Fotografía: Iglesia de San Francisco de Asís, en el Conjunto Arquitectónico de la Pampulha, municipio de Belo Horizonte, estado de Minas Gerais, Brasil. Gentileza de Alexis Capobianco Vieyto.
Nuestro camarada uruguayo Alexis Capobianco Vieyto estuvo recientemente en Minas Gerais, uno de los estados más grandes e importantes del Brasil en términos geográficos, económicos y poblacionales; con una riquísima historia que se remonta al período colonial, a la corrida do ouro o «fiebre del oro» que comenzó a fines del siglo XVII con la irrupción de los mineros bandeirantes y la implantación de la esclavitud, y que se extendió hasta la segunda mitad del XVIII, casi hasta las vísperas del complot independista criollo de Tiradentes (1789), inspirado en las ideas ilustradas de la doble «revolución atlántica» (la norteamericana y la francesa). Una sociedad típica del capitalismo periférico latinoamericano, llena de contrastes y tensiones, signada por las desigualdades y los antagonismos de clases, tanto en su base material como en su superestructura; donde el atávico flagelo del racismo sigue perpetuándose no sólo en el plano de la cultura simbólica, sino también en los altos niveles de racialización de la pobreza, de la precariedad e informalidad laborales, y de la indigencia. Habiendo regresado a Montevideo, Alexis escribió un fascinante relato sociológico-etnográfico de su experiencia mineira, donde no faltan digresiones históricas y reflexiones crítico-políticas. Compartimos aquí su texto, en nuestra sección de crónicas Argonautas.
Alexis nos pidió añadir este mensaje a la publicación: “Agradezco las sugerencias, comentarios y correcciones de Natalia Mallada. Los errores posiblemente cometidos corren por mi cuenta.” Todas las fotografías que acompañan esta crónica fueron tomadas por el propio autor.

Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais, como otras grandes ciudades de Brasil, combina contrastes muy visibles: espaciosos parques con urbanización salvaje; imponentes construcciones de fines del siglo XIX e inicios del XX, o la famosa Iglesia de San Francisco de Asís en la Pampulha (ver fotos arriba) del arquitecto modernista Oscar Niemeyer –pionero del brutalismo de posguerra en Brasil– con las favelas y todo tipo de construcciones precarias. La pobreza y extrema pobreza muy visibles conviven con una riqueza y ostentación que también se perciben con facilidad.1
En el segundo día, mientras espero en una esquina, ya está atardeciendo en Belo Horizonte. Por esas horas veo a un hombre de pelo blanco y piel negra, de unos 60 años largos o tal vez más de 70, encorvado y con el cuerpo desgastado por la vida y el trabajo, subiendo un muy pronunciado repecho con un carro cargado de botellas de agua. Su andar y las marcas de su rostro dicen que no daba más, pero la maquinaria económica le exige seguir, y él sigue. Probablemente seguirá hasta que muera, pienso yo, mientras miro ese rostro que pide a gritos poder descansar; pero el “mundo”, nos dicen, va en otra dirección: cada vez vivimos más, por lo que es necesario retirarse cada vez más tarde. El hombre del carro sería, para una visión como la de Marx, un mero instrumento del capital, cuyo fin es la valorización del valor. Él, pienso, tal vez lo intuye de alguna forma.
Minas Gerais es un estado sin costa sobre el océano Atlántico, fronterizo con el estado de Río de Janeiro, y que, como su nombre lo indica, desarrolló la actividad minera, que comenzó muy temprano en la época colonial. En algún momento fue “El Dorado”, hasta que el oro, el ouro preto,2 se fue agotando. Gran parte de ese oro viajó hacia Portugal, y desde el país lusitano hacia Inglaterra, siendo fundamental en el desarrollo del capitalismo, en eso que Marx llamó el “proceso de la acumulación originaria”.
La derecha racista dice que los pretos no quieren trabajar, pero cuando uno va a Brasil siempre ve a los afrobrasileños en los trabajos más duros y de menores ingresos, esos que exigen mucha fuerza física y por los cuales se pagan salarios muy bajos. Se pueden señalar transformaciones, encontrar aquí y allá más de una excepción, pero la realidad general que se percibe es que la esclavitud se reprodujo bajo nuevas formas, y que en el capitalismo latinoamericano los descendientes de esclavos terminaron, en general, en la peor esclavitud asalariada, la de los empleos precarios y mal pagos. Algunos podrán ir a la universidad, ascender a la evanescente clase media, pero todo indica que serán necesarios cambios mucho más profundos para que los sectores de la clase trabajadora superexplotada no estén tan «racializados».
