Ilustración: Sahar Ghorishi (IG: @journeyoftodawn)

Cuando en 1979, con un golpe militar, la revolución democrática iraní contra el sha Mohammad Reza devino Revolución Islámica –liquidándose al unísono la monarquía Pahlaví y la tutela imperialista de Occidente–, el integrismo musulmán chiita, liderado por el ayatolá Jomeini, instauró una férrea dictadura que buscaba restaurar la pureza del islam mediante la celosa aplicación de la sharía, conforme a los preceptos del chiismo. Esta reacción político-religiosa fue de la mano con un neoconservadurismo cultural virulento, de muy vastos alcances. Como se sabe, uno de los sectores sociales más afectados por las reformas oscurantistas del nuevo régimen fueron las mujeres, que habían conquistado –en el marco de la modernización y secularización del país– libertades y derechos importantes desde los años 20, al menos para los parámetros del mundo islámico. El signo más visible, el símbolo más elocuente de esta ofensiva patriarcal generalizada en la flamante República Islámica de Irán fue la reimplantación del uso obligatorio del velo en espacios públicos (velo parcial en este caso, vale decir, el mentado hiyab o «pañuelo» sobre el cabello), con severas sanciones en caso de incumplimiento.

Aunque conviene aclarar algo: el código de vestimenta islámico es solo la punta del iceberg de la opresión sexista en Irán. Existen muchas otras normas –y vacíos– legales que perpetúan el patriarcado en tierras persas, en cuestiones de lo más diversas: derecho sucesorio, legislación laboral, acceso a la salud y educación, pasaporte, matrimonio, patria potestad, violencia de género, ciudadanía política, etc. Así y todo, debe reconocerse que la situación de las mujeres en no pocos países del mundo islámico es peor (a veces bastante peor), si hemos de dar crédito al índice de desigualdad de género de la ONU: Yemen, Chad, Malí, Afganistán, Níger, Mauritania, Irak, Sudán, Pakistán, Bangladés, Senegal, Siria, Indonesia, etc.

Una digresión histórica: no vaya a creerse que el disciplinamiento patriarcal sobre las iraníes contemporáneas en materia de vestimenta empezó con la Revolución Islámica del 79. Allá por 1936, el sha Reza, inspirándose en las reformas modernizadoras y europeizantes del régimen kemalista en la República de Turquía (donde el sultanato osmanlí, cabeza del imperio otomano, había sucumbido en 1922), decretó la prohibición no solo del velo, sino también del chador y el hiyab. Añadamos algo: la occidentalización compulsiva de la indumentaria alcanzó también a los varones. A pesar de la intimidación policial y judicial, la medida fue de muy difícil implementación, pues amplios sectores de la población –las familias más ortodoxas en su fe o más tradicionalistas en sus costumbres– se rehusaron a acatarla, desembozadamente o a la sordina. Cuando Reza fue derrocado en 1941, su sucesor, Mohammad Reza, impulsó una política salomónica de reconciliación y tolerancia: el velo, el chador y el hiyab dejarían de estar prohibidos, pero tampoco serían de observancia obligatoria. La Revolución Islámica de 1979, con sus ayatolás todopoderosos, volvió a la lógica autoritaria y sexista en materia de vestimenta femenina, pero en un sentido inverso al viejo decreto paternalista y secularizador del sha de 1936: en lugar de ilegalizar el hiyab y el chador, se los declaró legalmente obligatorios. La avanzada patriarcal –recuérdese– no se redujo al rubro de la indumentaria. Afectó otras facetas de la vida de las mujeres, tan o más importantes.

