Ilustración de Ismail Shammout para This Week In Palestine.
Preparamos un nuevo dossier sobre el conflicto israelí-palestino y el genocidio en Gaza, con dos traducciones del inglés y otra del italiano. La selección de textos comienza con “I piani di Israele”, del analista en temas geopolíticos y militares Enrico Tomaselli, un artículo publicado en Giubbe Rosse News el 13 de septiembre. Prosigue con “No, Israel does not have a right to defend itself in Gaza. But the Palestinians do”, del jurista y abogado en derechos humanos Craig Mokhiber, un escrito que salió en Mondoweiss el martes 10/9. Y termina con “The Genocide in Palestine – How to Prevent the Next Stage from Happening”, una prosa del historiador Ilan Pappé para The Palestine Chronicle, con fecha 7 de septiembre. Todas las aclaraciones entre corchetes son nuestras.
LOS PLANES DE ISRAEL
La situación en Medio Oriente se parece cada vez más a una olla a presión, que nadie tiene interés en que explote. Como ocurre a menudo, cuando un conflicto tiene que asumir la imposibilidad de la victoria sobre el terreno y la incapacidad de los dirigentes políticos para asumir esta realidad, el mayor riesgo se deriva precisamente de la falta de una perspectiva clara y, por tanto, del hecho de que la guerra –librada a su suerte– acabe cobrando vida propia, deslizándose hacia la catástrofe sin que nadie lo desee realmente.
Por mucho que crea que siempre se sobreestiman los riesgos reales de recurrir a las armas nucleares (lo que, al fin y al cabo, forma parte de la estrategia de disuasión que las caracteriza), hay que reconocer que nos encontramos ante una coyuntura muy peculiar. Por un lado, tenemos a un estado –Israel– inmerso en un conflicto que no está en condiciones de ganar militarmente, que no puede sostener durante mucho tiempo (ni social ni económicamente), y que, en términos políticos, no puede permitirse perder. Por otro, tenemos el gobierno más extremista y fanático en la historia de este país, que, ya sea por intereses y ambiciones personales (Netanyahu) o por delirios mesiánicos (Ben-Gvir, Smotrich), está dispuesto a todo.
En el trasfondo, planea la sombra de la semisecreta e infame Directiva Sansón, una especie de extensión aún más delirante de la ya conocida Directiva Aníbal. Según esta demencial cláusula, si el estado judío percibiera que se encuentra en una situación donde su propia existencia está amenazada, y no hay ninguna posibilidad realista de anular la amenaza, todo el arsenal nuclear del país (estimado en unas 300 cabezas nucleares) se lanzaría contra países enemigos y amigos, con la intención específica de desencadenar un conflicto nuclear global –Sansón y todos los filisteos mueren– de acuerdo con una lógica supremacista y racista, según la cual un mundo sin judíos (en realidad sin sionistas, ya que sólo alrededor de la mitad de los judíos viven en Israel) no merece existir.
Obviamente, estamos hablando de una condición extrema, y presumiblemente todavía bastante lejos de la situación actual, pero sin embargo presente y –no sólo teóricamente– posible.
Puede parecer paradójico, pero la mejor garantía de que el conflicto no se deslizará atrozmente hacia un abismo aún más negro reside en la probable explosión de las contradicciones de la sociedad israelí, que el 7 de octubre primero, y la guerra después, están sacando a la luz de forma clamorosa.
La más conspicua es, por supuesto, la que aparece en las manifestaciones callejeras (la última, el 8 de septiembre, parece haber reunido a unas 750 mil personas, entre Tel Aviv y otras ciudades; una cifra muy considerable, si se piensa que hay unos 9 millones de judíos israelíes). Sin embargo, sobre todo en Occidente, existe el riesgo de que se produzcan una serie de malentendidos. En parte porque los medios de comunicación no son muy informativos, y en parte porque quienes leen/escuchan, tienen un enfoque fugaz y superficial, carente de la información básica necesaria para comprender lo que está ocurriendo.
Las manifestaciones callejeras comenzaron antes del 7 de octubre, pero da la impresión de que no hay continuidad con las posteriores.
Antes de la guerra, las manifestaciones representaban la protesta de la parte más liberal de la población, predominantemente urbana, preocupada por ciertas medidas legislativas del gobierno, consideradas peligrosas para la democracia. Las que tuvieron lugar después, y que se centran principalmente en la cuestión de la liberación de los prisioneros israelíes en manos de la Resistencia, están animadas sobre todo por colonos, ya que la mayoría de estos prisioneros civiles procedían de los asentamientos coloniales ilegales cercanos a Gaza. En este caso, por tanto, se trata en parte de la misma base electoral que la mayoría gobernante. De hecho, el grueso del electorado de la extrema derecha está formado por colonos, especialmente los asentados en Cisjordania.
Tenemos, pues, entretanto, dos líneas de fractura diferentes: una, que podríamos definir como fisiológica, de naturaleza exquisitamente política (simplificando: derecha vs. izquierda); y otra, de naturaleza específica y contingente, que es en cambio transversal, y atraviesa sobre todo el ámbito gubernamental. Este último es particularmente significativo no sólo porque, precisamente, entra de lleno en el gobierno, sino también porque el movimiento de los colonos es –de hecho– muy importante en la sociedad israelí. No sólo, por supuesto, por razones históricas (la tradición de los kibbutzim), sino sobre todo porque es significativamente numeroso (alrededor de 800 mil colonos) y está organizado básicamente como una milicia (todos los colonos están armados).