Un ejército de trabajadores informales inunda la ciudad cada día, algunos arriesgando su vida como trabajadores “autónomos” al servicio de las aplicaciones de venta de comida, en motos bamboleantes que intentan hacerse camino entre miles de autos, camiones y ómnibus; otros tratan de ganarse el sustento diario como vendedores ambulantes; otros, como trabajadores con contratos-chatarra o directamente en negro. Se cruzarán aquí y allá con otro ejército: el de los mendigos, los que están aún peor. Nada que uno no encuentre en otros países de América Latina, pero con peculiaridades e intensidades mayores o menores según el país.
La exuberancia de la naturaleza y la belleza de las construcciones más antiguas contrastan con las carpas, los náilones y las cajas de cartón, distribuidos por toda la ciudad, que ofician de «vivienda». En una de esas carpas, donde casi no se distingue el adentro del afuera, un pequeño recipiente con flores de plástico adorna el minúsculo espacio. Este tipo de situaciones también existen en la ciudad donde vivo, Montevideo. Pero la magnitud de las personas en situación de calle en Belo Horizonte es mucho mayor, y parece ser parte de un paisaje urbano fuertemente naturalizado y también racializado. Hablamos de un país de enormes riquezas naturales, con un gigantesco territorio, y que en algún momento alcanzó un desarrollo industrial bastante importante. Pero los pobres se cuentan por millones: 27,5% de la población, el porcentaje más bajo desde 2012 nos dicen las estadísticas, alrededor de 57 millones de personas. Esto, claro está, si aceptamos los criterios con que, en general, se miden la pobreza y otros indicadores sociales, que son por lo menos cuestionables. Minas Gerais es uno de los estados de mayor PBI del Brasil, también uno de los más poblados y grandes. Se encuentra en el décimo lugar, entre 27 estados, en PBI per cápita. Los rostros de la pobreza son muchos y variados, algunos resignados, otros rebeldes (con una rebeldía que viene desde hace siglos, tal vez), pero todos ellos con un sufrimiento ante el cual parece no haber respuestas –por ahora– que vayan más allá de algunos paliativos.
Pero, haciendo honor a la verdad, el capitalismo brasileño no solo explota o superexplota a los descendientes de esclavos. Tampoco los trabajadores blancos o de otras “razas” escapan al “hambre canina de plusvalor” de la que hablara Marx en El capital. No se puede negar el problema del racismo, sobre todo en un país que abolió la esclavitud muy tardíamente.3 Pero el racismo está intrínsecamente unido con la estructura de clases, donde, como decíamos, los descendientes de esclavos suelen ocupar los empleos peor pagos en una clase asalariada que padece en su gran mayoría grandes niveles de explotación. Realidad que se repite en toda América Latina, con peculiaridades, como he señalado.
Pero la belleza de las construcciones más antiguas también contrasta con las nuevas construcciones. Estas últimas son parte de una arquitectura que visiblemente es de mucho menor calidad, más precaria y hecha con materiales menos duraderos. Es ese tipo de arquitectura que ha inundado nuestras ciudades en mayor o menor medida, una arquitectura obsolescente para lograr ganancias a corto plazo y, probablemente, un fuerte deterioro edilicio y urbano después.