Muchas iraníes vieron con malos ojos estas reformas arcaizantes del dictador Jomeini, especialmente entre los sectores medios y altos urbanos, que eran los que más habían absorbido la cultura occidental moderna. No obstante, con el transcurso de los años (sobre todo, luego de la muerte de Jomeini en 1989), el número de mujeres disconformes fue creciendo, incluso entre las masas populares. La masificación y radicalización del malestar femenino fue un proceso lento pero sostenido, y obviamente tuvo como teatro principal a las grandes ciudades. Con el advenimiento del siglo XXI, ese malestar se traduciría en rebeldía abierta,

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Hacia fines de 2017 y principios de 2018, estallaron grandes protestas contra el hiyab coercitivo –y otras normas sexistas– protagonizadas por jóvenes feministas: las Chicas de la calle Revolución, así llamadas porque las manifestaciones tuvieron como epicentro una importante avenida céntrica de Teherán –la capital de Irán– llamada Enqelab-e Eslami, que en persa significa «Revolución Islámica». Este movimiento se enmarcó en una revuelta popular más vasta contra el régimen, debido a la crisis económica, donde el proletariado y la clase media expresaron su malestar de forma tumultuosa. La represión del gobierno fue sumamente violenta, cruenta, con al menos 25 muertos, centenares de heridos y miles de detenidos.

La rebeldía en las calles amainó por un tiempo, pero no el malestar social, que siguió creciendo. Se multiplicaron los actos de desobediencia en Internet (redes sociales, YouTube, blogs, etc.) donde muchachas iraníes –desde el interior y el exterior de su país– compartían mensajes y videos incitando a la desobediencia civil. La propaganda más usual ha sido la de jóvenes que se filman quitándose el hiyab y cortándose el cabello con una tijera (la melena también es obligatoria para las mujeres), y que luego viralizan las imágenes en Facebook, Twitter o Instagram, incitando a sus compatriotas a seguir su ejemplo, lo que ha producido varias oleadas de desacato por efecto contagio o dominó, no solo en el mundo virtual, sino también –aunque con menor frecuencia y magnitud, debido a las consecuencias penales– en las calles u otros espacios públicos concurridos.

El último ciclo de protestas comenzó el 14 de septiembre de este año, cuando trascendió la trágica noticia del asesinato de la joven kurda Mahsa Amini a manos de la Policía de la Moral (sic) en Teherán, por no llevar correctamente puesto el hiyab. La joven de 22 años murió producto de la salvaje golpiza que recibió tras su detención en la capital, donde se encontraba de visita junto a su familia, procedentes de Saqqez. Sufrió una fractura de cráneo y un paro cardiorespiratorio. En el hospital intentaron revertir su agonía, pero no fue posible. La reacción de repudio –no solo de las mujeres, sino del pueblo iraní en general– fue inusitadamente masiva y enérgica. Hubo movilizaciones multitudinarias en Teherán y muchas otras ciudades del país, especialmente en Kurdistán, donde la cuestión de género se entremezcla con la cuestión nacional (separatismo kurdo). El gobierno volvió a reprimir con brutalidad: según HRANA (Human Rights Activists News Agency), habrían muerto cerca de 450 manifestantes desde que comenzaron las protestas. Amnistía Internacional, por su parte, ha denunciado que “Desde la muerte bajo custodia de Mahsa (Zhina) Amini a manos de la ‘Policía de la Moral’ iraní el 16 de septiembre de 2022, […] las fuerzas de seguridad han respondido con el uso ilegítimo de la fuerza (incluida fuerza letal), el homicidio de cientos de hombres, mujeres, niños y niñas” y la detención arbitraria de “entre 15.000 y 16.000 personas”, entre las cuales hay “manifestantes, periodistas, defensores y defensoras de los derechos humanos, disidentes, estudiantes universitarios y escolares”. “…Muchas de ellas han sido sometidas a desaparición forzada, detención en régimen de incomunicación, tortura y otros malos tratos, y juicios injustos”.

