Ilustración original de Andrés Casciani
En el último número de Corsario Rojo, publicamos un extenso ensayo del intelectual mexicano Carlos Herrera de la Fuente titulado “Crítica y dialéctica en la modernidad (el pensamiento crítico de Descartes a Marx)”. La mirada y las tesis expuestas en el escrito fueron largamente analizadas y en parte criticadas por medio de una serie de intercambios telefónicos entre el autor y los editores, Ariel Petruccelli y Federico Mare. Luego de esos intercambios y de la publicación del artículo, Carlos envió a sus camaradas de Argentina una carta sobre lo conversado. Dado el interés político y filosófico, a continuación reconstruimos de manera breve las objeciones y reparos que plantearon Ariel y Federico, luego reproducimos íntegramente la carta de Carlos, y agregamos al final algunas preguntas con sus respectivas respuestas que, esperamos, sirvan para aclarar o incluso disolver diferencias.
En su aspecto más general, las objeciones tenían que ver con la importancia de la herencia ilustrada para la cultura revolucionaria de izquierdas y, asociado a esto, con las potencialidades del pensamiento de cuño romántico –como el de Heidegger y Nietzsche– para corregir ciertos errores, cegueras o excesos del racionalismo ilustrado. Más en concreto, las diferencias tenían que ver con la importancia relativa de la especulación filosófica en relación a la investigación empírica y con el significado que habría que dar a la “verdad”. Mientras que Carlos asociaba en su texto “verdad” con sentido, Ariel y Federico prefieren hablar de “verdad” en términos empíricos. Las “verdades” del sentido son filosóficas, metafísicas o éticas y, en tanto que tales, argumentables pero no demostrables. En cambio, las verdades empíricas sí son, en principio, demostrables, aunque no siempre sea sencillo hacerlo y aunque en toda actividad científica concreta sea conveniente diferenciar los datos empíricos (sobre cuya veracidad se puede esperar tener certezas más allá de toda duda razonable) de las teorías explicativas (siempre mucho más inciertas). Mientras que Carlos considera en su escrito que la obra de Nietzsche es un buen antídoto contra los excesos cientificistas, Federico y Ariel ven en ella riesgos considerables, más perjuicios que beneficios para una perspectiva crítica de izquierdas. Otra diferencia tiene que ver con la necesidad de ciertas certezas (aunque sea éticas) para las clases y grupos oprimidos, y para cualquier movimiento que asuma los riesgos enormes de una praxis revolucionaria: el extremo escepticismo y relativismo nietzscheanos serían, en este terreno, un lastre más que una solución. Por último, tanto a Federico como a Ariel les parecía que Carlos asociaba demasiado estrecha o linealmente los contextos históricos concretos con las ideas y doctrinas que se elaboraron en ellos, y que su crítica a Kant, en algunos puntos, conllevaba cierta simplificación de sus planteos. Por ejemplo, exagerando el peso y la magnitud de la reivindicación kantiana de la obediencia del individuo hacia el Estado, al que se criticaba desde una postura «anarco-romántica» donde la ineludible tensión entre libertad y responsabilidad quedaba oscurecida.
Sobre estos temas, Carlos envió a mediados de mayo una carta cuyo texto es el siguiente:
Estimados Ariel y Federico:
En primer lugar, quisiera agradecerles por los comentarios críticos que me han hecho en relación con el ensayo que les envié hace unos meses y que, como saben, será el primer capítulo de un libro que me encuentro escribiendo. Les agradezco, sobre todo, la valoración de las cualidades del texto (perdonando sus defectos) y la decisión de publicarlo en primer sitio a pesar de las divergencias que existen en términos teóricos y políticos. Personalmente, pienso, con sinceridad, que no son tantas, pero la procedencia intelectual, las diferencias formativas y la particularidad de los estilos generan la apariencia de una mayor distancia de la que en realidad existe. Como sea, su vocación pluralista al interior de la izquierda y su compromiso con la difusión de posiciones críticas, independientemente de su acuerdo pleno con ellas o no, es una muestra impecable de lo que debe ser una auténtica política socialista de medios, más aún en una época en la que esta posición es minoritaria y escasa de espacios de gran calidad, como el que ofrecen conjuntamente los proyectos de Kalewche y Corsario Rojo. Ello confirma mi voluntad de seguir colaborando con su proyecto y sumándome, en la medida de mis posibilidades, a las labores en las que pueda contribuir a que éste crezca y se fortalezca. En términos del esfuerzo teórico e intelectual que implica la crítica teórica y política comprometida con la superación revolucionaria del capitalismo, casi no existen, por lo menos en América Latina, espacios que, más allá de la posición específica del grupo o los grupos que los constituyan, se abran a la difusión de nuevas ideas y posiciones no subordinadas a lo que uno u otro personaje piense o determine. En fin, es una alegría inmensa saber que ahora, por lo menos, existe ese espacio y que yo puedo colaborar en él.