El miércoles 20 de noviembre (quarta-feira) es feriado. Es el Día de la Conciencia Negra, que se celebra en esa fecha por la muerte de Zumbi, líder del Quilombo dos Palmares. Por aquí y allá se realizan actos para rememorar el valor y la contribución de la comunidad negra en Brasil, pero también el legado esclavista, una de las peores pestes que trajo el colonialismo europeo. En la Pontificia Universidad Católica de Minas Gerais, donde voy como oyente a un encuentro académico, se lleva a cabo un evento en relación a esa conmemoración hacia el final de la jornada. Hay discursos muy emotivos y cargados de contenido, que nos hablan de la terrible historia de la esclavitud y sus consecuencias presentes, pero también de la resistencia de los esclavos y sus rebeliones, y de su enorme aporte a la cultura brasileña. El acto culmina con un pequeño concierto de música afrobrasileña. No sé si es exactamente samba o un género muy similar. Pero la potencia de la percusión está acompañada por un canto donde se combina nostalgia, rebeldía y un deseo ancestral de justicia, como en muchos de los samba-enredos, como así también en gran parte de la música popular de aquel país y de su literatura. Pero una pregunta incómoda viene entonces a mi cabeza: ¿qué transformaciones profundas se están realizando para acabar con esa herencia esclavista? El reconocimiento es fundamental, pero también la redistribución, como nos recuerda Nancy Fraser, que en nuestra América Latina no pasa sólo por políticas sociales focalizadas o medidas de “discriminación positiva”, sino también por cuestionar las estructuras hiperconcentradas y oligárquicas que la propiedad adquirió desde la época colonial y que se fueron reciclando y profundizando con el capitalismo dependiente. Pero el tema de la propiedad privada, que priva a la mayoría de una vida digna, no está en el centro del debate político ni en Brasil, ni en América Latina, ni en general en el mundo. Sí es habitual encontrarse con algún defensor fundamentalista y fanático de la propiedad, pero la izquierda habla poco y en voz baja de este problema fundamental, y la “socialización de los grandes medios de producción” es para muchos un sueño olvidado.
Los ánimos políticos predominantes, por el contrario, parecen ir por caminos muy diferentes al de cuestionar las estructuras que producen las profundas injusticias sociales. Una gran parte del espectro político promueve recortar las ya magras ayudas sociales porque el país está en “crisis”, pero, por supuesto, nada de cuestionar los privilegios del gran capital y sus servidores, que cuestan bastante más a nuestros países. El real se está devaluando, la carga de la deuda ha aumentado demasiado, hay que restringir el gasto, dicen los medios. Historias que se repiten una y otra vez en diferentes lugares de nuestra América. El gobierno propone eximir del impuesto a la renta a los que ganan menos de 5.000 reales mensuales (835 dólares), y aumentarlos a los que ganan más de 50.000 (8.530 dólares), de un 2% a un 10% de sus ingresos, medida que puede ser compartible desde una perspectiva de izquierda, cómo también lo es acabar con algunos privilegios jubilatorios de los militares (aumentar su edad de retiro hasta los 55 años). Pero se trata de medidas que no van a las raíces más profundas, que son las que hacen de la sociedad brasileña una de las más polarizadas socialmente, en la muy polarizada América Latina. Esto se torna más preocupante cuando leemos que el gobierno del PT, además, propone topear al aumento del salario mínimo. Pero, a pesar de que no se propone ningún cambio estructural profundo, se nos dice que “los mercados se pusieron nerviosos”, lo que llevó a un aumento del dólar en estos últimos días.
En un momento de descanso, me llega un mensaje de redes de militantes brasileños, el que enumera las propuestas de recortes que perjudicarían a los más pobres (programas de transferencias, incentivos al desarrollo cultural, farmacias populares, etc.), y las compara con el alto costo que tienen las Fuerzas Armadas y las exoneraciones fiscales a las empresas, y como este costo se incrementaría con las enmiendas parlamentarias proyectadas. Supongo que los que proponen estos recortes y aumentos se encuentran a la derecha del espectro político, pero también parece claro que este ciclo de aumento de las transferencias a “los más pobres” en momento de bonanza y recortes en momentos de crisis parece inevitable mientras no se cuestionen las causas más profundas que hacen que nuestras sociedades tengan a millones viviendo en la pobreza y la extrema pobreza.
La policía, sobre todo la policía militar, despliega su prepotencia en forma muy visible. Un sentimiento de impunidad parece poseerlos. Miro a mi alrededor. Subidos en motos de potente cilindrada, no respetan los semáforos. Simplemente pasan, estén o no habilitados. También suben intempestivamente a la vereda sin que parezca importarles mucho el peatón, es este último quien tiene que ceder, mientras los carteles de la Prefectura de la ciudad dicen a los conductores respeite o pedrestre. No es que Uruguay o los otros países de América Latina estén a salvo de prepotencia policial, no es ni siquiera que no sea visible. Pero en esos días en que caminaba por las calles de Belo Horizonte, pude ver una actitud desafiante que no parecía tener tapujo alguno.
