Ilustración: detalle de Foretoken (2008), de Manabu Ikeda. Fuente: https://preview-art.com
Nuestro compañero Ariel Petruccelli está escribiendo un libro sobre ecología, que será publicado el año próximo por Ediciones IPS. ¿Su título? Ecomunismo. Ofrecemos aquí, en nuestra sección de ecología Krakatoa, como adelanto, un fragmento que él mismo seleccionó por encargo nuestro. El texto nos parece formidable, en contenido y forma. Si toda la obra es más o menos así, nos parece que el aporte teórico-crítico y político-estratégico de Ariel a la causa «ecomunista» será invaluable.
Por razones operativas (estamos trabajando a destajo y contra reloj en la edición del séptimo número de Corsario Rojo), hemos suprimido todas las notas al pie. Esperamos poder difundir otro extracto de Ecomunismo antes de que termine el año. Por supuesto que también lo reseñaremos, una vez que haya salido a la luz. Ojalá que sea pronto.
Entretanto, la excelente entrevista sobre decrecimiento a Adrián Almazán para el inminente Corsario Rojo VII bien podría servir para amenizar la espera, igual que la estupenda recensión que Ariel escribió acerca del nuevo libro de Jorge Riechmann, Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro), editado en España por Catarata. Aunque CR7 saldrá recién el próximo domingo, hoy ya pueden leer la selección de pequeños fragmentos de todos los textos que hemos preparado a modo de anticipo promocional. Entre esos fragmentos hallarán, naturalmente, los de la entrevista a Almazán y la reseña del libro de Riechmann.
Para la inmensa mayoría de las sociedades humanas, y característicamente para las sociedades agrícolas y ganaderas, lo que podríamos llamar “crisis económicas” (situaciones críticas en la producción y distribución de bienes) se hallaban directamente determinadas por sucesos «naturales», vale decir, por esa parte de la naturaleza en gran medida separada e independiente de la naturaleza social humana: malas cosechas, inundaciones imprevistas, sequías más prolongadas de lo habitual, plagas de langostas u otros insectos, enfermedades que afectaban a las plantas o al ganado, etc. Sin embargo, a partir del siglo XVI, se empezó a hacer habitual (sobre todo en Europa) otro tipo de crisis, provocadas por el propio dinamismo económico humano y sin mucha incidencia de los procesos de la naturaleza extrahumana: crisis de superproducción, de subconsumo, de sobreacumulación o financieras. Como es lógico, se trata del tipo de crisis que caracterizan a las relaciones capitalistas de producción, y sólo a ellas. Una conocida polémica separa a quienes ven a la llamada “crisis del siglo XVII” como la última crisis del sistema feudal (o del modo de producción feudal, para decirlo en los términos marxistas clásicos) o como la primera crisis del “moderno sistema mundial”, vale decir, el capitalismo. La primera ha sido defendida clásicamente por Eric Hobsbawm, la segunda por Immanuel Wallerstein. Abundan, desde luego, quienes asumen posiciones intermedias o combinadas. Sin embargo, a partir del siglo XVIII las crisis «de tipo antiguo» fueron mermando en cantidad y, por lo general, quedaban limitadas a las regiones donde el capitalismo aún no se había desarrollado o era incipiente. Allí donde las relaciones capitalistas de producción estaban bien implantadas, el escenario lo dominaban las crisis «de nuevo tipo», provocadas por las contradicciones puramente «internas» del capitalismo. Eventualmente, alguna región capitalista podía verse afectada por una crisis puramente ambiental o ecológica, pero esa ya no era la norma y rara vez esas crisis desembocaban en hambrunas, como era típico en el pasado. Aunque todo proceso histórico es siempre complejo, multicausal y contradictorio, es indudable que, a partir sobre todo del siglo XIX, la población humana aumentó de manera significativa, la mortalidad infantil disminuyó y la esperanza de vida se prolongó. También crecieron de manera significativa las tasas de alfabetización, urbanización, innovación tecnológica y productividad del trabajo. Por regla general, el ingreso per capita aumentó en la mayor parte de los países. Este es el costado amable de quienes reivindican al capitalismo y/o a la civilización occidental. La cara oscura, realzada por sus críticos, habla de explotación, desposesión, opresión, genocidios, colonialismo, guerras devastadoras, desigualdades crecientes, alienación, pérdida del sentido de la vida. No se trata, desde luego, de que una mirada sea completamente verdadera y la otra completamente falsa. El proceso histórico del capitalismo fue siempre una moneda de dos caras: un sistema diabólico y angélico a la vez. Y en esto, cuando menos, no es completamente peculiar: como nos recordara Walter Benjamin, “todo documento de cultura es también un documento de barbarie”.
