Ilustración original de Andrés Casciani
Bolivia ha sido el país latinoamericano donde la confrontación de clases ha alcanzado posiblemente los niveles más agudos y profundos en América Latina durante el siglo XXI. Las luchas populares han apuntado a objetivos que, si bien en principio no son incompatibles con el capitalismo, tienden a trascenderlo. En todas estas luchas, fue fundamental el protagonismo desde abajo de las organizaciones de campesinos, indígenas y trabajadores, donde lo comunitario-ancestral se unía con la lucha por un futuro socialista. La democracia asamblearia, los bloqueos de carreteras y una amplia movilización popular lograron revertir procesos de privatización y hacer caer a los gobiernos que impulsaron esas reformas neoliberales, abriendo paso a un proceso de transformaciones que se expresó políticamente con el triunfo del Movimiento al Socialismo (MAS) en 2006, que llevó a Evo Morales a la presidencia.
Repasemos algunos de los principales momentos de la historia política reciente de Bolivia.
A principios del año 2000, se desarrolla la llamada “Guerra del Agua”, donde las movilizaciones populares lograron hacer caer la privatización del agua en Cochabamba, impulsada por el gobierno de Banzer. Esta lucha tuvo un fuerte impacto en una América Latina que había vivido una ofensiva privatizadora neoliberal muy aguda durante la década del 90.
En 2005 estalla la “Guerra del Gas”, motivada en principio por la decisión del gobierno de exportar a muy bajo precio el gas a través de Chile. Las amplias movilizaciones populares tendrán como consecuencia la caída del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y la convocatoria a elecciones, donde ganará la presidencia Evo Morales por el MAS, con la promesa de nacionalizar el gas y convocar a una asamblea constituyente.
El gobierno del MAS decretará la estatización del gas el 1° de mayo de 2006, pero esa estatización no expropiará a las empresas gasíferas transnacionales. Se les exigirá que el 80% de las regalías vayan para el estado y un 20% para las empresas. También se convocará una asamblea constituyente, cuyo proceso de instalación, desarrollo y resultados no estuvo exento de polémicas en la izquierda.
La nueva constitución establecerá el concepto de estado plurinacional y mecanismos de democracia directa, como la convocatoria a referendo, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria del mandato y la autonomía de los pueblos indígenas, entre otros importantes cambios.
La resistencia de los sectores más reaccionarios del espectro político a estas transformaciones, la oposición de los grupos oligárquicos y del imperialismo, serán de las más agudas y violentas en América Latina. En 2008, impulsarán un movimiento golpista y secesionista en cuatro departamentos: Beni, Tarija, Pando y Santa Cruz, la denominada Media Luna (las tierras bajas del Oriente Boliviano), que abarca más de la mitad del territorio de Bolivia. En este contexto convulsionado, civiles armados masacrarán a por lo menos treinta campesinos simpatizantes del gobierno del MAS en Pando, lo que llevará posteriormente al procesamiento de su prefecto separatista. Años después, hacia 2019, en el contexto de debilitamiento de los procesos progresistas en América Latina, se producirá una profunda crisis política que culminará en un golpe de estado que precipitará la renuncia del presidente Evo Morales y del vicepresidente Álvaro García Linera. La derecha reaccionaria impondrá a Jeanine Áñez como primera magistrada de la República, en una sesión legislativa que carecía de quórum.