Básicamente, los colonos tienen más de un problema abierto con el gobierno. Está, como ya se ha mencionado, la cuestión de los prisioneros [los rehenes en manos de la Resistencia palestina tras la operación Inundación de Al-Aqsa], pero también está la de los 100 mil colonos que tuvieron que abandonar los asentamientos a lo largo de la frontera con Líbano. Claman por volver y, por tanto, presionan para que se abra una guerra con Hezbolá.
No menos importante, el gobierno israelí se ha visto obligado a promulgar una medida que, una vez más, va en contra de una parte nada desdeñable de su base de votantes. Por primera vez en la historia del país, en efecto, los haredim, es decir, los ultraortodoxos dedicados al estudio de las Sagradas Escrituras, dejarán de estar exentos del servicio militar obligatorio, lo que ya está provocando manifestaciones, enfrentamientos con la policía y reclutamientos masivos.
Por otra parte, todas estas cuestiones son críticas y divisorias, pero actúan principalmente en el seno de la sociedad y, al menos por ahora, permanecen contenidas dentro de una dialéctica política natural, aunque cada vez más dura.
Mucho más significativa, sin embargo, es la fisura que ha surgido –y tiende a profundizarse– entre el gobierno, por un lado, y las fuerzas armadas, por otro.
Como suele ocurrir, los militares (y también los hombres del aparato de seguridad) tienen ideas mucho más claras que los políticos sobre lo que se puede y no se puede hacer. Y si al principio, tras el 7 de octubre, prevaleció un clima de revancha, el deseo de venganza, de limpiarse la cara de la vergüenza de la derrota de aquel día, a medida que avanzaba el conflicto fue surgiendo la conciencia de los límites de una estrategia política que imponía objetivos inalcanzables. Y ésta es, en este momento, la contradicción irremediable, la que puede detener el desastre. Evidentemente, no estamos hablando de un golpe de estado, ni siquiera de un pronunciamiento militar –impensable en la sociedad israelí– sino, más bien, del hecho que, en algún momento, los dirigentes de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) [alias Tzáhal] tendrán que decir un no claro y decisivo. Sólo queda por saber cuál es el umbral a partir del cual ya no será posible decir que sí.
La cuestión no es en absoluto sencilla, entre otras cosas porque las FDI –además de tener un deber de lealtad hacia su gobierno– son en parte cómplices del mismo, al haber secundado inicialmente su imposible diseño. En este sentido, la figura de Yoav Gallant, actual ministro de Defensa, es sumamente representativa. En efecto, Gallant, que también es general y, por tanto, militar de carrera, inmediatamente después del inicio de la operación Inundación de Al-Aqsa fue uno de los más decididos partidarios de una campaña violentamente agresiva contra Gaza, jurando casi explícitamente el exterminio de los palestinos (definidos como “animales humanos”). Y es el mismo Gallant quien hoy, y de hecho desde hace tiempo, está constantemente en desacuerdo con Netanyahu precisamente sobre las perspectivas del conflicto. En su doble papel, como responsable político y alto funcionario, carga sobre sus hombros la concepción, implementación y gestión de una campaña militar que ha fracasado, por no decir otra cosa, y cuyo único resultado concreto es el inicio de un genocidio (un regalo, por otra parte, precisamente a sus oponentes políticos dentro de la estructura gubernamental).
De hecho, la Operación Espadas de Hierro pareció caracterizarse inmediatamente más por un deseo irracional de venganza que por una planificación militar racional encaminada a lograr objetivos alcanzables. En el mejor de los casos, la estrategia subyacente a la operación israelí se basaba en una subestimación e ignorancia aterradoras del enemigo. Al fin y al cabo, casi un año después del inicio de los combates, los resultados obtenidos por el que presumía de ser uno de los mejores ejércitos del mundo son, en términos militares, casi nulos.
En un área de apenas 360 kilómetros cuadrados (Roma tiene 1.285), y empleando una cantidad estratosférica de bombas (80 mil toneladas), las FDI no ha sido capaces de infligir una derrota ni siquiera parcialmente estratégica a las fuerzas de la Resistencia. Los combatientes de las distintas formaciones palestinas han compensado sus pérdidas alistando a nuevos militantes; la red de túneles está casi totalmente intacta, y sobre todo desconocida; la mayoría de los prisioneros del 7 de octubre, aparte de los canjeados, murieron por las bombas israelíes o siguen en manos de la Resistencia; de hecho, el pasado mes de agosto –el undécimo– fue uno de los más sangrientos para el Tzáhal.
Probablemente, el mayor error cometido por los israelíes fue enfocar el conflicto al estilo estadounidense, como si se tratara de derrotar a un ejército (menos poderoso) y no a una serie de organizaciones guerrilleras. De hecho, la idea de derrotar a la Resistencia palestina mediante una campaña de bombardeos terroristas (al estilo de Serbia o Libia) era absolutamente disparatada. Pero no sólo eso. Al desplegar todo su potencial militar desde la primera fase del conflicto, con la exclusión de la opción nuclear, las fuerzas armadas israelíes se impidieron a sí mismas presionar gradualmente al enemigo, escalando finalmente la intensidad de los combates. Una vez enfrentados a un callejón sin salida, se hizo necesario encontrar algo que –aunque sólo fuera prolongando el conflicto– evitara el colapso político del gobierno.