Ahora bien, en términos concretos, me gustaría abordar un tema que, en conversaciones separadas, ambos subrayaron con especial énfasis y que tal vez pueda ser un buen punto de partida para afinar la comprensión de nuestras posiciones y establecer con claridad los horizontes hermenéuticos desde los cuales pensamos y discutimos. Me refiero, en particular, al tema de la crítica a la Ilustración y sus postulados centrales. Como saben, gran parte de mi formación teórica (vinculada, en su origen, a las enseñanzas de mi maestro Bolívar Echeverría) se acompaña de la lectura particular que, desde la llamada Teoría Crítica, se hizo de Marx y de la filosofía dialéctica, especialmente de procedencia hegeliana. Junto a ella, la posición materialista-existencialista de Sartre; la crítica a la metafísica por parte de Nietzsche, Heidegger, Deleuze y Baudrillard; la renovada crítica a la ideología de Žižek, acompañada de la lectura disruptiva del psicoanálisis lacaniano, han sido factores decisivos para dar forma a mi manera de comprender, exponer y discutir la realidad moderna y capitalista, así como para valorar las posibilidades de su superación. Es desde allí que va tomando forma una concepción teórica que, por supuesto, está vinculada a determinadas claves interpretativas, la cuales, observadas desde otro horizonte, pueden resultar confusas o, incluso, contrapuestas a ciertas posiciones ilustradas y revolucionarias. Mi intención, por supuesto, en este caso, no es ni defender ni justificar mi posición, con la cual se puede estar o no de acuerdo, sino explicitar las claves desde la cual puede ser ubicada con mayor precisión, incluso en su propósito político (que, al final, para mí, es lo esencial).
Comienzo con el sentido propiamente político. Creo que, más allá de las divergencias en la interpretación de lo que fue o significó el llamado “socialismo real” en su versión soviética, estamos de acuerdo en que la derivación estaliniana, dogmática, estatista y autoritaria del “marxismo oficial” en el siglo XX desvirtuó el sentido original y el cometido histórico de la propuesta marxiana construida desde la Crítica de la economía política. En eso estamos los tres de acuerdo. Ahora bien, la imposición mundial de esa vertiente teórico-política en la mayoría de las versiones de la izquierda revolucionaria internacional no fue sólo una “traición”, un “error” político o una derivación de las circunstancias históricas (que también lo fue en gran medida), sino una expresión teórica que encerraba una concepción completa del mundo. Esta concepción se hallaba vinculada, de manera estrecha, con una forma de comprender la realidad y su evolución desde una perspectiva abierta por la propia Ilustración moderna, de origen burgués, y sus derivaciones científicas, principalmente a lo largo del siglo XIX. Para ese horizonte, la Ilustración no sólo era sinónimo de ruptura de las formas autoritarias, tradicionales y dogmáticas del pasado, del Ancien Régime, sino de fundamentación del pensamiento y del conocimiento de la realidad, natural y social, a partir de un método que garantizara el conocimiento preciso (certero) de los fenómenos, que calculara su tendencia hacia el futuro y asegurara la posibilidad de incidir en ellos de forma práctica. Como lo expongo en mi ensayo: esto es algo que se venía desarrollando en la conciencia burguesa desde el siglo XVI, pero que sólo en la Ilustración adquiere plena autonomía y capacidad efectiva de desarrollo. En síntesis: correspondía a la voluntad burguesa de dominar el mundo y adecuarlo a sus propósitos productivistas.
La izquierda política dogmática, contraria al espíritu dialéctico que introdujeron Marx y Engels desde la concepción materialista de la historia, lejos de problematizar el origen epistemológico de la actitud científica moderna e ilustrada, de procedencia burguesa, lo retomaron acríticamente para contraponer a esa “verdad” positiva otra “verdad” de orden histórico, con lo que pudieron introducir fácilmente en el discurso político una idea de posesión de la verdad absoluta sobre el sentido del devenir histórico y de los procesos sociales. Así, la izquierda dogmática, construida desde esta visión vulgar, no sólo se sentía segura de poseer la verdad absoluta, política e histórica, sino que asumió el mismo método burgués, que igualaba verdad con certeza y pretendía tener la clave teórica para comprender los movimientos históricos y dirigirlos a su antojo, transformándose con ello en el mismo enemigo que decía combatir. Es lo que llegó a expresar, de forma precisa, Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la historia, cuando comentó que el defecto central de la perspectiva socialdemócrata y del marxismo vulgar era pensar que el proletariado marchaba “con la historia” y no “contra ella”, esto es, no a contracorriente de ella. Cierto: el progreso y la ciencia ilustrada, tal como sale de las manos de los pensadores burgueses, encierra, necesariamente, un ideal de dominio y explotación del hombre y la naturaleza. Retomarlo sin cuestionarlo o reformularlo es caer preso de este mismo mecanismo.