Para calibrar apropiadamente los logros y fracasos, las promesas y los riesgos que entraña el desarrollo de las sociedades urbanas e industriales contemporáneas, es indispensable tener perspectiva histórica. Todas las sociedades agrícolas han debido luchar a brazo partido para paliar las calamidades y conseguir el alimento de la madre naturaleza. Porque, como dijera Manuel Sacristán con la sinceridad y elocuencia que lo caracterizara:
“La naturaleza no es el paraíso. Seguramente es una madre, pero una madre bastante sádica, todo hay que decirlo, como es conocimiento arcaico de la especie. Eso no quita, naturalmente, que para el hombre ella es, como es obvio, esto es perogrullada de lo más trivial, necesidad ineludible y para el hombre urbano, para el hombre civilizado, además, necesidad cultural. Esto sea dicho en honor del hombre urbano y del hombre civilizado que desde Teócrito de Siracusa es el que ha inventado a la naturaleza como necesidad cultural, no ya sólo como necesidad física”.
Durante siglos, las clases explotadoras fueron una diminuta minoría de la población, del orden de entre el 2 y 5%. La población urbana, al igual que la población letrada (fueran o no sus miembros técnicamente explotadores), estaba constituida por porcentaje parecidos. La inmensa mayoría, pues, vivía inmersa en el mundo natural, no en ese reducto fuertemente artificial que eran las ciudades. Fuera de los muros citadinos, la lucha en y contra la naturaleza era difícil e incierta. Sólo la mirada totalmente artificiosa del urbanita moderno puede creerse que la naturaleza es armoniosa e idílica. El fenómeno masivo y arrollador en las últimas décadas de migración del campo a la ciudad es mucho lo que debe a las presiones del capital, las lógicas del mercado o la violencia militar y paramilitar. Pero no es poco lo que debe al hecho de que la vida en el campo es dura: el campesino sueña con la ciudad y sus comodidades. En Occidente, algunos urbanitas hastiados de la vida citadina y sus dinámicas alienantes han iniciado un regreso a las áreas rurales. Pero somos una minoría y, además, posiblemente la mayoría de quienes emprendimos ese viaje vivimos en el campo, pero no del campo. En contraste, en África y Asia todavía hay verdaderas oleadas de migrantes del campo a la ciudad, o mejor dicho, a las villas miseria. Curiosamente, no es infrecuente entre los ecologistas tener miradas completamente románticas (y en última instancia exotistas) sobre lo que ocurre en el campo y en los suburbios de los países periféricos de la economía mundial. Serge Latouche es un claro exponente. Esto dijo en una entrevista:
“He observado, en los suburbios africanos, todo un vivero de ‘buscavidas’ llenos de creatividad, capaces de autoorganizarse a todos los niveles: social, imaginario y técnico. Se trata, más o menos, de la nebulosa de lo informal. Aunque, en términos económicos, África no cuenta nada, representa menos del 2% del PBI mundial, cuando sin embargo se visita ese continente nos sorprende encontrar, un poco en todas partes, una extraordinaria capacidad para producir felicidad, que nosotros somos cada vez más incapaces de fabricar. Logran sobrevivir gracias a la solidaridad, poniendo en común lo poco que tienen. Consiguen, al fin y al cabo, producir riqueza porque tienen una gran riqueza relacional”.
Que una cantidad fabulosa de esos “buscavidas” arriesgue sus vidas tratando de llegar a Europa no parece entrar en la ecuación. Latouche parece ignorar que los seres humanos se las arreglan para sobrevivir en todo tipo de condiciones de penuria extrema, y que para ello el sentido del humor suele ser de gran ayuda: lo muestran las experiencias de esclavitud en todo tipo de lugares y circunstancias, desde una Lager nazi hasta un ingenio azucarero esclavista. Quién sobrevive, sonríe. Pero es un error romantizar esas circunstancias oprobiosas como portadoras de una supuesta posibilidad de felicidad mayor.
Durante siglos, el campesinado fue la inmensa mayoría. Hoy ya ha devenido una minoría en retroceso y cada vez con menor autonomía, no sólo económica sino también cultural. El sentido lamento de Bernard Charbonneau es inapelable: el monocultivo, que vuelve al campesino “completamente dependiente de los caprichos de las temporadas, lo pone además, y esta vez sin escapatoria posible, en manos de los del mercado”. “Atiborrado hoy de trabajo, y mañana de diversiones, ¿para qué iba el campesino a inventarse una cultura?”. La tragedia de la destrucción del campo y su despoblamiento generalizado sigue en curso hoy en día. De poco ha servido, por desgracia, la lucidez irónica y certera de Charbonneau:
“En cuanto a las máquinas, le ahorran algunos esfuerzos al agricultor, pero sólo para darle otros. Pues si el tractor permite trabajar tres veces más deprisa, lo cierto es que hay que trabajar tres veces más para pagarlo. Antiguamente, el campesino penaba del alba a la puesta del sol. Afortunadamente, hoy en día los faroles son tan cómodos que permiten seguir la faena incluso de noche. Ahora el campo se anima a la caída del sol, en ciertas épocas se ve por todas partes el resplandor de los focos; al igual que el habitante de la ciudad, el campesino ya sabe lo que son las noches en vela. La curva de las neurosis, signo de desarrollo material e intelectual, va a ascender”.