La crisis de 2019 fue motivada por acusaciones de fraude contra Evo (quién resultó reelecto en los comicios de dicho año), que serán «confirmadas» por la OEA y la UE. El fraude será desmentido meses después por varias investigaciones, entre ellas la del periódico estadounidense The Washington Post. Pero es importante señalar que las movilizaciones contra el gobierno del MAS de ese año, que exigían la renuncia de Evo Morales, no congregaron sólo a los clásicos grupos reaccionarios. También hubo sectores populares que se sumaron a la protesta, por diferentes razones. En todo este proceso, hubo acciones que constituyeron errores políticos muy claros, empezando por la insistencia de Evo Morales de ir por una nueva reelección –la tercera– que había sido rechazada en plebiscito, lo que pudo hacer gracias a una reintepretación legal bastante cuestionable, lo que es aún más problemático si pensamos que en las tradiciones comunitarias y asamblearias de los pueblos originarios de Bolivia las responsabilidades tienen un carácter rotativo. Otro error fundamental fue confiar en la OEA como veedor y garante de las elecciones, la cual finalmente confirmó una vez más su carácter de instrumento político del imperialismo norteamericano. El cuartelazo contó con el apoyo externo de las derechas de la región, tanto del gobierno de Macri (acusado en Argentina de abastecer de armas a los golpistas para reprimir las protestas) como del gobierno de Bolsonaro, y también de Washington. En cambio, el apoyo interno de los movimientos y organizaciones que históricamente habían constituido la base social del MAS no fue el más decidido en algunos casos. Fue particularmente notoria la pérdida de apoyo de sectores clave como la Central Obrera Boliviana (COB). También varios intelectuales y fracciones de la izquierda regional, que planteaban algunas críticas que podían ser legítimas a Evo y el MAS, no fueron capaces de avizorar el carácter reaccionario y destituyente que predominó en el proceso que desembocó en el golpe. En estas lecturas, se tendió a infravalorar la clara injerencia del imperialismo yanqui y la intervención de las fuerzas armadas y la policía, que tomaron partido abiertamente por el golpe y precipitaron la renuncia de Evo Morales, perpetrando posteriormente las masacres de Sacaba (Cochabamba) y Senkata (El Alto), donde fueron asesinados más de veinte manifestantes y otros cientos resultaron heridos.
En 2020, se convoca a nuevas elecciones. Resulta electo Luis Arce por el MAS, con un 55% de los votos. Sin duda, los desastrosos efectos –en muy poco tiempo– de las medidas neoliberales del gobierno de Áñez, igual que cierta reconstitución de los vínculos con la base social histórica, permitieron una victoria electoral tan contundente, que dio al MAS una mayoría incuestionable, y donde no eran ni viables ni creíbles las acusaciones de fraude.
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Con los gobiernos del MAS, Bolivia logró un gran crecimiento económico y mejoras significativas de muchos indicadores sociales gracias a políticas redistributivas, permitidas, entre otras cosas, por la captación estatal de la renta gasífera, la que fue posible por la nacionalización impulsada por el MAS en 2006. Bolivia tenía altos índices de pobreza y un PBI muy bajo, logrando desde 2006 quintuplicar su producción y bajar la pobreza de un 60% al 36,5%, y la pobreza extrema de un 38% a menos del 12%. Asimismo, se ha alcanzado una muy baja inflación y un bajo índice de desempleo, de poco más de un 5%, cuestiones que no son menores en una región donde la inflación y el desempleo son dos de los problemas económicos que más complican la vida a los trabajadores y sectores subalternos. En este sentido, la Bolivia del MAS fue de los procesos progresistas latinoamericanos que más se alejó del neoliberalismo (el otro fue la Venezuela de Chávez), con un estado que se convirtió en factor dinamizador de la economía, una suerte de neodesarrollismo o neokeynesianismo, modelo que fue más allá del socioliberalismo de muchos de los gobiernos progresistas, pero en el que también el impulso transformador inicial no trascendió determinados límites. Límites que era imperioso trascender, si se quería de veras sentar las bases de una nueva sociedad: el socialismo prometido como objetivo estratégico.
