Ilustración: Technology Frustration and Cyberattack, por Nalisda


Nota.— Este lúcido artículo de Alexis Capobianco –segunda colaboración suya para El Faro y la Bruma, la sección educativa de Kalewche– es una versión actualizada y aumentada del que publicara en la revista digital uruguaya Reactiva el 9 de julio de 2020, bajo el título “Fetiches y fetichismo”. En la reelaboración parcial del texto, nuestro compañero ha juzgado conveniente prescindir de algunas referencias coyunturales (pandemia) o locales (Uruguay), y también desarrollar mejor algunas aristas o cuestiones a las que hoy, dos años y medio después, les concede una nueva o especial importancia.

Según el diccionario de la Real Academia Española, el fetiche es un “ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos”. Desde una perspectiva basada en el concepto de alienación religiosa de Ludwig Feuerbach, así como en el de alienación y fetichismo de Karl Marx1 (inspirados en gran medida en Feuerbach), un fetiche es un objeto en el cual los seres humanos proyectan cualidades y poderes que no son propios de ese objeto, al cual se le atribuyen cualidades que son específicamente humanas, pero que no son reconocidas como tales, sino que se las considera, muchas veces, sobrenaturales, divinas o diabólicas.

Podemos pensar que el fetichismo es algo propio de sociedades «primitivas», de cazadores-recolectores o de la «tenebrosa» Edad Media, como sugiere la RAE, y lo es. Pero también es propio de nuestras sociedades. La actual forma de organización social y económica no es el punto culminante del desarrollo humano. No es un reino de racionalidad que ha dejado atrás para siempre la irracionalidad, el pensamiento mágico, el fetichismo y el dogmatismo religioso. Estos son fenómenos que persisten, o que reaparecen una y otra vez, a veces de forma abierta, otras de forma encubierta.

Marx estudió el fetichismo de la mercancía, del dinero y del capital, si bien se centró mayormente en el primero. Este supone atribuirles a las mercancías, al dinero o al capital cualidades y poderes específicamente humanos, pero que no reconocemos como tales, porque los hemos alienado de nosotros mismos y depositado en esos objetos. Así, los seres humanos, en la imagen invertida que produce la fetichización, creemos que las mercancías se relacionan socialmente entre sí, pero somos los seres humanos los que nos relacionamos a través de las mercancías. También suponemos que el capital es capaz de engendrar más capital por su sola fuerza, pero es el trabajo humano el que permite que parte del trabajo excedente se transforme en más capital. Pensamos que el dinero es capaz de generar por sí mismo riquezas, pero las fuentes de la riqueza son el ser humano y la tierra, que paradójicamente el sistema capitalista tiende a destruir en su carrera por obtener más dinero, aniquilando así las fuentes de toda riqueza, que son las que permiten que algunos simples signos monetarios de papel tengan o representen algún valor. El dinero –dice Marx– se nos presenta como la «reina de las mercancías», pero su poder de comprar cualquier cosa, o transformar todo en su contrario, no es una propiedad objetiva del dinero en sí y por sí. Esto es posible porque vivimos en una sociedad organizada en base al intercambio de mercancías. El «poder» del dinero nace de un determinado tipo de organización social. Son los seres humanos, nuestras formas de relacionamiento, los que le dan ese «poder» al dinero. No es una propiedad objetiva que este pueda tener al margen de un determinado tipo de sociedad. Este carácter fetichista del dinero aparece bellamente expresado a nivel literario. Marx cita a William Shakespeare. Nosotros podemos citar a poetas más cercanos, porque compartimos la misma lengua y porque fueron musicalizados por ese trovador genial que es Paco Ibáñez:

¿Quién hace al ciego galán
y prudente al sin consejo?
¿Quién al avariento viejo
le sirve de río Jordán?
¿Quién hace de piedras pan,
sin ser el Dios verdadero?
El dinero.
(Quevedo)

Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar
Al torpe hace discreto y hombre de respetar
Hace correr al cojo y al mudo le hace hablar
El que no tiene mano bien lo quiere tomar.
(Arcipreste de Hita)

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.
(Anónimo)


