Ilustración: Sonhos do carnaval, de Emiliano di Cavalcanti (óleo sobre lienzo, 1955)



Nota.— El ensayo de Arturo Desimone que aquí publicamos traducido, corregido y aumentado fue originalmente editado en inglés el 2 de febrero del corriente año, bajo el título “The Real Roots of the Dangerous but Resistible Rise of Anti-Feminism”, en la revista Sublation.
En todo colectivo editorial suele haber cierto margen de discrepancias, por muy amplio que sea el consenso fundante de ideas u opiniones. Kalewche no es la excepción. Uno de nuestros editores y autores, Federico Mare, quiere dejar constancia que no está de acuerdo con algunos pasajes del presente artículo, tanto en lo que concierne al contenido como al tono. Aunque nuestro compañero Federico comparte la crítica al feminismo liberal, a la deriva identitarista y punitivista de algunos sectores feministas, considera que el texto a veces va más allá de esa crítica necesaria, incurriendo en posiciones sexistas o masculinistas reñidas con los valores de la izquierda socialista revolucionaria.


La Organización Mundial de la Salud informa que casi dos millones de trabajadores por año, en el período prepandémico, han fallecido en el lugar de trabajo. En la mayor parte de los países, la abrumadora mayoría de las muertes en el trabajo son masculinas –generalmente más del 91%–, mientras que los hombres también constituyen la enorme mayoría de la población carcelaria mundial de 10,35 millones. En las sociedades occidentales, el deterioro general del empleo, de los niveles educativos y de la salud física y mental de los varones –con el suicidio casi tan extendido como la adicción a las drogas– es a menudo duramente desestimado por los influencers de los medios sociales, quienes, siguiendo un patrón de pensamiento moralista antaño típico de la derecha mayoritaria, se encogen de hombros y culpan a los «valores tóxicos» y la inferioridad moral de los hombres. Esta situación expresa la amargura de los zillennials por haber sido expropiados por sus mayores de las perspectivas económicas, el derecho a la educación e incluso de sus neuronas. Estos discursos moralistas y culpabilizadores pueden oírse repetidos por destacados funcionarios, casi siempre envejecidos, desde las altas esferas de la política, el mundo empresarial, la industria cultural y el campo académico. Hay algo grotesco en el hecho de que varones ya entrados en años, como António Guterres (secretario general de la ONU), Alberto Fernández o Bill Gates acostumbren afirmar que el futuro será femenino. Incluso los manuales de enfermedades de la Asociación Americana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) están citando a los influencers, no como estudios de caso o como pacientes, sino como «autoridades» en la psique: en 2019, la Asociación incluyó una nueva entrada sobre “masculinidad tóxica” como categoría de enfermedad. La indexación reaccionaria señala una ruptura radical con el legado compasivo de los movimientos progresistas de la década del 60 que habían humanizado y reformado la psiquiatría. La inclusión de la “masculinidad tóxica” como nueva categoría de enfermedad también pone en peligro la seguridad de las mujeres en relaciones abusivas, al disuadir aún más a las parejas masculinas perturbadas o violentas de acceder a los servicios de salud mental, que suelen llegar en último lugar a las familias de clase trabajadora. Una mayor privación del acceso a un espacio libre de juicios para la atención sanitaria sólo puede hacer que los varones sean mucho menos propensos a mejorar sus relaciones con el sexo opuesto. La «reforma» de la APA demuestra una vez más cómo el feminismo liberal actúa de forma destructiva hacia las mujeres menos afortunadas.

En la mentalidad de suma cero de la cultura empresarial, el avance de un grupo significa el declive de otro. Así reza la filosofía de Michael Bloomberg, cuyo patrimonio neto se acerca a los cien mil millones de dólares, y que en una conferencia televisada del Center for American Progress (mal llamado think-tank) señaló entusiasmado que “el porcentaje de hombres desempleados pasó de uno de cada veinte, a uno de cada cinco, ¡pero parte de eso es en cierto sentido bueno!”. ¿Cuál es el lado positivo de este desempleo masivo, según Bloomberg? Eufórico, anuncia: “Oportunidades para que las mujeres se incorporen a la población activa y saquen provecho. Si nos fijamos en las universidades, en los institutos, ¡en todos los sitios empieza a haber mujeres, mujeres, mujeres!”.

Declaraciones como las de Bloomberg, de las que suelen hacerse eco las élites empresariales, son provocaciones irresponsables que han arrojado nafta sobre las llamas de una creciente y peligrosa, pero predecible, contra-moda antifeminista que ahora está ganando popularidad entre millones de hombres que se unen para participar en una guerra cultural anunciada como el «único pasatiempo del pueblo»1. Los demagogos derechistas, al darse cuenta de la situación, se aprovechan previsiblemente de la demanda –no satisfecha por la izquierda– de algún tipo de crítica al feminismo liberal.

