Frente de la escuela Marcelino Blanco, La Paz, provincia de Mendoza, Argentina. Fotografía publicada en www.elindependiente.com.ar
La noticia de una adolescente cuyana de catorce años oriunda de La Paz, provincia de Mendoza, que el miércoles pasado, 10 de septiembre, llevó a su escuela secundaria una pistola de 9mm (presuntamente de su padre, un comisario de San Luis), disparó tres tiros al aire y se atrincheró durante varias horas –el establecimiento fue rápidamente evacuado– hasta aceptar entregarse a los agentes policiales, causó un gran impacto en los medios y la sociedad. No solo en la región de Cuyo, sino en todo el país. La información es confusa, contradictoria. Han circulado varios rumores y versiones periodísticas, como que habría amenazado a estudiantes y personal del colegio, o buscado a una profesora con intención de agredirla o pedirle contención. La prensa hegemónica provincial y nacional cubrió el “nuevo suceso policial” (o “hecho de inseguridad del momento”) a su manera, es decir, con morbo sensacionalista y moralina biempensante, muy superficialmente, sin contexto, sin un análisis crítico-estructural, sin una perspectiva psicosocial, sin empatía, sin sensibilidad, alimentando por enésima vez el estereotipo del «monstruo» juvenil y criminal, la maledicencia prejuiciosa contra docentes «incompetentes» y familias «irresponsables», y también –por supuesto– la indignación punitivista: “hace falta mano dura”, “el que las hace, las paga”, etc. etc.
Las redes sociales –cada vez más cloacales– no fueron ajenas a toda esta tendencia, desde luego. Sin embargo, en medio de tanta podredumbre y pestilencia, hallamos un posteo en Facebook que nos pareció una bocanada de aire fresco, una breve pero lúcida prosa de reflexión a contracorriente, firmada por Gerardo Bustamante, con fecha 10 de septiembre. Nos contactamos con el autor y le propusimos que ampliara su escrito para publicarlo el domingo en Kalewche como artículo. Afortunadamente nos dijo que sí.
Gerardo Bustamante es licenciado en Educación y profesor en Ciencias Sagradas y Filosofía, además de técnico superior en Psicología Social y Consultoría Psicológica. Nació en 1976 en Mendoza, provincia donde siempre ha vivido. Preside la Asociación Otro Mundo Posible y es vicepresidente de la Asociación de los Trabajadores de la Psicología Social (ADETEPS). Es también obispo del Centro Cristiano Internacional ANAWIN de la Comunión Anglicana Libre Internacional, un movimiento religioso de vocación progresista y ecuménica entroncado en la Teología de la Liberación, que busca –citamos las palabras del propio Gerardo– “prolongar el proyecto de Jesús haciendo visible hoy el Reino de Dios como experiencia de justicia, amor, fraternidad e igualdad. Este camino se concreta en la opción por los pobres, la defensa de la dignidad humana y la denuncia profética de toda forma de opresión y exclusión”. En el ámbito de la producción teológica y literaria, fue ganador del Concurso de Páginas Neobíblicas de la Agenda Latinoamericana 2014 por su texto Carta a Simón. En el plano político, milita en el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST), dentro del Frente de Izquierda y de los Trabajadores – Unidad (FITU). Es candidato a concejal en los próximos comicios legislativos de octubre por el departamento de Guaymallén. Asimismo, a nivel gremial, participa en la agrupación Alternativa Docente, integrada al frente Fuerza Colectiva para las elecciones del SUTE.
Agradecemos profundamente a Gerardo su amable, esmerada y celerísima colaboración con nuestra sección cuyana Balsa de Totora. Esperamos publicar nuevos textos suyos en el futuro, porque el materialismo ateo –al menos el nuestro– no tiene ningún monopolio sobre la crítica de la sociedad capitalista, y porque flaco favor le haríamos al librepensamiento y al humanismo laico de izquierdas marginando de nuestro espacio –que asumimos libre, igualitario y fraterno, en las antípodas de todo dogmatismo arrogante y sectario– a camaradas creyentes de la gran familia socialista con quienes tenemos acuerdos políticos y éticos fundamentales.

La Paz es un pequeño y apacible pueblo del este de Mendoza, a unos 140 kilómetros de la capital provincial, con apenas trece mil habitantes. Sus calles tranquilas, sus casas bajas y la vida cotidiana de vecinos que se conocen entre sí lo han mantenido durante décadas casi invisible para los titulares. Su propio nombre parece condensar ese talante sereno. Sin embargo, fue allí, en la escuela Marcelino Blanco, donde una adolescente de catorce años ingresó con un arma, realizó disparos al aire y se atrincheró, alterando de golpe la calma del lugar. Lo que en otros contextos podría verse como un hecho aislado, en un pueblo que se percibía inmune a la violencia resuena con una fuerza particular y obliga a mirar de frente los silencios, carencias y tensiones que laten bajo la superficie de comunidades aparentemente pacíficas.
Las primeras reacciones corrieron por los carriles previsibles. Algunos señalaron a la estudiante como violenta y otros culparon a la docente de maltrato. Ambas lecturas resultan insuficientes porque reducen un hecho complejo a un problema de carácter individual. Desde la psicología social, siguiendo el pensamiento de Pichon-Rivière, sabemos que no hay sujetos aislados, ya que toda persona es un sujeto situado y atravesado por su contexto. La escuela no es una fortaleza apartada ni un recinto blindado. Se asemeja más bien a una membrana viva que respira y deja pasar todo lo que ocurre alrededor. Por ella circulan las tensiones, los miedos y los conflictos de la comunidad.