Fetichismo tecnológico

Pero el fetichismo no solo lo encontramos aquí. Podemos decir que esta visión fetichizadora, que proyecta cualidades y poderes humanos en las cosas, es como el Dios de algunas religiones: se manifiesta de múltiples maneras. También es la contracara de otro proceso intrínseco al capitalismo: la cosificación de los seres humanos. Tal vez, esas diversas manifestaciones fetichistas no sean más que los múltiples rostros de ese Dios contemporáneo que es el capital, que la teología económica dominante señala y no con ese nombre, el Dios vergonzante de los ortodoxos defensores de las instituciones mercantiles como las únicas esencialmente naturales y eternas, a pesar de su radical historicidad. Y uno de esos fetiches es, desde hace tiempo, la tecnología. Un fetiche que tiene sus idas y venidas, que parece pasar a un segundo plano temporalmente, para ser nuevamente protagonista cada cierto tiempo.

Hay dos versiones de este fetiche. La primera es la amable, que nos habla de un futuro luminoso y de felicidad compartida, en un universo desigual, pero en el que todos disfrutaremos de la abundancia, a pesar de que algunos disfrutarán más que otros, porque lo «merecen», porque eso es lo natural y lo que corresponde. Es la imagen que prometió más de una vez la progresiva liberación del trabajo, o posibilidades de acceso universal a muchos bienes que hasta ayer estaban vedados para la mayoría. Esta versión panglossiana y utópica del capitalismo nos habla también del fin de la miseria y, en sus excesos, nos puede llegar a augurar un mundo casi indoloro y –tal vez en un registro más inconsciente que consciente– desafiar a la misma muerte y prometernos la inmortalidad. Pero sus promesas se revelan una y otra vez incumplidas. La revolución industrial no produjo mayor disponibilidad de tiempo libre para la mayoría de los seres humanos, sino jornadas de 14 ó 16 horas. La reducción de la jornada laboral será conquistada por las sucesivas luchas de la clase trabajadora en la que muchos dieron su vida, entre ellos los mártires de Chicago. Pero, tras la reducción de la jornada a 8 horas, pocos avances significativos han habido en ese sentido, a pesar de que la riqueza se multiplicó en términos relativos y absolutos mucho más que en el período que va desde los orígenes de la producción industrial a la conquista de la jornada de 8 horas. También fue la promesa de la llamada «edad de oro del capitalismo», siendo Keynes uno de sus abanderados. Pero con el despliegue del neoliberalismo, las jornadas extenuantes, que no respetan siquiera los límites naturales de la corporalidad humana, reaparecerán con mucha fuerza aquí y allá. Gracias a la «flexibilización» y la presión del desempleo, el tiempo libre disponible no solo no ha aumentado, sino que probablemente haya disminuido para gran parte de la humanidad. Solo los desempleados pueden disponer de todo el tiempo libre, pero para la absoluta mayoría de quienes están en esa situación el tiempo «disponible» se muestra como no libre, en tanto no se poseen los mínimos recursos para ejercer esa libertad, en una sociedad en que casi todo se compra o se vende.

Y así podemos llegar a la otra versión de este fetichismo: la diabólica, expresada en muchas películas de ciencia ficción, como Terminator o The Matrix. En ellas nos encontramos con un mundo dominado por máquinas que han esclavizado a los seres humanos, que desean exterminarlos o reducir su número drásticamente, siendo todo esto resistido solo por unos pocos. Pero, en ese cuadro cuasi-apocalíptico, lo que se hace no es expresar las relaciones de los seres humanos con las máquinas, sino las relaciones de unos seres humanos con otros. Y es que la tecnología no nos liberará ni producirá revoluciones. Tampoco nos esclavizará y someterá a sus designios. Somos los seres humanos los únicos capaces de esclavizar a otros seres humanos y de destruirlos masivamente; también los únicos que podemos liberarnos a nosotros mismos de todas las servidumbres que padecemos, y construir una sociedad donde todos podamos vivir dignamente, lo que solo será posible en la medida que construyamos una sociedad sin explotados ni explotadores.