Las próximas víctimas de esta creciente falange de hombres descontentos serán probablemente mujeres que no se encuentran en envidiables posiciones de privilegio en seguros puestos académicos, empresariales o políticos. Ya ha aparecido un precursor: el senador republicano Josh Hawley, de Misuri, quien, en discursos sobre la nueva miseria económica del varón norteamericano, la vincula al declive de la familia nuclear. Como la mayoría de los conservadores, Hawley ignora que las minorías inmigrantes suelen tener familias extensas muy unidas. También es típica su visión ideológica del hogar y su economía intrafamiliar como un microcosmos de la nación, que también refleja el prestigio proyectado por el país en el extranjero. Mientras tanto, Hawley culpa a los hábitos de la cultura pop –como los videojuegos y la pornografía en línea– del nihilismo que asola a los jóvenes y que requiere despertares bruscos: el remedio de la militancia cristiana.

Irónicamente, el Partido Republicano de EE.UU. comparte su crítica con el gobierno chino, que comenzó a regular los juegos de azar, considerados un producto adictivo del estilo de vida procedente del vecino y competidor de China, Japón, promovido hasta finales de 2020 por el difunto primer ministro Shinzo Abe. La continuidad de las formas artísticas tradicionales japonesas –incluido el kendo, la tradición de esgrima samurái– están hoy amenazadas de extinción, ya que el movimiento abiertamente neofascista de Abe se burló de la cultura «no rentable», apuntando a todo lo que estaba «pasado de moda» para borrarlo del mapa o reducirlo a su mínima expresión, incluso mientras subvenciona en exceso las industrias del juego y el anime. Estos «pacificadores» alimentan la demanda de una juventud cada vez más atomizada, apática y deprimida en Japón y más allá. Sin embargo, los liberales y los izquierdistas estadounidenses se ponen irreflexivamente del lado de los adictos al juego ni bien Hawley los critica, con la misma rapidez con la que se burlan de ellos en cuanto otro gurú de la masculinidad, Jordan Peterson, recientemente expulsado, los defiende con el argumento tecnocrático de que a la sociedad no le gustan los jugadores por su poca capacidad para resolver problemas técnicos.

Hawley es un político serio y, por tanto, mucho más ominoso que el payaso liberal Peterson. El senador atribuye a Theodore Roosevelt el mérito de haber mantenido un idilio de masculinidad norteamericana rústica y combativa para compensar la naturaleza poco inspiradora de la normalidad urbana. Tales evocaciones contradicen abiertamente las posiciones conservadoras antibelicistas de Hawley, dado que la reivindicación nostálgica del cowboy sirvió a Roosevelt para hacer campaña en favor de guerras por los recursos en México y el Caribe, prometiendo la restauración de la dignidad a unas clases medias bajas alienadas que estaban dispuestas a darlo todo por el excepcionalismo estadounidense y una política exterior expansionista.

La agenda de muchos de estos jóvenes conservadores heterodoxos en ascenso depende del agrupamiento de personalidades que se asemejan a los malogrados revolucionarios burgueses que Marx criticó en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: aquellos dispuestos a formar una falange en nombre de “la propiedad, la familia, la religión, el orden”, sólo para acabar sirviendo a intereses ajenos a los suyos, hasta que finalmente son perseguidos o encarcelados por los portavoces más poderosos de estos valores supremos. Un caso típico en América Latina lo constituye el argentino Javier Milei, que es el embajador de la frustración, «adalid de los castrados», un antiperonista que representa únicamente la masculinidad que el kirchnerismo dejó de lado: un diputado varón con pistola y billetes, disparando desde la ventana de un Chevrolet. Milei es el mascarón incel del navío de los aspirantes a piratas liberales. Él reclama una virilidad que no emana físicamente. Su rebelión es cultural y no económica, porque su ideario económico no discrepa radicalmente de la ideología de CNN en Español, que favoreció tanto a Macri como a Guaidó. El «gurú» Milei encarna la rebelión cultural de los pobres contra un establishment del extremo centro que resultó ser ortodoxo o levemente «benefactor» en lo económico, y vanguardista en temas de ideología moral y sexual.

Al tiempo que se manifiestan contra fuerzas que empujan a los hombres hacia el desempleo, la cárcel y el suicidio, estos conservadores se han opuesto rotundamente a que su país reinvierta en infraestructuras que darían un empleo digno a millones de hombres. (Hawley ha calificado esas infraestructuras públicas de woke) Aquí viene a cuento citar Marx, cuando dijo en una época que se parece a la nuestra: “Cada demanda de la reforma financiera burguesa más simple, del liberalismo más ordinario, del republicanismo más formal, de la democracia más superficial, es simultáneamente castigada como un ‘atentado contra la sociedad’ y estigmatizada como ‘socialismo’”. Como se ve, discursos como los de Milei, que muchos creen novedoso, son más viejos que el ajo.