La fotografía de un baño escolar (ver arriba) actúa como una revelación silenciosa de la otra cara de la realidad. Más que un dato escandaloso, se convierte en una clave para leer el hecho con profundidad. Un inodoro incompleto y una puerta carcomida por la humedad, sostenida de manera frágil por un palo que intenta impedir su caída y el peligro de herir a quien la use, hablan con más elocuencia que cualquier discurso oficial sobre “calidad educativa”. Esa imagen concentra una precariedad estructural: docentes exhaustos, salarios que se diluyen, edificios sin mantenimiento y aulas improvisadas. Sobre todo, invita a mirar más allá del episodio puntual y a comprender que la violencia no surge únicamente de una historia personal ni de un conflicto aislado, sino de un sistema que considera la educación un gasto prescindible y expone a la escuela a tensiones sociales, económicas y políticas que se entrecruzan a diario.
La violencia que estalla en un hecho como el de Mendoza no puede analizarse al margen de una violencia estructural que se acumula día tras día. Despidos masivos, jubilados condenados al hambre, pérdida dramática del poder adquisitivo de los trabajadores y de las familias, derechos de las personas con discapacidad recortados, represión a quienes defienden el agua, reformas laborales que buscan flexibilizar la vida del trabajador, desfinanciamiento educativo, aumento de la pobreza, hambre creciente que golpea a miles de niños y familias enteras en la calle conforman un paisaje de desesperanza. Estas condiciones sociales, económicas y políticas no son un telón de fondo neutro; se filtran en la vida cotidiana y preparan el terreno para que el dolor se exprese en los lugares menos pensados.
Zygmunt Bauman habló de una cultura del miedo que define la vida contemporánea. El temor deja de ser una alarma ocasional para convertirse en un modo de estar en el mundo. Se teme a la inseguridad, a la pérdida del empleo, a la diferencia, y ese miedo alimenta el odio y la desconfianza. Norbert Lechner, al reflexionar sobre las dictaduras del Cono Sur, observó cómo el miedo social desarma la acción colectiva y empuja a buscar orden a cualquier precio. Esa necesidad de control refuerza el poder de quienes gobiernan y debilita la democracia. En Mendoza, el anuncio oficial de avanzar con cambios en el Código Contravencional para responsabilizar penalmente a las familias en casos como el registrado en la escuela Marcelino Blanco, se inscribe en esta lógica punitiva. La medida traslada el problema a los padres, los coloca en el banquillo y, al mismo tiempo, evita interrogar sobre las raíces del malestar.
A la cultura del miedo se suma lo que Anzaldúa Arce llama socialización de lo ominoso. La violencia deja de ser un suceso extraordinario y se convierte en una presencia difusa que se interioriza en la infancia y la adolescencia. Las y los estudiantes crecen con la percepción de que el peligro es constante y que el otro puede ser una amenaza. Esa experiencia mina la confianza y rompe los vínculos de solidaridad. En este contexto, la escuela deja de ser el refugio de otras épocas y se transforma en un lugar donde lo que ocurre en el barrio, en la economía o en la política se hace visible y a veces estalla.
Aquí se enlaza otra dimensión clave, la cultura de la violencia que se expresa no solo en los productos mediáticos o en los modos de entretenimiento, sino también en el discurso político. Este discurso, cuando se vuelve violento, normaliza la agresión y legitima el abuso en nombre del orden, generando un ambiente hostil que termina impactando en la escuela, donde lo frágil siempre estalla. Cuando la dirigencia recurre a la descalificación y la amenaza como herramientas de gestión, transmite a toda la sociedad el mensaje de que la fuerza es una vía legítima para resolver diferencias. Esa pedagogía de la agresión se filtra en la vida escolar y refuerza la idea de que la palabra y el diálogo carecen de valor.
Bauman también habla del precariado, una amplia franja social que vive en inseguridad permanente. No se trata solo de pobreza material, sino de la imposibilidad de planificar el futuro y de sentirse parte de una comunidad protegida. Las niñas y los niños que crecen en ese entorno, sin recursos para simbolizar el sufrimiento, tienen más probabilidades de que su dolor se exprese en actos de violencia. No es una justificación, sino una invitación a comprender que las conductas individuales son apenas la punta de un iceberg social.
La escuela porosa, descrita por González Villarreal, es un territorio donde confluyen diversas formas de violencia. Algunas nacen en su interior, como el acoso, y otras llegan desde afuera, como la incertidumbre de un despido, las carencias estructurales o la agresividad política. La respuesta no puede limitarse a más vigilancia, más presencia policial o más castigos. Los programas de seguridad y las sanciones disciplinarias quizá contengan episodios, pero no modifican las causas profundas. Se necesita un enfoque que vaya más allá del control, que abra espacio a la palabra, al trabajo comunitario y a la construcción de vínculos capaces de devolver el sentido de pertenencia.
Lo que ocurrió en Mendoza no es un relámpago en cielo sereno. Es el síntoma de una sociedad que ha naturalizado el miedo, la precariedad y la exclusión. Mientras no se enfrenten las raíces de esta violencia sistémica, episodios similares seguirán apareciendo. Podemos organizar charlas en las aulas y capacitar a los docentes, pero si no se transforma el modelo que produce miseria y frustración, esos esfuerzos serán apenas un maquillaje.
La pregunta que nos deja este hecho es si tendremos la lucidez y el coraje de reconocer que la verdadera violencia no reside en una adolescente que un día llevó un arma a la escuela, sino en un sistema que precariza la vida y convierte a la educación en un espacio en ruinas. Ese baño fotografiado, más que un detalle escandaloso, es un espejo de lo que hemos permitido. Solo una ciudadanía consciente, capaz de mirar de frente esa imagen, podrá abrir caminos distintos y transformar la conflictividad en energía creativa y no en destrucción.
Gerardo Bustamante