Fetichismo tecnológico educativo

Una versión de ese fetichismo tecnológico es la que podríamos llamar fetichismo tecnológico educativo. Este supone que las tecnologías, particularmente las TIC (tecnologías de la información y la comunicación), casi por su sola fuerza, podrán producir una transformación educativa sustancial en un sentido positivo y «revolucionario», multiplicando las capacidades de los actuales educandos, y salvándonos –en gran parte de las visiones fetichizadoras– del esfuerzo, del aburrimiento y de la desmotivación que implicarían las obsoletas «pedagogías tradicionales». El docente se transforma así en una figura cada vez más prescindible, en una de las tantas profesiones que se están volviendo progresivamente innecesarias. Su lugar será ocupado cada vez más por «facilitadores» o «animadores» –o en eso tendrán que convertirse los docentes–, puesto que la relación principal será estudiante-máquina. Será necesario alguien que aporte elementos para facilitar esa relación, pero no alguien que transmita conocimientos, porque ellos ya están todos ahí, «en la nube». En su relación con las TIC, el estudiante irá desarrollando todo lo que necesitan los «ciudadanos» del siglo XXI. En sus versiones más extremas –y siempre existen versiones más extremas–, las TIC serían algo así como la panacea universal que remediará todos los males que padece la educación, y que nos permitirá por fin una educación sin esfuerzo y sin frustración, en el marco de un mundo sin dolores ni padecimientos.

Ese fetichismo, si bien no nació recientemente con la pandemia de covid-19, tuvo un fuerte impulso con las medidas de confinamiento aplicadas a partir de 2020, dando un salto cualitativo con el uso masivo de un conjunto de herramientas tecnológicas que hasta hace algún tiempo eran desconocidas para la absoluta mayoría de nosotros. ¿Cuántos conocían Zoom, Meet o Jitsi hasta antes de las medidas de distanciamiento social o de cuarentena? ¿Cuántos tenían instaladas alguna de estas aplicaciones, o conocían sus posibles usos si por casualidad estaban instaladas en algún dispositivo informático?

En muchos países, esta visión fetichista tuvo un fuerte impulso con la aplicación de políticas basadas en el programa One Laptop Per Child (OLPC). Con ellas, se auguraba una revolución educativa y el fin de la brecha digital.En tal sentido, si bien se puede haber atenuado la brecha digital y contribuido positivamente a ciertos procesos educativos, muy lejos se está, tras su aplicación, de los resultados prometidos. ¿No eran objetivos compartibles el acceso a la informática y las nuevas tecnologías? Sin duda lo eran, pero el problema es que, en general, se promovieron esos objetivos desde una perspectiva fuertemente fetichizadora, llegando a plantear que estas políticas permitirían superar las desigualdades en el acceso al conocimiento de los diferentes sectores sociales y países.

Pensar que se pueden igualar las oportunidades y el conocimiento solo por el acceso a tecnologías, sin modificar las causas estructurales más profundas que producen la desigualdad –tanto entre clases como entre países desarrollados y subdesarrollados– es por lo menos una visión muy parcializada de la realidad.

¿Era aconsejable la adopción del programa OLPC o eran preferibles otros tipos de estrategias de enseñanza informática? Fue algo que muchas veces no se evaluó, una política que se adoptó como buena sin demasiada reflexión, y en la que un sentido común individualista parecía estar de trasfondo. En el momento que se adoptaron estas políticas, era muy común hablar de «nativos digitales», lo que era parte de toda una mitología creada alrededor de estas visiones fetichizadas, que muchos hechos se han encargado de desmentir en forma categórica. Hoy es mucho más claro que el conocimiento de algunas herramientas informáticas desde la infancia no conduce per se a unos conocimientos informáticos profundos. Eso solo se puede lograr con educación específica y esfuerzo, como en todas las áreas. Tampoco la disponibilidad de información garantiza que se pueda seleccionar, priorizar y extraer lo mejor que se encuentra en Internet, si no se dispone de una red de conceptos, conocimientos y contenidos que son imprescindibles para profundizar los procesos de aprendizaje,2 y esto exige un docente que no sea solamente un «facilitador», sino un docente «tradicional y obsoleto», según estas visiones fetichizadoras, para las que parece que todo lo nuevo es bueno por el solo hecho de ser nuevo. Esto no debe ser visto como una reacción romántica contra las TIC, pero sí como un cuestionamiento a determinadas visiones que depositan en las TIC propiedades cuasi-mágicas.