Aunque se puede dudar del atractivo que cualquier versión de los programas del Green New Deal suponga para los hombres desocupados, las portavoces del GND, como la congresista de izquierda Alexandria Ocasio-Cortez y su vanguardia de jóvenes congresistas progresistas (mayormente mujeres, popularmente llamadas The Squad o «El Batallón»), ya no pueden convencer a una mayoría considerable dentro de la clase trabajadora multirracial de que tienen el temple o el coraje para aplicar las políticas que defienden. Ciertamente no, después de la infame retractación de la carta de Ucrania, y su falta de crítica a la retirada de Sanders de su Ley de Poderes de Guerra sobre el genocidio de Yemen. No puede pasar desapercibido que sólo un hombre moreno, Ro Khanna, del puñado de progresistas del tan cacareado y a tono con la moda (en tanto que dominado por mujeres) «Batallón», se mantuviera resueltamente firme en la declaración que firmó a pesar de las presiones partidistas.

El público al que se dirige el Squad de Ocasio-Cortez sospecha, con toda sensatez, que se le está ofreciendo un engaño con la promesa de programas laborales que, al igual que su oposición a las «guerras eternas», se descartan precipitadamente a la menor presión. Y, de hecho, los progresistas parecen más seguros de sí mismos cuando exigen más regulaciones sobre el discurso «ofensivo» para amordazar a los descontentos. Los progresistas que presionan contra el discurso «tóxico» pierden la capacidad de distinguirse de líderes centristas impopulares, como Emmanuel Macron, cuyas multas por «expresiones misóginas» ampliaron el arsenal de medios con los que cancelar y contener las populares protestas de gilets jaunes en Francia.

Ahí es donde la derecha ve su oportunidad. Walter Benjamin, en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, redactado en la década del 30, describe nuestra situación actual:

“La creciente proletarización del hombre moderno, y la creciente formación de masas, son dos aspectos del mismo proceso. El fascismo intenta organizar a las masas proletarias recién creadas sin afectar a la estructura de la propiedad que las masas se esfuerzan por eliminar. El fascismo ve su salvación en dar a estas masas no su derecho, sino la oportunidad de expresarse”.

Mientras tanto, necesitamos urgentemente un movimiento emergente en la izquierda, fuera de la pequeña escena de los podcasters de video, para defender agresivamente tanto las libertades expresivas como las organizativas: las libertades civiles y los derechos de los trabajadores.

El país que gobierna el mundo –Estados Unidos– a pesar de haber sido fundado por inmigrantes, sigue siendo infamemente ajeno a los «reinos» más allá de sus fronteras. El mito de una sociedad sin clases es una de sus pocas leyendas comunitarias vinculantes. Estas «guerras culturales» no son más que un pequeño cráter humeante en el volcán más grande de la guerra de clases, que la opinión pública norteamericana prefiere ignorar por completo, como una blasfemia innombrable contra el folclore del American Dream de una movilidad social siempre ascendente. Uno de los frentes más visibles de esa «batalla cultural» tiene un efecto insidioso en la izquierda: en lugar de escuchar primero a los trabajadores y atender a los desocupados respecto a sus problemas y aspiraciones –o descubrir cómo los activistas pueden hacerse recíprocos y relevantes–, las organizaciones progresistas dan prioridad a la búsqueda misionera de imponer sus valores de clase media, a menudo mojigatos, sobre la moralidad sexual y de género a sus presuntos subalternos. Esto no sirve para captar a la clase trabajadora multirracial, que inevitablemente tendrá actitudes diferentes hacia el sexo, y no sólo por su cultura basada en una mayor fisicalidad: el sexo, junto con la religión –el binomio no es una contradicción– ofrecen fuentes fiables de alivio del estrés frente a las vicisitudes del trabajo en la fábrica y una esperanza de vida más corta.

Se ha generado mucho alboroto y alarmismo en torno a la figura de portavoces como Jordan Peterson (quien, vergonzosamente, ha lanzado condenas más severas sobre la guerra de Ucrania que cualquier cosa que hayamos oído de la izquierda en su país). Antes de su declaración sobre Ucrania, la política de Peterson no parecía ser más que la de un liberal anodino de la época de la Guerra Fría, que cita a disidentes soviéticos como Solzhenitsyn –a menudo para comparar cómicamente el campus universitario de la elitista Ivy League con un Gulag soviético– y que parece no haberse dado cuenta de ningún cambio importante experimentado en el sistema capitalista desde los tiempos de ascenso al éxito y poder de la generación Baby Boomer.

El mayor peligro es que surjan figuras demagógicas en los nuevos movimientos de derechas de las antiguas colonias de Occidente, sobre todo en los países en los que la religión organizada ha resurgido. La nueva derecha ya ha empezado a surgir en varios países del Sur. En India, activistas alineados con Modi reclaman la eliminación de las leyes progresistas contra la dote de la era Nehru. En Corea del Sur, un sedicente antifeminista ha ganado recientemente la presidencia y pretende hundir aún más en la miseria las relaciones entre hombres y mujeres.