En el hotel, mirando el informativo, me entero de que la policía militar asesinó a un estudiante de medicina porque se resistió a ser arrestado. Adujeron que estaba armado, pero las cámaras probaron que no, que fue literalmente ejecutado. Después entrevistaron al padre del muchacho asesinado, médico y docente universitario. Lloraba ante las cámaras. Estaba viviendo una de las peores tragedias que puede sufrir un ser humano. Los policías responsables iban a ser enjuiciados. Pero ¿qué pasará cuando no haya cámaras? ¿Qué pasará con los hijos de los trabajadores precarios asesinados o de los que ni siquiera llegan a ese status? Recordemos que Marielle Franco, la militante feminista y socialista, concejala en Río de Janeiro por el PSOL, fue asesinada por dos expolicías, por denunciar los abusos de la policía militar e investigar los vínculos entre las “milicias” –organizaciones parapoliciales de carácter delictivo– y los aparatos estatales. Pero la trama criminal es más grande, y los autores intelectuales aún no han sido apresados. Al menos en el caso de Marielle, la impunidad no será total.
Al otro día, la prensa informa que la policía federal detuvo a militares que habían ideado un plan de asesinato de Lula y su vice Alckmin en 2022, donde al parecer también el expresidente Jair Bolsonaro está implicado. Esto demostraría que hay contradicciones en los aparatos represivos, que seguramente expresen contradicciones sociales más profundas. También indica que los aparatos represivos de Brasil están permeados de elementos golpistas y criminales; realidad que, claro está, no es para nada exclusiva de ese país.
En la quinta-feira (jueves), viajamos a la ciudad de Ouro Preto, que nos recibe con una lluvia torrencial. La ciudad nació en la época colonial, bajo el impulso de la fiebre del oro que se desató al descubrir que unas “piedras negras” que se encontraban fácilmente en la zona estaban formadas por oro de fácil extracción. Fue hace más de 300 años y su nombre era Vila Rica.
Esa riqueza, saqueada por el imperio portugués y que abundó en otro tiempo, permitió el desarrollo de las artes, fácilmente apreciable en su arquitectura. Las iglesias más características de esta ciudad, de más de 300 años, son de estilo barroco, ante las que uno no solo queda impactado por su belleza, sino que también experimenta ese sentimiento de lo sublime, de estar ante algo grandioso y excepcional. Es difícil no maravillarse con la maestría técnica de los escultores, arquitectos y pintores, entre otros artesanos, que realizaron ese impresionante trabajo. No deja de haber, además, una fuerte solidaridad entre la exuberancia del estilo barroco y la de la naturaleza tropical, tan diferente de la discreción que predomina en la naturaleza de nuestra región pampeana. Dicen que uno de los más célebres arquitectos del Uruguay, docente de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República, solía decir con gran fervor en sus clases magistrales: “¡De rodillas hay que ir a Ouro Preto! ¡De rodillas!”. Y cuando uno empieza a recorrer sus calles e iglesias comprende fácilmente su emoción, su admiración y su consejo.
Entre los artistas de ese barroco colonial, destaca Antonio Francisco Lisboa, conocido como Aleijadinho (“el Lisiadito”, en portugués). Era hijo de Manuel Francisco Lisboa, un maestro de obras portugués, y de una mujer esclava llamada Isabel. Su sobrenombre fue porque padeció una enfermedad degenerativa, no se sabe bien si lepra, sífilis u otra patología, que deformó sus manos, por lo cual, para poder seguir trabajando, tenían que atarles las herramientas a sus manos. Sus obras (ver imágenes más abajo) se encuentran en las ciudades de Ouro Preto, Congonhas, São João del-Rei y Sabará, ciudades que en general no fueron afectadas por lo que algún tango llamó, a principios del siglo XX en Uruguay, “la piqueta fatal del progreso”. Aleijadinho fue escultor, arquitecto y tallador. Su nombre, su arte, su espíritu, poniéndonos un poco hegelianos, se encuentran omnipresentes en la zona. Y hay algo en él también de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, aunque no fuera esclavo, sino hijo de una mujer reducida a la esclavitud, porque demuestra en su arte su plena humanidad, su libertad, el ser un sujeto con una capacidad creativa extraordinaria (para algunos, el artista más importante no solo del Barroco brasileño, sino de la historia toda del Brasil) como otros grandes artistas de la historia, todo lo que era precisamente negado por la ideología del esclavismo, que también despreciaba fuertemente a los «mulatos» o «pardos».