Otra serie de cuestionamientos que es necesario realizar se relaciona con la apuesta al software privativo. ¿Por qué los estados no apuestan mucho más a la utilización de software libre basado en principios colaborativos? ¿Por qué no se apuesta fuertemente a estas experiencias con tantas potencialidades, que en los hechos cuestionan la propiedad privada del conocimiento y de las herramientas informáticas que son también «medios de producción», al ser entendidos como una producción colectiva que pertenece a toda la sociedad?


Emprendedurismo

Este fetichismo tecnológico suele ir unido a otro concepto, que es el de emprendedurismo.

¿Qué es el emprendedurismo? La RAE no nos proporciona una definición, pero nos reenvía a «emprendimiento», y nos da dos definiciones: 1) acción y efecto de emprender (acometer una obra) y 2) cualidad de emprendedor. Esta persona destaca por su emprendimiento y capacidad.

Si tomamos en cuenta estas definiciones, emprendedor podría ser desde el que impulsa una empresa capitalista, hasta el que organiza un sindicato, promueve una revolución o inicia cualquier tipo de actividad. No es este, sin embargo, el sentido que habitualmente tiene en los discursos dominantes, sino que es pensado en términos de las actuales relaciones capitalistas.

“Reynolds, Camp, Bygrave, Autio y Hay […], en el marco del proyecto Global Entrepreneurship Monitor, definen el entrepreneurship como ‘cualquier intento de crear un nuevo negocio, incluyendo el auto-empleo, una nueva empresa o la expansión de una empresa ya existente, proceso que puede ser puesto en marcha por una o varias personas, de forma independiente o dentro de una empresa en funcionamiento’”3.

La unión de estos dos conceptos en un principio puede parecer contradictoria. Mientras el primero parece poner todo el acento en algo tan impersonal como la tecnología, el segundo enfatiza el otro extremo, el sujeto individual. Pero este sujeto es también un individuo fetichizado. No se trata del individuo realmente existente, producto de una determinada sociedad, cuya posición social condiciona fuertemente sus posibilidades o les impone limitaciones, sino de una construcción ideológica, un individuo en el que se depositan poderes extraordinarios y al que se le exige rendimientos de iguales características. No es el individuo real con sus múltiples dependencias, fragilidades y limitaciones, sino uno teórico y abstracto, que no reconoce más limitaciones que las de su propia voluntad, un sujeto omnipotente, un héroe solitario capaz de vencer todas las adversidades si así se lo propone, porque “querer es poder” en el contexto de esta ideología emprendedurista-new age. Pero esta omnipotencia suele transformarse en su contrario, en impotencia. Tarde o temprano, el destino que espera a la mayoría de los creyentes en este individualismo omnipotente es chocarse con los límites estructurales que impone la sociedad de la que somos parte. Pero lo que suele suceder en estas circunstancias no es una lectura racional y crítica de las promesas de esa ideología individualista, ni de las múltiples limitaciones de una sociedad que no reparte sus frutos entre todos, sino la autoculpabilización, la sensación de «haber fallado», de ser un «perdedor», un loser. ¿Puede sorprender tanto que un período de individualismo extremo, en que se imponen mecanismos e ideologías que provocan nuestro aislamiento, la competencia exacerbada, la desconfianza con respecto a los otros y la fe en unas posibilidades de triunfo individual que suelen disolverse tarde o temprano como una ilusión, sea también un período de intensa depresión, con el suicidio como principal causa de muerte violenta en muchos países?

En la publicidad que acompañó al desembarco de Uber, nos podíamos encontrar con esta alianza fetichismo tecnológico-emprendedurismo. Las tecnologías permitirían –se nos decía– que una parte de los trabajadores se transformara en «trabajadores independientes propietarios de los medios de producción». Ante esto se planteaba desde una perspectiva crítica: “…siguen siendo asalariados pero el capital y las enormes transnacionales, hoy como ayer, se las ingenian para explotarlos por partida doble, producen más plusvalía para el capital. El capital se apropia cada vez más del tiempo del trabajador, también parte de su ‘tiempo libre’; de la vida misma del trabajador. Cada vez más la vida se les desgasta y se le escurre entre las manos en ‘el reino de la necesidad’. Pero ahora con un desarrollo tecnológico que multiplica por muchas veces la capacidad productiva del trabajo”4. El desarrollo posterior de otras aplicaciones, como las de envío de comida a domicilio, y los mismos reclamos que protagonizaron algunos trabajadores de Uber y otras aplicaciones por mínimos derechos que los asalariados dependientes tienen asegurados, parecen ser argumentos suficientemente contundentes para confirmar la última visión y descartar el optimismo tecnológico y emprendedurista. No estamos ante un florecimiento de trabajadores independientes y «propietarios de medios de producción», sino ante trabajadores dependientes, flexibilizados, sin derechos, y que encima tienen que poner –y financiar con su bolsillo– hasta parte de las herramientas necesarias para poder trabajar.