Dondequiera que surja la nueva derecha con diversas máscaras –ya sea en Asia o en América– se hace más evidente que ello responde, al menos en parte, a la exportación digital de las guerras culturales norteamericanas al mundo «exterior». Los académicos progresistas, junto con las instituciones del centro liberal y los movimientos conservadores, participan de este mal sin fronteras.


La respuesta de Jacobin: demasiado tibia, demasiado tarde

En respuesta a estas tendencias, un episodio relativamente reciente de Jacobin TV presentó a la periodista y antigua decana –cancelada– de la izquierda jacobina, Ana Kasparian, entrevistando a la investigadora social Liza Featherstone sobre la siempre nebulosa pero trillada “crisis de la masculinidad”. (El reciente libro de Featherstone es Divining Desire sobre el misticismo de los focus grups). Las dos mujeres hicieron hincapié, con razón, en la necesidad de que las organizaciones y los medios de comunicación de izquierdas comuniquen un mensaje más atractivo (o, en cualquier caso, menos inútil) a los hombres, y reconocieron el coste de que la izquierda no lo haya hecho hasta ahora. “El feminismo no les ofrece nada a los varones” dijeron a bocajarro.

El diálogo de las mujeres de Jacobin sobre los hombres fue acogido con gran entusiasmo por una bandada de comentaristas en línea, y parece ser una de las últimas apariciones importantes de Kasparian en el ecosistema de podcasters de izquierdas. Tanto los fans como los previsibles escépticos asumieron por alguna razón que estas mujeres reivindicaban exclusivamente a los hombres blancos estadounidenses. Como si los hombres de las minorías no hubieran recibido castigos por parte del poder institucional del feminismo liberal, sobre todo en los debates sobre inmigración y encarcelamiento en Norteamérica y Europa.2 (El libro de Aya Gruber The Feminist War on Crime: The Unexpected Role of Women’s Liberation in Mass Incarceration ofrece un relato escalofriante de este problema).

Por aquel entonces, Black Lives Matter se jactaba de ser una organización “dirigida por mujeres”, exorcizando lo que Angela Davis llamaba en Democracy Now! los “valores masculinistas” de líderes carismáticos como Malcolm X y Martin Luther King. El problema con esto es doble: en primer lugar, los más afectados por la violenta discriminación policial resultan ser hombres jóvenes de la clase trabajadora negra y morena. En segundo lugar, la autocomplacencia por estar «liderados por mujeres» iba acompañada de una presunción excesivamente optimista y a la moda de que la corrupción podría evitarse fácilmente mediante la fórmula de «romper el techo de cristal» y contratar a más mujeres en la cúpula –como defendían figuras de la derecha como Christine Lagarde, que insistía en que “si los Lehman Brothers hubieran sido las Lehman Sisters”, el género habría evitado la quiebra de 2008–, una receta que identifica la «masculinidad tóxica» como la fuente fundamental de corrupción e ineficiencia que acecha al capitalismo. En el caso de BLM, el escándalo ocurrido con la dirigente afroamericana Patrisse Cullors refutó la ecuación largardeana.

Críticos como Featherstone admiten correctamente que el feminismo liberal –término que describe las políticas, la visión del mundo y las actitudes de destacadas profesionales– no ofrece nada a los hombres, aparte de un futuro garantizado de pérdidas, un limbo de «condenado si lo haces, condenado si no lo haces». El mensaje es más o menos así: Estés o no de acuerdo, o te parezca o no valioso el debate feminista, estás obsoleto: así que acostúmbrate a perspectivas desastrosas en el trabajo y el romance. El feminismo también aboga por un nuevo modelo de familia de clase media, muy similar al anterior, salvo que la familia nuclear «deconstruida» permite un cambio de papeles, dando cabida a fantasías sobre mujeres que son el sostén de la familia y hombres «reinventados» que asumen con entusiasmo las funciones de crianza de los hijos en los suburbios. No cabe duda de que este modelo de domesticidad hace feliz a más de uno. Sin embargo, sigue siendo un estilo de vida de suburbios acomodados, radicalmente distinto de los sistemas de solidaridad de la familia ampliada gracias a los cuales sobrevivieron y sobreviven las clases trabajadoras, y a años luz de los experimentos comunales imaginados en su día por los socialistas orientados hacia el futuro.

La piedra angular de esta «guerra de los sexos» no debe achacarse de forma simplista al cacareado «declive de la asediada familia nuclear» denunciado por los conservadores. Porque la «familia nuclear» no fue en sí misma sino un experimento social fallido del protestantismo anglosajón tardío, una miniatura sintética de la más antigua y tenaz familia extensa, que era una institución precapitalista que necesitaba ser condicionada y reducida para los objetivos de las empresas estadounidenses.3

Tampoco hay que buscar la causa de la miseria masculina en la liberación de la mujer moderna, un hito que siempre fue inseparable de los proyectos de los movimientos obreros internacionalistas. Por detrás de la «guerra de sexos» en los medios de comunicación podemos descubrir otros culpables: la tecnocracia, el academicismo, la obsesión liberal por la certificación universitaria y la forma en que la clase media y los profesionales, en tiempos de crisis, se han arrogado sus valores, traumas y prioridades como superiores a los de la clase trabajadora.