¿Significa lo escrito que la Ilustración, en cuanto tal, está podrida de raíz y hay que desarrollar una postura «antiilustrada» para alejarse de ella? No. Significa que, si se quiere continuar con una posición ilustrada que defienda la libertad y la liberación, hay que modificar radicalmente, en esencia, el concepto que tenemos de la Ilustración y del sentido y papel que la ciencia positiva, en el sentido burgués, juega dentro de ella. O dicho de otra manera: para salvar la Ilustración hay que ir más allá de los postulados de la Ilustración clásico-burguesa. ¿Por qué? Porque en su sentido fundacional, la Ilustración burguesa sustituyó el dogma religioso de la verdad divina por el principio secularizado de la verdad racional formulada desde el sujeto y su tribunal ontológico, epistemológico y ético. La razón se elevó a nueva divinidad, dando así forma a una nueva ideología. Con ello, el pensamiento burgués-ilustrado traicionó el impulso original de la misma Ilustración. ¿Cuál era éste? Permítanme formularlo en términos weberianos: el desencantamiento del mundo. De lo que se trataba era de superar los dogmas, las ilusiones, los fetichismos, la ideología en su conjunto que dominaba la cosmovisión religiosa, y que no era una pura cuestión de pensamiento, sino que tenía su correlato en la organización institucional del mundo del Antiguo Régimen. Hegel y Marx entendieron bien esto, de ahí que su intervención deba ser concebida como un intento radical de ilustrar la Ilustración desde el pensamiento crítico. ¿Cuál fue el cambio decisivo que introdujo su intervención? La conciencia histórica, sin duda, entretejida con el pensamiento dialéctico de las contradicciones. Porque gracias a esa conciencia histórica de las contradicciones se pudieron superar los fetichismos que convertían a la razón, y a la verdad que encerraba, en una sustancia eterna, desde la cual juzgar la totalidad de los fenómenos del mundo. La llamada razón no era más que un resultado histórico de la evolución del mundo, del estado de progreso de su “espíritu” (Hegel) o del desarrollo de sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción (Marx). Evidentemente, Marx y Engels, desde la posición materialista de la historia, superan la concepción idealista de Hegel, no sólo porque conciben la totalidad de dimensiones que engloba el desarrollo de las sociedades humanas desde una perspectiva concreta, vinculada con la satisfacción de necesidades y el desarrollo de las capacidades históricas y colectivas, sin privilegiar los logros «culturales» o «institucionales» como lo haría Hegel (para quien lo importante era el grado de “civilización espiritual” de la humanidad), sino porque, para ellos, no se trata de justificar el devenir histórico, sino de considerar las posibilidades de su transformación radical, de su revolucionamiento. En ese sentido, introducen una concepción crítica que rompe la idea de una totalidad cerrada, que se autoconcibe y autoproduce para su goce narcisista (digámoslo así), y esa concepción crítica traduce el movimiento real de un agente histórico de transformación, que no es otro que el proletariado, cuya misión consiste en ir más allá de la sociedad que lo vio nacer e, incluso, superarse a sí mismo como clase social. En este proceso, las nociones de razón, verdad, valor, ética se transforman radicalmente, superando las limitadas versiones ideológicas y fetichistas de la razón ilustrada clásica, para adquirir figuraciones conceptuales en constante movimiento histórico, que se modifican y reformulan según las propias variaciones históricas concretas. Por supuesto que hay una noción de ciencia, verdad, valor, etc., en Marx y Engels, pero muy distinta de la versión ilustrada original.
Ahora bien, en este recuento, ¿qué papel juegan las posiciones consideradas tradicionalmente como “antiilustradas”, las que sustentan pensadores tan disímiles como Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, etc.? Lo primero que he de confesar es que, en este caso, mi lectura se aparta profundamente de la interpretación que Lukács construye en su famoso libro El asalto a la razón. Para mí, las posiciones de los filósofos posteriores a Hegel y a Marx no deben ser clasificadas simplemente de “irracionalistas”, sino que se debe captar en ellas un principio racional que contribuye, a su forma, al proceso mismo de Ilustración, incluso contra sus propósitos individuales. No quiero decir con esto que, como consecuencia, se comience a considerar a Nietzsche o a Heidegger como autores ilustrados y racionalistas, olvidando así los severos cuestionamientos que dirigen a todo tipo de concepción ilustrada y racional, pero sí como autores que contribuyen, con sus intervenciones críticas, a ilustrar, en cierta medida, la perspectiva del mundo moderno. ¿Desde dónde se puede afirmar algo semejante? Desde la concepción de la Ilustración como “desencantamiento”. La crítica nietzscheana a la razón saca a la luz motivaciones irracionales que ésta misma no puede reconocer, pero que están en el corazón de su propia definición. La noción de “voluntad de poder” sirve para denunciar los mecanismos, en principio, invisibles de dominación y contradominación que se juegan en los planos prácticos y teóricos, más allá de la apariencia racional de su constitución. Señalar la irracionalidad, describir sus mecanismos, no significa necesariamente ser irracionalista. Tomemos el caso de Freud. Freud reconoce un principio rector de la vida humana más allá de la pura conciencia racional del yo, y lo concibe constituido por pulsiones irracionales e inconscientes que chocan con la organización racional del mundo, pero lo hace para comprender la dialéctica que da forma a la psique concreta de los individuos y a su interacción con la realidad social. Esto es, parte del reconocimiento de un principio irracional que divide el funcionamiento de la psique, pero sólo para lograr comprender, racionalmente, la solución económica que ésta logra alcanzar a partir de la neutralización de las contradicciones que la constituyen.
