Ilustración original de Andrés Casciani
Despedimos el año con una instantánea panorámica de la geopolítica mundial. Hay muchos asuntos y actores del tablero internacional en el candelero, bajo la lupa: las incertidumbres y los desafíos del hegemón estadounidense entre el saliente Biden y el electo Trump, la perturbada Unión Europea de las dificultades económicas y las ultraderechas populistas en auge (amén de la deriva autoritaria en sordina de la tecnocracia neoliberal bruselense), el ascenso de China como locomotora industrial de la globalización, el polvorín del Medio Oriente donde –en un abrir y cerrar de ojos– ha recrudecido la guerra civil de Siria mientras Israel sigue haciendo de las suyas (contra Palestina, Líbano, Irán y la propia Siria), los inquietantes amagues de escalada en la guerra de Ucrania –por delegación de la OTAN– contra la Rusia de Putin, la puja por recursos y mercados (e influencias político-militares) en África, el autogolpe fallido en Corea del Sur, la cascada de zozobras democráticas en el Mar Negro europeo y transcaucásico debido a las injerencias antirrusas de Occidente en los procesos electorales (Rumania, Moldavia y Georgia) y la actualidad de una América Latina donde el progresismo o populismo de centroizquierda –más allá de algunas excepciones como la Argentina minarquista y lamebotas de Milei– han vuelto a ser preponderantes, con el Brasil de Lula y el México de MORENA –los dos países más importantes de la región en PBI y población, primero y tercero en extensión territorial– a la cabeza.
“Panorama de geopolítica global al cierre del año” es un extenso dossier de siete artículos. Incluye cuatro republicaciones en castellano de textos procedentes de España y Argentina, y tres traducciones del inglés a nuestro cuidado. El primer artículo del dossier es “Trump: Isolationist by Instinct, Unpredictable in Action”, de Walden Bello, originalmente publicado en CounterPunch (California), el 27 de noviembre. El segundo se titula “Por qué Biden viaja a África ahora, la carrera por los recursos y la guerra comercial EE.UU.-China”, y fue escrito por Olga Rodríguez para elDiario.es, donde apareció el sábado 7 de este mes. El dossier continúa con “La deriva autoritaria de la UE”, un análisis de Eduardo Luque que vio la luz en El Viejo Topo, el 17 de diciembre. El cuarto artículo lleva el título de “A Major War in the Middle East is Inevitable” y la firma de Glenn Diesen, quien lo dio a conocer en su blog el 15 del corriente. La selección de textos sigue con “Saving Democracy?”, por Jason Barker y Hoduk Hwang para la página Sidecar de la New Left Review (Gran Bretaña), con fecha 19/12. La penúltima prosa es “Un genocidio entre dos crisis: consideraciones sobre el futuro y el pasado del actual mundo peligroso”, un gran fresco geopolítico del analista catalán Rafael Poch-de-Feliu para su columna Imperios Combatientes en CTXT, que salió hace dos días con esta bajada: “El texto sigue las notas de la charla impartida el 13 de diciembre en el Ateneu de Figueres” (Gerona). Cerramos el dossier con varios extractos de “Los tres nacionalismos en América Latina”, extenso y sustancioso ensayo –rico en disquisiciones teóricas e históricas, aquí imposibles de incluir en su totalidad, aunque nos daremos el gusto de reproducir pasajes que pueden resultar digresivos en función del contexto– que el economista y pensador marxista argentino Claudio Katz publicó el 22 de octubre en su página web, alojada dentro del sitio La Haine. Más allá de ciertas implicaciones «campistas» o «latinoamericanistas» del antiimperialismo revolucionario de Katz con las que no comulgamos (sus apreciaciones sobre Venezuela y Bolivia, por ej.), su pensamiento siempre resulta valioso.
Este dossier viene a engrosar nuestra sección de política internacional Brulote, donde ya hemos escrito, traducido, compilado y reeditado más de cien artículos desde que pusimos en marcha este semanario dominical, allá por septiembre de 2022. Todas las aclaraciones entre corchetes son nuestras.
TRUMP: AISLACIONISTA POR INSTINTO, IMPREDECIBLE EN ACCIÓN
Hay varias certezas sobre el segundo mandato de Donald Trump. Una es que será malo para el clima [el cambio climático]. Otra es que será malo para la democracia estadounidense. La tercera es que será en gran medida malo para las minorías y las mujeres.
Pero cuando se trata de asuntos, como la política exterior, la palabra clave es imprevisibilidad, ya que Trump, como el mundo aprendió durante su primer mandato, es la imprevisibilidad personificada. Teniendo en cuenta esta advertencia en lo que se refiere a lo que cabe esperar en términos de acciones y políticas concretas, uno puede, no obstante, discernir cuáles serán probablemente los ejes fundamentales del Trump 2.0, tanto en el ámbito de la política exterior como en el de la política interior.
Internacionalismo liberal como “gran estrategia”
La próxima presidencia de Trump no sólo será, como se dice, un “punto de inflexión” para la política interior de Estados Unidos, sino también para su política exterior. Esto no debería sorprender, ya que son las prioridades internas y la opinión pública interna las que, en última instancia, determinan la postura de un país hacia el mundo exterior, lo que se denomina su “gran estrategia”. La última vez que Estados Unidos experimentó el tipo de acontecimiento transformador en asuntos exteriores que se avecina el 20 de enero de 2025 fue hace 83 años, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt metió a EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial. A FDR le costó mucho superar el sentimiento aislacionista, y es muy posible que hubiera fracasado si los japoneses no hubieran bombardeado Pearl Harbor y cambiado de la noche a la mañana el sentimiento público del aislacionismo hacia el compromiso global.
La gran estrategia que inauguró Roosevelt puede llamarse «internacionalismo liberal». Tras el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la competición con la Unión Soviética, esa estrategia fue consolidada como «liberalismo de contención» por el presidente Harry Truman, y ha sido el enfoque rector de todas las administraciones desde entonces, con la excepción de la administración Trump de 2017 a 2021. La premisa fundamental del internacionalismo liberal fue mejor expresada por el presidente John F. Kennedy en su discurso inaugural de 1961, cuando dijo que los estadounidenses “pagarán cualquier precio, soportarán cualquier carga, harán frente a cualquier dificultad, apoyarán a cualquier amigo, se opondrán a cualquier enemigo para asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”. Otra caracterización muy citada de esta perspectiva la proporcionó otra personalidad del Partido Demócrata, Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton, cuando dijo que, para el mantenimiento del orden mundial, Estados Unidos era “el país indispensable”.
El internacionalismo liberal tuvo sus versiones duras y no tan duras, las primeras denominadas a menudo liberalismo de contención o neoconservadurismo. Pero cualesquiera que fueran sus diferencias en cuanto a retórica o aplicación, las diferencias entre el internacionalismo liberal y el neoconservadurismo eran cuestiones de matiz, no de fondo. La retórica era elevada pero el subtexto de la retórica del internacionalismo liberal era hacer que el mundo fuera seguro para la expansión del capital estadounidense ampliando el alcance político y militar del Estado norteamericano.
El desmoronamiento del internacionalismo liberal
Sin embargo, la gran estrategia del internacionalismo liberal quedó empantanada en sus propias ambiciones, y su primer gran revés se produjo en el Sudeste Asiático, con la derrota de Estados Unidos en Vietnam. Hacia finales del siglo XX, la globalización, el componente económico del internacionalismo liberal, condujo a la deslocalización del capital estadounidense de su ubicación geográfica en Estados Unidos, ya que las transnacionales norteamericanas salieron en busca de mano de obra barata, lo que provocó la pérdida masiva de puestos de trabajo manufactureros en EE.UU. y la creación [involuntaria, no deseada] de una potencia económica rival, China. La proyección de poder, la vertiente militar del proyecto, condujo a la sobreextensión o extralimitación, con el ambicioso esfuerzo del presidente George W. Bush por rehacer el mundo a imagen de Estados Unidos llevando a cabo la invasión de Afganistán e Irak durante el llamado “momento unipolar” de Washington a principios de la década de 2000. El resultado fue una debacle de la que EE.UU. nunca se ha recuperado. Tanto la crisis de la globalización como la crisis de la sobreextensión allanaron el camino para el renacimiento del impulso aislacionista, que afloró bajo la presidencia de Trump en 2017-2021.
Sólo en retrospectiva se puede apreciar hasta qué punto la política exterior aislacionista, antiglobalista y proteccionista de la primera administración Trump rompió radicalmente con el internacionalismo liberal. Trump, entre otras cosas, rompió el neoliberal Acuerdo Transpacífico [de Cooperación Económica, TPP, por sus siglas en inglés] que tanto demócratas como republicanos defendían, consideró una carga los compromisos de la OTAN, exigió que Japón y Corea del Sur pagaran más por mantener tropas y bases estadounidenses en sus países, pisoteó las normas de la Organización Mundial del Comercio, ignoró al FMI y al Banco Mundial, negoció con los talibanes la retirada estadounidense de Afganistán y rompió el frente unido de Occidente contra Corea del Norte al cruzar la frontera intercoreana para dar una palmada en la espalda a Kim Jong-un el 30 de junio de 2019. Algunos han dicho que su política exterior fue errática o caótica, pero había una lógica de fondo en su supuesta locura, y ésta era su sentida necesidad de jugar de forma oportunista con una parte importante de su base blanca, de clase obrera y media, que sentía que ya estaba harta de soportar las cargas del imperio en beneficio de las élites políticas y económicas norteamericanas.
Pero al igual que Roosevelt en sus esfuerzos por romper con el aislacionismo a principios de la década del 40, el empeño de Trump por romper con el internacionalismo liberal estuvo plagado de obstáculos, sobre todo algunos de sus designados, que eran partidarios abiertos o encubiertos del internacionalismo liberal y defensores de la globalización, y la atrincherada burocracia de seguridad nacional conocida como el «Estado profundo» [Deep State]. Con la derrota de Trump en las elecciones de noviembre de 2020, estos elementos del antiguo régimen de política exterior retornaron con fuerza durante la administración Biden, que procedió a dar pleno respaldo a Ucrania en su lucha contra Rusia, ampliar el ámbito de la OTAN al Pacífico [Quad, Aukus, etc.] y sumergir a EE.UU. en una contención militar a gran escala de China.
Para Trump, existe una segunda oportunidad de rehacer la política exterior estadounidense a partir del 20 de enero de 2025, y es poco probable que permita que los partidarios del antiguo régimen estropeen sus esfuerzos por segunda vez. En este sentido, no hay que dejarse engañar por la retórica pro-expansionista o intervencionista ni por el historial de algunos de los elegidos para su gabinete, como Marco Rubio. Estas personas no tienen una brújula política fija, sino intereses políticos propios, y se adaptarán a los instintos, la perspectiva y la agenda de Trump.
Orbán sobre la gran estrategia de Trump
Probablemente, el líder mundial que más admira Trump es el hombre fuerte húngaro Viktor Orbán. De hecho, Trump y Orbán forman una sociedad de admiración mutua. Antes de los comicios, Orbán canalizaba a Trump hacia el mundo. Sobre la cuestión de las relaciones de Estados Unidos con el mundo bajo una segunda presidencia de Trump, Orban dijo lo siguiente:
“Mucha gente piensa que, si Donald Trump vuelve a la Casa Blanca, los estadounidenses querrán conservar su supremacía global manteniendo su posición en el mundo. Creo que esto es un error. Por supuesto, nadie abandona posiciones por voluntad propia, pero ese no será el objetivo más importante. Al contrario, la prioridad será reconstruir y fortalecer Norteamérica. Y el lugar de Norteamérica en el mundo será menos importante. Hay que tomarse en serio lo que dice el presidente: ‘¡América primero, todo aquí, todo volverá a casa!’… Por ejemplo, no son una compañía de seguros; y si Taiwán quiere seguridad, deberá pagarla. Nos harán pagar a los europeos, a la OTAN y China el precio de la seguridad; y también lograrán un equilibrio comercial con China mediante negociaciones, y lo cambiarán a favor de EE.UU. Desencadenarán un desarrollo masivo de las infraestructuras, la investigación militar y la innovación estadounidenses. Lograrán –o quizá ya hayan logrado– la autosuficiencia energética y en materias primas; y finalmente mejorarán ideológicamente, renunciando a la exportación de la democracia. Estados Unidos primero. La exportación de la democracia ha llegado a su fin. Esta es la esencia del experimento que EE.UU. está llevando a cabo en respuesta a la situación aquí descrita.”
Analicemos y ampliemos los comentarios de Orbán. Para Trump, hay una agenda primordial, y es la de rejuvenecer, reparar y reconstituir lo que él considera una economía y una sociedad en franco declive debido a las políticas de las últimas décadas, políticas que fueron ampliamente compartidas por demócratas y republicanos tradicionales.
Para él, las políticas neoliberales, al animar al capital estadounidense a irse al extranjero, sobre todo a China, y las políticas de libre comercio, han dañado enormemente la infraestructura industrial de Estados Unidos, lo que ha provocado la pérdida de empleos obreros bien remunerados, el estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad. El “Haz a Estados Unidos grande de nuevo” o MAGA [Make America great again] es principalmente una perspectiva que mira hacia dentro y que prioriza el rejuvenecimiento económico trayendo de vuelta el capital estadounidense, amurallando la economía estadounidense de las importaciones baratas, particularmente de China, y reduciendo la inmigración a un goteo (con ese goteo viniendo principalmente de lo que él llamaría “países que no son un agujero de mierda”, como Noruega). El racismo, la política de «silbato de perro» [dog-whistle] y el sentimiento antiinmigración están, como es lógico, entretejidos con la retórica de la política interior y exterior de Trump, ya que su base es fundamentalmente (aunque no exclusivamente) la clase trabajadora blanca.
La política exterior es, desde esta perspectiva, una distracción que debe verse como un mal necesario. La mentalidad MAGA, que es básicamente aislacionismo más nacionalismo, ve los acuerdos de seguridad de Estados Unidos en el extranjero, ya sea bajo la apariencia de la OTAN o de tratados de defensa mutua como los suscritos con Japón, Corea del Sur y Filipinas, como compromisos obsoletos que pueden haber sido apropiados en una época en la que EE.UU. era una potencia expansionista con enormes recursos, pero que desde entonces se han convertido en molestas reliquias para una potencia en declive, agujeros enormes que dejan escapar dinero, mano de obra y energía que estarían mejor desplegados en otros lugares.
Trump no está interesado en expandir un imperio liberal a través del libre comercio y el libre flujo de capitales, un orden defendido por la marquesina política del multilateralismo y promovido a través de una ideología económica de globalización y una ideología política de democracia liberal. Lo que le interesa es construir una “Fortaleza América” que esté mucho menos comprometida con el mundo, donde las instituciones multilaterales a través de las cuales Estados Unidos ha ejercido su poder económico, la OTAN y las instituciones de Bretton Woods [FMI y BM], serían mucho menos relevantes como instrumentos del poder estadounidense. La negociación de acuerdos [bilaterales], como el que Trump llevó a cabo con Kim Jong-un durante su primera gestión, sería, en cambio, uno de los principales métodos para defender los intereses estadounidenses. Las acciones militares y económicas unilaterales contra aquellos que se encuentren fuera de la fortaleza y sean vistos como amenazas, más que como aliados, estarán a la orden del día.