Las calles de Ouro Preto tienen pendientes muy pronunciadas. Casi todas ellas están empedradas a la manera portuguesa. Por supuesto, abundan las artesanías, donde los motivos religiosos ocupan un lugar muy relevante; también bebidas y todo tipo de dulces y golosinas artesanales. En el centro histórico, de veredas muy estrechas, no hay mayores regulaciones del tránsito, y los autos circulan como si lo hicieran en una ciudad cualquiera, a una velocidad y de una forma que es difícil de ver en otras ciudades de características análogas, por lo general peatonalizadas o con fuertes restricciones para la circulación de vehículos.
Tiradentes, el criollo revolucionario que aspiró a un Brasil independiente y republicano en el siglo XVIII, se encuentra omnipresente en Minas Gerais. Él nació precisamente en esa provincia del Brasil colonial. En el centro de Ouro Preto, se eleva una escultura fácilmente visible desde varios puntos de la ciudad, y a unos pocos pasos está el “Museo de la Inconfidencia”. Así se conoce al levantamiento que dirigió José Joachim da Silva Xavier, Tiradentes, en el hoy estado de Minas Gerais, allá por el año 1789. Los inconfidentes, inspirados por la revolución de independencia de las Trece Colonias norteamericanas y por las ideas de la Ilustración, tenían como objetivo la independencia respecto a Portugal y el establecimiento de una república. El motivo que desató la rebelión fue el aumento de la exacción colonial, que exigía cada vez más oro, aunque este ya se estaba agotando. Mientras leía los carteles explicativos de lo que fue La Inconfidência, y observaba las pinturas alusivas y los objetos de esa época, o directamente relacionados con el levantamiento, otras preguntas me empezaron a asaltar. Pensaba que, en estos tiempos posmodernos, de “fin de la historia” y resignación, probablemente muchos se pregunten: ¿Valió la pena su lucha? ¿No estaba condenado a la derrota desde el principio? ¿Qué sentido tiene hacer una revolución donde no se puede triunfar y se termina pagando con la propia vida? Temo que la respuesta para la mayor parte del progresismo, si fueran sinceros y coherentes con su práctica e ideas actuales, y también de una gran parte de la izquierda que ha elegido subordinarse al progresismo, debería ser que no, que no tuvo sentido esa lucha, que era mejor esperar, que Tiradentes o tiempo después los comuneros de París estaban soñando con algo irrealizable, que la realidad es así y no se puede cambiar… que lo mejor es luchar por pequeños cambios que no hagan temblar las raíces de los árboles, porque estos se pueden caer y matarnos en el intento. Pero Tiradentes está en el centro de ciudades como Belo Horizonte, Ouro Preto o la que se lleva su propio nombre; también en el Museu da Inconfidência. Desde las esculturas, nos observa con mirada desafiante, interpelante. No hay en su rostro signos de resignación, así quisieron hacerlo los diferentes escultores. Su rebelión no fue solo una derrota, sino una lucha histórica que contribuyó a inspirar y allanar, tarde o temprano, otras luchas. Tiradentes de alguna manera nos sigue interpelando. Pregunta al pueblo de Brasil y a los pueblos latinoamericanos qué hemos hecho por nuestra independencia y libertad, qué estamos haciendo contra el expolio constante de recursos que nuestra América sigue sufriendo por los imperios de turno.
La hermosura artística, natural y cultural de Minas Gerais y Brasil en general es innegable y enorme, pero el sistema capitalista destruye a la naturaleza, a los seres humanos y también la belleza, además de producir toneladas de basura y expandir cada vez más inversiones inmobiliarias de baja calidad hechas con materiales precarios y de baja calidad, al tiempo que se derriban viejas construcciones de una calidad estética y edilicia mucho mayor. Una arquitectura obsolescente se extiende por nuestras sociedades (y no sólo en el capitalismo periférico y dependiente), que contrasta no solo con la solidez colonial, sino también con gran parte de la arquitectura capitalista del siglo XX.