Heidegger, por su parte, al introducir el horizonte teórico del “ser” en su filosofía y romper las estrechas barreras del “yo” o del sujeto, permite resquebrajar cualquier concepción romántica (en la que, por lo demás, él mismo cae posteriormente) sobre la forma única o correcta de ser o estar en el mundo. Esto fue lo que atrajo a los existencialistas franceses. No hay forma en la que el ser-ahí (Dasein) evada la libertad radical (la libertad frente a la nada, diría Sartre) a la que ha sido arrojado. No hay ningún refugio hacia el cual pueda huir: tiene que asumir el vacío de sentido de su origen para enfrentar libremente la futura constitución de su ser (tanto en términos individuales como colectivos). Heidegger, a su manera, contribuye a resquebrajar cualquier intento de reconstituir un refugio trascendente como forma de evadir el vacío de sentido que constituye el mundo. Esto lo enlaza (por lo menos en lo que respecta al Heidegger I, antes de la Kehre o del giro ontohistórico) con el tema esencial de Nietzsche: el de la muerte de Dios.
El tema de la muerte de Dios es, en realidad, el que verdaderamente contribuye al proceso de Ilustración que debería recuperarse en ambos autores (aun cuando el segundo Heidegger hable del “nuevo Dios” que “habrá de salvarnos” e introduzca con ello, nuevamente, el horizonte onto-teológico). Cuando Nietzsche habla de la “muerte de Dios”, completa, realmente, algo que había iniciado la Ilustración, pero que había traicionado por su raigambre burguesa. Que Dios ha muerto significa, en el sentido más radicalmente ateo que se pueda imaginar, que no hay ningún principio trascendente, ninguna sustancia eterna, que pueda sustituirlo jamás: ni la razón, ni la verdad, ni la ciencia, ni el comunismo ni nada. No hay, en principio, nada que justifique ni dé sentido a la existencia humana. Ése es el máximo desencantamiento posible, la máxima Ilustración imaginable. Ése debería ser el punto de partida de todo materialismo. Desde este punto de vista, no hay forma de regresar a ningún tipo de romanticismo ni de certeza absoluta sobre la historia. Toda verdad que se construya debe hacerlo sobre la base histórica del reconocimiento de las contradicciones concretas y las soluciones inestables, que tienen que encontrar siempre nuevas vías de justificación y fundamentación. La dialéctica no le teme a esto porque, precisamente, está acostumbrada a pensar la realidad como el movimiento histórico de las contradicciones que no encuentran su origen en ningún principio estable o fijo, en ningún momento «ahistórico» allende la expresión material concreta de los fenómenos sociales y naturales.
La revolución comunista, si es que este proyecto es todavía posible (y yo creo que sí), debe partir de una Ilustración plena, lo que, desde el horizonte que yo pienso significa romper con toda ilusión romántica de una verdad eterna, de un origen fundacional o de un futuro asegurado. Puede ser que esta idea filosófica choque, como me llegó a comentar Ariel, con la necesidad política del proletariado o de los dominados de contraponer a la explotación capitalista la verdad histórica que sostiene su praxis política. No niego esto. Solamente lo matizo diciendo que, desde el horizonte filosófico general, esto es una verdad histórica limitada; esto es, se trata de una verdad que adquiere su sentido concreto dentro de una pugna económica, política, social y cultural entre dos clases de la modernidad capitalista, pero que dicha verdad determinada no puede servir para tener asegurada la forma misma de la lucha, su futuro, sus posibilidades y sus responsabilidades en el camino de la construcción de una sociedad poscapitalista. Eso ni está asegurado ni puede tener una forma predeterminada. Nadie puede colocarse a sí mismo en el papel de traductor del futuro. Nadie tiene las llaves de la Historia. Ello significa que la construcción del porvenir es un asunto creativo de todos, en el que todos definamos los parámetros y posibilidades de convivencia social sin ningún arquetipo fijo ni ningún parámetro preestablecido. Debemos acostumbrarnos a construir sobre el abismo…
Me he extendido demasiado. Espero haber contribuido, con estas líneas, a aclarar mejor mi punto de vista. Un abrazo a los dos.
Con gran aprecio,
Carlos
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Nos parece que una buena manera de calibrar nuestras diferencias, de precisar en qué sentido son lingüísticas, de énfasis, de matiz o más profundas, es formular una serie de preguntas contextualizadas que, suponemos, ayudarán a aclarar las posiciones.
Los tres hemos criticado públicamente la gestión dominante de la crisis pandémica. Ese fue un factor esencial para nuestro acercamiento intelectual: no abundaron esas críticas y mucho menos las formuladas desde una perspectiva de izquierdas. Sin embargo, repasando los textos, es evidente que tu crítica tenía una clarísima impronta filosófica centrada en la defensa de la libertad y la criticidad. Esto no estaba ausente en nuestros escritos, pero, manifiestamente, había en ellos una apelación mucho más intensa que en los tuyos a datos empíricos, estudios científicos y argumentos muy específicos (que no estaban completamente ausentes, por lo demás, en tus textos). Una lectura posible es que nuestra crítica al cientificismo se fundaba en una defensa de la ciencia (ciencia auténtica, rigurosa), mientras que tu crítica se fundaba en una desconfianza mayor respecto de la ciencia como tal. ¿Cómo ves esta cuestión?