En estas últimas horas, en medio de la fiebre mundialista de Catar, se difundió la noticia de que el futbolista iraní Amir Nasr-Azadani habría sido condenado a la horca –o al menos arrestado, procesado y enviado a juicio– por su apoyo a las protestas, bajo el presunto cargo de «enemistad con Dios» o «traición a la patria» (la información es confusa y se sospecha de autoinculpación bajo amenazas y tortura). En paralelo, el gobierno iraní anunció que disolverá la Policía de la Moral, medida concesiva que busca descomprimir un poco la situación interna del país. Sin embargo, no hay ningún indicio –por ahora– de que el régimen islámico vaya a derogar o flexibilizar el código de vestimenta y las otras normas sexistas que oprimen y soliviantan a las mujeres.

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El uso obligatorio del hiyab, ya sea por coerción legal del estado o presión consuetudinaria de la familia o la comunidad, atenta de modo flagrante contra la libertad de las mujeres, la igualdad de género y la civilidad laica. Es una opresión patriarcal y religiosa a todas luces incompatible con el modus vivendi democrático. Hablar de República Islámica de Irán constituye una contradicción en los términos. Si el islam es reconocido como religión oficial, la res publica se vuelve una frase hueca.

Que Irán esté enemistado con Estados Unidos, no es razón para avalar sus leyes y prácticas sexistas. Evitemos el esquematismo binario de las izquierdas campistas… El antiimperialismo no lo justifica todo. El principio «los enemigos de mis enemigos son mis amigos» es una falacia burda. Hacer la vista gorda ante el sexismo del régimen iraní –o peor, tratar de lavarle la cara con sofisterías de relativismo cultural en nombre de la necesaria crítica al eurocentrismo– representa el peor de los caminos. Máxime si se tiene en cuenta que Irán ni siquiera es un ejemplo de socialismo burocratizado como Cuba o Corea del Norte. Su economía es claramente capitalista, con elementos estatizantes, pero capitalista al fin de cuentas.

La izquierda y el feminismo deben, por ende, condenar sin atenuantes la opresión machista y misógina que sufren las mujeres en Irán, sin olvidar condenar el sexismo que todavía existe en Occidente. Desde luego que hay diferencias de grado importantes entre uno y otro machismo. En los países occidentales, por lo general, la situación de las mujeres es mucho mejor –o no tan mala, cuanto menos– como en Irán y otros países asiáticos o africanos donde rige el fundamentalismo religioso. Resulta obvio que Suecia u Holanda presentan niveles de sexismo sensiblemente más bajos que Irán o Arabia Saudita (firme aliada de EE.UU. en Medio Oriente, a diferencia de Irán), o que la India o el Japón (que no son parte del mundo islámico), aunque cierto feminismo decolonial prefiera imaginar –sin ningún rigor sociológico e histórico y sin ningún sentido crítico– que el machismo existe en todas partes con igual intensidad, o incluso que Occidente es la civilización creadora y propagadora del patriarcado en un mundo que supo ser idílicamente igualitario hasta la irrupción del colonialismo europeo en la denostada modernidad.

Ahora bien: que en los países occidentales el grado de sexismo sea comparativamente más bajo (en gran medida –no lo olvidemos– gracias al perseverante activismo de las propias mujeres, el cual ha tenido varias olas desde fines del siglo XIX), no significa que deba ser aceptado o tolerado. La izquierda y el feminismo deben seguir luchando contra él en todas partes, en todos los continentes y en todas las culturas, fuera y dentro de Occidente. No debe haber lugar para ninguna doble vara motivada por prejuicios eurocéntricos u occidentalistas, ya sean conscientes o inconscientes. Menos admisible aún es que la izquierda y el feminismo sean furgón de cola del imperialismo occidental. Por desgracia, esto sucede en algunos casos… Feministas blancas de Norteamérica o Europa –liberales especialmente, pero no solo– que se rasgan las vestiduras ante lo que ocurre en Irán, pero no ante lo que ocurre en sus propias naciones «ejemplarmente» democráticas, o en países orientales que (pienso nuevamente en Arabia Saudita) son aliados estratégicos en el maquiavélico tablero de la geopolítica global.

