Ilustración: José Clemente Orozco, Alegoría de México (piroxilina/masoniteca, ca. 1948). Fuente: Museo Blaisten.
Nota.— Concluye en México el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. El próximo domingo habrá elecciones federales, y el partido oficialista, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) va por un nuevo sexenio, con la candidatura presidencial de Claudia Sheinbaum Pardo. El ensayo que a continuación reproducimos, escrito por el intelectual mexicano Armando Bartra, ofrece un balance muy optimista de lo que ha sido –según el autor, quien simpatiza con Morena– la primera etapa de la “Cuarta Transformación” (4T) en México.
Es un balance con amplia perspectiva histórica, pues ofrece una panorámica del largo siglo posrevolucionario hegemonizado por el PRI, desde la institucionalización de la Revolución Mexicana hasta la crisis del neoliberalismo y el declive del centenario partido, pasando por el populismo cardenista, el movimiento estudiantil del 68 y la insurgencia del EZLN en Chiapas. La valoración entusiasta que Bartra tiene de AMLO –y de otros gobiernos «progresistas» de la América Latina actual o reciente– está lejos de nuestra visión antisistémica de izquierda, radicalmente crítica (radicalmente crítica porque intenta trascender las disyuntivas neoliberalismo sí o no, imperialismo sí o no, reafirmando el compromiso con el anticapitalismo en toda regla). Así y todo, nunca viene mal conocer y comprender mejor otras ideologías; y para ello, nada mejor que leer sus propios textos.
Morena considera el sexenio presidencial de López Obrador como la primera etapa de la “4T” porque, a su entender, en la historia moderna de México hubo otros tres grandes procesos transformativos con vector progresivo: la Independencia, esto es, la guerra de liberación contra España a principios del siglo XIX; la Reforma, vale decir, la batería de leyes secularizadoras de Benito Juárez y otros liberales hacia mediados de esa misma centuria; y la Revolución Mexicana, a principios del siglo XX (a la que se le suele anexar el cardenismo de los años 30). No nos parece que el gobierno de AMLO merezca el rótulo de “Cuarta Transformación”.
Confiamos poder publicar más adelante otro balance histórico sobre el México de AMLO, con una mirada más afín al anticapitalismo de izquierda.
El presente ensayo de Armando Bartra fue originalmente publicado en Hegemonía y 4T. Un debate gramsciano (México, Ítaca, 2023), obra colectiva coordinada por Diana Fuentes y Massimo Modonesi. Este libro recoge varias ponencias presentadas a un coloquio organizado por la Asociación Gramsci México en septiembre de 2022, en la UNAM y la UAM. El artículo de Bartra data, pues, de hace casi dos años. Agradecemos al autor y la editorial que nos hayan permitido reproducir el texto en nuestro semanario.
Croce prescinde del momento de la lucha,
del momento en que se elaboran y agrupan
y alinean las fuerzas en contraste,
del momento en que un sistema ético-político
se disuelve y otro se elabora en el fuego y con el hierro,
en el que un sistema de relaciones sociales
se desintegra y decae y otro sistema surge y se afirma.
Antonio Gramsci
El pensamiento de Antonio Gramsci no es sociológico-positivista sino histórico-político, de modo que la pregunta por la hegemonía en la que en México llamamos Cuarta Transformación (4T) no interroga sobre una situación dada sino sobre un tránsito, un proceso, un curso prolongado que va de la oposición a la construcción, de la resistencia al poder, de la contrahegemonía a la hegemonía.
Lo que vivimos hoy en México es una mudanza, una transición no lineal ni homogénea, pero de clara direccionalidad, por la que pasamos del predominio de un bloque histórico dominado por el gran capital y las trasnacionales al progresivo predominio de otro bloque histórico encabezado por las clases antes subalternas, por los trabajadores, por el 99%.
La 4T es un cambio de régimen político, es una reforma en curso del orden social y es también la paulatina deconstrucción del modelo de desarrollo neoliberal, tanto de sus instituciones y políticas como de las estructuras económicas en que se materializó. Todo encuadrado en la “construcción de una voluntad colectiva nacional popular”, lo que, en sus Notas sobre Maquiavelo, la política y el Estado moderno, Gramsci llamó “una revolución intelectual y moral”, y que nosotros llamamos “revolución de las conciencias”.