Compromiso selectivo y esferas de influencia
En lugar de aislacionismo, probablemente un término mejor para la gran estrategia de Trump sea «compromiso selectivo», para contrastarlo con el compromiso global abierto del internacionalismo liberal.
Un aspecto del compromiso selectivo será la desvinculación de lo que Trump denigra como “países de mierda”, es decir, la mayoría de nosotros en el Sur Global, en términos de intentar dar forma a sus regímenes políticos y económicos a través del FMI y el Banco Mundial, y de proporcionar ayuda económica y militar bilateral. Definitivamente, ya no se hablará más de “exportar la libertad y la democracia”, que era un elemento básico tanto de las administraciones demócratas como republicanas.
Otro aspecto del compromiso selectivo será un enfoque de «esferas de influencia». Se considerará que Norteamérica y Sudamérica son la esfera de influencia natural de Washington. Por tanto, Trump se ceñirá a la Doctrina Monroe, y quizá su elección de Marco Rubio como secretario de Estado pueda reflejar esto, ya que Rubio, hijo de refugiados cubanos, ha sido muy hostil a los gobiernos de izquierdas de América Latina.
Es probable que Europa oriental sea vista como perteneciente a la esfera de influencia de Moscú, y que Trump dé marcha atrás en la política estadounidense posterior a la Guerra Fría de extender la OTAN hacia el este, que fue un factor clave en el desencadenamiento de la invasión de Ucrania por parte de Putin.
La Unión Europea quedará abandonada a su suerte, y es poco probable que Trump invierta esfuerzos en apuntalar la OTAN, y mucho menos en ampliar sus competencias al Asia-Pacífico, como ha hecho Biden. Sería un error subestimar el resentimiento de Trump hacia los aliados occidentales de Estados Unidos, que, en su opinión, han prosperado a expensas de EE.UU.
La degradación de Estados Unidos como actor central en Medio Oriente continuará, y Washington se limitará a proporcionar armas a Israel y fomentar un acercamiento diplomático entre Israel y los Estados árabes reaccionarios como Arabia Saudita, a fin de estabilizar la zona frente a Irán y la ola de islamismo radical que la intervención directa de EE.UU. no logró contener. Ni que decir tiene que Trump hará la vista gorda con mucho gusto cuando Tel Aviv lleve a cabo su campaña genocida contra los palestinos.
Por último, en el Asia-Pacífico, es muy probable que, aun cuando Trump prosiga la guerra comercial y tecnológica contra China que inició durante su primer mandato, rebaje la confrontación militar con Pekín, consciente de que a su base [electoral] no le va a gustar las aventuras militares que restan protagonismo a la construcción de la “Fortaleza América”. Concretamente, subirá el precio por mantener las tropas y bases estadounidenses en Japón y Corea del Sur. Volverá a entablar con Kim Jong-un el diálogo que estaba llevando a cabo cuando cruzó la zona desmilitarizada intercoreana en 2019, un diálogo que podría tener consecuencias impredecibles para la presencia militar estadounidense en Corea del Sur y Japón. Ya dio una indicación de ello durante su discurso de aceptación durante la Convención Nacional Republicana, cuando dijo que tenía que iniciar un diálogo con Kim debido al hecho de que “es alguien con muchas armas nucleares”. ¿Podría ser la retirada o la reducción radical del paraguas militar de Washington para Corea del Sur y Japón el precio de un gran acuerdo entre Kim y Trump? Este es el espectro que acecha a ambos Estados [asiáticos].
Es probable que Trump deje de enviar barcos a través del estrecho de Taiwán para provocar a China, como hizo Biden, y cabe esperar que le diga a Taiwán que hay que pagar un precio en dólares por ser defendido por Estados Unidos, y que Taipéi no debe esperar la misma seguridad que le dio Biden en cuanto a que Washington acudirá al rescate de Taiwán en caso de una invasión china. Creo que Trump sabe que, de todos modos, una invasión china de Taiwán nunca estuvo sobre la mesa y que la estrategia de Pekín siempre fue la integración económica a través del estrecho, como medio para acabar absorbiendo a Taiwán.
En cuanto a las Filipinas y el mar de China Meridional, es probable que una administración Trump le diga a Manila que no habrá nada de esa garantía «férrea» prometida por Biden de una respuesta militar automática de EE.UU. en virtud del Tratado de Defensa Mutua de 1951 en apoyo a Manila, en caso de un enfrentamiento importante con China en el mar de China Meridional, como el hundimiento de un buque filipino. Trump, hay que recordarlo, ha dejado constancia de que no desperdiciaría ni una vida estadounidense por lo que llamó “rocas” en el mar de China Meridional. Es probable que se revise, si no se deja en suspenso o se abandona, el impulso del Pentágono para hacer de Filipinas una base avanzada para la confrontación militar con China, que Biden apoyó plenamente.
En resumen, es probable que Trump comunique a Xi Jinping que el Asia-Pacífico es la esfera de influencia de China, aunque este mensaje se transmitirá de manera informal y se encubrirá con la retórica de un compromiso continuado de Estados Unidos con la región.
En conclusión, hay que reafirmar la advertencia hecha al principio de este artículo: que hay pocas certezas cuando se trata de una figura impredecible como Trump. Estas pocas certezas son que Trump será malo para el clima [el cambio climático], para la democracia estadounidense, para las mujeres y para las minorías. En cuanto al resto, se puede especular basándose en el comportamiento, las declaraciones y los acontecimientos del pasado, pero sería prudente recordar siempre que, aunque sus instintos son aislacionistas, la imprevisibilidad en la política y la acción ha sido y seguirá siendo el sello distintivo de Donald Trump.
Walden Bello
LA CARRERA DE LOS RECURSOS Y LA GUERRA COMERCIAL EE.UU.-CHINA
2024 va llegando a su fin con un planeta sumergido en cambios e incertidumbres marcados por el genocidio en Gaza, las tensiones en Medio Oriente, la perpetuación de la guerra en Ucrania, la rivalidad comercial entre Estados Unidos y China y la carrera de diversas potencias por adquirir y controlar accesos a materias primas, petróleo, gas, minerales y tierras raras.
La búsqueda de recursos y la cuestión comercial condicionan estrategias. EE.UU. supo aprovechar la invasión ilegal rusa de Ucrania para erigirse como alternativa al gas de Moscú, y llegó a vender a Europa su gas licuado un 40 por ciento más caro que el ruso. En Medio Oriente sigue apoyando activamente a Israel, en una región con fronteras modificadas por la ocupación ilegal israelí, donde Washington cuenta con numerosas bases militares e intereses.
La anexión de territorio palestino forma parte de las aspiraciones colonialistas y expansionistas de Israel –que también ocupa ilegalmente los Altos del Golán sirios desde 1967– y va acompañada de otros planes, como “la reestructuración de Medio Oriente” –palabras recientes de Netanyahu– o el trazado de rutas que unan Asia con el Mediterráneo, a través de territorio israelí.
Así lo ha manifestado el primer ministro Benjamín Netanyahu en varias ocasiones –septiembre de 2023 y octubre de 2024– mostrando mapas en los cuales los territorios palestinos no existen y donde aparecen vías para el transporte de energía, fibra óptica y líneas ferroviarias que unirían India con Emiratos Árabes, Arabia Saudita, Jordania, Israel y el Mediterráneo.
La carrera por los recursos en otras regiones
En la apuesta por la explotación masiva de los recursos, las relaciones globales se trazan en función de estas ambiciones.
En un planeta que continúa apostando por la explotación masiva de sus riquezas, la superación de sus límites físicos tiene consecuencias medioambientales, pero también políticas, sociales y económicas. Las relaciones internacionales y los mapas geopolíticos se trazan en función de estas ambiciones.
En África, China lleva años estableciendo acuerdos para la explotación de minas, construcción de infraestructuras, trazado de vías ferroviarias y pactos comerciales preferenciales, a cambio de préstamos y ayudas. Es, de hecho, el mayor inversor y el mayor socio comercial del continente.
A través de la llamada Nueva Ruta de la Seda, Pekín pretende consolidar un trayecto comercial –terrestre y marítimo– entre Asia central, el Sudeste Asiático, Medio Oriente y África.
La visita de Biden a África
El proyecto estrella de EE.UU. en África es el Corredor Lobito, con el que busca contrarrestar la influencia china.
Ante ello, Washington busca reconfigurar su presencia en la zona, con la voluntad de competir con China. La estrategia de EE.UU. en el continente africano ha estado habitualmente liderada por una lectura predominantemente militar. El Mando Combatiente Unificado del Departamento de Defensa de Estados Unidos (AFRICOM, por sus siglas en inglés) y sus bases militares han sido la cara más visible de Washington en los países africanos, donde aún se mantiene en la memoria colectiva el daño causado por el colonialismo europeo del siglo XX y sus consecuencias.
En la cumbre del G20 del pasado año, Washington y la Unión Europea anunciaron el Corredor Económico India-Medio Oriente-Europa, una ruta para impulsar una red ferroviaria y el comercio naval entre Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Israel y Jordania, con el objeto de unir India con Medio Oriente y Europa. Ese proyecto pretende contrarrestar la influencia china en estas zonas.
Dentro de esta competición para el transporte de minerales y materias primas, hay un proyecto estrella al que Joe Biden ha querido dedicar su primer y último viaje a África como presidente. Hace unos días, el aún mandatario de EE.UU. visitó Angola, un país rico en reservas de gas y petróleo y núcleo central del Corredor Lobito, proyecto estratégico de los acuerdos de Washington con el país africano.
Esta ruta, también conocida como Corredor Transafricano, es un proyecto público-privado liderado por EE.UU. Entre sus objetivos figura la extracción de materias primas y su transporte a Occidente. Su plan de trazado conectaría el puerto de Lobito en Angola con países ricos en minerales, como Zambia –sin salida al mar– y la República Democrática del Congo, hasta el océano Índico.
Estas naciones poseen importantes depósitos de cobalto y cobre, esenciales para producir dispositivos electrónicos, teléfonos inteligentes y ordenadores portátiles. También contienen níquel o coltán, cuya extracción ha deforestado ya grandes extensiones de bosques.
La potencia china en África
La reacción de Estados Unidos llega tras décadas de inversión china en el continente africano. Pekín ha ido ampliando su órbita de influencia y sus negocios en la región. Angola, por ejemplo, es uno de los principales proveedores de petróleo crudo para China. A cambio, el gobierno chino ha proporcionado al país africano grandes préstamos para el desarrollo de infraestructura.
Este año, el presidente chino anunció más de 50.000 millones de dólares en financiación para África durante los tres próximos años, y recientemente ha establecido aranceles cero para los 33 países más pobres del continente.
Hace dos años, China condonó la deuda a diecisiete naciones africanas a cambio de influencia y de nuevos contratos. Multitud de empresas chinas explotan minas y terrenos en varios países de la región.
Restricciones y acuerdos ante la guerra comercial
La guerra comercial EE.UU.-China y los anuncios de Trump explican en parte el acuerdo UE-Mercosur.
La rivalidad Washington-Pekín condiciona las dinámicas de las relaciones internacionales y está generando nuevas medidas políticas, con riesgo de mayores tensiones. Hace tan solo unos días, el gobierno Biden anunció una ampliación de las limitaciones en la venta de tecnología avanzada estadounidense a la industria china de semiconductores, lo que supone frenar las exportaciones a 140 empresas chinas. A la espera de su toma de posesión, las promesas de Donald Trump indican pasos más agresivos en este sentido, con imposición de aranceles más altos a los productos chinos.
De momento, como respuesta a las nuevas restricciones de Biden, el gobierno chino anunció esta semana que restringirá la exportación a Estados Unidos de minerales críticos, como el galio, el germanio, el antimonio y materiales superduros. Todos ellos pueden tener uso militar o civil. El galio y el germanio se usan en semiconductores, y el antimonio también se emplea en tecnología de infrarrojos, cables de fibra óptica y células solares.
China extrae en torno al 70% del cobalto, más del 60% del grafito y más de la mitad de las tierras raras de todo el mundo. Además, lleva más de dos décadas acelerando la construcción de su cadena de valor de las tecnologías limpias, principales demandantes de los minerales críticos. Es capaz de procesar el 35% de todo el níquel del mundo, el 58% del litio, el 65% del cobalto y el 87% de las tierras raras.
La guerra comercial entre Estados Unidos y China –y sus repercusiones en el mundo– también explica en parte el acuerdo suscrito esta semana entre la Unión Europea y Mercosur, en un momento de pérdida de influencia de Bruselas y de avance de Pekín en Latinoamérica.
Alemania y España han sido los dos países más dispuestos a sacar adelante este pacto, ante la llegada de un presidente estadounidense, Donald Trump, que también ha amenazado a los productos europeos con una escalada de aranceles.
Aukus y la Estrategia Indo-Pacífico
La venta de armas de EE.UU. a Taiwán o las maniobras militares con Japón y Filipinas son percibidas por China como amenaza.
El gobierno chino reivindica su derecho a crecer económicamente y a desarrollar avances tecnológicos sin restricciones. Estados Unidos contesta a este crecimiento con estrategias enfocadas en frenar su avance. Algunas se limitan al campo comercial; otras combinan planes militares con alianzas políticas en diferentes puntos del planeta.
Dentro de ellas se enmarca la Estrategia Indo-Pacífico, anunciada por Washington en 2022, en la que se indica que dicha región es el epicentro de la actividad económica mundial y se subraya la importancia de impulsar la posición estratégica de EE.UU. y de contener el avance de China: “Nos centraremos en cada cuadrante de la región, desde el noreste y sudeste de Asia, hasta el sur de Asia y Oceanía, incluidas las islas del Pacífico. (…) Este enfoque estadounidense cada vez más intenso se debe en parte al hecho de que el Indo-Pacífico se enfrenta a desafíos cada vez mayores, en particular de la República Popular China. (…) Ninguna región será más importante para el mundo y para los estadounidenses que el Indo-Pacífico”, señala el documento.
EE.UU. también impulsó, hace tres años, la alianza estratégica militar Aukus con Reino Unido y Australia, por la que Londres y Washington se comprometían a ayudar a Australia a adquirir submarinos de propulsión nuclear. El pacto incluye la cooperación en capacidades cibernéticas, inteligencia artificial y tecnologías cuánticas, y contempla la adquisición por Australia de nuevas capacidades de ataque de largo alcance para sus fuerzas militares.