Habiendo desperdiciado así su oportunidad de escalar aumentando la intensidad de la guerra, los mandos israelíes no tuvieron más remedio que hacerlo aumentando la extensión de la guerra. En este sentido, desplazar el foco de laacción desde Gaza a Cisjordania responde exactamente a esta necesidad, eminentemente mediática y política. Pero, una vez más, Israel comete un error estratégico.
En primer lugar, porque las formaciones armadas de la Resistencia de Cisjordania están más frescas, mientras que las FDI están desgastadas por once meses de guerra. Y la duración del conflicto desgasta mucho más a las fuerzas israelíes que a las palestinas. Pero lo más importante es que esta elección –repito, absolutamente política, no militar– contradice un principio fundamental. En efecto, la escalada de los combates en Cisjordania no se corresponde con una retirada de Gaza, o al menos con una estabilización en la Franja. Lo que las FDI están haciendo, por tanto, es dispersar sus fuerzas en varios frentes, en lugar de concentrarlas en un intento de resolver uno. Casi suena, conceptualmente, como una repetición de la operación ucraniana sobre Kursk.
Desde este punto de vista, lo que sabemos sobre los planes militares israelíes, parece encajar perfectamente en el surco de estos errores estratégicos.
Básicamente, de hecho, el gobierno de Netanyahu tiene un designio sobre Gaza, y otro más amplio, relativo a los países vecinos.
En lo que respecta a la Franja, el objetivo que persiguen actualmente es reducirla. Se reforzará toda la frontera entre el territorio palestino e Israel, principalmente ampliando una franja de seguridad (dentro del territorio de Gaza), mientras que el Tzáhal establecerá su control estable sobre dos ejes estratégicos: el corredor Filadelfia [sobre el extremo sur], en la frontera con Egipto, y el corredor Netzarim, en el norte.
El primero de los dos corredores, que incluye el paso fronterizo de Rafah [que conecta la Franja de Gaza con el Sinaí egipcio], es una cinta de tierra de unos 14 kilómetros de largo y 100 metros de ancho, y va desde el extremo noroccidental en el Mediterráneo hasta el extremo sudoriental del paso fronterizo de Kerem Shalom. Donde toca el mar, el pueblo de Al Qarya as Suwaydiya fue arrasado y se convirtió en una base militar israelí. La decisión de ocupar esta zona fronteriza violaría de hecho los Acuerdos de Oslo, según los cuales el control pertenecería a Egipto (que, además, no ve con buenos ojos una presencia militar israelí en sus fronteras). Y, por supuesto, se encuentra con la oposición total de la Resistencia.
La intención sería cortar el cordón umbilical de la Franja, que se encontraría así completamente rodeada por territorio bajo control israelí.
El corredor Netzarim, por su parte, se encuentra inmediatamente al sur de la ciudad de Gaza, y es un eje que separa el territorio longitudinalmente, yendo desde la frontera de Israel [al este] hasta el mar [al oeste], rompiendo la continuidad territorial de la Franja de Gaza [un tercio al norte, dos tercios al sur]. Se supone que este corredor también se convertirá en una zona militar. Aún no está del todo claro si la intención es despejar completamente la zona norte –por tanto, la ciudad de Gaza y sus suburbios– para anexionarse esta parte del territorio (en cuyo caso el corredor Netzarim se convertiría en la frontera septentrional de la Franja [que quedaría reducida a su tercio central y su tercio meridional]. En cualquier caso, se construirían asentamientos coloniales en esta zona y, como ya ocurre en Cisjordania, la militarización del territorio y la red de carreteras que conectan los asentamientos se convertirían en un medio de fragmentar el territorio.
Respecto a este plan, conviene recordar que Israel ya había tomado el control militar de la Franja en el pasado, al igual que había asentado colonos en ella. Hasta que, en 2005, retiró sus tropas y a los nueve mil colonos que vivían en 25 asentamientos. Y no lo hizo por generosidad repentina, sino porque la ocupación había resultado contraproducente. Casi veinte años después, con la Resistencia mucho más fuerte, pensar que las cosas son diferentes es, como mínimo, ingenuo. Por cierto, las tropas israelíes desplegadas a lo largo del Netzarim ya están siendo atacadas prácticamente todos los días por combatientes palestinos. Pero en el mejor de los casos, la realización de este plan supondría un aumento significativo del despliegue militar permanente; ya no sólo defendiendo el perímetro de la Franja, sino dos ejes importantes dentro mismo del territorio hostil, y los asentamientos coloniales.
En esencia, el plan israelí para Gaza parece reflejar las ambiciones políticas del gobierno (y las ansias territoriales de los colonos), más que un sólido realismo militar.
En cuanto al nuevo escenario bélico abierto por las FDI en Cisjordania –o mejor dicho, el viejo escenario donde han decidido elevar el nivel de confrontación–, aparte de lo ya dicho, cabe señalar que la idea (o mejor dicho, la ilusión) parece ser la de repetir el modelo de Gaza, complicado, sin embargo, en extremo por el hecho de que la política colonial de los últimos cincuenta años y más se ha basado en la fragmentación del territorio palestino, dividiéndolo en innumerables porciones de tierra separadas por asentamientos de colonos y redes de carreteras off-limits.