Para las visiones críticas desde posiciones de izquierda, los gobiernos del MAS no transformaron las estructuras de la propiedad agraria, ni tampoco crearon los fundamentos para la superación del modelo minero-energético extractivista. Además, dichos gobiernos debilitaron la autonomía y el protagonismo de los movimientos sociales que traccionaban los procesos de transformación. Para muchas voces críticas de la izquierda y los movimientos sociales de Bolivia, el gobierno de Evo Morales intentó cooptar –y subordinar al aparato estatal– a las organizaciones campesinas, obreras e indígenas desde esquemas verticalistas, paternalistas, clientelistas y quietistas. Para los detractores más radicales, el MAS siguió incluso reproduciendo formas de “colonialismo interno”. También resultó claro que, con el paso de los años, se fueron produciendo tensiones y conflictos con organizaciones que fueron parte de la base social del MAS, lo que conducirá a un importante alejamiento con parte significativa de esas bases en los años previos al golpe de 2019. La construcción de la carretera del Tipnis (proyecto neodesarrollista de dimensiones faraónicas muy resistido por los pueblos originarios y colectivos ecologistas), la ya mencionada aventura reeleccionista de Evo Morales a pesar del resultado negativo del plebiscito y las desavenencias con el movimiento feminista fueron algunos de los principales hechos que generaron polémica y distanciamiento con diversos movimientos sociales y sectores de la izquierda.
Los últimos tiempos han estado signados por profundas divisiones en el seno del MAS, entre el actual presidente de Bolivia y aspirante a la reelección (Luis Arce), y el histórico líder Evo Morales, quien pretende volver a candidatearse a la presidencia de Bolivia. Sobre el carácter de esta disputa hay diferentes visiones. Mientras algunos sostienen que Evo Morales representaría una línea más radical, comprometida con los movimientos sociales, otros sostienen, por el contrario, que Arce representaría una visión más comprometida con un desarrollo autónomo, superador de políticas que no trascendían el asistencialismo. Pero muchos la ven como una puja simplemente personalista o faccional.
El 26 de junio, el general Juan José Zúñiga ocupa con soldados y vehículos militares la Plaza Murillo y la sede de gobierno. El intento de golpe de estado es enfrentado por el gobierno y la movilización popular, y es finalmente frustrado. Zúñiga y otros militares son detenidos. Sin embargo, son muchas las incertidumbres que quedan. Para algunos, el golpe estuvo condenado a un fracaso desde el comienzo, pero ahí se abre otro interrogante: ¿no habrá sido un ensayo para un golpe futuro? Recordemos que, durante el gobierno de Allende, el general «constitucionalista» Pinochet reprimió un golpe de estado anterior al que él mismo terminará perpetrando el 11 de setiembre. Por otro lado, no está clara cuál fue la motivación de Zúñiga. Muchos sostienen que el cuartelazo fue una forma de presionar a las autoridades civiles para que proscriban la candidatura de Evo Morales, o incluso (para el oficialismo) un intento de tomar el poder. Pero no son pocos los que afirman que en realidad se trató de un simulacro de autogolpe orquestado en sordina por Arce para victimizarse y recomponer su desgastada imagen pública de cara a los comicios, en un contexto de crecientes dificultades económicas. Evo y sus seguidores, enemistados con el presidente, ha abonado esta teoría (amén del propio Zúñiga, tras su arresto), situación que ha derivado en una agria polémica al interior del MAS, con durísimas acusaciones cruzadas entre los dos sectores. El oficialismo ha retrucado la tesis del «autogolpe» denunciando que algunos partidarios de Evo están tratando de llevar agua a su molino inescrupulosamente, en medio de la puja interna del MAS. Al respecto de estos cruces entre ambas fracciones, García Linera ha señalado: “Lo malo es que en esta pelea intestina, muy egoísta, muy mezquina, están jugando con monstruos. De un lado y del otro, están jugando con los militares y eso es muy peligroso”. Para el exvicepresidente, los hechos del 26 de junio fueron un amotinamiento militar que intentó devenir en golpe de estado.1
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El actual presidente de Bolivia planteó la posible participación de fuerzas externas en la intentona. Sin descartarlo, esto no parece tan manifiesto como en el golpe de 2019. Pero lo que sí resulta claro es que existe una madeja de intereses internos y externos que nunca dejan de lado el golpe de estado como recurso posible, y que siempre encuentran apoyo en las fuerzas armadas y los aparatos represivos, por lo que resulta peligroso darles cualquier protagonismo, como alerta García Linera.