Caminando por las calles de Belo Horizonte, nos preguntamos en un momento: ¿qué ven muchos cuando ven los mendigos y personas en situación de calle? ¿Qué es lo que perciben ante esa pobreza tan notoria por todas partes? Uno no puede recordar más que «viejos» conceptos, como explotación y superexplotación, oligarquía, imperialismo, dependencia y tantos otros que fueron parte –hasta hace unas décadas– del lenguaje de la izquierda, de un nuevo «sentido común» contrahegemónico que se iba construyendo a través de la lucha, y que permitían comprender los altos niveles de exclusión y violencia estructural que tienen Brasil y nuestras sociedades latinoamericanas en general. Para uno puede ser muy claro lo insostenible que resultan las «explicaciones» racistas o aquellas que nos dicen que los pobres son pobres porque son vagos y no quieren trabajar. Pero la ideología dominante, propia del capitalismo neoliberal, ha convencido a gran parte de la sociedad que cada uno depende de sí mismo, que no hay explotados ni explotadores, que la sociedad es más que nada un agregado de individuos. Seguramente pueden ver el hambre, la tristeza y en muchos casos la precaria salud mental a flor de piel, pero también perciben a un fracasado, a un individuo que no supo hacer las cosas bien, que no se esforzó lo suficiente. La culpa moralista propia de este individualismo extremo es uno de los narcóticos que nos impiden ver las monstruosidades de nuestras sociedades. Muchos no ven un sistema de explotación en América Latina, una brutal extracción de plusvalía que hace que las diferencias entre los más ricos y los más pobres sean de las mayores del mundo. Esta ideología dominante impide ver, además, el carácter parasitario del imperialismo y de una oligarquía que no quieren perder sus privilegios; que más que explotar, tienden a superexplotar a los trabajadores; y apropiarse, además, en forma rentística, de otra buena parte de la riqueza creada por estos. Son oligarquías que suelen atacar al Estado como una “carga insoportable”, cuando en gran medida este es la garantía y la fuente de sus negocios, sean o no solventes, hayan sido o no “deudoras contumaces” de ese Estado que quieren privatizar.
En Brasil hay una intensa religiosidad, donde el evangenlismo va desplazando poco a poco al catolicismo como religión principal. Si recordamos algunas cosas que dijo Marx sobre la religión (cuestión recientemente abordada por nuestro compañero Federico Mare), podemos comprender tal vez más profundamente este fenómeno:
El sufrimiento religioso es, a la vez y al mismo tiempo, la expresión del sufrimiento real y la protesta contra el sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, y el alma de unas condiciones sin alma. Es el opio de los pueblos (…) La abolición de la religión como felicidad ilusoria de los pueblos es la demanda por su felicidad real. Exhortarlos a renunciar a sus ilusiones sobre su condición es exhortarlos a renunciar a una condición que requiere ilusiones. La crítica de la religión es, por lo tanto, en germen, la crítica de ese valle de lágrimas del cual la religión es el halo.4
Si tomamos en cuenta estas palabras del revolucionario alemán, ¿resulta tan extraño que en Brasil haya florecido la llamada “teología de la prosperidad” y que uno de los lemas principales, de una de las principales iglesias pentecostales, sea “pare de sufrir”? ¿Resulta tan extraño que estas vertientes religiosas se hayan expandido tan fuertemente por América Latina, sobre todo entre los sectores populares?
No es que en Uruguay, el país donde nací y vivo, no se den fenómenos análogos. No es que seamos una «excepción» en América Latina, como sueña la derecha y gran parte del progresismo. Tampoco somos el “modelo” que ahora quieren vender a otros países de la región, ni estamos por cierto exentos de racismo.5 Tenemos profundas desigualdades sociales como toda nuestra América, una población creciente en situación de calle, grandes problemas de empleo y de vivienda, una gran carestía, un desarrollo industrial muy precario, una economía dependiente, una alta presión fiscal sobre los trabajadores y una alta emigración por falta de oportunidades. Es decir, somos un país que vive lo que en otros tiempos se denominaba “crisis estructural”, propia de las economías dependientes.