Incluso si las ambiciones –ni siquiera ocultas– son anexionar formalmente estos territorios al estado judío, esto requeriría de antemano la capacidad de aplastar a la Resistencia armada, lo que en la actualidad parece poco probable. El control del territorio por parte de las Brigadas de la Resistencia parece tan firme y evidente que constituye una prueba inequívoca de que las FDI se enfrentan a una guerra popular.
Por último, en lo que respecta al frente libanés, la situación no parece más favorable. Los intercambios de disparos con el ejército de Hezbolá se suceden, intermitentemente, desde hace casi un año, con pérdidas por ambas partes. Pero, sobre todo, mientras las FDI preferían dedicarse principalmente a los asesinatos selectivos y al bombardeo de pueblos libaneses, los combatientes de Nasralá se concentraban en la destrucción sistemática de la red de defensa israelí a lo largo de la frontera: instalaciones de vigilancia, sistemas de defensa aérea y antimisiles, cuarteles. De hecho, el Tzáhal ha construido esta red basándose en su propio sentimiento de superioridad, situándola principalmente en las alturas dominantes, mientras que Hezbolá ha instalado la suya en túneles y cuevas de las montañas.
Además, hay un hecho inequívoco que da la imagen exacta de la situación: mientras que los israelíes llevan meses hablando de querer hacer retroceder a Hezbolá más allá del río Litani (es decir, 10-20km más atrás de la línea fronteriza), fueron los libaneses quienes obligaron a Israel a evacuar a su población de las zonas vecinas.
Obviamente, el sueño de toda la cúpula israelí sería encontrar la manera de deshacerse de esta espina que tienen clavada, pero –sobre todo después de la paliza que sufrieron en 2006, cuando la Resistencia Islámica libanesa era mucho más débil– saben bien que se trata de una tarea casi prohibitiva. Por eso, en el mejor de los casos, tratan de arrastrar a Estados Unidos a ese conflicto, que debería eliminar a todo el Eje de la Resistencia, incluido Irán.
Pero, a pesar de todo lo que se pueda pensar, EE.UU. no está dispuesto en absoluto a cruzar cierto umbral en su apoyo a Israel, y ello porque –a pesar del poder del lobby judío estadounidense– debe seguir dejando que prevalezcan sus propios intereses estratégicos, en caso de que éstos diverjan de los de Tel Aviv.
En particular, es bastante evidente que, dentro del Pentágono, al contrario que en las FDI, son muy conscientes de la necesidad de la concentración de fuerzas, por lo que es muy difícil que se distraigan con algo tan exigente.
Además, no faltan indicaciones evidentes en este sentido. Solo en los últimos días, los mensajes se han multiplicado. El más reciente: Kamala Harris, en su debate televisivo con Trump (donde, en todo caso, la contienda giraba sobre quién era más proisraelí) dijo claramente “daré a Israel la seguridad y las herramientas que necesita para defenderse de Irán”. Es decir, le ayudaremos a defenderse (que es bastante menos que “le defenderemos”). Además, como era de esperar, este compromiso de defensa estadounidense ya se está reduciendo: según la radio israelí, se ha ordenado a dos portaaviones estadounidenses en Cercano Oriente que abandonen la región.
Pero sobre todo –un hecho tan evidente como subestimado– existe un elemento histórico que atestigua que la relación entre Washington y Tel Aviv, aunque muy fuerte, es al mismo tiempo muy ambigua y conflictiva, casi serpenteante. ¿No es curioso que Estados Unidos, que tiene unas 800 bases militares repartidas por todos los rincones del mundo, ni siquiera tenga una sola en Israel?
Sin embargo, es evidente que en Tel Aviv están pensando en cómo abordar el problema, independientemente de lo haga EE.UU. Según la página web de Al-Akhbar, un diario libanés, se ha filtrado un plan israelí para invadir Líbano, razón por la cual el Tzáhal supuestamente se estaría preparando. Enviados occidentales, citados por el periódico libanés, habrían declarado que, dada la situación, “Israel se verá obligado a llevar a cabo una gran operación militar para alcanzar estos objetivos. Los indicadores de ello crecen día a día, y nadie en el mundo puede impedir que Israel lleve a cabo dicha guerra”.
El diseño estratégico consistiría en aislar a Hezbolá de Irán cortando sus líneas de suministro [a través de Siria e Irak], para poder aprovecharse de él; el plan operativo para lograr este objetivo implicaría una operación terrestre para invadir el sur del Líbano y el suroeste de Siria, “avanzando hacia el norte, hasta el corazón del Líbano, para cortar la ruta entre el valle de la Becá y el sur”. El plan incluiría atacar a las Fuerzas Armadas Árabes de Siria, y recurrir también –con este fin– al brazo militar de la oposición de ese país, las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS): kurdos, islamistas, Al Qaeda…
Esto es a todas luces (y realmente) un movimiento temerario, por decir lo menos. Incluso suponiendo que EE.UU. esté dispuesto a dar luz verde (poniendo en grave riesgo a los hombres del ejército estadounidense en Siria), y a garantizar una defensa aérea-misilística, resulta claro que deben ser las FDI las que se hagan fuertes en el terreno.