En lugar de estar familiarizados con los trabajadores, los intelectuales de clase media, en algún momento entre las eras de Obama y Trump, iniciaron una búsqueda similar a la yihad para inculcar sus valores como el nuevo sentido común indiscutible (algo que es evidente en el registro de la “masculinidad tóxica”, por parte de la APA, en el reaccionario índice DSM-V de enfermedades psiquiátricas).

Lo que a menudo se presenta falsamente como el nuevo “ascenso de la mujer” es en realidad la consolidación de una meritocracia en la que cada vez más empleos van a parar a manos de licenciados universitarios.

Los comentaristas de la decadencia masculina a menudo se fijan en la disminución de la asistencia de los hombres a las escuelas y universidades. Rara vez estos críticos establecen una conexión importante: vivimos bajo un régimen cada vez más académico, meritocrático y obsesionado por los diplomas, parecido a los sistemas gremiales de la Europa medieval tardía.

Hace tiempo que el capitalismo dejó de lado el idilio del self-made man, que tuvo algunos éxitos reales: historias de analfabetos que escalaron las alturas del poder dinástico de los magnates. Pero el capitalismo actual está fuertemente «academizado», favoreciendo a los poseedores de títulos de MBA (maestría en administración de negocios, por sus siglas en inglés) frente a los aspirantes a Rockefeller o Marriott.

En todos los ámbitos, los empresarios occidentales exigen credenciales educativas en cualquier solicitud de empleo. A pesar de su antineoliberalismo, los Socialistas Democráticos de América funcionan de forma similar, irónicamente en sintonía con la obsesión neoliberal por la educación universitaria como prueba de fuego para la competencia en todos los campos.

Según The Washington Post, la discriminación por titulación se ha automatizado. Los algoritmos descartan a los solicitantes que pertenecen a los setenta millones de trabajadores que carecen de licenciatura, pero que pueden estar cualificados de otro modo, abreviados como STARS o skilled by alternative routes (cualificados por rutas alternativas).

Perder masivamente en educación frente a las mujeres de la misma generación era inevitable. Los hombres jóvenes no hacen los deberes con la misma diligencia. Por estereotipado que parezca, la evidencia está a la vista. Pero los diplomas no deberían ser la principal medida del talento de una persona. Los protagonistas de Dickens, pobres convertidos en burgueses, nunca habrían ascendido tan espectacularmente en la sociedad como lo hicieron gracias a sus talentos y fortalezas personales, si se hubieran topado con el control educativo del siglo XXI. Las universidades han pasado de ser espacios de élite para la reflexión y el desarrollo intelectual y personal en la década del 60, a convertirse en los peajes de la era neoliberal para la certificación masiva de profesionales especializados que se lanzan al mercado. La designación de la universidad como el nuevo título de bachillerato, junto con el disparado costo de la educación, han atrapado a las nuevas generaciones en las entrañas de la academia o en los estertores del desempleo. El abandono o fracaso escolares se convierten en una carga que uno se lleva a la tumba. La única vía remunerada que queda para los autodidactas, donde la contratación puede hacerse en función de las aptitudes y no de los títulos, parece ser la programación.

Los hombres que se sienten alienados por la estética del «hombre nuevo» de la sociedad postindustrial no se sienten necesariamente repelidos por las feministas socialistas. Están, más bien, en desacuerdo con este nuevo mundo feliz en el que sólo un programador, un graduado universitario o un diseñador de aplicaciones merecen una vida digna y agradable, ganándose el reconocimiento y la recompensa material. La libertad personal y la independencia han sido monopolizadas por los que saben mucho de software en una cultura que desmonetiza las habilidades y oficios «analógicos». De las vocaciones y oficios materiales a la artesanía y las artes: tanto músicos como periodistas cobran por su «exposición» en plataformas de autoexplotación. La «gran resignación» es el resultado de esta elección ilusoria. Una sociedad que se encuentra a sí misma desechando objetos viejos, no necesita reparadores. Muy pronto, incluso los programadores tendrán su merecido: la fiebre del oro de la codificación será deshecha algún día por la IA.