La señal más clara de que estamos en una transición hegemónica es la airada resistencia a los cambios que protagonizan los privilegiados del viejo orden y sus personeros. La estentórea alharaca de la cleptoburguesía latrofacciosa y las trasnacionales predadoras, de los mercenarios medios de comunicación por ellos controlados, del siempre conservador poder judicial, de los partiditos políticos del antiguo régimen y sus titiriteros…
Que hubo un quiebre y hay un nuevo curso lo documenta por sobre cualquier otra señal el clamor de las derechas: tanto de la clase antes dominante paulatinamente acotada, como de sectores subalternos que habían encontrado acomodo en el viejo bloque histórico y que hoy defienden sus módicos privilegios incluyendo el de tener el monopolio de la crítica ilustrada.
El tránsito hegemónico en curso, su direccionalidad, sus tensiones no se explican sin su historia; la cercana y la remota. Pensar en términos gramscianos es pensar en hegemonía y contrahegemonía: “El rasgo esencial de la filosofía de la praxis consiste precisamente en el concepto de hegemonía” (Gramsci); es decir en dominación y resistencia, en poder y contrapoder; lo que supone analizar el curso de la sociedad a través de los cambios en la relación de fuerzas.
Mudanzas en la balanza social que por lo general se despliegan en tiempos largos, en procesos históricos prolongados pues, aunque en las crisis se pueden modificar abruptamente las relaciones de resistencia y dominación, el tránsito de un bloque histórico a otro resulta de cursos dilatados en que se suceden avances y retrocesos, momentos de quiebre y períodos de estabilización.
“Al estudiar un período histórico [encontramos] crisis que a veces se prolongan por decenas de años. Esta duración excepcional significa que en la estructura maduran contradicciones incurables y que las fuerzas políticas que obran […] en la conservación y defensa de la estructura misma se esfuerzan sin embargo por […] superar […] Estas fuerzas incesantes y perseverantes forman el terreno sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas” (Gramsci).
Intentaré, pues, responder a la pregunta por la hegemonía de la 4T exponiendo en grandes trazos el lento derrumbe del viejo régimen, la caída en cámara lenta del orden que empezó a construirse en la posrevolución y que se mantuvo por una centuria. Trataré de mostrar el progresivo desgaste de una hegemonía que por décadas parecía no tener fisuras, el paulatino aflojamiento de los amarres clasistas que mantenían unido al añejo bloque histórico. Una dislocación que se dio a través de sucesivas crisis de hegemonía que lo sacudieron una y otra vez, sin que en su momento lograran derrumbarlo. Hasta que llegó la debacle política definitiva, dramatizada por la elección del 1° de julio de 2018 en que 30 millones de mexicanas y mexicanos votaron por la esperanza, concepto generoso pero impreciso que puede leerse como un nuevo régimen, un nuevo orden social, un nuevo modelo de desarrollo, una nueva ética y una nueva cultura ciudadana.
Las que aquí llamo crisis de hegemonía, que para el caso de México son quiebres en que el orden dominante perdió consenso y avanzaron las oposiciones, pero sin que se desplomara el viejo régimen, son «catárticas» en un sentido gramsciano en tanto que “momentos ético-políticos” donde se “transita de la necesidad a la libertad”. Son, en mis términos, experiencias sociales puras y duras, vivencias colectivas multitudinarias que yo he llamado radicales o desnudas porque en ellas lo singular y contingente de la coyuntura deviene universal. Momentos liminares y fractales en que una nueva luz ilumina nuestro entorno revelando posibilidades antes inimaginables. Las crisis como catarsis sociales son el momento de lo imposible hecho posible, y sin ellas no hay historia.