Tal vez mi respuesta parezca demasiado escolar o académica, pero creo que primero debería distinguirse con claridad distintos sentidos de la palabra “ciencia”, porque muchas de las confusiones que se derivan del uso de ese término provienen de su aplicación indistinta a diversas formas de aproximación teórica a la realidad. En primer lugar, es necesario distinguir entre lo que se denomina “ciencia natural” y lo que se ha dado por llamar “ciencia social”. La última denominación proviene, históricamente, del intento de adecuar los estudios sociales y humanísticos al paradigma triunfante de las “ciencias exactas” y las “ciencias naturales” a lo largo del siglo XIX y a comienzos del XX (la época que dio forma a las universidades actuales y a su división del conocimiento, émula de la “división social del trabajo” en el capitalismo). Se trató, en realidad, de una desfiguración del sentido original del pensamiento social y humanístico, como lo demostró de manera convincente Hans-Georg Gadamer en Verdad y método, al imponerle una forma metódica de investigación y exposición del conocimiento que correspondía al estudio de los objetos abstractos e inanes, pero no al de los sujetos sociales, cuyo comportamiento y desenvolvimiento en el tiempo impide su reducción estadística a ciertos cálculos matemáticos o a ciertas leyes inmodificables. Esta desfiguración se convirtió en hegemónica en el siglo XX, y terminó subsumiendo a otras formas de comprender el sentido de la ciencia humana, lo que, por cierto, afectó directamente al pensamiento dialéctico marxiano, para el cual la palabra “ciencia” no tenía, en su sentido original, la carga positivista ni evolucionista que más tarde se le quiso dar, sino que era una derivación y superación materialista de la filosofía hegeliana (que habló de la “ciencia de la experiencia de la conciencia”).
Ahora bien, en el terreno de la ciencia natural, la ciencia médica puede aplicarse con efectividad al conocimiento humano porque lo que le interesa de lo humano es lo corporal, lo objetivo, y sus funciones, con la finalidad de prevenir la aparición de enfermedades, o bien de conservar y recuperar la salud. En este terreno, la ciencia médica distingue entre un nivel descriptivo, desde el cual fundamenta un diagnóstico, y un nivel prescriptivo, desde el cual puede definir una receta o iniciar un tratamiento. Mientras esta distinción se juega en el plano individual, la coordinación entre los dos campos no muestra, en principio, ningún desequilibrio, o normalmente no lo hace, porque el “paciente” asume su carácter de “objeto” vivo y se somete “voluntariamente” al proceso de curación. Así, la ciencia puede diagnosticar y curar el cuerpo del individuo que aceptó reducirse, en la circunstancia de la enfermedad, a objeto corporal (si bien algunos deciden no hacerlo: por ejemplo, los pacientes cancerosos que no se someten al tratamiento de la quimioterapia por los múltiples efectos secundarios que provoca). Ahora bien, cuando se pasa del ámbito individual al social, las posibles desavenencias que existían entre las dos esferas se vuelven realmente sustanciales, ya que, por más apologías organicistas que se hagan al respecto, no existe un “cuerpo social” unificado, y no es posible tratar a los conjuntos macrosociales como objetos. Así pues, al diagnóstico científico sobre una enfermedad de posible impacto social no le puede seguir con evidencia una «receta» específica para prevenir o curar una enfermedad. No hay receta para la enfermedad social. Aquí se da, como sucedió en el caso de la pandemia de covid-19, un salto mortal del plano objetivo del diagnóstico científico-empírico a la prescripción o tratamiento de una enfermedad de alcances macrosociales que impacta de lleno la vida de los sujetos, concebidos ya no sólo como “cuerpos”, sino de manera integral, compleja. No se trata sólo de un error empírico del diagnóstico, sino de un hiato inevitable entre los dos estratos que exigen distinto abordaje.
Para que se entiendan mejor las implicaciones de lo que digo: nosotros estamos de acuerdo en que, en el caso de la covid, hubo una deshonestidad médica generalizada que traicionó el espíritu empírico-científico al distorsionar los datos de la realidad y exagerar, de manera catastrofista, el impacto que tendría el coronavirus en el mundo, con la finalidad de justificar la emergencia de políticas estatistas totalitarias de control social y la imposición de un estado de emergencia permanente (una especie de experimento global coordinado que se anticipaba a crisis futuras, reales y ficticias). Pero supongamos que el diagnóstico médico hubiera sido real, empíricamente fundamentado. ¿Se habría justificado por ello la imposición de ese estado de emergencia y excepción a la humanidad en su conjunto? ¿Sólo se trató de una descoordinación entre el diagnóstico médico-científico y la respuesta política estatal mundial? Cuando se habla de la respuesta macrosocial a un problema médico, a una pandemia o a un nuevo fenómeno descontrolado, no hay recetas políticas que puedan coordinarse con el diagnóstico derivado del análisis empírico y científico. Es necesario considerar la complejidad social de manera integral e innovar respuestas que correspondan a la salud de un conjunto humano que no puede ser tratado como objetividad inerte. En ese sentido, sólo un concepto de ciencia crítica, desarrollada dialécticamente, podría dar cuenta de las interconexiones, contradicciones y vías de desarrollo e intercomunicación entre los distintos niveles de complejidad que conforman el devenir social e histórico de una sociedad determinada.