Desde cierto punto de vista, la idea de penetrar primero en Siria, y luego golpear el sur del Líbano desde el este, puede aparentemente tener sentido, dado que la situación es bastante precaria para Damasco, y sus fuerzas armadas no gozan de buena salud. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en el valle de la Becá [en la zona centro-oriental del Líbano] hay unidades militares de Hezbolá, probablemente también milicias iraquíes, y sin duda Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI) de Irán. Por no hablar de las fuerzas rusas, que recientemente han colocado puntos de observación en el Golán.
Un ataque al sur del Líbano, a través de Siria, no sería en absoluto un paseo por el parque, ni siquiera para un ejército en plena forma, con hombres frescos y descansados. Aunque las FDI están muy avezadas por casi un año de guerra (el líder de la oposición israelí Yair Lapid afirma que el Tzáhal ha perdido doce batallones desde octubre), todavía tienen que dispersar sus fuerzas entre Gaza, Cisjordania y la frontera libanesa, y luego enfrentarse a formaciones militares experimentadas y motivadas, bien descansadas y operando en su propio territorio. Y todo esto, requeriría una cantidad considerable de hombres y medios, porque evidentemente una maniobra que intentara tomar el flanco oriental de Hezbolá y cortar sus líneas de suministro con Irán, no puede prescindir del hecho de que, a su vez, ofrecería su flanco a una contraofensiva, y tendría que mantener el control del territorio sirio para impedir el flujo de ayuda.
Y todo ello, independientemente de lo que hiciera el Eje de la Resistencia.
Es difícil imaginar que Hezbolá no derrame una lluvia de misiles sobre emplazamientos militares y retaguardias israelíes. Es difícil imaginar que los yemeníes de Ansarolá [los huzíes] no harían lo mismo, que los 100 mil milicianos de Bagdad se quedaran mirando, que Irán permitiera que sus aliados más cercanos se vieran directamente amenazados sin intervenir, y que –por último, pero no menos importante– que Rusia se quedaría de brazos cruzados.
En resumen, si una invasión del Líbano lanzada directamente desde Israel [cruzando la Línea Azul] sería una apuesta arriesgada, una operación de semejante envergadura [penetración indirecta en territorio libanés, a través del sudoeste de Siria], parece, en las condiciones dadas, más bien una locura, o un sueño húmedo.
Y aquí volvemos a la cuestión central. ¿Cómo se resolverá el enfrentamiento entre el liderazgo militar y el liderazgo político de Israel? ¿Cuándo y cómo estallaría ese enfrentamiento? Pero más importante aún: ¿estallará efectivamente?
Para empezar, hay que tener en cuenta que los generales israelíes son sionistas y, por ende, la supervivencia de Israel es más importante para ellos que los desacuerdos con el gobierno. Desde su punto de vista, por lo tanto, la cuestión no es si las directrices del gobierno son posibles y/o correctas, o no. La cuestión es cuáles son las alternativas. Vale decir, si la negativa a aplicar una decisión tomada por el gobierno es más o menos peligrosa para Israel que aplicarla de todos modos. En concreto –por ejemplo– si es más desestabilizador atacar Líbano y Siria, con todo lo que ello conlleva, y con el riesgo real de sufrir una aplastante derrota, o bien, provocar una crisis institucional [mediante un golpe o planteo militar] que divida profundamente al país. Y esto, por supuesto, es algo que no es fácil de responder, porque depende mucho de las circunstancias generales del momento en que se plantea la disyuntiva.
Enrico Tomaselli
NO, ISRAEL NO TIENE DERECHO A DEFENDERSE EN GAZA. PERO LOS PALESTINOS SÍ
Una de las muchas revelaciones inquietantes que han surgido desde que comenzó la actual fase de genocidio en Palestina hace casi un año, es el grado en que los políticos estadounidenses y de otros países occidentales están dispuestos a atenerse obedientemente a un guion proporcionado por Israel y sus lobbies en Occidente, independientemente de que el guion sea cierto o no. Un ejemplo de ello es la tan repetida excusa de la “autodefensa”.
Después de cada uno de los sucesivos crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados por Israel en su actual desenfreno genocida, el estribillo más común de los funcionarios de los gobiernos occidentales –y de los medios de comunicación corporativos occidentales– es que “Israel tiene derecho a defenderse”.
No, no es así.
De hecho, desde el punto de vista del derecho internacional, se trata de una doble mentira.
En primer lugar, Israel no tiene tal derecho en Gaza (ni en Cisjordania, ni tampoco en Jerusalén Oriental).
Y, en segundo lugar, los actos que las alegaciones de «legítima defensa» pretenden justificar serían ilícitos incluso si se aplicara la legítima defensa.
La Carta de las Naciones Unidas, un tratado vinculante para todos los estados miembros, codifica los derechos y responsabilidades fundamentales de los países. Entre ellos se encuentran el deber de respetar la autodeterminación de los pueblos (incluidos los palestinos), el deber de respetar los derechos humanos y el deber de abstenerse del uso de la fuerza contra otros estados (cuando no lo autorice el Consejo de Seguridad). Israel, durante sus 76 años de existencia, ha incumplido reiteradamente estos principios.