“La fijación del momento catártico –sostiene Gramsci– deviene […] el punto de partida de toda la filosofía de la praxis”, y en este ensayo trato de ubicar los cinco momentos catárticos, las cinco experiencias sociales colectivas puras y duras que desgastaron al viejo régimen y fueron mostrando a los opositores la posibilidad de un México otro y las vías para abrirle paso. En 1968 descubrimos que el descrédito moral tiene valor contestatario, en los setenta y primeros ochenta del pasado siglo nos dimos cuenta de que puede haber un gremialismo libre, en 1988 supimos que las elecciones son una vía transitable para el cambio de régimen, durante el túnel neoliberal (1988-2018) aprendimos que resistir ya es ganar, en lo que va del nuevo siglo vimos que la palanca del cambio está en combinar movimiento social y acción partidista…
El “ogro filantrópico”
El viejo régimen mexicano, el orden surgido de la revolución de 1910, ilustra inmejorablemente el concepto gramsciano de hegemonía entendida como dominio de clase, como dirección cultural e ideológica sustentada en el consentimiento y no solo en la coerción y la violencia.
El Estado posrevolucionario, el “ogro filantrópico” de Octavio Paz, repetía una y otra vez la mentira que Federico Nietzsche atribuyó a todos los estados hace ya 150 años: “Yo, el Estado, soy el Pueblo”. Y a principios de los años sesenta, después de la cruenta represión de 1959 a una huelga nacional ferrocarrilera, el militante comunista y escritor José Revueltas, en un libro de publicación semiclandestina titulado Ensayo sobre un proletariado sin cabeza,formulaba una caracterización del sistema surgido de la Revolución que sin duda hubiera complacido a Gramsci:
“…resulta así que el fruto de la revolución mexicana no es una clase burguesa nacional que se realiza en el Estado, sino un Estado nacional no-burgués en el que se realizan todas las clases […] De este modo la organización de la consciencia burguesa […] viene siendo […] la organización de todas las consciencias”.
Años después, a principios del siglo XXI, cuando el viejo régimen se prolongaba en el presunto gobierno de la alternancia encabezado por Vicente Fox, proveniente del dizque opositor Partido Acción Nacional (PAN), formulé en un libro colectivo cuyo tema era la nueva izquierda en América Latina, una caracterización que seguía a la de Revueltas. Partiendo de que México ingresó al siglo XX con una revolución campesina triunfante a la postre usufructuada por una corriente protoburguesa, en ese texto explico cómo ésta
“…reconstruyó al Estado y desde ahí a la sociedad. Así, por más de 70 años, los sucesivos gobiernos se proclamaron de izquierda, pues se consideraban herederos de la revolución: patrimonio histórico que le daba identidad a las instituciones del Estado, al partido ‘casi único’, a las corporaciones gremiales y al discurso de la llamada ‘gran familia revolucionaria’; pero también al arte público, a lo rituales cívicos, a los libros de texto, a la parafernalia nacionalista y a la cultura política de los mexicanos rasos”.
En el origen del nuevo orden mexicano, está una prolongada revolución popular que sacudió a millones de mexicanas y mexicanos, de modo que la gran burguesía emergente no podía simplemente someter a los trabajadores alebrestados. Necesitaba integrarlos como subalternos, lo que hizo del régimen político posrevolucionario un ejemplo privilegiado de “bloque histórico” multiclasista fundado en la hegemonía más que en la coacción.
Bloque histórico es un concepto gramsciano inseparable de “la teoría de las relaciones de fuerzas”, enfoque dinámico que da historicidad a los conceptos y dinamismo a su empleo analítico, pues no hay hegemonía sin resistencia sociocultural y eventualmente política. No hay hegemonía sin contrahegemonía, de modo que los bloques históricos se desgastan, debilitan y derrumban en cursos habitualmente prolongados con momentos de crisis hegemónica y momentos de recuperación. Y un consentimiento social tan consolidado y persistente como el que sustentó el muégano clasista posrevolucionario mexicano no se desgasta de un día para otro. Fijando fechas para un proceso que es más bien fluido, yo diría que el desplome del viejo régimen se prolongó por medio siglo.
Un derrumbe en cámara lenta
Para que, con la elección de 2018, diera inicio una cuarta etapa de la historia de México cimentada en una nueva hegemonía y presidida por un emergente bloque histórico, fueron necesarias las luchas y esfuerzos acumulados de cuando menos dos generaciones. El ocaso del viejo régimen duró medio siglo y estuvo marcado por la acumulación de rupturas sucesivas que fueron carcomiendo sus cimientos sociales, políticos y morales, es decir, desgastando su hegemonía; impactos que iban debilitando las bases de un orden cada vez más injusto y autoritario, pero que, por décadas, se proclamó heredero de la revolución de 1910.