Tampoco se debe olvidar que estamos inmersos en una disputa geopolítica global que ha terminado con la pax americana, y que Bolivia cuenta con recursos naturales fundamentales (el litio, por ejemplo) a los que EE.UU. no quiere renunciar. Basta con ver las declaraciones de la generala Laura Richardson, jefa del Comando Sur de EE.UU., hablando de “nuestros” recursos, refiriéndose a los recursos de América Latina. Tengamos en cuenta que, en este contexto de enfrentamiento entre bloques cada vez más agudo, Bolivia ha presentado recientemente su solicitud de ingreso a los BRICS+. Asimismo, hay una vieja oligarquía y una gran burguesía –representadas por la derecha neoliberal– que quieren apropiarse de la mayor parte de la riqueza, y que ven con hostilidad no solo las políticas de izquierda radical, sino también las políticas mínimamente redistributivas del progresismo, o aquellas que no avancen en una línea privatizadora y desreguladora. Sin duda, el contubernio entre esa oligarquía, el gran capital y el imperialismo no son solo consignas perimidas del pasado, de una izquierda sesentista y dogmática.
Por lo demás, hay otras consignas de la izquierda que han pasado al olvido y que habría que volver a replantearse, como aquellas que llamaban a “desmantelar los aparatos represivos”. Para los clásicos del marxismo, la tarea de destruir esos aparatos represivos es fundamental en cualquier proceso revolucionario que aspire al socialismo. ¿Se pueden transformar radicalmente esas instituciones estatales, como planteaba Nicos Poulantzas?2 Para algunos marxistas, sí es posible transformar las instituciones educativas o las empresas del estado, o incluso el parlamento, pero con el núcleo represivo no es posible ese tipo de proceso de cambio. Son fuerzas que han sido conformadas para mantener el régimen de dominación de clase y la explotación capitalista, por lo que es necesario ir más allá. Su desmantelamiento es un quehacer imprescindible.
La historia de América Latina parece confirmar en forma muy clara el carácter y la función de estos aparatos, así como la necesidad de su disolución, si se quiere avanzar en un proceso de transformaciones radicales, tarea que sin duda no es fácil, pero que a la vez parece ineludible. Se pueden poner aquí y allá ejemplos de procesos progresistas que fueron dirigidos por militares, como el gobierno de Velazco Alvarado en Perú o el de Tomás Sankara en Burkina Faso, pero no habría que olvidar que esos procesos fueron detenidos y desplazados precisamente por otros sectores de las fuerzas armadas, a los que no se desmanteló y que, por lo general apoyados por EE.UU., volvieron a reinstaurar un orden reaccionario.
La tarea de desmantelar los aparatos represivos del estado se anuda con otros quehaceres, como el de reconstituir los lazos con la base social histórica del proceso de cambios en Bolivia. Es preciso impulsar el protagonismo de la clase trabajadora y los sectores subalternos del pueblo boliviano, superando todo paternalismo político o estatal, si se quiere consolidar ese proceso en la dirección de un socialismo comunitario que trascienda los límites de un “capitalismo andino-amazónico”.
Alexis Capobianco Vieyto
NOTAS
1 Entrevista con Ayelén Oliva para la BBC, 3 de julio de 2024. Disponible en www.bbc.com/mundo/articles/cp4w21vl9wxo.
2 En relación a esta cuestión, nos recuerda el militante boliviano Javo Ferreira: “Morales intentó compensar la formación ideológica y doctrinaria de las FF.AA., cuyos miembros en su amplia mayoría pasaron por la Escuela de las Américas, impulsando una ‘Escuela Antiimperialista de las FF.AA.’ que se reveló como una simple fantochada en 2019.” Véase www.laizquierdadiario.com/Evo-Morales-niega-el-golpe-de-estado-e-intenta-lavarle-la-cara-a-las-FF-AA.