Aukus se diseñó, además, a fin de fortalecer otros tratados para la zona en los que está involucrado Estados Unidos, como la alianza de los Cinco Ojos, de la que forman parte Australia, Canadá, EE.UU., Nueva Zelanda y Gran Bretaña. Tras su conformación, el gobierno chino señaló que dicho plan estadounidense es un intento de establecer una nueva “OTAN” en la región, con una “mentalidad anticuada de la Guerra Fría” para mantener la posición dominante y el sistema de hegemonía de Estados Unidos.
Multipolaridad o guerra
EE.UU. contesta al crecimiento chino con planes comerciales, pero también políticos y militares, que aumentan la tensión.
En medio de estas dinámicas de tensión –que no solo se limitan a las relaciones comerciales– muchos países son reacios a tener que comprometerse exclusivamente con Estados Unidos y buscan más margen de maniobra. El gobierno chino es consciente de esta realidad, y en sus discursos insiste en defender “un mundo multipolar igualitario y ordenado, en el que cada país pueda encontrar su lugar”.
Sin embargo, en EE.UU. numerosas voces apuestan por una confrontación comercial con China, con el uso también de la estrategia militar y el sometimiento de terceros países a los intereses estadounidenses. Por ejemplo, el embajador para China nombrado por Trump, David Perdue, publicó en septiembre un artículo titulado “La nueva guerra de China: la libertad de EE.UU. depende de enfrentar la amenaza”.
El mundo experimenta cambios de equilibrios de poder entre Estados Unidos y China, y los estrategas de ambos países lo saben. En ese sentido, la venta de armas de EE.UU. a Taiwán o las maniobras militares conjuntas de Washington con Japón y Filipinas contribuyen a aumentar la tensión, y son movimientos percibidos por Pekín como amenazas.
Como ha advertido el ex primer ministro laborista australiano Kevin Rudd, conocedor de las culturas china y estadounidense –habla mandarín con fluidez– nos encontramos en un momento que se perfila como decisivo para las relaciones entre EE.UU. y China, en una década de la que dice “que viviremos peligrosamente”.
Frente a ello existen dos opciones: o asumir el mundo tal y como es –con su multilateralismo– y buscar en ello formas de coexistir combinando intereses propios y respeto mutuo, con un refuerzo de las herramientas de negociación y paz; o el empecinamiento en más confrontación, lo que llevaría a una colisión e incluso a los caminos de “una guerra que reescribiría el futuro en formas que apenas podemos imaginar”.
Olga Rodríguez
LA DERIVA AUTORITARIA DE LA UNIÓN EUROPEA
La Unión Europea, ese supuesto faro de democracia y progreso, ha perdido la bitácora, el GPS, la brújula y hasta el mapa; y apunta hacia una ciénaga de inconsistencias y despotismo. ¿El fin del sueño europeo?
¿Vergel o ciénaga?
Hay momentos en que la realidad golpea con tal fuerza que no puedes evitar preguntarte si los guionistas de la tragicomedia que vive la Unión Europea están compitiendo por el Oscar del absurdo. Lo que en los folletos publicitarios se vendía como un vergel de ideales compartidos (el jardín frente a la selva exterior, como diría el ínclito Josep Borrell), ahora se hunde en aguas cenagosas donde la voluntad popular es sistemáticamente ignorada y vilipendiada. Son los grandes grupos de poder los que dirigen la política comunitaria. Muchos autores, entre otros William I. Robinson (El Estado policial global. Los nuevos fascismos y el capitalismo del siglo XXI, Madrid, Errata Naturae, 2020), han reflexionado sobre la deriva autoritaria que han emprendido la UE y el capitalismo neoliberal, incapaces de afrontar la nueva crisis social y económica que nos asalta. Es, desgraciadamente, la tendencia dominante en curso. Los escenarios y los cambios se suceden a tal velocidad, que es difícil seguir sus movimientos.
Francia: el mesías neoliberal
¡Ah, Francia!, la cuna de la Revolución y también de esa extraña habilidad para convertir los principios republicanos en papel mojado. Emmanuel Macron, ese presidente que tiene más vidas políticas que un gato, sigue aferrado al poder con la desesperación de un trader en plena crisis bursátil. Mientras su popularidad cae en picado, él sigue empeñado en imponer un programa que huele a los manuales y deseos de sus donantes. Al fin de cuentas, como fiel funcionario de la Banca Rothschild y de BlackRock, espera que sus servicios sean debidamente recompensados. Los ideales de los que ha presumido (Liberté, Égalité, Fraternité) son mera propaganda para crédulos, que siempre los hay.
¿Su última genialidad? Nombrar a un primer ministro con un respaldo popular digno de un meme: un glorioso 4% en las elecciones parlamentarias. Obviamente, esto desencadenó una moción de censura y un caos político que Macron enfrenta con su arrogancia habitual. Mientras tanto, Bruselas le exige recortes de 60.000 millones de euros en gasto público. ¿El objetivo? Transferir riqueza pública a manos privadas. ¿El método? Privatizar las pensiones, porque hay que financiar la costosísima guerra en Ucrania. Nada habla tan bien de la «democracia» como dejar a tus jubilados al albur de los mercados y con míseras pensiones. Macron, en su huida hacia la nada, vuelve a tener una «genial idea» para capear el temporal que tiene en casa. Propuso, en su visita a Varsovia, que tropas de la OTAN organizadas como cascos azules incursionen en territorio ucraniano y creen una zona de amortiguación entre el ejército ucraniano y las fuerzas rusas. Mientras tanto, varios países africanos han expulsado de sus territorios a las tropas francesas [Malí, Burkina Faso y Níger, confederados el año pasado como Alianza de Estados del Sahel; Chad y Senegal han hecho anuncios y avances en la misma dirección]. El imperio colonial se liquida y se diluye como un terrón de azúcar en una taza de café.
Alemania: elecciones en pausa por… ¿falta de papel?
Pasemos a Alemania, donde parece que la eficiencia germana es ahora un mito del pasado. Primero fue la ministra de Exteriores, Annalena Baerbock, quien decidió insultar, en un rapto de soberbia, al presidente chino en su última visita a Pekín. Primero, le exigió que dejara de rearmar a Rusia. A continuación, redondeó el discurso llamándolo “dictador”. Porque, claro, nada mejor para un país que vive de exportar coches a China que enemistarse con su principal cliente. Pero no se preocupen, que el caos no termina ahí. Resulta que el Consejo Electoral Federal anunció que las elecciones parlamentarias podrían no celebrarse por… ¡falta de papel! Sí, lo han leído bien. La gran Alemania, incapaz de garantizar elecciones porque, al parecer, los bosques no dan abasto. Ruth Brand, directora de la comisión electoral, afirma que este problema logístico es “enorme”. Claro, tan enorme como el miedo a que los resultados no sean los esperados. ¿Coincidencia? ¿Casualidad? Dejen que sus teorías conspirativas hagan el resto.
Rumania: teatro del absurdo
Rumania, donde las elecciones son más una opereta que un ejercicio democrático. El 2 de diciembre finalizaba la primera vuelta de los comicios. Con un 22,94%, ganó Galin Georgescu, el candidato no deseado por la Unión Europea; mientras que su contrincante Elena Lasconi, pro-UE, obtenía el 19,18 por ciento. La campaña electoral del ganador fue complicada, puesto que se intentó desacreditarlo con acusaciones de todo tipo; la más grave: estar financiado por Putin. A pesar de ello, el Tribunal Constitucional validó los resultados. Pero justo cuando la segunda vuelta estaba en marcha y los votos de la diáspora empezaban a llegar… ¡zas!, la elección fue suspendida. Había intervenido, amenazando públicamente, el portavoz del Departamento de Estado de los EE.UU., Matthew Millery. La recomendación surtió rápidamente efecto y el Tribunal Constitucional invalidó los comicios que él mismo había validado cuatro días antes. ¿La razón? Volvió a surgir, como el brazo incorrupto de Santa Teresa, la mano todopoderosa de Moscú. Un cambio de opinión tan repentino apesta a intervención externa. No es por ser malpensados, pero una hora antes de que se emitiera la nueva resolución del Tribunal aterrizó en Bucarest un enviado especial del Pentágono. Pura coincidencia, ¿verdad? Mientras tanto, el vodevil continúa. Como el filósofo Diógenes, que buscaba un hombre honrado con un candil, las élites otanistas buscan ahora desesperadamente a un candidato más «aceptable». La democracia en algunos países de la UE se vuelve tan elástica que acaba olvidando la voluntad popular y se adapta a las necesidades del poder.
Moldavia: referéndum a medida
En Moldavia, el arte de «ajustar» las reglas del juego alcanzó nuevos hitos. En su referéndum para ingresar en la UE que se celebró a finales de octubre, los gobernantes pro-Bruselas decidieron negar el voto a los 400 mil moldavos que viven en Rusia. Mientras tanto, en Europa occidental, las urnas parecían crecer como hongos después de la lluvia. Dos urnas para 400 mil votantes en Rusia, frente a una distribución generosa en el resto del continente. ¿Qué hubiera dicho Occidente si eso lo hubiera hecho Maduro? ¿Democracia? Solo cuando conviene.
Georgia: ¿democracia o decorado?
Georgia, aunque no es miembro de la UE, sigue siendo un escenario clave para las intrigas de Bruselas. En las últimas elecciones [octubre], el partido gobernante arrasó con una ventaja aplastante. Los observadores europeos calificaron el proceso como impecable, pero –claro– el problema no era cómo se votó, sino quién ganó. El oficialismo, Sueño Georgiano, obtuvo el 53,93% de los votos; la suma de los sufragios obtenidos por toda la oposición junta alcanzó el 37,79%. La presidenta georgiana, aunque francesa de nacimiento y diplomática por ocupación, fue nacionalizada gracias a un arreglo parlamentario hace muy pocos años. Ha decidido no abandonar la presidencia del país ni tampoco convocar elecciones presidenciales, como era prescriptivo, en diciembre del 2024. [Salomé Zurabishvili, otrora aliada de Sueño Georgiano y su primer ministro Irakli Kobajidze, se ha enemistado con ellos en este último tiempo. Kobajidze fue reelecto en octubre como jefe de gobierno, pero Zurabishvili, en su calidad de jefa de Estado, denuncia que hubo fraude y pretende perpetuarse en el poder postergando la convocatoria a elecciones, violando la Constitución de Georgia]
Como el resultado electoral no gustó a la OTAN ni a la Unión Europea, las ONG financiadas por Occidente orquestaron disturbios para intentar derrocar al gobierno. Incluso varios cancilleres bálticos participaron en persona en las manifestaciones. Ironías del siglo XXI: democracia sí, pero solo si sirve a los intereses de Occidente.
Gaza: la moral a conveniencia
Y llegamos al gran elefante en la habitación: Gaza. Mientras la UE reparte lecciones de derechos humanos con la «supuesta» autoridad moral de un santo, su complicidad con el genocidio en Gaza es clamorosa. Eso sí, siempre hay tiempo para un comunicado anodino que “llama a la contención” de la resistencia libanesa o palestina. Pedir contención a un pueblo sin agua, alimentos, ni electricidad es el nuevo estándar de la justicia europea. Mientras Bruselas financia ONG en todo el mundo para “promover la democracia”, ignora deliberadamente la demolición de hospitales y barrios enteros en Gaza. Tal vez los derechos humanos solo se aplican cuando no incomodan a ciertos aliados estratégicos [Israel, ante todo]. Las contradicciones entre los discursos y los hechos, si no fueran tan trágicas, alcanzarían niveles de parodia.
Ursula von der Leyden: la reina de la doble moral
Y finalmente, Ursula von der Leyen. El rostro visible de esta ciénaga autoritaria, capaz de pactar con la ultraderecha más xenófoba si es necesario para conservar el sillón, vuelve a imponer su criterio aún en contra de países tan importantes como Francia. Su reciente acuerdo con el Mercosur, tras dos décadas de negociaciones, parece un regalo para la industria alemana a costa del campesinado europeo. Los productos agrícolas latinoamericanos verán reducidos o suprimidos los aranceles a cambio de que los coches alemanes acumulados en descampados por decenas de miles, por fin tengan salida. Eso creen algunos fabricantes. El precio: una revuelta agrícola en Europa. Eso sí, los intereses de los grandes patrones están bien protegidos. Y, como no hay dos sin tres, el flamante comisario de Defensa europeo, el lituano Andrius Kubilius, reclama que Europa aporte cientos de miles de millones de euros para preparar la “guerra inevitable contra Rusia”. ¿Qué le habrán puesto a la mayoría de los políticos bálticos en el agua de beber para hacer tan mañas declaraciones?
Conclusión: ¿el fin del sueño europeo?
La deriva autoritaria de la Unión Europea no es una percepción, es un hecho. Entre elecciones manipuladas, gobernantes ilegítimos pero aferrados al poder como lapas y una moralidad selectiva, Europa se desliza hacia una crisis democrática. Quizá la UE no sea una ciénaga, pero lo que resulta seguro es que no se trata de un vergel. Es un jardín descuidado, donde las malas hierbas han tomado el control. Y mientras tanto, los ciudadanos europeos siguen aferrados al mito de un continente de paz y prosperidad. Quizá sea hora de despertar. Porque lo que está en juego no es poco.
Eduardo Luque
UNA GUERRA MAYOR EN MEDIO ORIENTE ES INEVITABLE
El derrocamiento de Asad en Siria por los yihadistas respaldados por Israel y Occidente ha puesto en marcha acontecimientos que muy probablemente desembocarán en una gran guerra en Medio Oriente. Mientras los medios de comunicación celebran que la “libertad” y la “paz” han llegado a Siria, la realidad es que el equilibrio de poder regional se ha deshecho. Los antiguos aliados acabarán volviéndose unos contra otros, se formarán nuevas alianzas y se librarán guerras para restablecer un nuevo equilibrio de poder.
La cuestión palestina
El principal origen del conflicto es el rechazo de Israel a un Estado palestino y la consiguiente exigencia de Israel de gobernar sobre más de siete millones de palestinos. Israel también rechaza conceder a los palestinos igualdad de derechos dentro de un “Gran Israel”, ya que los palestinos constituyen aproximadamente la mitad de la población y ello socavaría los cimientos de un etno-Estado judío. Esto deja sólo dos opciones: el apartheid o la «limpieza» étnica. Israel ha optado por una combinación de ambas, ya que los palestinos deben vivir bajo un conjunto diferente de normas en un sistema de segregación, mientras son expulsados progresivamente de sus tierras. Después del 7 de octubre de 2023, Israel añadió el genocidio para resolver la cuestión palestina. [La mortandad directa e indirecta se acercaría a 200 mil, lo que representaría casi un 10% de la población gazatí. The Lancet estimó al menos 186 mil decesos, y ese cálculo data de julio. El genocidio ha proseguido en estos seis meses]
Cuando los palestinos se resisten a la ocupación, se les califica de terroristas, legitimando así las políticas de apartheid y «limpieza» étnica. El terror palestino existe, como se puso de manifiesto el 7 de octubre de 2023, aunque se hayan criminalizado todos los derechos de autodefensa y resistencia. Estados Unidos garantiza el apoyo militar y la cobertura política para la destrucción progresiva de Palestina.