1968: crisis moral. Desde fines de julio de 1968, los jóvenes estudiantes de la ciudad de México salieron a la calle agitando demandas democráticas. El 2 de octubre fueron masacrados por el ejército y la policía mientras celebraban un mitin en la Plaza de las Tres Culturas. El “movimiento del 68” representa la primera gran crisis de hegemonía que conmovió al viejo régimen, constituye su estrepitosa derrota moral. Responsable confeso de la masacre, el presidente Gustavo Díaz Ordaz dio rostro al descrédito de la “revolución institucionalizada”, pues un gobierno que asesinaba a los jóvenes no podía reclamarse heredero de la gesta libertaria iniciada en 1910. Después del 2 de octubre, el viejo régimen ya no recompuso su imagen y el desafecto moral de los subalternos no dejó de incrementarse: “Dos de octubre no se olvida”.
1970-1988: crisis social. Empezando por las huelgas del porfiriato y la revolución de 1910, los movimientos sociales tachonaron el siglo XX, y desde la tercera década de la pasada centuria los gobiernos posrevolucionarios fueron sacudidos por rebeldías populares. Sin embargo, el despliegue de luchas obreras, campesinas, magisteriales y de colonos urbanos que durante los años setenta y primeros ochenta retaron a los gobiernos del PRI provocó el desgaste y descrédito de la base gremial que mantenía a los trabajadores del campo y de la ciudad encuadrados dentro del viejo régimen.
Fueron electricistas, telefonistas, ferrocarrileros, mineros, petroleros… que reivindicaban salarios y condiciones laborales, pero también libertad sindical; fueron campesinos que exigían tierra; fueron colonos que reclamaban vivienda y servicios; fueron maestros que se movilizaban por sus condiciones de trabajo y por democracia gremial. Siempre fieles al PRI y obedientes al gobierno, las grandes corporaciones forjadas en la posrevolución siguieron ahí, pero las llamadas “insurgencias” pusieron en crisis la hegemonía del gremialismo oficialista al mostrar que podía haber un gremialismo libre.
1986-1988: crisis política. Desde el principio de los ochenta, el pensamiento llamado “neoliberal” –que en nombre del libre mercado preconiza la apertura comercial irrestricta, la desregulación de la economía, la privatización de los servicios públicos y el achicamiento del Estado– cobró fuerza dentro del PRI desplazando a quienes reivindicaban el legado cardenista definido por el crecimiento hacia adentro y la inclusión social impulsados por políticas públicas nacionalistas. División que en 1988 condujo a la fractura política del viejo régimen y a una crisis de la dimensión política e ideológica de su hegemonía que se había cimentado en el llamado “nacionalismo revolucionario”.
En 1986, los herederos de la herencia cardenista formaron la Corriente Democrática (CD) del PRI que propuso a Cuauhtémoc Cárdenas como candidato a la presidencia de la República en la elección de 1988. Descartado éste por los tecnócratas, la CD abandonó el PRI en 1987 y, a través de un Frente Democrático Nacional (FDN), lanzó formalmente la candidatura del “hijo del general”. A ella se sumaron en el transcurso de 1988 las izquierdas históricamente opositoras, que para entonces estaban integradas en el Partido Mexicano Socialista.
Sin organización previa, sin dinero y con los medios de comunicación en contra, el FDN desarrolló una campaña exitosa, entre otras cosas porque su candidato era el hijo de Lázaro Cárdenas, tenido por muchos como el mejor presidente de la posrevolución. Y todo indica que el retador ganó la votación, de modo que tuvo que «caerse el sistema» para que los resultados favorecieran a Carlos Salinas. La fractura del partido del gobierno en 1987 y el descalabro electoral de 1988 representan la crisis de la hegemonía político-electoral del viejo régimen; y para los opositores, una lección: al PRI se le podía ganar en las urnas.