Coherencia es lo que se necesita. Y cuando no la hay, la solución no pasa por escuchar los cantos de sirena del campismo anti-yanqui o del relativismo decolonial, sino por redoblar los esfuerzos del pensamiento crítico que la izquierda y el feminismo laicos han sabido honrar en muchas ocasiones, desde que comprendieron y asumieron que las conquistas y promesas de la Ilustración resultaban insuficientes.

En síntesis: la solidaridad internacional con las mujeres iraníes en pie de lucha debe ser plena y firme, pero sin desentenderse hipócritamente de la militancia contra el imperialismo, el racismo y el eurocentrismo, ni tampoco del activismo contra las rémoras machistas que todavía ensombrecen la vida económica, social, cultural y política en Occidente. Sumemos otro frente de lucha, el más importante de todos, a mi entender: el combate socialista revolucionario contra la opresión capitalista, la madre del borrego.

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Lo dicho hasta aquí en relación al hiyab coercitivo en Irán vale también –huelga aclararlo– para el velo integral de uso obligatorio en otros países del mundo islámico como Arabia Saudita o Afganistán. Me refiero al burka, el niqab y atuendos similares, que cubren todo el rostro y el cuerpo. Aunque muchas feministas liberales de Occidente parezcan haberlo olvidado, el burka y el niqab son prendas muchísimo más sexistas que el hiyab, que solo oculta el cabello. Pero claro, eso no le interesa al Tío Sam… Al Tío Sam le preocupa únicamente el hiyab en Irán… De tal modo, el humillante y medieval niqab que varios déspotas prooccidentales del Golfo Pérsico exigen a sus súbditas que usen, no representa ningún problema, siempre y cuando tales monarcas o jeques estén alineados con Washington y mantengan su política aperturista en concesiones petroleras…

Lanzar ruidosas campañas internacionales contra el uso obligatorio del hiyab en Irán, pero no contra el niqab o el burka en el resto del mundo islámico, es otra muestra despreciable de doble estándar o doble rasero. Con un agravante: el niqab y el burka, por sus características, son prendas fuertemente sexistas y opresivas, algo que no necesariamente podría decirse del hiyab. El pañuelo en el cabello es un atuendo étnico que ha experimentado, en no pocos casos, un proceso de resignificación secular. No vela el rostro. No impide ni dificulta moverse con soltura ni practicar actividades físicas. Muchas mujeres árabes y/o musulmanas que migraron a países occidentales, han mantenido la costumbre de usarlo. A veces, es cierto, eso se debe a la presión familiar o comunitaria (algo que las feministas decoloniales pocas veces recuerdan). Pero en otros casos, se trata de una elección bastante libre, no exenta en ciertas ocasiones de una carga simbólica política: revindicar con orgullo y rebeldía –desde la experiencia del desarraigo y la diáspora– la etnicidad árabe, la piel morena o la fe islámica en contextos intolerantes o discriminatorios (xenofobia, racismo, islamofobia). Una etnicidad árabe, piel morena o fe islámica que, a menudo, se superponen con la condición de clase: no descubro la pólvora si digo que la inmensa mayoría de las personas árabes o musulmanas que hay en Europa occidental –inmigrantes de origen magrebí, turco, sirio, pakistaní, etc.– constituyen la columna vertebral del proletariado precarizado (trabajadores manuales e informales de baja cualificación, con magros salarios y escasos derechos laborales).