Pero la de Brasil es la mayor desigualdad de la muy desigual América Latina. La última medición del índice de Gini para la sociedad brasileña es de 52,9: la más alta de la región.6 Todo esto se torna más preocupante si pensamos que ahí hay un gobierno progresista, que la fuerza gobernante es el Partido de los Trabajadores. Es cierto que no gobierna con mayoría parlamentaria, que la correlación de fuerzas no resulta para nada sencilla. Pero también parece innegable que la tendencia hegemónica de ese partido ya no propone las transformaciones radicales que supo proponer en otro momento, que ya no cuestiona las bases estructurales que hacen del Brasil una sociedad profundamente desigual. En este contexto, no debería resultar extraño que las fuerzas más conservadoras retornen al gobierno en las próximas elecciones. Y conociendo un poco más la realidad brasileña o de otros países, uno puede reflexionar un poco más sobre la realidad de su propio país, y tomar conciencia de que –más allá de las diferencias– hay también problemas compartidos, y que estos no se podrán cambiar con políticas sociales que solo mejoren un poco la suerte de los que están peor, sino con transformaciones de raíz, que hoy no están en el horizonte de la mayoría del progresismo y de la izquierda, pero que son más necesarias que nunca. “América Latina será socialista o no será”, decía Carlos Quijano, uno de los principales intelectuales de la izquierda uruguaya del siglo XX. Conociendo a los países hermanos, uno no deja de sentir que hay en esa frase una profunda verdad.
Alexis Capobianco Vieyto
NOTAS
1 Para comprender más profundamente la realidad del Brasil han sido fundamentales para mí los aportes de Giovanni Alves, profesor de Sociología de la UNESP (Universidad Nacional del Estado de São Paulo). Los errores corren por mi cuenta en este caso también.
2 Ouro preto significa“Oro negro”, así llamado por estar cubierto de óxido de hierro, lo que le daba una coloración oscura.
3 La esclavitud fue abolida recién en Brasil en 1888; en la mayoría de los países latinoamericanos, entre las décadas del 20 y 50 del siglo XIX. Una excepción fue Cuba, pero si bien la esclavitud fue suprimida allí entre 1880 y 1886, se daría ulteriormente en esa isla caribeña –desde 1959– un proceso revolucionario que realizaría cambios estructurales.
4 Y comentaba Federico Mare: “Para Marx, la religión es –igual que Jano, el dios de los antiguos romanos– un fenómeno bifronte, con dos caras. Trátase de un complejo campo ideológico en el que convergen dos lógicas. Mirada desde arriba, desde las alturas del poder, la religión se nos manifiesta –parafraseando al autor– como ‘base universal de justificación’ y ‘sanción moral’, como ocultamiento interesado, como invención del opresor, como ficción que torna legítima la posición de dominador, como dulce ilusión que garantiza la amarga estabilidad del status quo. Mirada desde abajo, desde el llano subalterno, la religión se nos muestra –recurriendo nuevamente a la fraseología marxiana– como ‘base universal de consolación’ y ‘lógica de este mundo en forma popular’, como evasión desesperada, como invención del oprimido, como ficción que hace más soportable la condición de dominado, como grata ilusión que compensa la penosa continuidad social. Vista desde lo alto, la religión exhibe conformismo; vista desde lo bajo, protesta. Pero en ambos casos es esencialmente conservadora. Al expresarse en un mundo irreal, el inconformismo del pueblo se torna inofensivo en el mundo real”. Federico Mare, “El concepto de religión en Marx: crítica al reduccionismo dogmático”, en Kalewche, 6 de oct. De 2024, disponible en https://kalewche.com/el-concepto-de-religion-en-marx-critica-al-reduccionismo-dogmatico.
5 De hecho, el 3 de diciembre es el Día del Candombe, la Cultura Afrouruguaya y la Equidad Racial en Uruguay, fecha en que sonaron los tambores por última vez en el Conventillo del Medio Mundo, lugar emblemático de la comunidad afrodescendiente de Montevideo, antes del desalojo forzoso por parte de la dictadura el 4 de diciembre de 1978. El 14 de enero de 1979 será desalojado también el Barrio Ansina, otro sitio icónico de dicha comunidad.
6 Véase https://es.statista.com/estadisticas/1267584/latinoamerica-coeficiente-gini-desigualdad-de-ingresos-por-pais.