Quien posea un mínimo de conciencia histórica, no debería olvidar lo que con tanta sobriedad reconociera Bernard Charbonneau, alguien que supo amar intensamente a la naturaleza, a la humanidad y a la libertad:
“La naturaleza es una invención de los tiempos modernos. Para el indio de la selva amazónica, o (…) para el campesino francés de la III República, esa palabra carece de sentido. Porque tanto el uno como el otro siguen ligados al cosmos”.
Sin embargo, con el desarrollo de la sociedad industrial las cosas comenzaron a cambiar rápidamente, hasta acelerarse de manera descomunal luego de la Segunda Guerra Mundial. El resultado de todo ello es claro, y los desafíos que esta situación plantea fueron bien percibidos por Charbonneau hace muchas décadas:
“La naturaleza ha sido vencida, por eso tomamos conciencia de ella. Nos hemos liberado de ella; lo que nos toca es seguir no sólo más allá de la naturaleza, sino del progreso. A nuestra fuerza le corresponde aceptar los límites que en otra época nos imponía nuestra debilidad. En el pasado, teníamos que defender la parte del hombre contra las potencias de la naturaleza; hoy, nos corresponde defender la de la naturaleza: respetar su juego, su misterio, en caso necesario”.
La sociedad industrial venció a la naturaleza. Hay que decirlo así, sin concesiones intelectualmente endebles a la corrección política. Quien crea que esta afirmación reproduce un dualismo sociedad/naturaleza inaceptable, se equivoca. Nadie ha sido menos dualista en este campo que Charbonneau. Una prueba, entre muchas posibles, la hallamos en el siguiente pasaje (que contiene además una crítica al fundamentalismo ecologista que muchas veces se ampara en la crítica a lo que cree “pensamientos dualistas”, pero que los reproduce en formas aún más groseras):
“Y, después de todo, si él [el hombre, la humanidad] es un error, puesto que no es creador de sí mismo, es la naturaleza la que lo ha cometido. La clave del problema no está en la naturaleza ni en el hombre, sino en su relación, sobre todo en un espacio tan profundamente humanizado como el de la Europa de las ciudades y los campos. El ecologismo sólo conoce un medio para resolver la contradicción entre la naturaleza y el hombre: eliminar a los humanos. Robert Hainard es lógico –si no razonable– cuando sugiere que deberíamos entregar el campo a la naturaleza salvaje, donde sólo los naturalistas harían una incursión de vez en cuando, mientras que la mayor parte de la población se retiraría a lo que parecen cápsulas espaciales urbanas, donde viviría y se alimentaría por medios artificiales. Uno puede imaginar las neurosis que fomentaría esta ruptura con la tierra, realizada en su nombre; por lo demás, hoy ya prosperan en nuestras mónadas urbanas”.
Así como cualquiera se da cuenta que hay una diferencia entre el individuo y la sociedad (aunque uno y otra sean indisociables), hay que apreciar la diferencia entre humanidad y naturaleza, por mucho que la primera sea parte de la segunda. Se trata de tener claridad de pensamiento, en vez de sumergirnos en un fárrago de indistinciones tan ideológicamente consoladoras como intelectualmente estériles. La naturaleza en cuestión, vale aclararlo, no es la naturaleza entendida como el infinito abanico de procesos biológicos (somos poca cosa los humanos para vencerla, y si lo hiciéramos desapareceríamos), sino la naturaleza tal y como la concibe la civilización urbana tras haber creado un mundo sumamente artificioso que es parte de la naturaleza en general, pero que tiene especificidades que hay que reconocer. Esto es lo que significa la frase “no hay naturaleza sin civilización”, a la que no pocos posmodernos podrían interpretar como que la cultura crea enteramente a los procesos naturales en sí mismos, en lugar de lo que dice Charbonneau: que la cultura crea la idea de naturaleza, pero lo hace no por decisión enteramente libre del pensar o por error filosófico, sino como consecuencia de sus condiciones de vida:
“No hay naturaleza sin civilización: hay que vivir en el cemento de las ciudades para maravillarse del cielo y los árboles. Pero tampoco hay civilización sin naturaleza. (…) el amparo que la sociedad nos ofrece sólo conserva su valor si, al otro lado de las paredes de la casa, el viento sopla y la lluvia bate los cristales. ¿Dónde quedaría el esplendor del día si la noche no le diera todo su brillo?”
La sociedad industrial venció a la naturaleza. Pero, por eso mismo, amenaza cortar la rama sobre la que nos paramos. El desarrollo en el que estamos inmersos es potencialmente autodestructivo. La humanidad necesita autolimitación, autocontención.
Ariel Petruccelli