Está claro, pues, que el problema sexista con el hiyab es su obligatoriedad legal o consuetudinaria, no la prenda per se. Harina de otro costal son los atuendos con velo integral, verdaderas cárceles de tela ambulantes con efectos adversos para la salud (por ej., déficit de vitamina D por falta de exposición de la piel a la luz ultravioleta y problemas de obesidad por dificultades o renuencia a la hora de practicar deportes). Las implicaciones patriarcales-religiosas del burka, el niqab y prendas afines que ocultan el rostro femenino (batula, yasmak, etc.) resultan más que evidentes, independientemente de que su observancia no esté estipulada por la legislación, como en los países occidentales o en estados musulmanes relativamente secularizados. Negar esas implicaciones sería un acto de necedad u obcecación dogmáticas. El burka y el niqab están estrechamente asociados al precepto del namus o «decencia», que hunde sus raíces en la moral religiosa del islam, aunque el Corán no prescriba taxativamente la utilización del velo integral (la tradición islámica no se reduce a la literalidad de su mayor libro sagrado, pues existen otras fuentes, tanto escritas como orales; amén de diversas interpretaciones y normas jurídicas que han quedado adosadas al corpus de la ortodoxia). La mujer debe ser «recatada» en público, para no deshonrar a su padre, a su marido y al resto de su familia. El código de vestimenta y conducta para los varones es mucho menos severo que para las mujeres, y las sanciones por incumplirlo también son menos duras, como lo ejemplifica dramáticamente la infidelidad conyugal, que solo las mujeres pagan con la muerte por lapidación (lo peor es que los hombres tienen el privilegio de la poligamia: la llamada poliginia).

La obligatoriedad del burka o niqab es tanto peor que la del hiyab, sobre todo en el caso de las mujeres menores de edad, infantes o adolescentes, cuyo bienestar merece atención preeminente, si la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU no es letra muerta. Pero el hiyab coercitivo también resulta muy repudiable desde el punto de vista ético de los derechos humanos, desde el compromiso con la libertad e igualdad de las mujeres. Ningún relativismo cultural, ningún multiculturalismo decolonial o posmoderno, debieran volvernos cómplices –por acción u omisión– del sexismo religioso, en ninguna de sus variantes: islam, cristianismo, judaísmo, hinduismo, etc.

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Hasta aquí hablamos de la obligatoriedad del hiyab y el velo integral –jurídica o consuetudinaria– dentro del mundo islámico: Irán, Arabia Saudita, etc. Pero, ¿qué hay de su prohibición total o parcial en algunos países europeos o en algunas zonas del Indostán? Se trata de una cuestión sumamente compleja, espinosa. Por lo pronto, conviene marcar una clara distinción entre el simple pañuelo en el cabello y el burka o niqab. Nuestra respuesta al interrogante formulado será, pues, diferenciada, con matices.

Prohibir el hiyab en los espacios públicos, como han hecho varios países no musulmanes, parece ser algo excesivo e injustificado. Muchas mujeres árabes o musulmanas que migraron a Europa o el Indostán –regiones donde predominan el cristianismo, el hinduismo y el budismo– usan el pañuelo con libertad, como un atuendo más bien étnico que religioso, sin reproducir necesariamente esquemas patriarcales de pensamiento y conducta. El pañuelo no les dificulta caminar, ni trabajar, ni hacer actividades físicas, como tampoco a las occidentales o indias les resulta engorroso, en su vida cotidiana, vestir un sombrero o un sari (no podría decirse lo mismo de los zapatos de tacón, mandato sexista de belleza del que los varones occidentales nunca hablamos, y que resulta más retrógrado y dañino para la salud femenina que el hiyab, que solo adquiere estos atributos negativos en contextos de uso obligatorio).

Por supuesto que en Europa y la India hay mujeres árabes o musulmanas que usan el hiyab debido a la presión gregaria de sus familias y comunidades (temor a los castigos, a las golpizas domésticas, a la vergüenza, a la ignominia, a la condena eterna de Alá, etc.), o porque fueron criadas en hogares conservadores donde absorbieron y naturalizaron el rancio precepto moral machista del namus. El presunto «consentimiento» –tácito o expreso– de la víctima siempre es un pésimo argumento para justificar la opresión, por la incidencia del mentado «síndrome de Estocolmo» (permítaseme la metáfora). Tomar conciencia y coraje para rebelarse contra los mandatos familiares y comunitarios siempre es difícil, sobre todo cuando esos mandatos tradicionales tienen una legitimidad religiosa, el aura de lo sagrado.