El hijo de Frankenstein/El retorno del self-made man: la trampa de la venganza paleocapitalista

Hasta cierto punto, el estatus de culto de Trump prometía un retorno del mito del self-made man del capitalismo norteamericano, un golpe a los graduados e MBA que actualmente lideran el capitalismo. Trump, por supuesto, era un heredero, totalmente diferente del self made-man Rockefeller, pero por desgracia es un actor. Una leyenda artificial de self made-man rodeó al muy diferente empresario Elon Musk (también hijo de un poderoso hombre de negocios, un PHD, totalmente diferente al autodidacta Edison). La evidente falsificación a lo Frankenstein del aura de self-made de estos hombres no hizo sino subrayar la naturaleza falaz de este arquetipo, que desempeñó un papel central en la religión del capitalismo y en la virilidad estadounidenses. El arquetipo anquilosado del self-made man, sin embargo, no era del todo ficticio: se demostró cierto en el caso de un periodista como Joseph Pulitzer, un inmigrante que vivía en la acera y que concibió el primer periódico de imprenta de un céntimo que llegaría a las clases trabajadoras, a las que las élites habían considerado erróneamente analfabetas. Pulitzer fue sólo uno de los varios self-made men que desempeñaron un papel vital y subversivo en la cultura occidental, en beneficio de las luchas sociales.

La academización del capitalismo corporativo ha limitado gravemente las vías de acceso y los nodos de resistencia que antaño permitían tales excepciones, ya que las inasequibles universidades de la Ivy League se han convertido en guardianes que designan a los jóvenes intelectuales que ahora pueden defender el anticuado mito de una sociedad sin clases.

¿Dónde queda el autodidacta, el pensador sin estudios? La disminución de la asistencia de los varones a la escuela sería menos alarmante si no fuera por la excesiva fetichización de la escuela, a la que se atribuye virtudes estelares. Pero la graduación se ha convertido en otra arma indispensable del arsenal de la «guerra cultural», en la que la clase media impone con suficiencia el régimen de sus valores a todos los demás. En una época de credenciales educativas altamente mercantilizadas, ¿atacarán los izquierdistas la mística que rodea a los títulos, que descalifican a tantos hombres y mujeres con talento? Esto podría lograrse construyendo directamente universidades alternativas, de asistencia gratuita y programas de educación popular, junto con una red internacional de clubes de lectura que acojan la participación de los pobres y los trabajadores.


Hijos de Drácula, Che Guevara contra Zelensky: destruir y externalizar el ethos guerrero

El modelo de éxito enarbolado por nuestras sociedades posindustriales tecnocráticas se ha alejado mucho del ethos guerrero heredado de las sociedades feudales y tribales tradicionales. Pero cabe preguntarse: ¿acaso la superación del ethos guerrero no ha sido uno de los grandes logros de la sociedad moderna, al permitir que la competición pacífica sustituya a la guerra?

A pesar de nuestra obsesión por la seguridad y por el consuelo terapéutico, y de nuestra aversión a la «masculinidad tóxica» de los chicos que quieren hacerse a la mar y unirse a revoluciones lejanas sobre las que leen en la prensa, nuestras sociedades hipermodernas siguen siendo los cimientos de la industria armamentística mundial. El suministro de armas por parte de Occidente al estado-cliente de Ucrania no ha hecho más que subrayar esa flagrante contradicción.

Anteriormente, la administración Obama defendía los drones como la alternativa humana, segura y civilizada a la batalla tradicional. Esto marcó un apogeo en nuestro abandono cultural –al menos temporal– del ethos guerrero, sin haber abandonado la guerra en sí. Al tiempo que mantenemos nuestra distancia espacial y moral respecto a las sociedades que se aferran a las reliquias de la anticuada cultura guerrera feudal y tribal, la maquinaria bélica progresista confía en sus pilotos de drones teledirigidos, que operan como oficinistas en una empresa de software. El piloto de dron puede acceder a psicoterapia para gestionar las pesadillas, el TEPT y el sentimiento de culpa que sufre, tras acribillar a jóvenes guerrilleros –los últimos guerreros tradicionales– en paisajes como Sudán, Somalia y Siria. Las RR.PP. militares se esfuerzan incluso por llegar a las mujeres aspirantes a pilotos de drones, para subsanar así la «brecha de género».

Desde sus primeras implementaciones masivas, bajo Bush y Obama, el propósito de la robótica letal era desactivar la resistencia de la guerrilla indígena para cortar las raíces del tipo guerrero-insurgente que tantos quebraderos de cabeza provocó a los imperialistas, al socavar los regímenes coloniales a lo largo del siglo XX.

La tecnología del asesinato con drones atrajo a las élites gobernantes por su promesa de eliminar convenientemente la habilidad combativa, tanto como el encanto, del guerrillero. Al igual que el siglo XXI ha extinguido el heroísmo de nuestro vocabulario, ha cambiado también el popular eufemismo de los años setenta, freedom fighter, por una palabra más fea: «terrorista». El erotismo que rodeaba a la guerrilla supuso un problema para la maquinaria propagandística del imperialismo, ya que Guevara, Frantz Fanon y Ho Chi Min se ganaron sin esfuerzo el estatus de rockstars en la contracultura juvenil occidental. Un vistazo al diario de viaje costarricense de Guevara –“Yo me quedé afuera con una negrita que me había levantado, Socorro, más puta que las gallinas, 16 años a cuestas”–4 debería disipar cualquier duda que nos quede de que el feminismo online habría hoy liquidado rápidamente a Guevara siguiendo la fórmula #MeToo, desmoralizando a sus partidarios mediante la cancelación, poniendo así fin, efectivamente, al proceso revolucionario en Latinoamérica y en África del que había sido catalizador.