Asumiendo que no es correcto extraer conclusiones mecánicas de la obra de ningún autor, se da el caso, sin embargo, que tanto Nietzsche como Heidegger son autores ampliamente empleados por quienes defienden perspectivas posmodernas con las que, entendemos, no estás de acuerdo. La pregunta sería: ¿no es bastante legítima la lectura posmoderna de estos autores? ¿Es mera coincidencia su amplia apropiación por el posmodernismo al uso?
En este caso, mi respuesta se centra en la forma en que, desde mi punto de vista, la izquierda debería aprender a relacionarse teórica y prácticamente con el fenómeno ideológico llamado, desde hace décadas, “posmodernismo”. Mi posición es muy clara al respecto: la manera en la que debemos considerar este fenómeno no es la que inmediatamente se identifica con la posición de izquierda crítica y radical: la del rechazo instintivo. A mi parecer, esta respuesta espontánea es igualmente ideológica, y se encierra en una especie de caparazón dogmático incapaz de entablar un diálogo o, por lo menos, de comprender lo que plantean posiciones teóricas hostiles a las que la izquierda crítica ha desarrollado a lo largo del tiempo. La única respuesta coherente desde la perspectiva dialéctica (hegeliana y marxista) me parece la de situar la necesidad histórica de una ideología semejante y comprender a qué problema está respondiendo y en qué sentido lo está deformando ideológicamente. Así se relacionaba Hegel con las filosofías que lo precedieron: no tachándolas de errores teóricos, sino comprendiendo su necesidad histórica, su verdad, en un contexto temporal determinado, para luego «superarlas» (en el sentido de la Aufhebung), conservando lo que consideraba que valía la pena de ellas.
¿A qué responde originalmente la ideología posmoderna, teóricamente hablando? En sus versiones más desarrolladas –las que podemos identificar con los nombres de autores relevantes como Derrida, Deleuze, Baudrillard o Lyotard– se trató en principio de una «rebelión» contra la metafísica de la identidad, el sujeto y la razón, una metafísica que, en sus distintas variantes, incluida la estructuralista, mantenía vigente la concepción idealista de una totalidad trascendente que ordenaba la realidad de cierta manera y borraba las diferencias y las variaciones manifiestas en el desarrollo concreto de los acontecimientos mundanos. Se trataba, pues, de una defensa de la diferencia, de la diferencia de la diferencia, como la llamó Deleuze, o de la différance, como la caracterizó Derrida. Esta exaltación de la diferencia, en parte derivada de los acontecimientos del Mayo del 68 en París, iba dirigida, en gran medida, contra el marxismo dogmático que dominaba en la época, representado por los diversos partidos comunistas a lo largo del mundo que, por una u otra razón, no lograban sacudirse de su herencia estaliniana. La rebelión estudiantil, en parte, no fue sólo contra las estructuras capitalistas (en diversos niveles), sino también contra el dogmatismo dominante de la izquierda. En ese sentido, la exaltación de los otros, de los diferentes, de los que no encajaban en el esquema «correcto» de la lectura dogmática de la Historia (con h mayúscula); la posibilidad de innovar teórica y políticamente, de pensar diversas posibilidades de cambiar y transformar el mundo sin someterse a lo que dijera un líder o a lo que sostuviera una interpretación teórica de la realidad, era, por decir lo menos, correcta. El posmodernismo, visto desde esta perspectiva, tenía y tiene razón (si bien limitada al plano puramente negativo).
Ahora bien, el posmodernismo no se detiene ahí. Éste no sólo fue una reacción contra estructuras añejas y un pasado autoritario y dogmático, sino, al mismo tiempo, acompañó la emergencia de una nueva forma de acumulación capitalista que necesitaba alejarse del estatismo populista y reivindicar formas «flexibles» de acumulación, complementarias del proceso de transnacionalización del capital, para el cual las fronteras nacionales y regionales, así como las formas institucionalizadas de organizar el trabajo (sindicatos, gremios, leyes del trabajo, etc.), representaban un obstáculo político y económico. El elogio a las identidades flexibles, el relativismo epistemológico, la reivindicación del multiculturalismo, etc., son expresiones ideológicas posmodernas absorbidas por la dinámica hegemónica del sistema, y que autores como Bernard-Henri Lévy o Fukuyama llevaron al extremo. En este sentido, se vuelve necesario diferenciar entre un impulso crítico original en la ideología posmoderna –que, incluso, la llevó a asumir posturas anticapitalistas, como en el caso de Deleuze o Derrida– y las posturas abiertamente ideológicas y prosistémicas. Ello no significa, sin embargo, que se exonere de crítica a las primeras posiciones, en gran medida, porque su posición es reactiva y fundamentalmente negativa, incapaz de enlazar dialécticamente la complejidad de los fenómenos mundanos en una lógica común para comprender el sentido unificador que los constituye. Creo que el gran aporte de Žižek, en su momento, fue el de demostrar que categorías como sujeto, identidad, razón, etc., no tenían por qué estar sometidas al idealismo trascendente que se colaba en las versiones metafísicas y secularizadas de la realidad, sino que podían ser perfectamente recuperadas por la perspectiva materialista y dialéctica para explicar la lógica concreta de los fenómenos psicológicos y sociales sin recurrir a principios inamovibles o absolutos. De ahí la alianza que estableció entre el pensamiento de Lacan y el de Hegel (y sé bien que en Hegel se habla de “idea absoluta”, pero me refiero al núcleo decisivo del método dialéctico y su lógica de las contradicciones).