Así y todo, lo cierto es que también existen mujeres árabes o musulmanas de la diáspora que usan el hiyab en un sentido étnico-secular. Se ha dado, incluso, un fenómeno paradojal: mujeres inmigrantes, o descendientes de inmigrantes, que empezaron o volvieron a usar asiduamente el hiyab (nunca lo habían utilizado o lo habían dejado de utilizar hace tiempo, o solo lo habían utilizado esporádicamente y sin darle mayor importancia) como un acto político de desafío o rebeldía, cansadas y enojadas por la discriminación que sufrían en la diáspora: xenofobia, racismo, islamofobia. El pañuelo en la cabeza se volvió un símbolo de resistencia cultural, de orgullo étnico, frente a una población nativa intolerante, prejuiciosa u hostil. Este uso del hiyab, por lo demás, no excluye la perspectiva de género. Hay jóvenes feministas que usan el pañuelo con total naturalidad, sin sentirse avergonzadas ni conflictuadas.

Sin embargo, esta reacción identitarista no debe ser romantizada. Por lo general, está disociada de la conciencia de clase anticapitalista. No solo eso: tiende a impedir que aparezca o se desarrolle. Incluso, conlleva el riesgo de derivas religiosas fundamentalistas. Es sabido que el radicalismo islámico y sus organizaciones terroristas o yihadistas reclutan sus miembros entre los hijos e hijas de inmigrantes musulmanes –de África o Asia– que sienten un profundo resentimiento hacia Occidente, debido a la marginalidad, la pobreza, el desempleo, la discriminación, el hostigamiento policial, etc. El caso de Francia es particularmente notable, pero en otros países europeos ha ocurrido algo similar, como en Suecia (lo que se aprecia muy bien en la serie de TV Kalifat, de Goran Kapetanović, que aprovecho para recomendar encarecidamente).

Prohibir el hiyab, de por sí cuestionable desde un punto de vista ético, resulta también problemático desde un punto de vista político, por los efectos no deseados o consecuencias colaterales que provoca esa discriminación tan odiosa: dar pábulo al fundamentalismo islámico y el terrorismo yihadista, por la vía del identitarismo étnico-religioso. Francia cometió un grave atropello y error cuando prohibió en las escuelas públicas el uso del hiyab, en nombre de la laicidad. La laicidad es un aspecto medular de la democracia y los derechos humanos, pero un pañuelo en el cabello no necesariamente es una práctica religiosa… Además, la laicidad escolar –ausencia de religión– es una exigencia para el estado y sus agentes, no para quienes asisten a las instituciones públicas como estudiantes. Un crucifijo exhibido en la pared del aula o en el cuello de una maestra viola la laicidad porque tiene carácter oficial u oficioso, no así el que lleva un alumno, porque allí se trata de un símbolo privado o particular, que no representa al estado. Las autoridades francesas, con arrogancia eurocéntrica, se negaron a ver en el hiyab un atuendo étnico de las minorías inmigrantes. Decidieron convertirlo en el símbolo del «aluvión machista musulmán», igual que el burkini en los balnearios de la Costa Azul. En pocas palabras, islamofobia disfrazada de laicismo y feminismo.

Las consecuencias de esta política están a la vista: los sectores más fundamentalistas y violentos del islam europeo hicieron su agosto. Frente a la discriminación y opresión del Occidente blanco y cristiano, frente al racismo antiinmigración y la islamofobia, el camino seguido fue el de una vuelta identitarista a la etnicidad árabe ancestral y/o la fe musulmana ortodoxa (aunque esa ancestralidad y esa ortodoxia fuesen a menudo dudosas, más imaginarias que reales). ¿Lucha de clases, socialismo e internacionalismo? No, thanks… ¿Choque de civilizaciones, guerra santa y terrorismo? Welcome!