¿No hay acaso otras posibilidades de «emprendedurismo»? Claro que las hay: cooperativas, empresas autogestionárias, participación de trabajadores y usuarios en la dirección de las empresas públicas, y otras formas organizativas que potencialmente puedan ir en la dirección de –en palabras de Marx– “trabajadores libremente asociados”. Pero este tipo de “emprendedurismo” implica cuestionar las relaciones de explotación capitalista y también todo el individualismo new age que suele acompañar a las prédicas de lo que podemos llamar el emprendedurismo hegemónico, que necesita reproducir formas flexibilizadas y precarias de trabajo –entre ellas las que postulan la ficción jurídica de que son empresas «unipersonales» trabajadores que de hecho son dependientes–, o la expropiación privada por parte de las empresas capitalistas de ideas innovadoras que producen trabajadores, individuos o grupos que tienen creatividad pero no capital.5


Fetichismo, emprendedurismo y educación a distancia con TIC

Con la situación de pandemia y la generalización de la educación en entornos virtuales, el impulso a las TIC, y más específicamente a las EdTechs, adquirió, en el marco de una discursividad fetichizadora, una inusitada fuerza. Pero esta orientación viene de mucho antes; el «negocio de la educación» recibía ya crecientes inversiones, dada su alta rentabilidad, en tiempos en que al capital le resulta bastante complejo, además, encontrar actividades altamente rentables. Asimismo, el gasto mundial en educación es un porcentaje de alrededor del 5% del producto bruto global (una suma que es casi el doble que la del gasto en defensa), y el capital está muy interesado en promover procesos mercantilizadores a nivel educativo que le permitan absorber parte de ese porcentaje. Una de las vías para lograr ese objetivo es, precisamente, el desarrollo de las tecnologías de la educación.

Philippe Meirieu señala al respecto: “Cada año se desarrolla en Doha un gran foro, el World International Summit of Education (WISE), financiado por la tercera esposa del emir de Qatar, al que se invita a los grandes señores del mundo digital, en particular de las GAFAM (acrónimo de Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). De año en año, se ve cómo aumenta fuertemente la influencia de este WISE, que ya va por la novena edición y que recientemente se ha descentralizado, sobre todo en Francia, con la participación de los más importantes periódicos del país (…). La idea que ha ido avanzando poco a poco es que la clase, la escuela, sería una forma obsoleta de enseñanza que se debería sustituir por un sistema (que ya está en las entrañas de Google) en el que se realizarían test a los niños y niñas de una manera sistemática para saber cómo funcionan desde el punto de vista de su inteligencia. A partir de ahí, a cada individuo se le propondría un programa de enseñanza estrictamente personalizado que sería, evidentemente, vendido a las familias y que permitiría a los niños y niñas cursar en sus casas, en su ordenador, todas las asignaturas gracias a un servidor gigante potencialmente situado en la Islas Caimán ¡para evitar su control fiscal!”6.

Según el pedagogo francés, esto va contra los ideales más avanzados de la educación francesa, para los que no solo se trata de «aprender», sino de «aprender juntos». También es claro, para el autor, que la educación a distancia “ahonda las desigualdades”. Lo digital solo puede llegar a ser efectivo, según Meirieu, para los alumnos que son considerados en general “buenos” o “responsables (…) con todas las comillas posibles”, pero no para quienes necesitan más del acompañamiento, por lo que claramente la educación a distancia agravaría las dificultades de estos últimos estudiantes: “Por eso digo que debemos dejar de idolatrar lo digital. De hecho, esto sólo resuelve problemas para quien no tiene problemas, es decir quienes tienen ganas de aprender, son ya autónomos y tienen un entorno familiar favorable”7.