De estas reflexiones se deriva la relevancia de autores como Nietzsche o Heidegger en la actualidad y su uso abusivo por parte de la ideología posmoderna. En principio, el horizonte que estos autores abrieron rebasa la perspectiva que Marx inauguró, no porque su reflexión fuera más crítica o más compleja, sino porque apuntaron a un lugar teórico que si bien se encontraba ya implícito en el planteamiento de Marx, no se le dio la importancia merecida ni se desarrolló consecuentemente en el proceso de su teorización. Éste es el que tiene que ver con algo que se señala en la carta: el lema de la muerte de Dios. Con este lema, como lo denomino, no se anuncia un complemento, una corrección, un agregado a la perspectiva filosófica ilustrada, sino la consecuencia lógica que debería extraerse de ella siendo congruentes: el completo desencantamiento del mundo, sin excepción de ningún tema o concepto. Con esta idea, Nietzsche supera a la Ilustración por una vía ilustrada. No hay sentido trascendente que pueda asegurar una interpretación genuina y verdadera del mundo. Lo que llamamos ciencia es una forma de iluminar los fenómenos de la realidad que nos garantiza determinado conocimiento, pero que no puede reivindicarse como la garantía definitiva del conocimiento (no sólo porque el conocimiento científico se pueda perfeccionar, sino porque lo que es, lo que existe, puede comprenderse de múltiples formas y no hay nada, ningún principio metafísico, que diga que sólo pueda entenderse de determinada manera). El perspectivismo nietzscheano anuncia el fin de toda ingenuidad filosófica, de todo romanticismo metafísico y secular. Ni Dios, ni el hombre ni la naturaleza ni la ciencia son garantías de nada. ¿Ese desencantamiento absoluto es una amenaza para la izquierda crítica? Desde mi punto de vista, no. Es el necesario punto de partida para repensar nuestra crítica al capitalismo. La crítica no se basa, en principio, en una cuestión ideológica sobre la posesión de la verdad teórica, sino en la experiencia concreta de la explotación, la enajenación, la marginación y la destrucción del mundo, que no requieren de ninguna justificación ideológica para demostrarse y denunciarse. La lucha anticapitalista debe renunciar hasta del último resquicio de romanticismo y de idealismo para poder tener oportunidad de reformularse y luchar en las condiciones del capitalismo del siglo XXI. La revolución social del siglo XXI, como lo propuso Marx para la del siglo XIX, debe abandonar hasta el último resquicio de “veneración supersticiosa” por el pasado y por sus ideologías para enfrentar los retos que le son planteados. Así es como concibo yo la recuperación, reformulación y crítica de la ideología posmoderna y de sus figuras señeras: Nietzsche y Heidegger.
Al margen de la corrección o veracidad de ciertas tesis, parece evidente que, por razones sociales e incluso psicológicas, las circunstancias pueden favorecer o desfavorecer determinadas perspectivas. El posmodernismo, con su tendencia a un escepticismo radical –tanto cognitivo o teórico como ético o práctico– parece más fácilmente asumible para intelectuales de clase media con la vida material relativamente asegurada. En cambio, el pensamiento religioso, incluso el fundamentalismo religioso, parece fácilmente abrazable para los desposeídos de la tierra, cuya vida material es incierta y precaria. Da la sensación de que quienes tienen la vida material asegurada pueden asumir posiciones altamente escépticas y relativistas. En cambio, quienes llevan una incierta vida material parecen buscar certezas subjetivas. ¿Estás de acuerdo? ¿Qué implicancias tiene esto para una política de izquierdas? Ariel, en uno de sus libros –Ciencia y utopía– argumentó que la idea de un “socialismo científico” era excesiva y anticientífica, en la medida en que ningún objetivo político es mecánicamente deducible de un diagnóstico científico. Pero aceptando la necesidad política de ciertas «certezas militantes», sin las cuales es improbable que las personas se embarquen en actividades de alto costo y grandes riesgos –certezas que a su manera proporcionaban o parecían proporcionar las supuestas “leyes dialécticas de la historia” en la tradición del “socialismo científico”– propuso que los principios inamovibles del socialismo debían tener un sustento ético. Las tesis éticas son argumentables, pero no demostrables; pero, por ello mismo, son también irrefutables. ¿Qué piensas al respecto?