Los países vecinos que apoyan la resistencia palestina son blanco de los cambios de régimen de Israel y Estados Unidos bajo el pretexto de luchar contra el terror y los regímenes canallas, eliminar las armas de destrucción masiva o defender los derechos humanos y la democracia. Cada foco de resistencia en la región puede ser eliminado por separado, si los actores principales permanecen divididos. Netanyahu permitió deliberadamente que el fortalecimiento de Hamás dividiera a los palestinos de Gaza y Cisjordania, lo que ha impedido la creación de un Estado palestino común.
Siria ha sido un actor clave en la resistencia y el antiguo equilibrio de poder. El resto de la resistencia a Israel ha estado formado por Irán, Siria, Líbano (Hezbolá) y Hamás. Siria es el puente entre Irán y sus aliados, y ha albergado bases militares rusas.
EE.UU. mantiene las tensiones entre los Estados árabes [mayormente sunitas] e Irán [chiita] para garantizar que la dependencia de la seguridad estadounidense y la hostilidad hacia Teherán se prioricen por encima de la solidaridad con los palestinos. Los gobiernos de países como Turquía, Arabia Saudita y Egipto expresan simpatía por los palestinos y utilizan un lenguaje enérgico contra Israel para aplacar a su enfurecida opinión pública, aunque los hechos no concuerden con sus palabras. El equilibrio de poder se ha roto.
Caos tras la destrucción de Siria
La derrota de Asad elimina a un importante adversario de Israel. Sin embargo, también socava los cimientos solidarios de la alianza anti-Asad, ya que Turquía, yihadistas como Hayat Tahrir al-Sham (HTS) [organización islamista radical de extracción árabe y credo sunita, con raíces ideológicas en el fundamentalismo salafista y un pasado de terrorismo, «guerra santa» e intolerancia asociados a Al Qaeda y Estado Islámico], Israel y EE.UU. tratarán de dominar la Siria post-Asad. Israel procurará apoderarse de más territorio, restringir a HTS y limitar la influencia de Turquía. EE.UU. querrá mantener su control sobre los recursos naturales de Siria como fuente de ingresos e influencia, convencer a HTS de que dé cabida a los kurdos y expulsar a Rusia de sus bases militares en Siria. Turquía buscará afirmar una mayor influencia sobre Siria, hacer retroceder a Israel del territorio sirio y eliminar cualquier amenaza de los kurdos sirios. HTS eliminará a las minorías [alauitas, drusos, cristianos, yazidíes, etc.] y a la oposición para consolidar su poder dentro de Siria y, a partir de entonces, es probable que cambie su enfoque hacia las potencias externas.
Es probable que la guerra configure un nuevo equilibrio de poder. Los kurdos intentarán mantener cierta autonomía, aunque es probable que HTS y Turquía contrarresten tales ambiciones. Los representantes estadounidenses y turcos ya están luchando entre sí, lo que podría descontrolarse. Rusia reducirá su presencia en sus bases militares en Siria para reducir los riesgos de perder activos, aunque negociará con las nuevas autoridades de Damasco para preservar sus bases militares. Hasta ahora, HTS no ha respondido a los ataques de Israel, aunque es poco probable que el odio compartido hacia Irán y Hezbolá sea suficiente para mantener la alianza a largo plazo.
La destrucción de una Siria independiente también permite a Israel y Estados Unidos cortar el corredor físico de transporte de Irán [no sólo a través de Siria, sino también de Irak] para apoyar a Hezbolá y Hamás. Líbano puede ahora ser estrangulado, y la destrucción de Palestina continuará con una resistencia significativamente menor. ¿Seguirán siendo los gobiernos árabes de la región tan obedientes a Washington una vez disminuida la influencia de Irán? ¿Y cómo tratarán de ampliar su influencia en el actual vacío de poder?
Sin el apoyo fiable de Hamás y Hezbolá [a Damasco], Israel también estará en mejores condiciones para atacar a Irán. Inmediatamente después del colapso del gobierno de Asad, Israel aprovechó para destruir la mayoría de los sistemas de defensa aérea de Siria y conquistar grandes franjas de territorio sirio más allá de los Altos del Golán. Es probable que Israel ya esté planeando un ataque contra Irán a través de territorio sirio y habrá grandes esfuerzos para arrastrar a Estados Unidos a una guerra contra Irán. Podemos esperar más historias falsas y frenéticas en los medios de comunicación sobre la agresión iraní contra EE.UU., y el lobby israelí exigirá que EE.UU. participe en un ataque militar contra Irán. Con el debilitamiento de Hamás y Hezbolá como aliados importantes, y enfrentado a un Israel envalentonado, Irán puede sentirse obligado a adquirir una fuerza nuclear disuasoria. Una nueva Guerra Fría más amplia, la asociación de Irán con Rusia y China, los impulsos expansionistas de Israel, el rápido desarrollo de las tecnologías, la creciente asertividad de Yemen, los engaños de Erdoğan, la creciente ira por el genocidio en Palestina y otras variables inciertas harán difícil predecir lo que ocurrirá en las próximas semanas. El equilibrio de poder regional se ha visto alterado y existen pocas vías pacíficas hacia un nuevo statu quo.
Las próximas guerras y la narrativa de los medios
La propaganda occidental presenta sistemáticamente todos los conflictos del mundo como una lucha entre la democracia liberal y el autoritarismo. Simplificar y reducir las complejidades de los acontecimientos mundiales a un conflicto entre el bien y el mal es eficaz para fabricar el consentimiento y purgar la disidencia. Sin embargo, los medios de comunicación no explican por qué el público debería celebrar que un grupo terrorista dirigido por un antiguo líder de Al Qaeda [Abu Mohamed al-Golani] se haya hecho con el control de Siria. Los medios también se esfuerzan por explicar por qué Israel responde a la “liberación” de Siria bombardeando sus capacidades militares y apoderándose de su territorio. Los esfuerzos por encubrir a HTS como rebeldes moderados que abrazan la diversidad probablemente durarán poco, ya que las minorías serán «limpiadas» y la situación regional se desmoronará. El silencio y el apoyo al genocidio en Palestina y la destrucción del Líbano ya han desacreditado a las élites político-mediáticas. Apenas hay nadie fuera de los medios que tome en serio a Washington cuando proclama impulsar un alto el fuego mientras suministra armas. Cuando se derrumbe la estabilidad en el Oriente Próximo, la confianza en nuestros políticos y medios de comunicación también continuará su rápido declive.
Glenn Diesen
¿SALVANDO LA DEMOCRACIA?
El 3 de diciembre, el decimotercer presidente de la República de Corea, Yoon Suk-yeol, declaró la ley marcial. Con aspecto cansado y frustrado en su discurso televisado a la nación (se rumorea que podría haber estado bebiendo), justificó esta decisión acusando a la oposición parlamentaria de establecer una “dictadura legislativa”, “conspirar para incitar a la rebelión pisoteando el orden constitucional de la República de Corea libre” y actuar en connivencia con las “fuerzas comunistas norcoreanas”. El estado de emergencia no duró mucho: sólo seis horas, en las que el líder de la oposición, Lee Jae-myung, y sus compañeros congresistas atravesaron un cordón policial en la Asamblea Nacional y se atrincheraron en su interior, donde votaron unánimemente en contra del decreto presidencial. Fueron apoyados por una gran multitud de habitantes de Seúl que se habían precipitado al parlamento, formando un escudo humano para protegerse de los paracaidistas que blandían fusiles de asalto.
Yoon volvió a aparecer en televisión y accedió a revocar las medidas, de las que evidentemente no había informado al aliado más estrecho de Corea del Sur, EE.UU. El 14 de diciembre fue destituido por la Asamblea Nacional; el tribunal constitucional está decidiendo si lo destituye. La opinión pública ha respirado aliviada y la oposición liberal, encabezada por el Partido Demócrata, ha proclamado que se ha salvado la democracia. Pero el episodio revela un rasgo sorprendente de la cultura política surcoreana: la centralidad del anticomunismo en el orden constitucional. Es en este contexto donde debe entenderse el aparente acto de locura de Yoon.
En primer lugar, algunos antecedentes. Yoon nació en 1960 en Seongbuk, un barrio acomodado del norte de Seúl. Sus dos padres eran profesores universitarios. En los últimos días se ha hablado mucho del hecho de que Yoon asistiera al instituto Chungam junto con su ministro de Defensa, Kim Yong-hyun, y se ha especulado sobre una “facción Chungam” en el círculo íntimo de Yoon y su papel en la planificación del decreto de ley marcial. Tras estudiar Derecho en la Universidad Nacional de Seúl, Yoon aprobó el examen de acceso a la abogacía en 1991 y, tras varios casos de gran repercusión como fiscal, incluida la investigación por corrupción que llevó a la detención de la ex presidenta Park Geun-hye, se incorporó a la Fiscalía del Distrito Central de Seúl. Fue nombrado fiscal general en 2019 por el entonces presidente Moon Jae-in, pero su relación se agrió después de que Yoon llevara a cabo investigaciones contra el ministro de Justicia de Moon, entre otros aliados. Tras su dimisión en marzo de 2021, Yoon se aseguró la candidatura presidencial del derechista Partido del Poder Popular (PPP).
El contraste entre Yoon y su predecesor ha sido muy marcado. Moon celebró una reunión histórica con el norcoreano Kim Jong-un en abril de 2018, que dio lugar a la Declaración de Panmunjom para la Paz, la Prosperidad y la Reunificación de la Península de Corea: comprometiendo formalmente a los dos países a la “desnuclearización” y abordando la perspectiva de un tratado de paz. Donald Trump había sido un firme partidario de esta entente cordiale durante su etapa en la Casa Blanca. Pero en el momento de las elecciones presidenciales surcoreanas de 2022, se había ido a pique. La campaña estuvo dominada por cuestiones internas, principalmente la falta de viviendas asequibles (el 81% de los coreanos de 20 años viven con sus padres, la tasa más alta de la OCDE) y las secuelas económicas del Covid-19, de las que el PPP trató de culpar a la administración Moon. Yoon triunfó sobre su rival del Partido Demócrata, Lee Jae-myung, por un estrecho margen, obteniendo un amplio apoyo entre los votantes masculinos más jóvenes.
Yoon había desatado la polémica durante el ciclo electoral al sugerir que Corea del Sur se beneficiaría de una semana laboral de 120 horas. En el cargo, intentó aumentar la jornada de trabajo semanal máxima de 52 a 69 horas, lo que provocó una gran reacción de los jóvenes y los sindicatos, que señalaron que no eran los trabajadores ociosos sino las bajas tasas de natalidad lo que explicaba los males económicos del país. Aunque Corea del Sur ocupa el segundo lugar del mundo en I+D, el crecimiento de la productividad se ha ido estancando debido al declive demográfico: del 6,1% en 2001-10 al 0,5% en 2011-20. Yoon también consiguió provocar una huelga sobre las cuotas de admisión en las facultades de medicina que supuso la dimisión del 90% de los médicos en formación como señal de protesta. En política exterior, el presidente fue de línea dura y trató de elevar las relaciones con Japón al nivel de una alianza militar estratégica. Además de una hostilidad manifiesta hacia Corea del Norte, Yoon avivó el sentimiento antichino. El superávit comercial de la República de Corea con este país se convirtió en un déficit de unos mil millones de dólares en la primera mitad de su presidencia.
La segunda mitad de la presidencia de Yoon ha estado definida por el escándalo. Se nombró a un fiscal especial para investigar las acusaciones contra su esposa, que iban desde la manipulación del precio de las acciones hasta el soborno, pasando por manejos cuestionables en las nominaciones para los puestos del PPP. Yoon intervino en la fiscalía, ignoró las acusaciones, ejerció agresivamente sus poderes de veto en la Asamblea Nacional y rechazó de inmediato cualquier negociación con el partido mayoritario de la oposición. Sin embargo, tales controversias, incluida la propia declaración de la ley marcial, resultan engañosas cuando se toman de forma aislada; los comentarios suelen derivar hacia el espectáculo de las intrigas palaciegas a expensas de cuestiones estructurales más profundas.
¿Cómo dar sentido, entonces, a lo que parece haber sido un auténtico intento de devolver a Corea del Sur a una forma de gobierno militar? La carrera de Yoon como fiscal, que le enseñó una obstinada beligerancia a expensas de la negociación diplomática, puede ayudar a explicar su reciente acto de arrogancia. Estudiar Derecho en la República de Corea ofrece sin duda muchas oportunidades para estudiar detenidamente los libros de jugadas extralegales de los regímenes autoritarios de dictadores del pasado como Park Chung-hee y Chun Doo-hwan. El 10 de diciembre, Hankyoreh informó que el ex ministro de Defensa, Kim Yong-hyun (presunto miembro de la llamada «facción Chungam»), había estado intentando provocar un conflicto fronterizo limitado con Corea del Norte como pretexto para imponer la ley marcial. Dado que ésta sólo puede declararse en tiempos de guerra o de emergencia nacional, es posible que se haya ideado una estrategia para proporcionar a Yoon motivos legítimos para su decreto y reactivar así su coja presidencia (tras la derrota en las elecciones legislativas de mayo, la agenda política del PPP de Yoon ha quedado bloqueada). Queda por ver cómo se relaciona esto con la declaración de Yoon del 3 de diciembre, y si el presidente pretendía fingir un conflicto con Corea del Norte una vez aplicada la ley marcial.
Pero esto también debe considerarse históricamente. Bruce Cumings caracterizó a Corea del Sur y Japón hacia finales de la década del 40 como “los sujetos de una doble política de contención (…) tanto para contener al enemigo comunista como para constreñir al aliado capitalista”. La integración de Corea del Sur en la economía mundial se basaba en la supuesta necesidad de combatir el comunismo, una amenaza invocada por los sucesivos gobiernos para suprimir las libertades políticas, a través de la Ley de Seguridad Nacional (LSN). Ostensiblemente diseñada para proteger a Corea del Sur respecto a su vecino del norte, la LSN funciona como una «constitución dentro de la constitución», proscribiendo el reconocimiento de Corea del Norte como entidad política, la impresión y distribución de propaganda “antigubernamental” y la promoción de la “rebelión contra el Estado”. Al día de hoy, la ley sigue utilizándose para sofocar la oposición al statu quo. En 2014, se invocó para prohibir un partido de izquierdas de reciente creación, los Progresistas Unificados, después de que obtuvieran unos resultados sorprendentemente buenos en las elecciones a la Asamblea. Y el pasado agosto, fue citado por la policía para justificar el allanamiento de las oficinas del Partido Democracia Popular, la incautación de sus documentos y la detención de su líder, Lee Sang-hoon.