Señala también Meirieu que se suele olvidar que el docente es mucho más que “…un distribuidor y un corrector de clases y de ejercicios, de fichas y de programas. El docente es un experto en el aprendizaje; es una persona que toma informaciones en la clase, que observa, adapta, regula, que utiliza herramientas pero que las modifica también poco a poco y que es capaz de crear ayuda mutua, interacción, cooperación”. Es decir, alguien “capaz de suscitar lo común”. Ahora bien, “pero la pregunta que se plantea es saber si la escuela será capaz de crear lo común, o si se limitará a yuxtaponer alumnado delante de ordenadores. Un modelo así, que se habría infiltrado con motivo del confinamiento, ¿no va a imponerse progresivamente en detrimento del carácter colectivo, instituyente de la escuela, y de su misión fundamental, que es permitir a los niños y niñas descubrir que el bien común no es la suma de los intereses individuales?”8.

Todas las apreciaciones que realiza Meirieu para Francia son fácilmente constatables en otros contextos. La preocupación del autor por lo común, por aprender juntos, debería ser central también para nosotros. Sin idealizar los ámbitos educativos, y más allá de todas sus limitaciones, son sin duda espacios que han permitido el encuentro, la socialización, que ofrecen la posibilidad de ir más allá de las estructuras familiares y conocer otras perspectivas y formas de vida. También posibilitan acceder a un tipo de conocimiento y de experiencias que trascienden lo curricular, y que difícilmente se puedan adquirir “a distancia”. Los espacios educativos fueron, además, esenciales para el desarrollo del movimiento estudiantil, que ha sido –a partir del siglo XX en América Latina– uno de los principales protagonistas de nuestra historia. Y si pensamos que eso “es cosa del pasado”, miremos a muchas de las grandes movilizaciones que han sacudido nuestra región en los últimos años.

¿Cómo entra en todo esto el emprendedurismo? Las tendencias fragmentadoras de la educación en entornos virtuales, que tienden a disolver lo común –algo propio de la educación presencial– en una sumatoria de individuos, así como el papel creciente de grandes monopolios transnacionales como los GAFAM (que buscan la mercantilización creciente de la educación y su transformación en fuente de valorización del capital), conducen también a la atomización del cuerpo docente, a su deslocalización, a formas de competencia probablemente muy duras entre ellos y a formas más «flexibilizadas» de trabajo. ¿Qué podría impedir –en tanto se generalice esta modalidad– que las GAFAM, u otras empresas volcadas a las EdTechs, desarrollen aplicaciones tipo Uber, que ofrezcan «servicios» educativos con docentes vinculados como empresas unipersonales y localizados en cualquier parte del mundo? Todo esto acompañado de un discurso fuertemente fetichizador y emprendedurista, que hablará de las virtudes del trabajo autónomo, de manejar los propios horarios o de ser «más libres». Discurso que se podría replicar, con los necesarios ajustes, a la hora de ofrecerles los servicios a los clientes-estudiantes (o clientes-padres de los futuros estudiantes) de una educación a distancia generalizada. Lo descrito, claro está, no es un futuro inevitable. Si por un lado existen fuertes tendencias en este sentido –sobre todo por las necesidades del capital, que lo empujan a buscar nuevas fuentes de ganancia, para lo que es necesario una mercantilización creciente de todas las cosas–, también nos encontramos con la resistencia y la búsqueda de alternativas por parte de los trabajadores y otros sectores subalternos. Estas luchas han logrado impedir, más de una vez, la imposición de las políticas que tienden a privatizar la educación o subordinarla en forma creciente a los intereses del capital. El caso de Chile es elocuente: allí se ha puesto en cuestión un modelo implantado hace ya varias décadas por la dictadura de Pinochet.

Esto no significa el rechazo absoluto a las nuevas tecnologías, ni tampoco la negación de la educación en entornos virtuales para algunas situaciones. El problema es que las visiones fetichizadoras le dan un lugar más que sobrevalorado a las tecnologías. Lo que podrían ser herramientas útiles para utilizar en forma racional en determinadas circunstancias, nos lo quieren imponer como algo cuasi obligatorio y generalizado. Lo que podría ser válido para determinadas franjas etarias y de desarrollo académico, lo quieren extender a todos los ciclos educativos. Además, esto se da en un contexto donde los estados no promueven el desarrollo de un software que les dé independencia respecto a los grandes monopolios transnacionales, cuyos fines no son desarrollar la mejor educación posible, sino subordinar la educación a sus necesidades empresariales. Hay elementos muy sólidos que nos señalan en forma clara que la generalización de la educación a distancia nos conduciría a una mayor desigualdad educativa, a una mayor fragmentación y aislamiento individual (que ya es bastante preocupante en nuestras sociedades) y a un deterioro sustantivo de los aprendizajes.