Todo el mundo huye de la incertidumbre. No es una actitud identificable con una sola clase social, sino con lo que, en un tiempo, se dio por llamar la condición humana (Malraux). Como diría Heidegger: estamos “arrojados” al mundo, sin ningún sustento metafísico que justifique nuestra existencia. Por lo mismo, todos y cada uno de nosotros buscamos algo que le dé sentido a la vida. Huimos de la angustia que nos genera el mínimo reconocimiento de la contingencia radical. Abrazamos la “mala fe”, como diría Sartre en El ser y la nada. Adorno y Horkheimer fundamentaron su crítica a la Ilustración (entendida, en un sentido amplio, como la acción y el pensamiento en continuo movimiento que han “perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores”) en un principio psico-político, por llamarlo de alguna manera, con implicaciones tecno-científicas. Para ellos se trataba de identificar ese miedo original que se colaba detrás de cada acción y cada pensamiento humano: el terror a la incertidumbre. A diferencia de Marx y Engels, ellos no situaban exclusivamente el motor activo de la historia humana en el reconocimiento de la praxis material para satisfacer necesidades humanas, sino que lo extendían a la creación de una “esfera simbólica de inmunidad” que protegiera, psicológicamente, a los sujetos sociales del terror a los cambios y a la incertidumbre. La noción de “esfera simbólica de inmunidad” no es de ellos, sino de Sloterdijk, pero se complementa con sus planteamientos. Inmunizarse, en este contexto, significa construir esferas simbólicas de protección por diversas vías (materiales, ideológicas y rituales), de tal forma que los sujetos se sientan protegidos ante la falta última de certidumbre trascendente. “La Ilustración es el temor mítico hecho radical”, así resumen la paradoja de la Ilustración. Lo paradójico de la dialéctica ilustrada es que, mientras más se ilustra el mundo, más temeroso se vuelve, más aterrorizado está. Lo que, en última instancia, conduce a una conclusión inevitable: sólo podemos enfrentar el terror de “nuestro común desamparo” (Kafka) si abandonamos la nostalgia mítico-ilustrada en un sentido último, en una verdad irrefutable.
¿Significa esto abandonar la noción de verdad, abrazar de lleno el relativismo? No, significa repensar dialécticamente el concepto de verdad tal como lo propuso Hegel hace más de dos siglos. Si la verdad es reducida radicalmente al plano de la objetividad, como lo hace la ciencia, entonces, se deja de lado el plano de la intervención humana y su complejo desarrollo social (lo que lleva a situaciones contradictorias como las que planteé cuando hablé de la pandemia de covid). La verdad nace de la dialéctica compleja entre sujetos y objetos, entre los “sistemas naturales” y los “sistemas sociales”, que de ninguna manera tienen un lazo de continuidad, sino que están atravesados por múltiples interferencias y múltiples rupturas (estructurales y temporales). Pensar la complejidad sin respuestas preestablecidas.
Como se ve, este concepto de dialéctica poco o nada tiene que ver con las llamadas “leyes dialécticas” inefables propias del pensamiento marxista soviético del Diamat. La complejidad propia del desenvolvimiento social y su intercambio metabólico con la naturaleza, si bien puede ser descrito en fases o en esferas, no es previsible a priori en su desarrollo concreto. Por ello mismo, creo que tampoco se puede introducir ninguna ética fija que intente regular los intercambios humanos y sus variaciones y acciones en el tiempo. Todo desarrollo moral de la sociedad está vinculado a sus cambios materiales y simbólicos, y no puede existir una única ética que los rija por siempre. Cada colectivo, cada pueblo, cada sociedad tiene que repensar, en cada momento histórico, los principios con los que decide enfrentar su situación concreta en el mundo. Concibo a la ética más como un resultado que como un principio.
Para finalizar, si bien es probable que no se pueda dar una lucha revolucionaria común sin alguna especie de idealización o romantización, creo sinceramente que lo mejor, extendiendo lo que decía Marx en el 18 Brumario, es romper toda veneración supersticiosa por el pasado, el presente y el futuro, así como por sus correlatos ideológicos, para enfrentar un enemigo que cambia de forma y de comportamiento constantemente; que se sabe adaptar mejor que ningún otro a situaciones complejas e inéditas. La clase obrera no va al paraíso (aun cuando así se lo anuncie el final de la memorable película Milagro en Milán de Vittorio de Sica). La posibilidad de la construcción de un futuro común poscapitalista que no recaiga en la violencia totalitaria del pasado depende de la asunción de este corolario histórico, de firme signo antirromántico.
Bueno, Carlos, hasta aquí llegamos hoy. No faltará oportunidad para que profundicemos este intercambio de ideas en el futuro. Muchas gracias por todo. Más allá de nuestros acuerdos y diferencias, valoramos enormemente la posibilidad de dialogar contigo. Nos resulta enriquecedor.
Muy bien, camaradas. Quedo en espera de su comunicación para continuar este importante diálogo teórico sobre cuestiones siempre urgentes para definir la acción presente y futura. Con gran estima les saluda Carlos, desde México.