Una excepción temporal a la prohibición del uso de la fuerza está codificada en el art. 51 de la Carta de la ONU para la legítima defensa frente a ataques externos. Pero, lo que es importante, no existe tal derecho cuando la amenaza emana del interior del territorio controlado por el estado. Este principio fue afirmado por el Tribunal Mundial en su dictamen de 2004 sobre el muro del apartheid israelí. Y el Tribunal determinó entonces, y de nuevo en su dictamen de 2024 sobre la ocupación, que Israel es la potencia ocupante en todo el territorio palestino ocupado. Por tanto, Israel, como potencia ocupante, no puede alegar legítima defensa como justificación para lanzar ataques militares en Gaza, Cisjordania, Jerusalén Oriental o las Alturas del Golán.
Por supuesto que Israel, desde su propio territorio, puede repeler legalmente cualquier ataque para proteger a sus civiles, pero no puede alegar legítima defensa para hacer la guerra contra los territorios que ocupa. De hecho, su principal obligación es proteger a la población ocupada. Al hacerlo, una potencia ocupante puede llevar a cabo funciones esenciales de aplicación de la ley (distintas de las operaciones militares). Pero, dado que el Tribunal Mundial ha dictaminado posteriormente que la ocupación israelí de los territorios es en sí misma totalmente ilegal, incluso esas funciones serían probablemente ilegítimas, salvo que fueran estrictamente necesarias para proteger a la población ocupada y dentro de un breve plazo antes de la retirada.
En su dictamen más reciente, el Tribunal ha declarado que la presencia de Israel en los territorios viola el principio de autodeterminación, la norma de no adquisición de territorio por la fuerza y los derechos humanos del pueblo palestino; y que debe poner fin rápidamente a su presencia, así como indemnizar al pueblo palestino por las pérdidas sufridas. Desde el punto de vista jurídico, cada bota israelí sobre el terreno, cada misil, jet o dron israelí en el espacio aéreo palestino, e incluso una sola bicicleta israelí no autorizada en una carretera palestina, constituye una violación del derecho internacional.
En resumen, el remedio legal de Israel a las amenazas que –según alega– emanan de los territorios ocupados es poner fin a su ocupación ilegal, desmantelar los asentamientos, abandonar los territorios, levantar el asedio y ceder plenamente el control al pueblo palestino ocupado.
En este caso, el derecho internacional es un simple reflejo del sentido común y la moral universal. Un delincuente no puede apoderarse de la casa de alguien, instalarse en ella, saquear su contenido, encarcelar y maltratar brutalmente a sus habitantes, y luego alegar defensa propia para asesinar a los propietarios cuando éstos se defienden.
Y, más allá de la Palestina ocupada, aunque Israel tiene derecho a la autodefensa frente a los ataques de otros estados, no puede reclamar ese derecho si el ataque es una respuesta a una agresión israelí. Israel no puede atacar a un estado vecino (por ejemplo, Líbano, Siria, Irak, Irán, Yemen) y luego alegar legítima defensa si ese país devuelve el ataque. Aceptar tal afirmación sería poner patas arriba el derecho internacional.
Por lo tanto, la mayoría de las afirmaciones de los políticos y medios occidentales de que “Israel tiene derecho a la autodefensa” son manifiestamente falsas, como cuestión de derecho internacional.
La segunda mentira contenida en estas repetidas afirmaciones es la sugerencia de que una alegación de legítima defensa justifica los innumerables crímenes de Israel. El derecho internacional no permite que una alegación de legítima defensa justifique crímenes de lesa humanidad y genocidio. Tampoco supera por arte de magia los imperativos del derecho internacional humanitario de precaución, distinción y proporcionalidad, ni el estatuto de protección de los hospitales y otras instalaciones civiles vitales.
Además, la presencia de personas asociadas a grupos de resistencia armada (aunque esté probada) no transforma automáticamente un lugar civil o una estructura protegida en un objetivo militar legítimo. Si así fuera, la presencia habitual de soldados israelíes en hospitales israelíes convertiría igualmente a esos hospitales en objetivos legítimos. Atacar hospitales no es un acto de legítima defensa. Es un acto de asesinato y, en casos sistemáticos y a gran escala, de crimen de exterminio.
Una alegación de legítima defensa no justifica el castigo colectivo, el asedio de poblaciones civiles, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, el bloqueo de la ayuda humanitaria, el ataque a niños, el asesinato de cooperantes, personal médico, periodistas y funcionarios de la ONU: todos crímenes perpetrados por Israel durante la actual fase de su genocidio en Palestina. Y todos descaradamente seguidos de alegaciones de legítima defensa por parte de los defensores de Israel en Occidente.
Por lo tanto, toda respuesta de un político –o de una voz cómplice de los medios corporativos– a un crimen israelí que comience con “Israel tiene derecho a defenderse” es, a la vez, una justificación de lo injustificable y una mentira descarada, y debe ser denunciada como tal.
Además, lo que nunca se oirá decir a estas voces es que Palestina tiene derecho a defenderse, aunque, según el derecho internacional, lo tiene absolutamente. Basados en la Carta de la ONU, en el derecho internacional humanitario y en los derechos humanos, y sustentados por una serie de resoluciones de la ONU, los grupos de resistencia palestinos tienen derecho legal a la resistencia armada para liberar al pueblo palestino de la ocupación extranjera, la dominación colonial y el apartheid.