El panorama político e ideológico de Corea del Sur se configuró mediante una combinación de éxito económico y frágiles instituciones democráticas, siendo el «anticomunismo» el arma principal de las élites (hoy dominadas por los conglomerados Chaebol de Samsung, Hyundai, LG y otros) para reprimir la política progresista. Sin embargo, se ha producido un cambio gradual en la forma en que se despliega. Atrás quedaron los días en que la afirmación «soy comunista» podía llevar a un coreano a una fosa común. Y ahora nos encontramos en un punto en el que el anticomunismo liberal de la República de Corea –es decir, las leyes de emergencia que funcionan sin problemas en el marco de una constitución liberal– ha mutado en una forma de antiliberalismo. Un incidente revelador fue la cancelación de una charla de Judith Butler en la Universidad Kyung Hee sobre “La democracia y el futuro de las humanidades” a principios de este mes, tras las amenazas de los nacionalistas de derechas. Esto hablaba de un clima cultural más amplio: durante su campaña presidencial Yoon se había presentado con una plataforma explícitamente antifeminista, prometiendo abolir el Ministerio de Igualdad de Género y Familia con el argumento de que la desigualdad estructural de género ya no existe. La realidad es que el acoso sexual y la misoginia en el lugar de trabajo están muy extendidos en la República de Corea. En 2017, Human Rights Watch descubrió que el 80% de los hombres encuestados admitían haber ejercido violencia contra su pareja.
¿Cómo puede evolucionar la situación a corto plazo? En la enrarecida atmósfera de los estudios de televisión surcoreanos, estos escándalos suelen cobrar vida propia. Sin embargo, la audacia del decreto de Yoon, unida a su negativa a dimitir, ha puesto inadvertidamente en primer plano el tema del anticomunismo. Aunque una encuesta realizada en 2021 mostró que la mayoría de la población sigue apoyando la LSN y su controvertido artículo 7, que prohíbe la “rebelión contra el Estado” (una frase que Yoon citó en su discurso televisivo), es probable que las voces que piden su abolición se hagan más fuertes, uniéndose a las de la Asociación Coreana de Periodistas y Amnistía Internacional, que describe la LSN como “una herramienta para silenciar la disidencia y perseguir arbitrariamente a personas que ejercen pacíficamente sus derechos a la libertad de expresión y asociación”.
¿Es probable que sus voces sean escuchadas? Resulta difícil predecirlo. Sin embargo, vemos algunos motivos para el optimismo. En primer lugar, el anticomunismo se considera cada vez más parte de un acuerdo político anticuado, que se cobró la vida de 1,5 millones de personas en la guerra de Corea. Aunque algunos conservadores apoyaron inicialmente las acciones de Yoon, tras la votación sobre la destitución, en la que doce miembros del PPP apoyaron la moción de la oposición, se dice que el partido gobernante se está desmoronando. Cuantas más revelaciones surjan en las próximas semanas sobre falsas amenazas militares de las “fuerzas comunistas norcoreanas”, más difícil será divorciar la oposición a Yoon y al PPP de la oposición al discurso anticomunista en general. Históricamente, el anticomunismo está íntimamente ligado a las declaraciones de la ley marcial: ha habido dieciséis desde 1948. Sin embargo, las alternativas políticas surgidas de la oposición al anticomunismo han evolucionado, señalando un creciente deseo de un nuevo acuerdo político. Hoy en día, los coreanos que participaron en los movimientos prodemocráticos de la década del 80, y la generación más joven de entre veinte y treinta años, consideran en general que la era de la rivalidad intercoreana ha terminado, y que en lugar de suponer una amenaza comunista, Corea del Norte sirve como fantasía neurótica del Estado securitista.
En segundo lugar, la democracia surcoreana tiene la costumbre de brotar en tiempos de crisis. Las protestas a la luz de las velas, la última de las cuales tuvo lugar en 2016-18 contra la ex presidenta Park Geun-hye, vieron a millones de coreanos reunirse en las calles. La noche del 3 de diciembre, los ciudadanos que se congregaron ante la Asamblea Nacional pertenecían predominantemente a la generación prodemocrática de 1987. Sin embargo, el 7 de diciembre, cuando los manifestantes se reunieron en la Asamblea Nacional, los participantes más jóvenes, en particular las mujeres, constituían la mayoría. En los lugares de protesta resonaron tanto himnos democráticos tradicionales como canciones contemporáneas de K-pop. Los organizadores de la protesta anti-Yoon del sábado frente a la Asamblea Nacional afirman que asistieron dos millones de personas. Resulta difícil creer que semejante fuerza del sentimiento vaya a apaciguarse con la suspensión de Yoon de su cargo. Más bien sugiere que cualquier intento por parte del gobierno o de la oposición de tratar esto como una aberración aislada, para reanudar mejor las cosas como de costumbre, probablemente resulte contraproducente y transforme las protestas callejeras en un movimiento democrático más sostenible.
Hoduk Hwang y Jason Baker
UN GENOCIDIO ENTRE DOS CRISIS
CONSIDERACIONES SOBRE EL FUTURO Y EL PASADO DEL ACTUAL MUNDO PELIGROSO
Cuando personajes prudentes como el secretario general de la ONU o el ex diplomático español Miguel Ángel Moratinos dicen que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno” al ignorar el calentamiento global e incumplir los objetivos impuestos, y que nos encontramos “al borde de la Tercera Guerra Mundial”, expresan el mero sentido común de cualquier persona despierta.
Efectivamente, en comparación con situaciones del pasado, el mundo de hoy es peligroso por la combinación y correlación de dos crisis, la una dentro de la otra: la crisis del declive occidental y la crisis del Antropoceno, o mejor dicho del capitalismo antropocénico. Es decir, todo lo vinculado al cambio global [industrialismo y contaminación ambiental, extractivismo y agotamiento progresivo de los combustibles fósiles, agronegocios y deforestación, reducción de la biodiversidad, erosión y desertización del suelo, calentamiento mundial y otros fenómenos interconectados] y que científicos como Antonio Turiel han expuesto aquí [en Figueres, dando conferencias] con gran claridad.
¿Cómo se lee lo de Gaza a la luz de la combinación de estas dos crisis?
Espejo del futuro y retrovisor del pasado
¿Qué mensaje lanza la complicidad occidental con la evidente y criminal negación del principio de igualdad entre seres humanos en el siglo XXI que se observa allá [en los territorios palestinos ocupados]? Sin duda, se trata de un mensaje y un aviso sobre cómo la parte privilegiada de este mundo pretende «solucionar» el callejón sin salida al que nos ha conducido el sistema capitalista. Es decir: la «solución» de mantener islas de libertad y derecho estrictamente protegidas por ejércitos y armadas para, digamos, el 20% de la población mundial, y excluir, recluir, y si es necesario exterminar, al resto en zonas humana y ambientalmente desastradas. El sociólogo Immanuel Wallerstein decía que esto podría no ser muy diferente del orden pregonado por Hitler y los nazis. [Es lo que muchos autores vienen llamando “ecofascismo”]
En nuestro futuro inmediato, grandes cantidades de personas van a ser desplazadas por el cambio climático. Así que hay que preguntarse ¿qué pasará con el impulso, la complicidad y el consenso genocidas de los gobiernos occidentales y sus medios de comunicación que se está viendo en el caso de Gaza, en la perspectiva de una crisis que destruye grandes zonas habitadas del planeta?
En la cumbre COP 28 de Dubái, el presidente colombiano Gustavo Petro dijo:
“El desencadenamiento del genocidio y la barbarie sobre el pueblo palestino es lo que le espera al éxodo de los pueblos del Sur desatado por la crisis (…) lo que el poder militar bárbaro del Norte ha desencadenado sobre el pueblo palestino es la antesala de lo que desencadenará sobre todos los pueblos del Sur cuando por la crisis climática quedemos sin agua; la antesala de lo que desencadenará sobre el éxodo de las gentes que por centenares de millones irán del Sur al Norte”.
A juzgar por lo que estamos viendo en Gaza, es muy poco probable que la violencia, mucho más prolongada y lenta, que experimenta (y experimentará en una medida mucho mayor en el inmediato futuro) la mayoría mundial, como consecuencia del colapso ecológico y el cambio climático, suscite algún tipo de simpatía por parte del establishment occidental. Esto no es solo una predicción. Es también un ejercicio de memoria histórica.
Esta brutalidad tiene precedentes en las sociedades europeas más sofisticadas y cultas. Caracterizó la colonización europea del “Nuevo Mundo” en la cual los colonos blancos mataron a más de 55 millones de indígenas en América del Norte, Central y del Sur a lo largo de cientos de años, hasta el «periodo civilizador» de los siglos XIX y XX, durante el cual Occidente llevó a cabo las más brutales y salvajes campañas de violencia y exterminio en todo el mundo [también en las Américas, nuevamente] bajo la bandera de la modernidad y el desarrollo, particularmente en África y Asia, pero también incluso dentro de las propias fronteras europeas [como en la Segunda Guerra Mundial]. Hacer en Europa algo que en los territorios coloniales no era nada excepcional, fue lo que convirtió a los nazis en criminales, como observó el fundador de la India moderna Jawāharlāl Nehru en un libro escrito hacia 1942 en una prisión colonial británica.
El racismo colonial de Occidente es el nexo cultural e ideológico de las potencias occidentales con Israel, el «valor europeo», si se quiere, que explica la complicidad y la evidente negación del principio de igualdad entre seres humanos en el siglo XXI.
La comprensión ante el “derecho a defenderse” de Israel en países como Alemania, Francia o Inglaterra, es resultado directo de la común historia colonial. Al fin y al cabo, ¿qué está haciendo Israel en Palestina que no hiciera Francia en Argelia e Indochina cuando los de mi generación éramos niños? ¿O Inglaterra en la India de lo que Mike Davis llama el “holocausto tardo-victoriano”? ¿O Alemania con el genocidio herero y namaqua en la actual Namibia a principios del siglo pasado, cuando nuestros abuelos eran niños?
“Gaza”, dice Petro, “es el espejo de nuestro futuro inmediato”. Y me permito añadir: también el retrovisor de nuestro pasado.
El día 10, Raji Sourani, fundador del Centro Palestino para los Derechos Humanos, intervino en la Universidad de Gerona [Cataluña] y dijo que la lucha contra el genocidio de Gaza es la lucha por el futuro de la humanidad. No sé si Sourani pensaba en el escenario de una Gaza planetaria, pero su afirmación es indiscutible.
Declive y solución militar
Entremos ahora en el segundo aspecto, la mencionada “crisis del declive occidental”. ¿Qué contiene ese concepto?
Esa crisis consiste en el intento del Norte Global (categoría que incluye a Rusia) de solventar su pérdida de peso en el mundo por medios militares. Todos sabemos, por ejemplo, que la economía de Estados Unidos, que en 1945 representaba casi la mitad de la economía global, hoy solo representa el 15% del PBI mundial. Y que toda una serie de países que entonces no contaban nada, hoy son potencias emergentes que van a más [China a la cabeza].
En ese contexto veamos la reacción de quienes van a menos.
Rusia.— Es obvio que, pese a su recuperación de los últimos años, la tendencia le afecta de pleno, porque todo el mundo entiende que por muy bien que le vayan las cosas nunca volverá a tener la potencia que alcanzó con la URSS, cuando entre los ríos Elba y Mekong había regímenes inspirados en el soviético. En 1991, poco antes de morir, el extraordinario etnógrafo soviético Lev Gumiliov, hijo de dos de los mayores poetas rusos del siglo XX, Nikolái Gumiliov y Anna Ajmátova, expuso la cuestión con gran claridad al anunciar el inicio de “la gradual decadencia de la étnos rusa, y, transcurrido cierto tiempo, su salida de la escena de la historia, pero, afortunadamente, tenemos algunos siglos por delante para construir y moldear”. Gumiliov sugería con ello que, en cualquier caso, el futuro de Rusia sería la administración de su ocaso. En la Rusia de hoy creo que eso es algo comúnmente aceptado; y precisamente por eso, se busca administrar el declive reformulando su posición en el mundo. [El intelectual francés Emmanuel Todd también viene planteando esto, subrayando mucho el problema del estancamiento demográfico ruso en un país gigantesco, el de mayor extensión territorial del planeta, donde existen vastas zonas despobladas o escasamente habitadas, principalmente en Siberia]
La élite rusa ya no quiere integrarse en Europa, donde solo le ofrecían un papel subalterno incompatible con su identidad de gran potencia, sino vincularse a la pujante China y al Sur Global emergente. Cree que mediante una alianza con Pekín y potenciando el movimiento de los BRICS+ y las relaciones con el Sur Global que estuvo en buena sintonía con la URSS, logrará mantener mucho mejor su soberanía a medio y largo plazo en un mundo multipolar con varios centros de poder.
La guerra de Ucrania rompe una tendencia de 300 años en la historia de Rusia, la del enfoque hacia Europa de Pedro el Grande, en el siglo XVIII, y al mismo tiempo otorga a la crisis de su régimen bonapartista una prórroga para transformarse, mediante un nuevo contrato social con su población que está siendo formulado bajo la certeza de un endurecimiento del autoritarismo y la promesa de una mayor nivelación social. [Lo que el sociólogo ucraniano Volodymyr Ishchenko ha llamado “keynesianismo militar”]
La Unión Europea.— Fue una fórmula en la misma lógica de preservación: una serie de antiguas potencias coloniales venidas a menos que se unen para poder seguir siendo dominantes [Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, España, Holanda, Bélgica, etc.]. Pero, de momento, el experimento solo ha logrado situarlas en el papel de “ayudantes del sheriff”.
La guerra de Ucrania fortalece su dependencia, política, militar y económica, de Estados Unidos, pero las incertidumbres del segundo mandato de Trump siembran el desconcierto entre los vasallos. En el orden interno sus estados miembros pierden nivelación social, soberanía y sustancia representativa por haber delegado competencias a instituciones oligárquicas no electas que gobiernan el conjunto: el Banco Central Europeo, en política económica y monetaria, la OTAN, en política exterior y de defensa, y la Comisión Europea en casi todo lo demás relativo a gobernanza. Lo menciono para comprender de paso que la distancia de todo esto con los regímenes autoritarios, autocráticos, de partido único, o como se quiera definir, es mucho menor de lo que nos explican.
Estados Unidos.— Aunque algunos de sus mandatarios digan que quieren “hacer América grande de nuevo”, MAGA ( lo que sugiere cierto reconocimiento de decadencia), básicamente no aceptan el propio enunciado del problema –el declive– y quieren mantener mediante la guerra la ilusión de dominio unipolar en solitario soñada tras el fin de la Guerra Fría. Ven a China como el enemigo principal, y el pulso con Rusia y la sumisión de la Unión Europea como parte de ese combate con China. En el orden interno, hay división en el establishment de Washington sobre la táctica a seguir [más o menos intervencionismo o aislacionismo, más o menos laissez faire o proteccionismo, más o menos agresividad militar o soft power], pero no en el objetivo estratégico de preservarse como número uno, y continuar sirviendo a los intereses de los más ricos.
