su madre. Desde el espejo vigilaba a los halcones escondidos entre la puerta del baño y el refrigerador de helados. Vomitaba un líquido gelatinoso y fluorescente por los ojos.
“No lo sé: veo algo violento en estos juguetes. No entiendo: los destrozas, los aplastas… Todas cosas que no se hacen con las muñecas…”.
“Bueno, Simona, pero no exageres. A mí tampoco me gustaban las muñecas, yo siempre jugaba con los bloques de construcción”.
“Precisamente, más razón me das: las construcciones son creativas. Tienes que seguir reglas para que la torre se sostenga. Son… son… educativas. Marika, dime, ¿qué hay de educativo en este horror?”.
Fue mientras dejaban las tazas vacías en los platillos que los halcones salieron disparados de su guarida, y se lanzaron a la calle. Mientras en la vereda de enfrente se producía un robo, los halcones habían derribado del scooter al chico que esperaba cerca del bar con el motor encendido, listo para alejarse en cuanto el robo terminara.
Ahora lo arrastraban por el umbral. El carterista, por su parte, habiendo intuido el peligro, intentó huir hacia un callejón, pero fue detenido por otros dos halcones apostados en otra guarida. El cajero gritaba.
“¡Aquí no, por favor, aquí no!”.
También el chico, que parecía no entender lo que estaba pasando, gritaba.
“Pero yo estaba esperando a mi novia, ¿qué han entendido…?”.
Uno de los halcones lo había silenciado con un puñetazo en el estómago, obligándolo a arrodillarse en el suelo. El chico no se quejaba. La segunda vez que intentó decir algo, le llegó una patada en la cara y mientras el ceño se le hinchaba, una sangre oscura empezó a correrle por la fosa nasal derecha y el labio. Entonces giró los ojos hacia el interior del local, buscando la mirada de alguien.
Hasta ese momento, los clientes habían permanecido hipnotizados por el espectáculo, pero ahora miraban hacia otro lado, incluso la mamá, incluso Marika. Incluso el camarero no lo miraba, pero le hablaba en voz baja mientras pasaba el trapo por el mármol.
“Te conviene quedarte callado ahora, si no, vas a terminar como el año pasado”.
Sólo Irene le mantenía la mirada fija, viendo cómo la chaqueta se le manchaba de sangre terrestre, y escondía el monstruo naranja en el pliegue de su abrigo para no asustarlo:
“Tú no mires –repetía en voz muy baja–, ¿me dices qué hay de educativo en este horror?”.
Valeria Parrella