La abyecta bancarrota moral de la era de los drones y su escaso poder simbólico (contrapuesto a su abrumador poder tecno-bélico) han dado lugar a una propaganda demasiado poco convincente, incapaz de ganar lo que Kennedy llamó la “batalla por los corazones y las mentes” de la contrainsurgencia. E incluso el avión no tripulado fue incapaz de evitar la victoria de las guerrillas afganas contra EE.UU. y la OTAN, humillados en 2021: un acontecimiento que reafirmó la teoría de la guerra de Guevara, aunque pocos observadores hicieran esa asociación. La crisis de moral imperial llevó a una desesperada administración Biden –otrora campeón de la guerra robótica– a tratar de desempolvar una vez más el culto al héroe, mientras la Casa Blanca recurre a una celebración de la guerrilla ucraniana gladiadoresca: legionarios delegados por Occidente, aplaudidos y endiosados desde lejos mientras «luchamos contra Rusia hasta el último ucraniano»5. Pero de forma abrumadora, incluso en el jaque mate de Ucrania, Occidente ha expresado claramente sus nuevos valores dominantes en tiempos de guerra: defendiendo las sanciones y la censura digital como sus estrategias ideales. Las ansias de guerra son aplaudidas, especialmente cuando las expresan mujeres como la tercera ministra de Defensa feminista consecutiva de Alemania, Christine Lambrecht, pero se promulgan principalmente a través de medios no tradicionales del llamado soft power: bloqueando las cuentas SWIFT, YouTube y PayPal de los disconformes.

La guerra de Ucrania tuvo un impacto especialmente terrible en la izquierda occidental, dividida por el debate histérico sobre qué respuesta simplista debe ofrecer respecto al conflicto de Ucrania. Un segmento significativamente grande de la izquierda apoya la política occidental en Ucrania (como chilló Owen Jones mientras debatía con un crítico del establishment que dudaba de su lealtad: “¿Cómo te atreves? ¡Yo apoyo el envío de armas a Ucrania!”). El entusiasmo de la izquierda por los nacionalistas ucranianos del Blut und Boden –quienes no corresponderán la solidaridad internacional, ya que los ennoblecidos cosacos piden abiertamente un brutal régimen de censura global para acabar con las voces de la izquierda– es parte de nuestro cautiverio mental, un «doble vínculo» en las secuelas de la Guerra Fría. Esto no es ajeno al anterior entusiasmo de los izquierdistas por el apoyo estadounidense a la milicia kurda YPG que luchó contra el Estado Islámico en Siria durante la década pasada. Occidente lleva mucho tiempo interesado en el potencial del Kurdistán para fragmentar aún más el mundo árabe y deshacer permanentemente cualquier vestigio que quede del espectro de la unidad panarabista que quedó de la era de Nasser, que representó una pesadilla para los intereses de Washington. También en este caso, la izquierda occidental renegó de su deber de escepticismo cuando mostró su solidaridad con la guerrilla nacional kurda.

La izquierda posmoderna ha entrado en su propio final de juego: después de haberse esforzado desde 1989 por abandonar por completo los valores llamados «masculinos» del coraje, el heroísmo, el sacrificio y la abnegación que hicieron posibles las revoluciones cubana y nicaragüense, nos encontramos con que el vacío subsiguiente no podía ser sustituido con éxito por la «política de identidad» o el activismo online. El grotesco resultado es que los socialistas de Europa occidental hacen con entusiasmo el trabajo de policía del pensamiento a instancias de los detentadores liberales del poder, patrullando y censurando a los críticos que señalan la superabundante presencia de neonazis ucranianos que reciben armas y que han encontrado una improbable simbiosis dentro del cadáver viviente del gobierno de Zelensky.

Claramente, hemos sido testigos del «amanecer» largamente anticipado por la derecha mundial: precisamente en el momento en que las ideas económicas anticapitalistas y de izquierdas podrían tener un amplio atractivo para gran parte de la población mundial.

Los hombres de izquierda no tienen ninguna revolución cubana, ninguna brigada internacional nicaragüense o española a la que unirse, ningún levantamiento del gueto de Varsovia en el actual paisaje infernal de lo políticamente correcto. La alternativa que queda es ensalzar cualquier insurgencia armada aunque sea ideológicamente incompatible con la tradición internacionalista.