Como denominador común a los tres, diremos que el impulso guerrero une todos estos propósitos en los tres escenarios: Europa, Medio Oriente y Asia oriental.
Si en el caso de Rusia y Estados Unidos se entiende la lógica de sus respectivos objetivos y ambiciones, en el caso europeo todo parece mucho menos racional. Y eso pese a que es en Europa, de donde partieron dos guerras mundiales, donde el escenario bélico está ahora más candente [por la guerra de Ucrania].
En los tres escenarios, las potencias implicadas son potencias nucleares. En Europa: Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Rusia. En Medio Oriente, EE.UU. e Israel. En Asia oriental, Estados Unidos, China, Corea del Norte y Rusia. Eso define un peligro aún mayor que el de aquella época en que las superpotencias capaces de destruir el mundo solo eran dos [la Guerra Fría, con los EE.UU. y la Unión Soviética].
Como recuerda el reloj del juicio final, del Bulletin de los físicos nucleares de la Universidad de Chicago, asistimos a las tensiones nucleares más peligrosas desde la crisis de los misiles de Cuba, en 1962. Después de aquella crisis se estableció un cuerpo de normas y acuerdos –firmados o implícitos– sobre conductas y zonas de influencia entre las dos superpotencias nucleares, que contribuyeron a evitar el desastre de una guerra nuclear. Hoy todo ese entramado argumental y diplomático, con sus tratados de control de armamentos y desarme, o se ha desmontado en las últimas décadas (siempre a iniciativa de Estados Unidos), o es ignorado con gran ligereza por responsables políticos que ya carecen de experiencia biográfica generacional de guerra. Estamos asistiendo a la ruptura del canon de la Guerra Fría en materia de relaciones entre superpotencias nucleares, sin que nada lo haya sustituido.
Principios importantes de aquel canon eran [1] no colocar junto a las fronteras del adversario nuclear recursos militares capaces de anular su disuasión, y [2] no avanzar en alianzas militares hostiles. Ambos se han violado en Europa.
A partir de 1992, los neocons proclamaron que habían ganado la Guerra Fría, pensaron que podían afirmar un poder hegemónico exclusivo y sin cortapisas en el mundo, y se lanzaron a reordenarlo. Muchos estrategas de Estados Unidos dijeron que era un error, y los hechos demostraron que tenían razón: el resultado fue un gran desorden en Medio Oriente, que ahora se extiende como guerra en Europa, y gran aumento de las tensiones con China en Asia oriental. Hablo de “desorden”, pero las cifras sugieren que se debe emplear un término más próximo a lo criminal: desde el 11 de septiembre de 2001 neoyorkino, la guerra constante desatada por EE.UU. y sus aliados –en Afganistán, Irak, Libia Yemen, Siria, etc.– ha gastado 8 billones de dólares (dos veces el PBI de Alemania) para ocasionar entre 4,5 y 4,7 millones de muertes (directas e indirectas) y 38 millones de desplazados. En Ucrania, tenemos centenares de miles de muertos, en su inmensa mayoría soldados; y en ambos bandos, dos ejércitos de mutilados, viudas y huérfanos. Obviamente en el caso de Ucrania, como en el de Siria, no toda –pero sí la principal– responsabilidad es de Estados Unidos. Podemos escribir un libro sobre las responsabilidades rusas y ucranianas en el conflicto y discutir el reparto, pero lo que es indiscutible es que la iniciativa, el vector principal, es norteamericano, euroamericano si se considera el seguidismo de la Unión Europea.
Ahora, entre el nerviosismo europeo por la victoria de Trump y ante la posible perspectiva del envío de tropas de la OTAN a Ucrania, asistimos a la reformulación de la política nuclear rusa. Se constata que la condición de Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo, ese miedo que evitó la guerra nuclear en el pasado y que, por tanto, para Rusia es imperativo que se recupere, para evitar una catástrofe mayor. En ese contexto, se sitúa el uso demostrativo de nuevas armas hipersónicas que no pueden ser interceptadas, como el misil Oreshnik. Hay que tener en cuenta, además, que la historia del pulso nuclear entre las superpotencias de la Guerra Fría estuvo llena de situaciones que escapaban a la voluntad de sus líderes y que se resolvieron por el azar o el sentido común de personajes insignificantes. Por todo ello, es imperativo preguntarse hoy por este tipo de peligros.
Guerra, tiempo y estupidez
Con todo este peligro nuclear, al igual que con muchos otros problemas globales (como la desigualdad social y regional, o la superpoblación), se puede convivir. Convivir peligrosamente, podríamos decir. Pero se puede. De hecho, medio siglo de Guerra Fría bajo la amenaza de la Destrucción Mutua Asegurada [MAD, por sus siglas en inglés], así lo demuestra. Pero a diferencia de la amenaza que supone el arma nuclear, la crisis del calentamiento global es algo que, conforme no haces nada para atajarla, aumenta. No se puede convivir con ella sin entrar en desastres, como la hipótesis genocida del presidente Gustavo Petro.
Así que, ahora, cuando los tiempos exigen una estrecha y urgente concertación internacional –en primer lugar entre Estados Unidos y China– para atajar la crisis climática, la guerra, el guion de los imperios combatientes, ya no es solo el desastre criminal que siempre fue, sino que además es una estupidez. Mientras se hace la guerra, se pierde un tiempo del que no disponemos como especie. Por eso siempre digo que, si un extraterrestre observara nuestra situación, concluiría que los dueños de este mundo peligroso han perdido la razón.
Rafael Poch-de-Feliu
LOS TRES NACIONALISMOS EN AMÉRICA LATINA
Lenin distinguía tres tipos de nacionalismo y postulaba estrategias socialistas diferentes frente a las variantes reaccionarias [oligárquicas], democrático-burguesas y revolucionarias de esa corriente.
En toda su trayectoria priorizó la batalla frontal contra la primera vertiente, contraponiendo los principios de solidaridad del internacionalismo, a la rivalidad entre potencias y a la ideología chauvinista de la superioridad nacional.
El líder bolchevique remarcó que, en esos casos las tensiones entre países eran utilizadas por las clases dominantes, para preservar el capitalismo y reforzar la explotación de los trabajadores. Señaló que el nacionalismo era exacerbado por los poderosos, para oscurecer los antagonismos sociales con engañosas contraposiciones patrióticas. Destacó que ese contrapunto apuntalaba la subordinación de los asalariados a sus patrones, bloqueando la confraternidad de los oprimidos con sus hermanos de clase de otros países.
Distinciones y actitudes
El cuestionamiento marxista del nacionalismo cobró centralidad, cuando la Primera Guerra Mundial derivó en una masacre sin precedentes. Lenin denunció que las banderas nacionalistas esgrimidas por los distintos bandos eran el disfraz utilizado por las clases capitalistas, para dirimir supremacías en el mercado mundial.
El líder bolchevique detalló cómo los enriquecidos oponían a un pueblo contra otro, para zanjar primacía en los negocios, definiendo quién embolsaría la mayor tajada en disputa. El carácter reaccionario de ese nacionalismo estaba determinado por la exaltación de los mitos identitarios con fines bélicos. Ese enardecimiento buscaba anular el clima de concordia requerido para introducir mejoras sociales y progresos culturales. Su objetivo era potenciar el expansionismo imperial.
También en la periferia se verificaba esa modalidad regresiva del patriotismo. Allí era un instrumento de las oligarquías gobernantes contra las minorías extranjeras internas y los pobladores de los países circundantes. Exacerbaban las tensiones fronterizas para reforzar la militarización, a fin de canalizar el descontento popular hacia confrontaciones con los vecinos.
Lenin contraponía esas modalidades de nacionalismo reaccionario en el centro y en la periferia, con las dos variedades progresistas de resistencia que habían despuntado en los países dependientes. La primera vertiente era el nacionalismo conservador de las burguesías nativas afectadas por la dominación (formal o real) de las metrópolis [el nacionalismo “democrático-burgués”]. La segunda era el nacionalismo revolucionario promovido por las corrientes radicales del movimiento popular.
La distinción entre ambos sectores fue intensamente discutida a principios de los años 20 en los congresos de la III Internacional, cuando la expectativa inicial de una revolución socialista decayó en Europa y despuntó en Oriente. Partiendo de esa diferenciación, Lenin maduró una estrategia antiimperialista, que privilegiaba el protagonismo popular y la convergencia de los comunistas con el nacionalismo revolucionario.
El dirigente soviético entendía que esa diferenciación de nacionalismos debía corroborase en la práctica. Las tendencias conciliatorias y combativas se verificaban en la lucha y en las posturas frente a la izquierda. La hostilidad o convergencia con el socialismo era un dato clarificador de la impronta real de cada nacionalismo. Lenin subrayaba que la concreción de los frentes antimperialistas requería la aceptación de una militancia comunista autónoma.
Esas hipótesis quedaron zanjadas en la práctica. La convergencia inicial en Indonesia se repitió en China, hasta que la sustitución de un liderazgo reformista (Sun Yat-sen) por otro conservador (Chiang Kai-shek), derivó en una brutal persecución contra la izquierda. Ese viraje ilustró cómo el nacionalismo burgués puede tornarse reaccionario, cuando avizora el peligro de un desborde anticapitalista de sus aliados rojos.
Estas primeras mutaciones en los tiempos de Lenin anticiparon secuencias muy semejantes a lo largo del siglo XX. Los episodios de radicalización y aproximación socialista del nacionalismo coexistieron con episodios opuestos. El perfil definitivo de cada nacionalismo quedó muy definido por esas conductas. Hubo tantos casos de reafirmación del nacionalismo revolucionario, democrático-burgués o reaccionario, como ejemplos de mutaciones hacia las variantes complementarias.
Lenin aportó una clasificación inicial para orientar alianzas con esos controvertidos socios. Lejos de establecer un patrón fijo para los frentes que auspiciaba, subrayó esa dinámica cambiante. Incentivó la audacia para conformar acuerdos y propició la cautela para evaluar su recorrido. Para Lenin el antiimperialismo no era un fin en sí mismo, sino tan solo un eslabón para desenvolver la batalla contra el capitalismo. Con esa mirada aportó una guía general para caracterizar al nacionalismo.
La vertiente reaccionaria [u oligárquica]
La clasificación de Lenin tuvo una importante verificación en América Latina durante el siglo XX. El nacionalismo precisó su perfil en estrecha conexión con dos rasgos singulares de la región: el predominio del imperialismo estadounidense y la mixtura de la autonomía política con la dependencia económica.
La preeminencia de la primera potencia se tornó indiscutible, luego del desplazamiento de los rivales europeos y la consagración de la Doctrina Monroe, como un principio ordenador de la zona. Estados Unidos consumó incontables intervenciones en el Caribe y Centroamérica e impuso su predominio económico sobre el resto del continente.
Esa dominación se consumó sin alterar la soberanía formal, que los principales países conquistaron en el siglo XIX. Ese logro diferenció a la región del grueso de Asia y África, que se emanciparon tardíamente del colonialismo. También distanció a la zona de las naciones de Europa oriental, que forjaron Estados independientes con gran retraso histórico. Pero esa independencia de Latinoamérica nunca se tradujo en soberanía efectiva y desarrollo económico endógeno. Prevaleció una sujeción financiera, productiva y comercial que frustró ese despegue.
Las oligarquías exportadoras comandaron un bloque de clases dominantes que convalidó el padrinazgo estadounidense. Esa alianza manejó la estructura autónoma de los Estados para reforzar el enriquecimiento de una minoría a espaldas del resto de la sociedad. El nacionalismo reaccionario consolidó esa inequidad. Aumentó su presencia con guerras interregionales y con campañas chauvinistas contra los inmigrantes, los pueblos originarios y la población afroamericana.
En América Latina nunca despuntó el nacionalismo imperial prevaleciente en las metrópolis. Pero se verificaron muchas variantes oligárquicas en las coyunturas de conflagración fronteriza. Esa irradiación reaccionaria se verificó en Argentina y Brasil durante la guerra contra el Paraguay (1864-1870), en el choque del Pacífico entre Chile y Bolivia-Perú (1879-1884) o en la sangría del Chaco, que opuso a Bolivia con Paraguay (1933-1935). Gran Bretaña y Estados Unidos alimentaron esas luchas intestinas para su propio beneficio.
El nacionalismo reaccionario en la periferia adoptó modalidades semejantes a sus pares del centro. Propició el mismo objetivo de comprometer a las masas en confrontaciones ajenas a sus intereses. Incentivó la recreación de los viejos mitos de superioridad de una nación sobre otra, que las clases dominantes utilizaron para contener el descontento popular y cooptar a los nuevos sectores de la ciudadanía que se incorporaban a la vida política.
Esas similitudes no alteraron las diferencias del chauvinismo de la periferia con sus equivalentes del centro. Sólo el nacionalismo imperial apuntaló la disputa por los principales mercados y consagró la supremacía de una potencia sobre otra. Sus pares de menor porte rivalizaron por pequeñas tajadas y mantuvieron una estricta subordinación a las potencias dominantes.
Un escenario del mismo tipo despuntó con el fascismo a mitad del siglo XX. En todos los países de América Latina irrumpieron intentos de copia de Hitler, Mussolini y Franco, con verborragias y estilos muy parecidos. Pero en ningún lugar se consumaron conflictos bélicos equivalentes a las guerras mundiales. Tampoco prevalecieron en esa época los asesinatos masivos en nombre de la superioridad racial-biológica.
No estuvo en juego en la región la recuperación de espacios geopolíticos arrebatados por los rivales y no se impuso el espíritu de venganza o la movilización del resentimiento de una población desesperada. El objetivo fascista de contener la amenaza de una revolución socialista afloró en América Latina con cierta posterioridad y durante la Guerra Fría. Se multiplicaron las dictaduras represivas, pero con formatos distintos al modelo totalitario del fascismo.
Las clases dominantes recurrieron a esas tiranías para lidiar con el desafío popular, situando a las fuerzas armadas en un lugar protagónico de la gestión del Estado. Ese tipo de gobiernos facilitó la contrarrevolución y coexistió en ciertos casos con disfraces de constitucionalismo.
El nacionalismo militar de esa época adoptó un perfil anticomunista, siguiendo el libreto que Estados Unidos exportó a todo el bloque occidental [la Doctrina de la Seguridad Nacional]. La mentada “defensa de la patria” no fue una concepción local enraizada en cierta identidad específica, sino una mera adaptación a la apología del capitalismo que propagaba el Departamento de Estado [desde Washington].
La inconsistencia del patriotismo de las dictaduras latinoamericanas siempre radicó en su descarada subordinación a los Estados Unidos. Toda la retórica de exaltación a la nación chocó con ese sometimiento y esa duplicidad afectó también al sustento eclesiástico del nacionalismo conservador. Las cúpulas del clero combinaron sus mensajes tradicionalistas con una burda defensa de los valores de Occidente.