Y el mundo está de acuerdo. La Asamblea General de la ONU ha declarado “el derecho inalienable de (…) el pueblo palestino y de todos los pueblos bajo ocupación extranjera y dominación colonial a la autodeterminación, la independencia nacional, la integridad territorial, la unidad nacional y la soberanía sin injerencia extranjera”, y ha reafirmado “la legitimidad de la lucha de los pueblos por la independencia, la integridad territorial, la unidad nacional y la liberación de la dominación colonial, del apartheid y de la ocupación extranjera por todos los medios disponibles, incluyendo la lucha armada”.
Por supuesto, toda resistencia debe respetar las normas del derecho humanitario, incluido el principio de distinción para preservar a los civiles. Pero el derecho de Palestina, en virtud de la legislación internacional, a la resistencia armada contra Israel es ya axiomático.
En pocas palabras, el pueblo palestino tiene un derecho legal reconocido a resistirse a la ocupación, el apartheid y el genocidio de Israel, aun mediante la lucha armada. Y, puesto que la resistencia en cuestión es legal, las alianzas, la ayuda y el apoyo a los palestinos con este fin también lo son.
A la inversa, como la ocupación, el apartheid y el genocidio de Israel son ilegales, el apoyo de los estados occidentales a Israel en esos esfuerzos es ilegal. De hecho, el Tribunal Mundial ha dictaminado que todos los estados están obligados a poner fin a ese apoyo a Israel y a trabajar para acabar con la ocupación israelí.
Y un punto más sobre la noción de autodefensa. La historia no comenzó el 7 de octubre de 2023. En los años 30 y 40, los colonos sionistas viajaron desde Europa para atacar a los palestinos en sus hogares de Palestina. Ninguna milicia palestina viajó a Europa para atacar a los colonos en sus hogares en Inglaterra, Francia y Rusia. (Por supuesto, los judíos que huían de la persecución europea tenían todo el derecho a buscar asilo en Palestina y en otros lugares. Pero los sionistas no tenían derecho a colonizar la tierra y a desposeer a la población autóctona).
Durante más de 76 años desde entonces, Israel ha atacado, vejado, desplazado, desposeído y asesinado al pueblo nativo de Palestina, y ha tratado de borrarlo. Ha «limpiado» étnicamente cientos de ciudades y pueblos palestinos; ha usurpado casas, negocios, granjas y huertos palestinos; y ha destruido la infraestructura civil de Palestina. Todas las comunidades palestinas han sufrido diariamente ataques a su dignidad, detenciones, palizas, torturas, saqueos y asesinatos a manos de Israel. Los supervivientes se han visto obligados a vivir bajo un régimen de apartheid y segregación racial, y con la negación sistemática de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales en su propia tierra.
Todos los esfuerzos pacíficos palestinos por poner fin a la opresión y recuperar el derecho palestino a la autodeterminación –mediante iniciativas diplomáticas, acciones judiciales, protestas pacíficas o boicots y desinversiones organizados– se han topado con la represión o el rechazo, no sólo de Israel, sino también de sus patrocinadores occidentales.
En este contexto, la moral básica y la simple lógica dictan que el derecho de autodefensa pertenece al pueblo palestino, no a su opresor. Y el derecho internacional está de acuerdo.
Craig Mokhiber
EL GENOCIDIO EN PALESTINA. CÓMO EVITAR QUE SUCEDA LA SIGUIENTE ETAPA
Como muchos habíamos advertido, once meses después del genocidio de Gaza, Israel se centra ahora en el genocidio de Cisjordania.
En este caso, se trata de una política más prudente, ya que Israel no puede encontrar pretextos fáciles como hizo para justificar su asalto y genocidio en Gaza. Sin embargo, la narrativa que Israel está utilizando es esencialmente la misma. De hecho, es más que una narrativa: es un mito que los partidarios de Israel en todo el mundo siguen abrazando y repitiendo.
El mito es el siguiente: El ataque de Israel a Gaza fue una operación militar de represalia, mientras que el actual asalto a Cisjordania es un ataque preventivo contra los apoderados de Irán en la región.
Hay otra capa del mito, y es la afirmación de que Irán está motivado por los mismos objetivos que han informado el genocidio nazi contra los judíos.
Esta no es una nueva línea de propaganda, por supuesto. Académicos, diplomáticos y políticos israelíes han intentado nazificar a los palestinos desde 1948. La parte más absurda de ese esfuerzo fue la afirmación del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, de que el [gran] muftí [de Jerusalén, Amin al-Husayni] había persuadido a Hitler para que cometiera el genocidio contra los judíos en Europa.
Este viejo-nuevo mito condujo a la siniestra comparación entre los soldados y ciudadanos asesinados el 7 de octubre de 2023 [la operación Inundación de Al-Aqsa] y los seis millones de judíos masacrados por los nazis [en la Shoá].
Tal comparación es un abuso total de la memoria del Holocausto y, lo que es más importante, un intento de demonizar la resistencia anticolonial palestina, que comenzó en la década de 1920 –y continuará hasta que Palestina sea liberada–.
No es necesario dedicar demasiado tiempo a refutar este tipo de invención. Lo que importa es que sigue proporcionando inmunidad en los medios de comunicación y la política occidentales a las continuas políticas genocidas de Israel en la Franja de Gaza y Cisjordania.