No es casual que entidades como el Banco Mundial y la UNESCO hayan advertido, tras la generalización de la educación a distancia por las medidas de distanciamiento social durante la pandemia, del aumento significativo del “déficit de aprendizajes” debido al uso de esa modalidad educativa. Lo que alarmaba tanto a la UNESCO como al Banco Mundial era cómo se vería afectado el “capital humano” futuro, lo que los llevó a revisar su visión en general positiva sobre el uso masivo de tecnologías educativas. Asimismo, el neurocientífico francés Desmurget ha señalado que la llamada generación de los “nativos digitales”, que supuestamente iba a superar ampliamente a nivel intelectual –y en habilidades– a las generaciones anteriores, es la primera cuyo coeficiente intelectual sería menor al de sus padres. Si bien se pueden señalar determinadas críticas y prevenciones sobre este tipo de mediciones, es sin duda un elemento a tener en cuenta. Estos datos refutan las previsiones basadas en toda una serie de ideas a las que subyacía un fuerte fetichismo tecnológico.

El fetichismo es un fenómeno intrínseco al capitalismo, caracterizado por la reificación de las relaciones humanas (aunque no sea exclusivo de este modo de producción). Asimismo, el capital necesita revolucionar constantemente las fuerzas productivas y ofrecer nuevos y más nuevos productos para el consumo, creando nuevos deseos y «necesidades». Estas son las bases materiales del fenómeno ideológico del fetichismo tecnológico, que explican que renazca una y otra vez, a pesar de haber sido desmentido por la praxis histórica humana y el desarrollo social. Los éxitos anteriores de muchos avances tecnológicos también parecen ser un fuerte elemento que favorece el solucionismo tecnológico propio de esta forma de fetichismo. En este sentido, el éxito en la lucha contra algunas de las principales enfermedades (asociado al desarrollo de la química farmacéutica y la medicina), el desarrollo de las tecnologías del transporte y la comunicación (que abrieron posibilidades inéditas de interconexión a grandes distancias), y las comodidades u otros beneficios que aportó la electricidad, son elementos que tienden a favorecer estas visiones fetichizadas.

Asimismo, el solucionismo tecnológico permite despolitizar muchos problemas: ya llegará la tecnología que arregle tal o cual problema social, solo hay que esperar. A estas visiones subyace una concepción por demás ingenua y lineal del progreso, que es necesario cuestionar: no todos los problemas son solucionables con nuevas invenciones tecnológicas y no toda nueva invención garantiza una mejoría con respecto a los métodos o las prácticas tradicionales. Podemos ver, muchas veces, cómo las empresas, movidas por el interés de acrecentar sus ganancias, venden sus productos y servicios como la solución a tal o cual problema con poco o ningún fundamento, o con estudios abiertamente manipulados. El caso de la industria farmacéutica es paradigmático en este sentido. Si vamos al ámbito de la educación, muchas veces el remedio parecer ser bastante peor que la enfermedad. Lo que es visto con extrañamiento y hasta con horror por algunos, como la ausencia del uso masivo de tecnologías, tal vez no sea más que un testimonio de la fortaleza de las prácticas tradicionales en algunos ámbitos de la actividad humana. No se trata –lo decimos nuevamente– de rechazar el uso de tecnologías, sino de evaluar racionalmente sus ventajas y desventajas. Las tecnologías que muchas veces pueden ser muy positivas en un sentido, pueden ser muy preocupantes en otro. Sin duda, la accesibilidad que permitió el desarrollo de internet a muchos textos y fuentes es altamente positiva para la investigación, pero también ese acceso tan amplio ha llevado al fenómeno generalizado del plagio a través del copy & paste. Situación que se complica aún más con el desarrollo de los chats de inteligencia artificial. Todo esto contribuye a revalorizar las tan denostadas y «obsoletas» formas de evaluación «presencial».9