La variante burguesa
La segunda vertiente del nacionalismo evaluada por Lenin, la democrático-burguesa, tuvo una incidencia más significativa en América Latina. Despuntó como una variante típica de los capitalistas locales para promover la industrialización, en tensión con las oligarquías agromineras volcadas a la exportación.
Esa burguesía nacional aspiró a desplazar del poder a sus adversarios de los grandes bancos y empresas extranjeras, e intentó capturar los recursos tradicionalmente acaparados por esos segmentos. Recurrió a distintos mecanismos de intervención estatal, para canalizar la renta generada en los sectores primarios hacia la inversión fabril.
Ese proyecto se afianzó en la segunda mitad del siglo XX y alcanzó gran incidencia en los países de mayor porte. En el resto de la región, despuntó en sectores específicos, sin llegar a consumar procesos efectivos de industrialización. En la mayoría de los casos, recurrió a la intermediación de militares o burócratas, con escasa relevancia del sistema constitucional. Desarrolló un nacionalismo muy amoldado a esos perfiles.
Sus teóricos ensalzaron a la nación como un ámbito natural de articulación de la población. Promovieron principios de unidad, para realzar la pertenencia común de los ciudadanos a un territorio, una lengua y una tradición compartidas. Con esa ideología [el populismo], expusieron las conveniencias específicas de las clases capitalistas locales, como un interés general de toda la población.
Ese abordaje les permitió presentar las políticas económicas industrialistas de la época como un logro general de la comunidad, ocultando que perpetuaban la explotación y favorecían el empoderamiento de las nuevas élites modernizadoras. Realzaron la prioridad de los valores de la nación sobre la lucha social, para consolidar su control del Estado y suscitar la obediencia o adhesión de los oprimidos.
Los dos principales exponentes de esta vertiente fueron el peronismo en Argentina y el varguismo en Brasil. La primera corriente introdujo grandes conquistas sociales, sostenidas en los sindicatos y en la movilización popular, en un contexto de llamativa tensión con Estados Unidos.
Por la intensidad de los conflictos sociales, internos y geopolíticos, la propia élite industrialista –junto al grueso del Ejército y la Iglesia– terminaron en la vereda opuesta de ese proyecto. En los momentos decisivos de la disputa, la jefatura del peronismo rehuyó la confrontación, marginó a su ala «jacobina» y concilió con el statu quo. Todos los diagnósticos generales expuestos por Lenin sobre el nacionalismo democrático-burgués fueron corroborados por el peronismo.
En Brasil, Getúlio Vargas debutó con un perfil más conservador, con mayores compromisos con la oligarquía y un gran alineamiento con EE.UU. Pero auspició al mismo tiempo un sostenido debut de la industrialización alentada por los capitalistas locales. Cuando esbozó cierta defensa de los trabajadores y un acercamiento al modelo de Perón, los grupos dominantes forzaron su desplazamiento. También en este caso se corroboraron los vaivenes anticipados por Lenin.
La corriente revolucionaria
El nacionalismo revolucionario tuvo un enorme desarrollo en América Latina y confirmó la relación con el socialismo que había intuido el líder bolchevique. Promovió acciones antiimperialistas en varias circunstancias del siglo XX, con numerosos actos de resistencia al despojo perpetrado por el opresor imperial.
Esta corriente compartió con el nacionalismo democrático-burgués la oposición a los regímenes oligárquicos, pero fomentó el protagonismo popular. Adoptó un cariz «jacobino» y, en contrapunto con sus pares del nacionalismo convencional, avaló el empalme de las luchas nacionales y sociales. En algunos países conformó una fuerza autónoma, y en otros emergió en conflictiva convivencia con el nacionalismo burgués.
En Nicaragua se registró una de sus primeras epopeyas, cuando las tropas norteamericanas ocuparon el país (1926) y el general liberal Sandino forjó un ejército popular de resistencia. Al final fue traicionado y asesinado, en el debut de las tropelías del somocismo.
La gesta de Sandino tuvo un inmediato impacto en El Salvador bajo la conducción de Farabundo Martí, un combatiente de Nicaragua que lideró la primera revolución explícitamente socialista de la región. Ese intento de gobierno obrero-campesino emuló en varias localidades el modelo de los soviets, pero fue sangrientamente doblegado. Legó un gran antecedente de convergencia del comunismo con tradiciones antiimperialistas.
Esa herencia pesó en la revolución guatemalteca de 1944, que combinó la acción militar del capitán Arbenz con la gestión reformista de Arévalo, en un gobierno favorable a la mayoría indígena y a la redistribución de la propiedad agraria. El bloqueo imperial, la traición del generalato conservador y la intervención armada de mercenarios de la CIA sofocaron esa radicalización del proceso nacionalista.
También la gesta de Torrijos en Panamá –que desembocó en la recuperación soberana del Canal en 1977– formó parte de los hitos antiimperialistas de Centroamérica. Estados Unidos incumplió lo pactado, se autoasignó el derecho de intervención y lanzó a sus marines sobre el estratégico istmo en 1989.
Una dinámica de radicalidad nacionalista semejante se verificó en las Antillas, que Estados Unidos siempre trató como una extensión de su propio territorio, luego de sustituir al decaído imperio español. La resistencia contra ambas potencias (y sus equivalentes de Francia, Holanda e Inglaterra) determinó la tónica de numerosas rebeliones.
Esa impronta presentó la lucha del independentismo de Puerto Rico, en las protestas callejeras y en la lucha armada de la primera mitad del siglo XX. Más contundente fue ese proceso en la República Dominicana, cuando la demanda de retorno del líder Bosch (1965) derivó en una invasión estadounidense y en una heroica resistencia bajo la conducción del coronel Caamaño.
El protagonismo de sectores militares en el nacionalismo revolucionario se corroboró también en Sudamérica, a partir de la sublevación del tenentismo brasileño en 1922. Los jóvenes oficiales que pretendían reformas democráticas ensayaron primero un golpe, luego una rebelión y finalmente protagonizaron la larga marcha de la columna Prestes. No lograron el soporte masivo que esperaban, pero convergieron en forma explícita con el proyecto político del comunismo.
Durante el grueso del siglo XX, Sudamérica estuvo sacudida por intensas luchas populares como el Bogotazo de Colombia (1948), que inauguraron enfrentamientos armados, signados por la confluencia de fuerzas liberal-nacionalistas con el comunismo. En menor escala, esa misma convergencia se verificó en Venezuela, creando el precedente del principal proceso antiimperialista del siglo XXI.
Pero la mayor revolución de la centuria pasada [en Sudamérica] se localizó en Bolivia (1952), bajo el comando de las milicias armadas de los mineros, que forzaron la rendición del alto mando militar. Ese triunfo abrió el proceso radical del MNR (Paz Estenssoro-Siles Suazo), que introdujo beneficios sociales, eliminó el voto calificado e inició una gran reforma agraria [y la nacionalización de las grandes corporaciones mineras]. La contención inicial de esa transformación desde la propia cúspide del Estado (1956) derivó en la reversión consumada por el golpe derechista que orquestó la embajada estadounidense (1964).
La centralidad del proletariado minero en esa revolución repitió aspectos clásicos del bolchevismo, tan inéditos en Sudamérica como la derrota y disolución del Ejército. En ese caso, la convergencia de la izquierda con el nacionalismo radical fue muy traumática y quedó neutralizada por el viraje conservador de esa última fuerza.
Al poco tiempo se verificó en Perú un proceso clásico de nacionalismo radical-militar liderado por Velasco Alvarado (1968). Ese gobernante inició una importante reforma agraria, complementada con la nacionalización de los servicios públicos esenciales. Su reemplazante (Morales Bermúdez) comandó posteriormente una reacción de sectores conservadores que neutralizaron esos logros, hasta el retorno del viejo presidencialismo derechista (Belaunde Terry en 1980). Los límites del nacionalismo radical para profundizar los procesos transformadores volvieron a irrumpir en este caso. Las ocasionales simpatías por la izquierda no alcanzaron para inducir un curso anticapitalista de reformas sociales y proyectos antiimperialistas.
La significativa presencia de militares en el nacionalismo revolucionario de la región constituyó un dato tan relevante, como la sintonía general de esa corriente con los proyectos socialistas. Esa afinidad con la izquierda determinó, en ciertos casos, el distanciamiento de esa corriente del nacionalismo clásico (por ejemplo, Ortega Peña y J. W. Cooke en el peronismo).
Lo ocurrido en México fue también clarificador de la dinámica general de esos sectores. El cardenismo compartió con el nacionalismo democrático-burgués la oposición a los regímenes oligárquicos, pero continuando la enorme transformación inaugurada por la monumental insurrección campesina de 1910 [la Revolución Mexicana].
Esa revolución se desenvolvió en sucesivas etapas, que incluyeron la radicalización cardenista. Ese gobierno (1934-40) profundizó la reforma agraria, amplió las mejoras sociales, nacionalizó el petróleo y desenvolvió una política exterior muy autónoma del dominador estadounidense. Tomó partido por la España republicana e impulso una educación popular con explícitos contornos socialistas [recuperando la tradición laicista y anticlerical de la Guerra de Reforma, la Revolución Mexicana y la Ley Calles]. Aunque mantuvo algunos perfiles del nacionalismo clásico, el cardenismo consolidó fuertes vínculos con la vertiente revolucionaria.
Finalmente, Cuba aportó el ejemplo de convergencia plena del nacionalismo revolucionario con el socialismo. Corporizó como ningún otro caso el empalme avizorado por Lenin. Esa materialización se explica en parte por la radicalización que presentaron las luchas en una isla que, desde el fin del siglo XIX, localizó batallas simultáneas contra el colonialismo español y el imperialismo estadounidense.
En la insurgencia posterior contra las dictaduras militares se consolidó el ala revolucionaria, que transformó el triunfo contra Batista (1959) en la primera gestación latinoamericana de un proceso socialista. Bajo la dirección de Fidel, el Movimiento 26 de Julio reconstituyó el Partido Comunista e introdujo medidas de nacionalización, que abrieron un rumbo anticapitalista. (…)
Desorientación y replanteos
Durante la gestación del marxismo en América Latina, la distinción entre nacionalismo burgués y revolucionario fue asimilada por Mella y Mariátegui, en polémica con la impugnación de ambas variantes que fomentaba el oficialismo comunista. Pero ese escenario cambió radicalmente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, luego del fallido compromiso de Hitler con Stalin que derivó en la invasión alemana a la Unión Soviética.
La defensa de la URSS se transformó en la prioridad de todos los partidos comunistas del mundo y determinó la postura de esas organizaciones, frente a gobiernos afines a los Aliados o al Eje. El elogio a los primeros y el rechazo a los segundos influyó en la actitud de las organizaciones mayoritarias de la izquierda, frente al nacionalismo imperante en cada país. Si en el período de entreguerras estas últimas corrientes eran igualmente condenadas por su obstrucción a la lucha de clases, a partir de 1941 fueron aprobadas o rechazadas según su alineamiento con el bando ponderado en la disputa internacional.
Ciertamente la defensa de la URSS era un criterio válido para definir el posicionamiento comunista en la coyuntura de cada país. Pero la adopción extrema y unilateral de esa postura condujo a numerosos despropósitos. La primera exageración fue visible en los partidos influidos por el PC de Estados Unidos, que bajo la dirección de Browder auspiciaron la subordinación a Roosevelt. Esa actitud indujo a sus pares de América Latina a retacear la resistencia contra el imperialismo norteamericano, que era elogiado como un gran aliado de Stalin contra Hitler.
Esta orientación condujo también al abandono de las huelgas que afectaban a las empresas del Norte. La denuncia del despojo consumado por el opresor yanqui fue sustituida por la reivindicación de su “buena vecindad”, a fin de consolidar frentes antifascistas con fuerzas afines al Departamento de Estado. Ese idilio se prolongó hasta la derrota del Eje y el inicio de la Guerra Fría de Washington contra Moscú.
En los países en que esa convergencia con el enemigo imperialista coincidía con la presencia de gobiernos alineados contra el Eje (como México), no hubo mayores tensiones. Pero en los lugares donde esa adscripción era difusa (Brasil) o estaba ausente (Argentina), se generalizó la equivocada caracterización de Vargas o Perón como fascistas. En otros países la sintonía con Estados Unidos condujo a integrar gobiernos derechistas (Cuba) o a forjar alianzas con el conservadurismo contra el nacionalismo (Perú).
Esa política no fue unánime en todas las organizaciones comunistas, ni implicó una simple subordinación de esos partidos a Moscú. Pero generó adversidades coyunturales o daños irreparables en el largo plazo. Los críticos de esa estrategia postularon combinar la defensa internacional de la URSS en bloques antifascistas, con la preservación de la resistencia antiimperialista contra el enemigo imperial estadounidense.
Esta segunda postura fue motorizada por los pensadores afines a la consideración de la problemática específica de la región, que inauguraron Mella y Mariátegui. Sus promotores registraban que la raigambre popular y progresista de muchos nacionalismos, convivía con una postura internacional ambigua de esas corrientes.
En la segunda mitad del siglo XX se consolidó otro giro de los Partidos Comunistas hacia la conformación de frente comunes con la burguesía nacional. Propiciaban generar un escenario favorable al desarrollo de un capitalismo progresista y anticipatorio del socialismo. Difundieron una teoría de la “revolución por etapas”, que convocaba a favorecer la expansión burguesa para apuntalar la maduración de las fuerzas productivas y el posterior salto hacia el socialismo.
Esa estrategia volvió a desconocer la diferenciación propuesta por Lenin entre nacionalismo burgués y radical, para subrayar en este caso las virtudes transformadoras de la primera vertiente. Esos méritos tornaban prescindible cualquier diferenciación con la segunda corriente. Con esas alabanzas se justificaron acuerdos con los exponentes del establishment, que empujaron al olvido el ideal socialista. La Revolución Cubana quebrantó ese conservadurismo y recompuso el barómetro de Lenin en la evaluación del nacionalismo latinoamericano.
Continuidades ultraderechistas
La distinción entre tres variantes del nacionalismo persiste como un legado de Lenin para la estrategia socialista del siglo XXI. Entre los marxistas ha sido muy frecuente la esquematización de esa diferencia, destacando los pilares clasistas de cada variante. El nacionalismo reaccionario fue asimilado con la oligarquía, el nacionalismo democrático-burgués con la burguesía nacional y el nacionalismo radical [o revolucionario] con la pequeño-burguesía.
Esa clasificación meramente sociológica simplifica un fenómeno político, que no se esclarece tan solo registrando cuáles son los intereses sociales subyacentes en juego. Pero ese señalamiento es útil como punto de partida para evaluar el perfil de cada vertiente.