Los lectores no necesitan convencerse de que las acciones israelíes en la Franja de Gaza constituyen un genocidio. Pero lo que ha ocurrido en el último mes es que el genocidio no consiste sólo en asesinatos masivos de palestinos, sino que forma parte de un proyecto más amplio para borrar a los palestinos de su tierra.
Esta estrategia de borrado condujo a la destrucción total de las universidades y bibliotecas de la Franja de Gaza en los últimos once meses. Un acto de barbarie destinado a acabar con la identidad, el patrimonio cultural y el capital humano palestinos.
Esta es también la motivación de las acciones de Israel en Cisjordania, disfrazadas de ataque preventivo contra un posible ataque “terrorista” contra Israel.
El actual gobierno mesiánico neosionista israelí cree que se le ha brindado una singular ventana histórica que le concede el poder de borrar a los palestinos de su tierra. En este contexto, todos los medios, incluido el genocidio, están justificados a los ojos de estos políticos y su electorado.
Al igual que ocurrió en 1948, los líderes del movimiento sionista creen que la historia les ha ofrecido una oportunidad única de lograr, mediante una gran operación, lo que sólo podrían conseguir a lo largo de varios años, mediante acciones graduales.
Se trata de un doloroso recordatorio de los dos relojes de la historia que funcionan a diferente ritmo. Un reloj, que funciona muy lentamente, es el que mide la creciente solidaridad con el pueblo palestino en Occidente, junto con las campañas proactivas de boicot contra Israel y de desinversión en este país.
El otro reloj, que desgraciadamente se acelera a un ritmo aterrador, mide la destrucción sobre el terreno en la Palestina histórica.
Por lo tanto, la principal misión del movimiento de solidaridad sigue siendo la misma: intentar no perder el ritmo e influir en la cambiante reacción mundial y regional ante las políticas de Israel, para así marcar la diferencia sobre el terreno.
El espectáculo de horror de la convención del Partido Demócrata en Chicago el pasado agosto –donde la candidata presidencial Kamala Harris reiteró su apoyo incondicional y sin complejos a Israel– fue otro doloroso recordatorio de la complicidad estadounidense con el genocidio. Pero también indicó la falta de cualquier alternativa significativa en la política estadounidense que pudiera darnos alguna esperanza de un cambio radical en un futuro próximo.
Sea cual sea el resultado de las elecciones en EE.UU., es más razonable trabajar para limitar la implicación norteamericana en Palestina, así como en Medio Oriente, que esperar que la nueva administración estadounidense adopte una política que nunca se ha seguido desde la propia creación del Estado de Israel.
Cuanto menos se implique EE.UU., mayores serán las posibilidades de un futuro mejor. Pero, por desgracia, hay una advertencia.
A corto plazo, para detener el genocidio que está aconteciendo en Gaza y avanzando en Cisjordania, la presión sobre el futuro presidente debe aumentar significativamente.
Esperemos que, en los próximos sesenta días, el Uncommitted National Movement persuada a Harris de que detener el genocidio podría ayudarla a ganar en los estados pendulares, donde los votos de la izquierda y de los árabe-estadounidenses son de gran importancia.
Luego están la Unión Europea y el gobierno británico, que hasta hoy han adoptado posturas vergonzosas ante el genocidio.
Hasta ahora, el regreso de los laboristas al poder [en Gran Bretaña] y la victoria de la alianza de izquierdas [Nouveau Front Populaire] en Francia no han supuesto un cambio serio en las políticas de ambos países.
Y, aunque las posturas de Noruega, España y Bélgica sobre el reconocimiento del Estado de Palestina son alentadoras, no es un objetivo urgente en estos momentos, ya que el genocidio de Gaza continúa y se está extendiendo a Cisjordania; y quizás, en el futuro, a los 1,9 millones de ciudadanos palestinos dentro de Israel.
Siempre he evitado hacer predicciones catastrofistas y alarmistas sobre el destino de esta comunidad concreta, en cuyo seno he pasado la mayor parte de mi tiempo.
Pero ahora me temo que ellos también se enfrentan a un peligro existencial como víctimas potenciales de la tercera fase.
Sin embargo, nunca es demasiado tarde para evitar que se produzca el siguiente paso.
La cursada académica en el Norte Global y los Estados Unidos está a punto de comenzar, y es de esperar que los campus universitarios vuelvan a las protestas con energías renovadas y formas de protesta aún más vigorosas.
También es alentador ver que cada vez más sindicatos y empresas están desinvirtiendo en Israel, mientras que varias universidades han decidido romper sus lazos oficiales con el mundo académico israelí.
No es necesario decir a los palestinos cómo deben elaborar sus estrategias, ni con qué fin. Lo que se necesita es un movimiento de solidaridad confiado, que crea que está haciendo todo lo que puede para presionar a los gobiernos nacionales para que detengan a Israel.
Hay que impedir que el mesianismo neosionista cumpla lo que sus gurúes consideran una singular oportunidad histórica para destruir al pueblo palestino, algo que sus predecesores no han conseguido en más de un siglo de opresión colonial.
Sabemos que no lo conseguirán. Los palestinos no desaparecerán, ni tampoco Palestina. Pero tenemos que hacer todo lo posible para limitar la carnicería y la destrucción que están sembrando por toda la Palestina histórica.
Ilan Pappé