1988-2018: crisis del modelo de desarrollo. Las recetas del Fondo Monetario Internacional –ajuste macroeconómico, desregulación, privatización y apertura comercial irrestricta, adoptadas por el gobierno desde fines de los ochenta del pasado siglo– produjeron una economía empobrecedora y al servicio de las empresas trasnacionales, a lo que se añadió el progresivo desmantelamiento del Estado social que mal que bien atendía algunas necesidades de la población. Y con el neoliberalismo apareció la resistencia al neoliberalismo: movimientos sociales que, junto con el pobre comportamiento de la economía, provocaron el temprano descrédito de un modelo de desarrollo que prometió prosperidad y trajo más pobreza y más desigualdad.
El 1° de enero de 1994, coincidiendo con la entrada en vigor del tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un alzamiento indígena sacudió a Chiapas y al país entero. Como durante la Colonia, pero ahora visibilizados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), los pueblos originarios llegaron a contradecir ya no al colonialismo sino al neoliberalismo.
Nueve años después nacía el Movimiento “El campo no aguanta más”, que el último viernes de enero de 2003 tomó la ciudad de la República con cien mil campesinos que denunciaban “la devastación del agro mexicano a causa de las políticas de ajuste estructural y libre comercio”, y exigían un cambio de rumbo en el campo y en el país.
No fueron los indígenas y los campesinos los únicos en rebelarse contra el rumbo que estaba tomando México, también lo hicieron en diferentes momentos telefonistas, electricistas, trabajadores universitarios, deudores de la banca.
Las promesas de prosperidad primermundista explican en parte el que, por unos años, los conceptos, valores y sentires del neoliberalismo fueran parte de la hegemonía que daba sustento viejo orden, efímera manipulación ideológica, política y cultural que pronto cedió ante la multiplicación y radicalidad de las resistencias.
1988-2018: crisis del sistema electoral. Desde 1988, las leyes electorales han tenido sucesivas modificaciones. Pero el progresivo descrédito del sistema con que se elegía a los gobernantes no se debió tanto a las insuficiencias de la ley como a las prácticas viciadas, a la forma torcida. En la aclamación presidencial de Carlos Salinas, Felipe Calderón y Peña Nieto se manipularon los comicios para favorecer o frenar a ciertos candidatos. 1988, 2006, 2012: tres momentos cruciales de la prolongada campaña de las oposiciones de izquierda contra la imposición. Largo combate por los votos y la forma de contarlos, que culminó en 2018, cuando el mecanismo perverso fue desbordado en las urnas.
En 1988, vimos que al partido de Estado se le podía ganar con votos, pero por tres veces buscaron convencernos de que el esfuerzo electoral era inútil, pues el triunfo de la izquierda jamás sería reconocido. El nocaut comicial de 2018 echó por tierra la última mentira del viejo régimen –su invencibilidad electoral–, y con ella terminó simbólica y políticamente una hegemonía que había durado cien años.
Desde mediados del siglo XX, numerosas grietas iban debilitando la antes robusta estructura del viejo régimen: el movimiento juvenil de 1968 mermó su capital simbólico; las insurgencias populares de los setenta y ochenta desgastaron su base social gremial; la elección de 1988 fue un golpe a la invencibilidad del PRI; los alzamientos y resistencias desatadas a fines del siglo XX y principios del XXI desacreditaron al modelo neoliberal; los cuestionados comicios de 1988, 2006 y 2012 exhibieron las sucias prácticas electorales de los partidos del sistema. El viejo orden estaba tocado, pero no cedía… Hasta que el 1° de julio de 2018 colapsó. Esa noche, los más de 30 millones de mexicanas y mexicanos que habían sufragado por López Obrador festejaron en calles y plazas el triunfo de un sueño compartido, la realización de una esperanza por muchos años postergada. Lo que se celebraba era el último episodio de una transición que parecía interminable; el esperado final del derrumbe en cámara lenta del viejo régimen y de la progresiva acumulación de fuerzas políticas, sociales y morales que finalmente lo hizo posible. Lo que se celebraba era el fin de una hegemonía, el ocaso de un bloque histórico y el inicio de una nueva época en la historia de México. Solo el inicio, apenas el inicio. La elección de 2018 fue fin y principio, fue el parteaguas… nada menos, pero nada más. Banderazo de salida de una etapa histórica inédita, cuyo desarrollo dependerá de nosotros, de todos nosotros.