No son las tecnologías las que solucionarán los problemas educativos y sociales en general, sino los seres humanos, en tanto tomemos esos problemas como políticos y los afrontemos en forma organizada y colectiva. Las relaciones de producción dominantes conducen al desarrollo de estas tendencias fetichistas e individualistas con un carácter crecientemente exacerbado. Estas últimas depositan en las tecnologías, o en individuos aislados y abstractos presuntamente omnipotentes, capacidades y potencialidades que son propias de los seres humanos; no como partículas aisladas, sino como seres sociales. Ante esta realidad, resulta esencial la tarea práctico-crítica de reapropiarnos colectivamente de dichos poderes, negados y alienados por el actual modo de producción y su ideología dominante.

Alexis Capobianco Vieyto


NOTAS

1 Marx desarrolla la teoría del fetichismo sobre todo en su obra El Capital. Existe una larga discusión sobre si hay o no continuidad entre su teoría de la alienación desarrollada en su juventud, fuertemente inspirada en Feuerbach, y la teoría del fetichismo de su madurez. Aquí suponemos que hay más continuidades que diferencias, y, en ese sentido, consideramos el fetichismo como una forma específica de alienación.
2 “Sin embargo, como usuarios no siempre poseemos los conocimientos y las herramientas que nos permiten recuperar la información pertinente. El exceso de datos disponibles en internet puede generar una falsa sensación de estar informados (…). La paradoja de la abundancia de información disponible en la web es el hecho de que no siempre accedemos a la más adecuada de acuerdo a nuestros intereses. El conocimiento y el manejo de bases de datos, buscadores y meta-buscadores es esencial y requiere de cierta preparación y experiencia. Al respecto ‘una de las preocupaciones principales expresadas en la bibliografía sobre hipertextos consiste en el riesgo de que los neófitos ‘se pierdan en el hiperespacio’; tras seguir una ruta laberíntica de asociaciones, es posible que, como Hansel y Gretel, no encuentren el camino de regreso”. Natalia Correa y Natalia Mallada, “La WebQuest: una estrategia didáctica para la búsqueda guiada de información”, en Convocación, Montevideo, jun. 2011, p. 26.
3 M. Messina (comp.). Manual didáctico de emprendedurismo. Montevideo, Universidad de la República/Comisión Sectorial de Enseñanza, 2018, p. 16.
Aldo Scarpa, “Uber y la lucha de clases”, https://www.quehacer.com.uy/index.php/uruguay/uruguayhoy/economia/1206-uber-y-la-lucha-de-clases-ii-aldo-scarpa.
5 Esto no implica desconocer que ese tipo de experiencias pueden terminar integradas en el sistema capitalista. Para que puedan ir en una dirección de “trabajadores libremente asociados”, será necesario un proceso de transformación del conjunto de la sociedad.
6 Philippe Meirieu, en O. Doubre, “Entrevista a Philippe Meirieu. ¡Dejemos de idolatrar lo digital!”, Rebelión, 18 de mayo de 2020, https://rebelion.org/dejemos-de-idolatrar-lo-digital/?fbclid=IwAR1t0al9GwvILm9A5BLPFGKqiMOBMTTdkzcMxXeBY0bf345D4AvpbMp-Z3I.
7 Ibid.
8 Ibid.
9 Ya Carlos Vaz Ferreira, hace más de un siglo, cuando analizaba la falacia de falsa oposición, señalaba esa tendencia de los pedagogistas a transformar un método o una herramienta en algo absoluto: “La historia de los procedimientos pedagógicos, de su boga, de su desuso, de las discusiones a su respecto, no es, en la mayoría de los casos, más que una historia de este sofisma. Llegan los pedagogistas a la conclusión de que es bueno y conveniente hacer que sea el niño quien descubra lo que se le quiere enseñar; en seguida concluyen que el otro procedimiento, el natural, que consiste en enseñar propiamente el maestro al niño, es malo. Se aplica, así, un buen procedimiento, pero desterrándose completamente otro procedimiento que también era bueno. No había incompatibilidad entre los dos: eran complementarios; pero a causa de haberlos tomado por contradictorios, uno fue excluido; y si bien se ganó por un lado, se perdió por otro”. C. Vaz Ferreira, Lógica Viva. Montevideo, Centro Cultural de España, 2008.