Fotografía: Thelonious Monk tocando el piano en vivo, acompañado por el saxofonista Charlie Rouse. Palo Alto High School, norte de California, 1968. Fuente: New York Times.
Es la hora 21:00 del domingo 27 de marzo de 1966 en Ginebra. Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, Claude Tarnaud y Henriette “Gibbsy” de Champrel están sentados en la “fila cinco al centro” del teatro Victoria Hall de la ciudad sede de la ONU, atiborrados de whisky, vino blanco, fondue de queso, y martirizados por las “hormigas de la alegría”. Como Héctor Servadac, el personaje de Verne, los cuatro amigos se aprestan a enfrentar las consecuencias de lo que promete ser una catástrofe terrestre. Pero en este caso, el meteorito que está por colisionar con la Tierra y que amenaza con desprender una parte de ella –el teatro y sus alrededores– y lanzarla al espacio, se llama Thelonious Monk.
Cortázar, que desde hacía menos de un año se había mudado junto a Bernárdez a Saignon, una pequeña y pintoresca aldea provenzal (en la actualidad cuenta con menos de mil habitantes), se encontraba en aquel momento trabajando como traductor para las “Naciones Desunidas” –como llamaba a la ONU– en Ginebra, al igual que su amigo, poeta y melómano Claude Tarnaud; y la mujer de éste, “Gibbsy”. Los amigos, que compartían la pasión por el jazz, no desaprovecharon la oportunidad para escuchar en vivo al cuarteto de Monk que se presentaba en la ciudad suiza. De noche era el trabajo; de día, la vida. El combo de jazz estaba compuesto por los enormísimos cronopios Thelonious Monk en el piano, Charlie Rouse en el saxo tenor, Larry Gales en el contrabajo y Ben Riley en la batería. De esa visita nacerá el texto que presentamos a continuación, y que forma parte del libro-collage La vuelta al día en ochenta mundos (1967), que el escritor compuso al alimón con el artista plástico Julio Silva, responsable de la selección de viñetas, ilustraciones y fotografías del volumen: el relato breve “La vuelta al piano de Thelonious Monk”.
Estamos ante un intento de recuperación literaria de la experiencia artística en su momento de éxtasis, de comunión mística entre los músicos, por un lado; y entre el cuarteto y el público, por el otro. Pero “a rose is a rose is a rose” y Cortázar sabe que la experiencia como totalidad es inefable: la narración de lo vivido no logra transmitir la experiencia misma; leer o escuchar sobre un suceso no equivale a haberlo experimentado. Hay una inconmensurabilidad radical entre la experiencia y el lenguaje. Como bien observó Hegel, el lenguaje –que para él es lo mismo que decir el pensamiento– sólo es capaz de expresar lo universal y, cuando se aplica a lo singular, sólo logra transmitir lo que de universal reside en lo singular. Y para Hegel sólo lo universal es lo verdadero –y viceversa–. Por lo tanto, no es necesario que nos pongamos posmodernos y de manera apresurada decretemos el solipsismo y la imposibilidad ontológica de entablar una verdadera comunicación con el otro, ya que lo que hay de universal y de verdad en la vivencia del escritor y sus amigos sí que es transmisible y, de hecho, lo que aconteció aquella noche de 1966 llega, de alguna manera, hasta nosotros. Lo que sucede es que el lenguaje no opera sobre el vacío, sino sobre la materialidad de nuestras propias experiencias presentes y pasadas: no nos cuesta aprehender la comunión mística en torno al hecho artístico porque nosotros mismos la hemos experimentado en otras oportunidades. Quisiera justificar el uso de este giro, para que no se preste a confusión. Si llamo “mística” a esa participación en lo común que sucede entre los músicos (y entre los músicos y el público), es porque las razones para que ello ocurra tienen que resultar ajenas para los “no iniciados en el misterio”, es decir, para quienes no participan/disfrutan del concierto. Es “el misterio mismo de su trinidad”, cuando contrabajo, batería y saxo suenan juntos; es el “inmenso corazón donde laten todas nuestras sangres”, de los músicos y los espectadores.