La ultraderecha actual defiende los intereses de los sectores más concentrados del capital. En cada país expresa una articulación específica de esas conveniencias y tiende a representar diversos segmentos del capital financiero, agrario o industrial. Al igual que la oligarquía del pasado, defiende el statu quo y los negocios de la élite del capitalismo. Apuntala a los privilegiados, canalizando el descontento general contra los sectores más desamparados de la sociedad. Con actitudes disruptivas, disfraces de rebeldía y poses contestarias [Trump, Bolsonaro y Milei, por ej.] pretende aplastar a las organizaciones populares.
En América Latina busca anular las conquistas obtenidas durante el ciclo progresista de la década pasada y despliega una explícita venganza contra ese proceso para frustrar su repetición. Recurre al punitivismo frente a cualquier delito de los pobres, eximiendo a los ladrones de guante blanco. Su estrategia económica combina el giro keynesiano hacia la regulación estatal, con políticas neoliberales de reforzamiento de las privatizaciones, las exenciones impositivas y la desregulación laboral. Apuntala el abandono del industrialismo desarrollista y, sin asumir un perfil fascista, encarna un nítido giro hacia el autoritarismo reaccionario. Pretende neutralizar todos los aspectos democráticos de los sistemas constitucionales actuales.
La ultraderecha contemporánea retoma muchos aspectos de sus antecesores en el plano ideológico [la cruzada neoconservadora, la “batalla cultural”]. Intenta resucitar el viejo nacionalismo nativista –con su tradicional carga de resentimientos contra el extranjero– para enaltecer el pasado y endiosar la identidad nacional. Exalta el “Día de la Raza” para repudiar el despertar de los pueblos originarios de América Latina y reivindica las dictaduras del Cono Sur. Comparte el tipo de resurgimiento nacionalista que sucedió a la caída de la URSS [en la Europa del Este] y al agotamiento más reciente de la globalización neoliberal.
Pero la variedad reaccionaria de nacionalismo que retorna en América Latina continúa apagada, porque perdió el prestigio del pasado y carece de cimientos desarrollistas. Al igual que en otras regiones, reflota los mitos del pasado. No puede recurrir a la nostalgia del dominio global que imaginan sus pares de Estados Unidos, ni a las reminiscencias del pasado victoriano, que destacan sus colegas británicos. Su margen de acción está muy acotado por el achicamiento del poder militar autónomo interno.
Sus voceros refuerzan el viejo anticomunismo en incansables campañas contra el marxismo, detectando irradiaciones de ese mal en todos los costados de la sociedad. De esa forma, acentúan el sometimiento a los mandatos de EE.UU. Tienden a sustituir las guerras fronterizas por el simple acompañamiento a las prioridades geopolíticas de Washington.
Esa ultraderecha avanza en la región al mismo ritmo que sus pares en el mundo, pero afrontando importantes derrotas. Fracasó su golpe en Bolivia y la consiguiente secesión de Santa Cruz. También falló su asonada en Brasil y el intento de doblegar al progresismo en México. En Venezuela juegan una partida decisiva reavivando las conspiraciones, y en Argentina el resultado final de su embestida sigue pendiente. La batalla contra ese enemigo es la prioridad de la izquierda.
Reformulación progresista
El progresismo es la modalidad contemporánea del nacionalismo conservador y de la vertiente democrático-burguesa que avizoró Lenin. Esa continuidad está oscurecida por la fisonomía socialdemócrata que presenta esa corriente y por sus discursos alejados del nacionalismo clásico. Exhibe un perfil de centroizquierda –más semejante a otros pares del planeta– que a las típicas tradiciones latinoamericanas.
Estas diferencias de forma no alteran la equivalencia conceptual del ecléctico progresismo actual con sus antecesores del nacionalismo burgués [el populismo latinoamericano clásico]. En ambos casos han expresado los intereses de los sectores capitalistas locales, que intentan políticas de mayor autonomía del mandante estadounidense, convalidan mejoras sociales y chocan con la élite conservadora que controla los Estados.
Sus políticas económicas industrialistas del pasado se reciclan con el formato neodesarrollista actual. El limitado distanciamiento con el liberalismo reaparece en las posturas frente al neoliberalismo contemporáneo. Los viejos compromisos con la gran propiedad agraria se reciclan mediante la convalidación actual del extractivismo. Las industrias nacionales, que pusieron en pie con proteccionismo y sustitución de importaciones, son retomadas con estrategias más cautelosas.
El nacionalismo burgués del pasado estuvo frecuentemente timoneado por las fuerzas armadas, que ocuparon un rol determinante en los procesos de industrialización y en los choques con los adversarios conservadores. Ese sujeto cambió en forma significativa en la era actual de regímenes constitucionales, que el progresismo asume como un sistema político propio, ideal e inalterable. El viejo rol protagónico del Ejército ha quedado sustituido por un cuerpo de funcionarios especializados, al comando de las principales áreas del Estado. Esa élite es vista como el principal instrumento transformador de la realidad latinoamericana.
El progresismo actual también comparte con su antecesor la reivindicación de la nación como el principal referente de su actividad. Pero a diferencia del pasado, ese ámbito está ligado a un proyecto latinoamericano, en concordancia con la regionalización que impera en otras zonas del planeta.
Los proyectos progresistas desbordan el marco fronterizo y la construcción de la CELAC o UNASUR presenta una novedosa centralidad estratégica, en comparación a las viejas políticas exclusivamente centradas en el ámbito nacional. El propio alcance de la nación ha sido revalorizado junto a estos cambios, incorporando cierto reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios.
Las formas de conexión del progresismo con sus precursores directos son muy variadas. En algunos casos presenta ligazones visibles (el kirchnerismo con el peronismo, MORENA con el cardenismo), y en otras más ambiguas (Lula con Vargas, Boric con Frei, Castillo con el APRA). Pero en todos los casos se verifican nexos con referentes históricos, afines al proyecto de desarrollo nacional burgués.
Al igual que su precedente, el progresismo ha transitado por períodos diferenciados. En la actualidad, protagoniza un ciclo más extendido y fragmentado que el anterior; y sin contar con los contundentes liderazgos de la década pasada, enarbola planteos más moderados. También afronta la oscilación de coyunturas muy cambiantes. En 2008 predominaba en toda la región y en 2019 se encontraba a la defensiva frente a la restauración conservadora. A comienzos del 2023 volvió a recuperar primacía y actualmente confronta con una gran contraofensiva ultraderechista.
Tres gobiernos progresistas conservan un gran sostén popular. Petro en Colombia, con su prioridad de la paz y ciertas reformas sociales. Lula en Brasil, con un tibio desahogo económico y la esperanza de impedir un retorno de Bolsonaro. López Obrador y su sucesora Claudia Sheinbaum en México, que propinaron una paliza electoral a la derecha, en un contexto de mejora del nivel de vida popular y creciente repolitización. [Un mes después de que Katz publicara este artículo, el Frente Amplio ganó las elecciones generales en Uruguay, con Yamandú Orsi imponiéndose en segunda vuelta con el 52% de los votos]
La contraparte de esas expectativas son tres casos de frustración. La gestión caótica e impotente del derrocado Castillo en Perú. El desengaño con Gabriel Boric, que convalida el tiránico manejo del poder militar, el control de la economía por parte de una élite de millonarios y la clausura de la dinámica constituyente [amén de la renovada militarización de la Araucanía]. En Argentina, el monumental fracaso de Alberto Fernández [inflación desmadrada, aumento de la pobreza, etc.] abrió el camino para la llegada de Javier Milei.
Como ocurrió con el antecesor nacionalista, el progresismo actual incluye un sector que promueve políticas exteriores más autónomas de Estados Unidos (Petro, Lula, MORENA), frente a otra vertiente que acepta la subordinación al Departamento de Estado (Boric). También en este terreno las vacilaciones de la centroizquierda potencian la ofensiva de la ultraderecha.
Radicalidad contemporánea
Los cuatro gobiernos que conforman actualmente el eje de gobiernos radicales (Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba) padecen el acoso sistemático del imperialismo norteamericano. Esa hostilidad los conecta con sus antecesores del nacionalismo revolucionario. La confrontación con el agresor estadounidense persiste como el principal condicionante de esos procesos.
Los lideres de la vertiente histórica (Sandino, Prestes, Velazco Alvarado, Torres, Torrijos) fueron tan difamados y diabolizados por EE.UU. como Chávez, Maduro o Evo. Esa animosidad proviene de la consecuencia antiimperialista de esa tradición y su tendencia a converger con proyectos socialistas. La Revolución Cubana sintetizó un empalme, que en el siglo XXI recobró fuerzas con el proceso bolivariano y el proyecto del ALBA.
Una innovación del nacionalismo revolucionario actual ha sido su apertura hacia el movimiento de indígenas y negros, con la consiguiente integración de la opresión étnica y racial a la problemática de la dominación nacional. La conformación del Estado Plurinacional en Bolivia ha sido uno de los principales logros de esa ampliación de horizontes del nacionalismo radical.
Pero el período actual también ha confirmado el carácter mutable de esa vertiente. Como ya ocurrió en el pasado, incluye componentes próximos o lindantes con el progresismo convencional (equivalente al nacionalismo democrático-burgués del pasado). También se verifican tendencias al giro autoritario que signó el declive y la involución del nacionalismo árabe (Hussein, Gadafi, al-Ásad).
El futuro de este espacio se dirime actualmente en Venezuela. Allí se procesa una disputa entre la renovación del proceso bolivariano y su erradicación a manos de la derecha. El último episodio de este prolongado conflicto fueron las elecciones [julio de 2024]. Los opositores volvieron a presentarlas como un fraude, repitiendo la evaluación que hicieron frente a otros resultados desfavorables. Esos comicios fueron convocados al cabo de trabajosas negociaciones y compromisos, que fueron ignorados por la oposición ante la potencial adversidad de los cómputos.
Venezuela continúa sufriendo la hostilidad de la prensa hegemónica internacional, que apuntala todos los intentos de golpismo. Ese acecho obedece a las cuantiosas reservas de petróleo que detenta el país. El imperialismo estadounidense continúa embarcado en múltiples intentos por recuperar el control de esos yacimientos, y ha buscado repetir en Venezuela lo que hizo en Irak o Libia. Si Chávez hubiera terminado como Sadam Hussein o Gadafi, nadie mencionaría lo que actualmente sucede en una perdida nación de Sudamérica. Cuando logran su cometido de tumbar a un presidente diabolizado, los voceros de la Casa Blanca se olvidan de la nación acosada. Nadie sabe hoy quién es el presidente de Irak o Libia.
Tampoco se habla del sistema electoral de Arabia Saudita. Como Estados Unidos no puede presentar a los jeques de esa península como adalides de la democracia, simplemente silencia el tema. Los mandantes yanquis han concertado con la derecha un compromiso de privatización de PDEVESA y observan con gran preocupación el eventual ingreso de Venezuela a los BRICS+. Ya se apropiaron de CITGO, de las reservas monetarias en el exterior, aumentaron las sanciones y cerraron el acceso del país a cualquier tipo de financiamiento internacional.
En este caso, se verifica plenamente la validez de la estrategia antiimperialista de Lenin. Esta política presupone apuntalar la defensa del oficialismo sobre los adversarios, que operan como peones del imperio, en un país asediado por las sanciones económicas y atacado sin pausa por los medios comunicación.
Ese sostén al gobierno no implica convalidar la política económica oficial, el enriquecimiento de la «boliburguesía» o la judicialización de las protestas sociales. Pero ninguna de esas objeciones pone en duda cuál es el campo donde debe situarse la izquierda. Ese terreno se localiza en el ámbito opuesto al enemigo principal, que es el imperialismo y la ultraderecha. Lenin razonaba en esos términos.
Bolivia ofrece un segundo ejemplo de experiencias actuales del nacionalismo radical. Allí se implementó [con el Movimiento al Socialismo] un modelo económico inicialmente exitoso. Se logró el uso productivo de la renta, junto a la concreción de avances productivos sostenidos en la orientación estatal del crédito bancario.
La coyuntura actual es muy distinta y está signada por un serio freno de la economía, junto a grandes dificultades para motorizar los demorados proyectos de biodiésel, farmacéutica y química básica. En el plano político, una derecha muy golpeada puede recuperar primacía como consecuencia de la división del MAS. Esa fractura del oficialismo reactiva también los intentos golpistas, que están siempre latentes como un Plan B de las clases dominantes. [Recuérdese, por ej., el cuartelazo abortado del general Zúñiga, el 26 de junio]
El caso de Nicaragua [con Daniel Ortega del FSLN] ilustra una trayectoria muy distinta. Comparte con el bloque radical la hostilidad del imperialismo estadounidense, pero el curso político ha quedado signado por la injustificada represión a las protestas del 2018. Más inadmisible ha sido la persecución de reconocidos héroes de la revolución [sandinista]. No cabe duda de que el agresor estadounidense es el enemigo principal, pero ese reconocimiento no implica silenciar, ni justificar, la política del oficialismo.
Finalmente, Cuba persiste como el caso más singular de continuidad de una epopeya socialista. Luego de seis décadas de bloqueo, la resistencia de la isla continúa generando reconocimiento, admiración y solidaridad. Pero los graves problemas económicos subsisten, en un contexto de inflación, estancamiento y gran dependencia del turismo. Como las soluciones inmediatas a esas falencias supondrían un agravamiento de la desigualdad, las reformas se posponen y el país no consigue motorizar un modelo de crecimiento semejante a China o Vietnam. En este caso, las enseñanzas de Lenin incluyen una actualización de la Nueva Política Económica (NEP), que el líder bolchevique aplicó con gran reintroducción del mercado, para lidiar con las desventuras de la crisis.
El sistema institucional flexible que impera en la isla y el cambio generacional en la dirección política permiten apostar al logro de un punto de equilibrio entre mantener las conquistas y apuntalar el crecimiento. La defensa de la Revolución Cubana es el gran freno a la embestida regional de Estados Unidos y sus peones de la derecha. Esa resistencia continúa inspirada en ideales convergentes del nacionalismo radical con el socialismo, cuyas raíces teóricas estudiaremos en un próximo texto.
Resumen
La distinción leninista de nacionalismos se corroboró en América Latina. La variante reaccionaria comandó tiranías sin diputar gravitación internacional, la democrático-burguesa industrializó con hostilidad a la lucha social, la revolucionaria empalmó con luchas nacionales y sociales. Mella y Mariátegui polemizaron con el desconocimiento, la descalificación y la idealización de esas corrientes. Hubo incomprensión en la izquierda de la autonomía internacional del nacionalismo y pasiva aprobación posterior de su proyecto capitalista. La ultraderecha es autoritaria, confronta con el ciclo progresista, abandonó el desarrollismo y está sometida a Washington. El progresismo recrea el antecedente convencional con retórica socialdemócrata, constitucionalismo y regionalismo. La vertiente radical resiste al agresor estadounidense y dirime futuros en Venezuela y Cuba.
Claudio Katz