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Pero, ¿qué hay de la prohibición o restricción parcial de usar el burka o el niqab –en espacios públicos– que rige en algunos países de Europa (Francia, Bélgica, Países Bajos, Dinamarca, Suiza, Austria, Bulgaria) y partes del Indostán (especialmente al sur, como Karnataka y Sri Lanka), o incluso en repúblicas árabes –o de mayoría musulmana– relativamente secularizadas como Argelia, Túnez, Egipto, Chad, Senegal, Turquía, Uzbekistán y Tayikistán? Aquí la cosa se complica.

El uso del velo integral, ya sea por disposición legal del estado o por mandato consuetudinario-religioso de la familia o la comunidad, resulta inaceptable en una democracia moderna –occidental o no– donde las libertades individuales, la laicidad y la igualdad de género representan algo más que flatus vocis. Ahora bien: la izquierda y el feminismo no debieran apoyar ninguna solución autoritaria o paternalista. El punitivismo no es el camino. Se debe desalentar el burka y el niqab en los espacios públicos (escuelas, hospitales, calles, plazas, balnearios, etc.), pero nunca coaccionando, penalizando, criminalizando, estigmatizando, segregando a las mujeres musulmanas, inmigrantes o hijas de inmigrantes. Ellas son víctimas, no enemigas. Jamás tenemos que revictimizarlas, haciéndole el juego a la derecha burguesa xenofóbica, racista e islamofóbica que campea en Occidente, lobo feroz que ha aprendido astutamente a disimular sus prejuicios, su intolerancia y su odio con la piel de cordero del purplewashing.

¿Qué hacer, entonces? Apostar por una acción territorial persuasiva a largo plazo entre las colectividades inmigrantes musulmanas, basada en la educación pública, el trabajo social y la psicología comunitaria. Todo ello, desde luego, con perspectiva laica, intercultural y no sexista, teniendo como eje a los derechos humanos. Que sean las autoridades religiosas y patriarcales de la diáspora islámica (padres, maridos, imanes, ulemas, jeques, etc.) las que sientan la presión anti-velo, no las mujeres ni las niñas. Algo parecido, por buscar una analogía, a lo que muchas feministas abolicionistas plantean en relación a la prostitución: sancionar al proxeneta, al cliente prostibulario, al policía o juez cómplices de la trata y el proxenetismo, no a la mujer en situación de esclavitud y/o prostitución. En el caso de la lucha contra el burka y el niqab, no se trata de practicar ningún punitivismo carcelario, sino de, llegado el caso extremo (si la reluctancia patriarcal es muy prolongada o reincidente), hacer amonestaciones o aplicar sanciones leves como multas o tareas comunitarias. Pero, sobre todo, apelando a la educación, a la visibilización, a la sensibilización, a la concientización…

Por supuesto que, en el marco de una sociedad capitalista signada por la desigualdad de clases, existen límites objetivos considerables al potencial transformador de la pedagogía escolar, el trabajo social y la psicología comunitaria. La vigencia del patriarcado y el tradicionalismo religioso entre las masas inmigrantes musulmanas se explica, también, por ciertas condiciones socioeconómicas estructurales: clandestinidad de la migración informal, precarización laboral, desempleo, pobreza, marginalidad, falta de oportunidades, segregación en guetos, carencia de ciudadanía, estratificación educativa y sanitaria, etc. De ahí que la única solución profunda –completa y duradera– al problema del burka y el niqab pase por un feminismo internacionalista laico –intercultural pero no decolonial, antiimperialista y antieurocéntrico pero no campista ni antioccidentalista– firmemente vinculado al socialismo revolucionario.

¿Y el hiyab? Solo resulta sexista y condenable cuando se trata de una imposición, como en Irán. No cuando se trata de una libre elección, como entre las inmigrantes árabes o musulmanas –feministas o no– que reaccionan contra la islamofobia y el racismo de Occidente recuperando un atuendo étnico en clave de rebeldía política. Separemos la paja del trigo. Sepamos tener coherencia intelectual y mesura crítica en nuestras luchas por la libertad, la igualdad y la justicia.

Federico Mare