La historia que nos narra Cortázar produce una doble evocación en sus lectores. Por un lado, nos permite traer a la memoria experiencias similares vividas por nosotros y comprender así el misterio de lo que sucedió aquella velada, por medio de la rememoración de vivencias análogas. Por el otro, al no ser un mero relato objetivo de un suceso, sino una re-creación poética del mismo, el lector entra en comunión mística con el autor y con una comunidad real o potencial de lectores. Siguiendo la lectura que nos propone Fernando Lizárraga de este relato (ver acá), podemos decir que los músicos de jazz se autorrealizan en cuanto participan de un proyecto colectivo que los excede como individuos, pero –visto desde el otro lado–, en tanto se autorrealizan como músicos, producen un tipo de obra que no podrían realizar de forma individual, que supone una superación dialéctica de cualquier producción individual, esto es, que no los hace desaparecer en el seno de la totalidad, sino que les permite brillar y destacarse como no podrían hacerlo si tocaran solos. La libertad de los otros no puede ser comprendida, entonces, como un límite externo de mi propia libertad, sino como una ampliación del campo en el que mi libertad puede desplegarse. Como Hegel nos enseñó, la libertad sólo es posible en el seno de una comunidad de individuos libres. Sólo la estrechez de miras del individualismo liberal burgués puede pensar a la comunidad como una amenaza para la libertad individual, como si esta pudiera existir antes y por fuera de la comunidad. La comunión de los músicos de jazz –no sólo de este cuarteto en particular– consiste en la realización de una obra común que les sirve de marco donde ejercer su libertad por medio de la improvisación, a la vez que contribuyen individualmente a una obra superadora de las limitaciones individuales. Esta sinergia, en la que el todo es superior a la suma de las partes, es la que caracteriza a toda comunidad de iguales. El segundo éxtasis o comunión del arte, es el que experimentamos al leer el texto y aceptar entrar en el juego que nos propone Cortázar y dejarnos llevar (que en cierta medida es el mismo en el que entran los espectadores del concierto): el aerolito se metamorfosea en un enorme oso con birrete; el piano es el panal del que el oso obtiene la miel que se consume en comunidad; el oso que tanto se vuelve capitán, como entrega el mando para que la nave se aventure por otros derroteros; los músicos que ingresan y emergen de las sombras según las circunstancias lo requieran, que son al mismo tiempo uno para todos, como todos para uno.
Nicolás Torre Giménez
LA VUELTA AL PIANO DE THELONIOUS MONK
(Concierto del cuarteto de Thelonious Monk en Ginebra, marzo de 1966)
En Ginebra de día está la oficina de las Naciones Unidas pero de noche hay que vivir y entonces de golpe un afiche en todas partes con noticias de Thelonious Monk y Charles Rouse, es fácil comprender la carrera al Victoria may para fila cinco al centro, los tragos propiciatorios en el bar de la esquina, las hormigas de la alegría, las veintiuna que son interminablemente las diecinueve y treinta, las veinte, las veinte y cuatro, el tercer whisky, Claude Tarnaud que propone una fondue, su mujer y la mía que se miran consternadas pero después se comen la mayor parte, especialmente el final que siempre es lo mejor de la fondue, el vino blanco que agita sus patitas en las copas, el mundo a la espalda y Thelonious semejante al cometa que exactamente dentro de cinco minutos se llevará un pedazo de la tierra como en Héctor Servadac, en todo caso un pedazo de Ginebra con la estatua de Calvino y los cronómetros de Vacheron & Constantin.
Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío, y desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte de jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en las sirtes, y cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria may con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.
Pero eso no se explica: A rose is a rose is a rose. Se está en una tregua, hay intercesor, quizá en alguna esfera nos redimen. Y luego, cuando Charles Rouse da una paso hacia el micrófono y su saxo dibuja imperiosamente las razones por las que está ahí, Thelonious deja caer las manos, escucha un instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se levanta hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose del taburete se apoya en el borde del piano marcando el ritmo con un zapato y el birrete, los dedos van resbalando por el piano, primero al borde mismo del teclado donde podría haber un cenicero y una cerveza pero no hay más que Steinway & Sons, y luego inician imperceptiblemente un safari de dedos por el borde de la caja del piano mientras el oso se hamaca cadencioso porque Rouse y el contrabajo y el percusionista están enredados en el misterio mismo de su trinidad y Thelonious viaja vertiginosamente sin moverse, pasando de centímetro en centímetro rumbo a la cola del piano a la que no se llegará, se sabe que no llegará porque para llegar le haría más tiempo que a Phileas Fogg, más trineos de vela, rápidos de miel de abeto, elefantes y trenes endurecidos por la velocidad para salvar el abismo de un puente roto, de manera que Thelonious viaja a su manera, apoyándose en un pie y luego en otro sin salirse del lugar, cabeceando en el puente de su Pequod varado en un teatro, y cada tanto moviendo los dedos para ganar un centímetro o mil millas, quedándose otra vez quieto y como precavido, tomando la altura con un sextante de humo y renunciando a seguir adelante y llegar al extremo de la caja del piano, hasta que la mano abandona el borde, el oso gira paulatino y todo podría ocurrir en ese instante en que le falta el apoyo, en que flota como un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está echando las últimas vehementes largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso se balancea amablemente y regresa nube a nube hacia el teclado, lo mira como por primera vez, pasea por el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos salvados, hay Thelonious capitán, hay rumbo por un rato, y el gesto de Rouse al retroceder mientras desprende el saxo del soporte tiene algo de entrega de poderes, de legado que devuelve al Dogo las llaves de la serenísima.
Julio Cortázar