Consciencias en revolución
“El moderno Príncipe –escribió Gramsci– debe ser y no puede dejar de ser, el abanderado y organizador de una reforma intelectual y moral”. Es decir que no puede haber 4T sin una “Revolución de las conciencias” que transforme profundamente las ideas, valores y sentires de las mexicanas y los mexicanos. Después de la revolución de 1910 y por un largo siglo, vivimos bajo un orden autoritario, clientelar y corporativo, rasgos que, pese a su indudable respaldo popular, también estuvieron presentes durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. En las tres décadas del neoliberalismo, a estas lacras se añadieron aculturación, individualismo, consumismo… Rasgos nefastos del viejo régimen que fueron gramsciano sentido común durante cerca de cien años, y que calaron profundamente en nuestras conciencias. Cambiar los modos de pensar, valorar y sentir rutinarios e inerciales por otros generosos, solidarios, críticos y propositivos es tarea mayor de la 4T y principalmente del “nuevo Príncipe” de por acá que es Morena (Movimiento de Regeneración Nacional).
La “reforma intelectual y moral” de la que hablaba el italiano y que nosotros llamamos Revolución de las conciencias es permanente, y sus contenidos específicos dependen de la fase del proceso de transformación en que nos encontremos.
La Revolución de las conciencias necesaria para derrocar electoralmente al viejo régimen se fue desarrollando cuando menos desde el parteaguas moral que fue el movimiento de 1968, y se materializó en los 30 millones de votos que tuvo López Obrador en 2018.
La Revolución de las conciencias necesaria para ir desmontando el viejo orden y sentando las bases de la 4T se ha ido desarrollando en los últimos años y se muestra en el respaldo de 60% o 70% que tiene el gobierno del “cambio verdadero”. La Revolución de las conciencias necesaria para llevar adelante la nueva etapa de la 4T que comenzará en 2024 con las reformas de segunda generación que pueblo y gobierno tendremos que impulsar en el segundo sexenio de Morena, tenemos que irla construyendo desde ahora.
Antes de 2018, la tarea era resistir al viejo régimen. De 2018 y 2024, la tarea está siendo desmontarlo, de 2024 en adelante la tarea será construir algo nuevo… Y el talante intelectual y emocional propio de cada etapa es distinto, de modo que la Revolución de las conciencias debe ser una revolución permanente.
“El nuevo príncipe”
Las transformaciones que están sentando las bases de la 4T y que deben consolidarse en lo que resta del sexenio se impulsan desde arriba y desde abajo: desde el Estado y desde la sociedad. Unas son tarea del gobierno, las otras son tarea de todos, pero principalmente del partido de la 4T que es Morena, de los gremios y en general de la ciudadanía organizada.
López Obrador sintetizó su tarea transformadora con una metáfora: “mover al elefante reumático” que es el Estado mexicano. Y pienso que lo está moviendo por el rumbo correcto. Pero la “elefanta reumática”, que siguiendo la metáfora sería la sociedad mexicana, se ha movido muy poco. Salvo por un rato el feminista, los movimientos de resistencia se oenegeizaron y, a excepción del Sindicato Nacional de Trabajadores Minero-Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana, su desdoblamiento la Central Internacional de Trabajadores y el sindicato de la General Motors, los gremios –tanto de la ciudad como del campo– están pasmados.
Y no se debe a que el neoliberalismo los desarticuló, argumento con el que algunos buscan explicar su inmovilidad, pues, pese a la represión, el ninguneo y la falta de respuesta, con los gobiernos autoritarios y antipopulares hubo más activismo social que ahora. Perdimos las calles y corremos el riesgo de que las gane la derecha acompañada por la izquierda despistada. Como ya ocurre aquí con los amparos judiciales que bloquean las políticas del gobierno y como ocurre y ha ocurrido en algunos países latinoamericanos.
Cuando la izquierda llega al poder, la iniciativa política se traslada de los movimientos y los partidos que eran de oposición al nuevo gobierno. Deriva indeseable que, sin embargo, se repite en casi todos los “gobiernos progresistas” de Nuestra América, como ha observado Juan Carlos Monedero. Y los partidos de izquierda decaen o se desfondan.