La flagrante ausencia de corresponsales de guerra en Ucrania, Siria y otras zonas de guerra desde la era Obama, también ha cerrado una vía en la que los jóvenes escritores varones habían exhibido una vez sus cualidades. Que el corresponsal de guerra haya pasado de moda es un fenómeno que está relacionado con el auge de los medios digitales, que no pagan el periodismo de investigación freelance, el oficio por el que conocimos a escritores como los jóvenes John Dos Passos, John Reed y Albert Camus, mejores modelos masculinos que Jordan Peterson. La desaparición del corresponsal de guerra sólo contribuye a la imagen idealizada de estas guerras que llega a Occidente, atrayendo a más aspirantes a «legionarios» impulsados por una sed juvenil de «masculinidad tóxica», la expresión que usa la jerga periodística para referirse al heroísmo o la acción significativa que hacen posible la revolución en el horizonte.

Los medios derechistas anti-woke han elogiado a los ucranianos por poner fin a la «era copo de nieve». Zelensky goza actualmente del apoyo hegemónico como el mismísimo Comandante Guevara del capitalismo occidental, pero es una anomalía provisional. Los modelos masculinos del capitalismo líquido son Zuckerberg, Bezos, Gates –todos programadores, uber nerds sin huesos y sin sangre–. Estos hombres son el apogeo de nuestro alejamiento de la cultura física. Aparecen como moldeados en parafina o nacidos de una probeta, y encarnan la ausencia de los elementos que tradicionalmente unían al arquetipo de «macho», excepto el dinero y el poder que los acompañan. El absurdo de que Biden reprenda a los viejos mineros del carbón para que “¡aprendan a programar!” en la campaña de 2020, expresa claramente el nuevo sistema de valores burgués.

Los directivos, periodistas y programadores de Bezos y Gates tienen hoy el poder económico para elegir dónde vivir, permitirse libertades formales y encontrar parejas atractivas a través de las aplicaciones de citas de Silicon Valley. La alienación y el odio de clase resultantes entre los perdedores se están canalizando maliciosamente hacia el antifeminismo. La izquierda sólo puede contrarrestar esta bomba de relojería apelando a las frustraciones de hombres y mujeres ante la tecnocracia. Eso requiere ir más allá de las «guerras de sexos» tan lucrativamente fomentadas por los medios digitales. La izquierda, sin embargo, no parece estar preparada.

Arturo Desimone


NOTAS

1 Traducción literal del modismo inglés the only game in town. Se la usa para denotar que algo es la única opción disponible, deseable o valiosa en una situación. Cf. https://www.merriam-webster.com/dictionary/the%20only%20game%20in%20town.
2 No hay más que ver lo que ocurrió con el innovador trompetista de jazz trotamundos Ibrahim Maalouf, justo en el momento en que la celebridad dio a conocer un ambicioso proyecto que, según dijo, se inspiraba en experimentos sociales que había visto en Venezuela: llevar la educación musical a los jóvenes empobrecidos de la banlieue. Sin embargo, los medios de comunicación franceses tenían otra prioridad: borrar del mapa de las estrellas al músico franco-libanés, acusado de abusos sexuales, de los que más tarde se retractó la acusadora, una admiradora que denunció al artista bajo la presión de sus padres. Ya no se oye hablar mucho del proyecto de Maalouf para los jóvenes del gueto parisino. Quizá ya no sea un ejemplo para ellos. Pero los jóvenes marginados siempre pueden recurrir a la reserva más influyente de modelos de conducta entre los militantes salafistas de la derecha religiosa, que refuerzan su popularidad gestionando servicios sociales en los barrios marginales urbanos. Como era de esperar, la izquierda francesa alineada con Mélènchon mantuvo su noble silencio sobre el tratamiento mediático de Maalouf.
3 Los críticos del movimiento feminista, como la novelista francesa Marguerite Yourcenar, fueron los primeros en señalar la artificialidad de la familia nuclear, una institución de la Guerra Fría. Los conservadores estadounidenses, que se lamentan nostálgicamente de su desaparición, han culpado hasta ahora a los experimentos sociales fallidos de los progresistas en los años 60. Deberían culparse a sí mismos, por haber fragmentado el sistema de solidaridad precapitalista que floreció en la red de la familia extensa o parentela, y que aún prevalece entre cada nueva y odiada generación de minorías inmigrantes en Estados Unidos, hasta que éstas finalmente capitulan ante los valores reinantes de la atomización, como el precio a pagar por el éxito. La labor de la izquierda consiste en revivir una forma de familia extensa, liberada de las restricciones del conservadurismo religioso que la dominaba, para ofrecer a hombres y mujeres una alternativa a la familia atomizada de los suburbios desexualizados, que resulta desagradable y se desvanece para siempre.
4 Ernesto Guevara, Otra Vez. Diario del Segundo Viaje por Latinoamérica de Guevara, 2007, Ocean Press, p. 34.
5 Palabras del exdiplomático y subsecretario del Ejército estadounidense Chas Freeman. Véase https://www.globalpolicyjournal.com/blog/10/05/2023/we-dont-do-diplomacy-anymore-interview-us-ambassador-chas-w-freeman-jr.