Así lo señalan autores de diferentes países que cursaron o cursan por el progresismo: “El papel histórico que se le atribuyó al Movimiento al Socialismo como articulador político entre organizaciones sociales y liderazgo […] perdió sentido por la relación directa entre estas organizaciones y el presidente”, escribió el boliviano Juan Carlos Pinto que fuera funcionario del gobierno de Evo Morales. “En abril de 2006 creamos el partido [Alianza País] y en enero de 2007 llegamos al poder. En este contexto fue inevitable tener mucha gente que no era leal a una visión o un proyecto político sino al poder”, me dijo en entrevista personal Rafael Correa expresidente de Ecuador. “El Partido Socialista Unificado de Venezuela […] es un partido organizado básicamente como fuerza electoral, que no elabora política, ni de carácter general ni hacia los espacios particulares de intervención social”, escribió Roberto López Sánchez.
Sobre el partido que hoy gobierna en México declaró en 2020 su entonces presidente Alfonso Ramírez Cuellar: “Morena ha tenido un retraso muy importante en el debate ideológico y político. El carácter predominantemente electoral que le imprimió la pasada campaña nos llevó, en los hechos –y con justa razón– a poner en el centro la estructura distrital y la promoción y defensa del voto, mientras que, en los consejos estatales y los municipales las instancias estatutarias dejaron de funcionar. Después de las elecciones, nuestra obligación era entrar en un proceso organizativo de nuestros afiliados, establecer institucionalidad, depurar padrones, garantizar el funcionamiento colegiado de todas las instancias, crear espacios de convivencia en todos los niveles. Pero no se hizo…”.
Es decir que México no ha sido la excepción. Pero el que el mal sea de muchos no debiera consolarnos, pues el cambio social profundo es el que se hace abajo y en gran medida está pendiente. Por décadas nos organizamos y movilizamos para resistir y contra los gobiernos, ahora tenemos que organizarnos y movilizarnos para construir junto con el gobierno. Y no sabemos bien cómo.
A fines de los años veinte y principios de los treinta del pasado siglo, el movimiento revolucionario en Europa refluía, avanzaba el fascismo y los acosados partidos comunistas trastabillaban. La situación era distinta a la que se vive hoy en Nuestra América, donde los procesos emancipatorios siguen avanzando. Sin embargo, las reflexiones de Gramsci sobre las insuficiencias de los partidos mantienen su pertinencia.
“Los partidos nacen, se constituyen y organizan para dirigir las situaciones en momentos históricamente vitales […] Pero no siempre saben adaptarse a las nuevas tareas y las nuevas épocas, no siempre saben adecuarse al ritmo de desarrollo del conjunto de las relaciones de fuerza […] Cuando se analizan estos desarrollos en los partidos es necesario distinguir el grupo social, la masa del partido [la base partidista], la burocracia y el estado mayor del partido [la dirección]. La burocracia es la fuerza conservadora más peligrosa; si ella termina por constituir un cuerpo solidario y se siente independiente de la masa, el partido deviene anacrónico y en los momentos de crisis aguda desaparece su contenido social y queda como en las nubes”.
Pasar de contrahegemónicos a hegemónicos, de resistentes a constructores, de reactivos a proactivos, del no al sí… requiere de una Revolución de las conciencias que sin duda inspira a López Obrador y quienes lo acompañan en el gobierno, pero que no se ha dado en la sociedad y que Morena tampoco impulsa.
Algunos piensan que el gobierno no está haciendo todo lo que debería hacer. Quizá. Pero lo que es seguro es que la sociedad no está haciendo todo lo que debería hacer. Y esto no es culpa del gobierno sino culpa nuestra, culpa de las y los de a pie. La combinación de principios, conceptos, valores y sentires que conforman la nueva hegemonía es un curso, un proceso mayormente plebeyo que se impulsa desde abajo. Hagamos nuestro trabajo, no busquemos culpables; sigamos en esto a Gramsci quien se desmarcaba de la sociología explicativa y apostaba por la política transformadora.
Armando Bartra