Nota.— El texto que sigue lo hemos pensado como una suerte de «epígrafe» al número 2 de Corsario Rojo, que hoy finalmente ve la luz, tras muchos días de trabajo febril contra reloj. Se trata de un pasaje de The Red Rover, la clásica novela de aventuras del escritor estadounidense James Fenimore Cooper. Por su proyección en la literatura anglosajona y universal, The Red Rover (1827) es considerada una de las obras fundacionales del género marinero en general, y del subgénero pirata en particular. ¿Su pertinencia aquí? La sola traducción del título aclarará bastante el asunto: The Red Rover significa, en inglés, nada menos que “El Corsario Rojo”, exactamente como el nombre de nuestra revista trimestral. No es, por cierto, una coincidencia fortuita, sino deliberada: un homenaje, en buena parte (también una metáfora). Quienes deseen mayores precisiones al respecto, pueden leer, en el primer número de nuestra revista, el editorial “A navegar” y el dossier sobre Salgari. También el ensayo “La fantasmagoría de Kalewche” de nuestro compañero Federico Mare, publicado en la edición cero del semanario Kalewche, con fecha 3 de septiembre de 2022.
La trama de The Red Rover está ambientada a mediados del siglo XVIII –año 1759, para ser más exactos– en las costas de la Norteamérica colonial británica, contra el telón de fondo de la guerra de los Siete Años (aunque el último capítulo da un salto de “más de veinte años” hasta después de la guerra de Independencia que daría origen a los Estados Unidos). Narra la compleja y fluctuante relación entre el joven Harry Wilder –un honrado y eficiente oficial de la Royal Navy en misión secreta– y el veterano Capitán Heidegger, un temido y carismático líder filibustero apodado Corsario Rojo, quien resulta no ser tan villano como se suponía, y poseer atributos de héroe romántico que suscitan admiración y simpatía. El pasaje que aquí reproducimos pertenece al capítulo 1. Es un diálogo entre el sastre Hector Homespun, un hombre mayor y locuaz que vive en la ciudad portuaria de Newport (Rhode Island), y su cliente Pardon Hopkins, alias Pardy, un muchacho campesino de tierra adentro, muy curioso. La conversación gira, precisamente, en torno al Corsario Rojo. En el fragmento que citamos, quien habla primero es Homespun.
La edición castellana que hemos utilizado es la siguiente: J. Fenimore Cooper, El Corsario Rojo, Barcelona, Toray, 1979. Traducción de Eugenio Sotillos.
Volveremos a tematizar la novela de Fenimore Cooper en el futuro, traduciendo del inglés alguna monografía sobre ella o publicando un ensayo de nuestra propia cosecha. Algo parecido haremos con el otro Corsario Rojo que hemos adoptado como «numen onomástico» de nuestra revista trimestral: el Corsaro Rosso de Emilio Salgari, a quien ya presentamos oportunamente en CR1, tanto en el editorial como en el dossier sobre el escritor italiano.
El número 2 de Corsario Rojo –lo anunciamos con fanfarrias de alegría y una pizca de orgullo– ya está disponible en la página web de Kalewche, con acceso totalmente libre y gratuito. Para abrir o descargar el material (artículos sueltos o PDF completo), hay que hacer clic en la imagen de la portada de CR2 que figura a la derecha, o bien, ir al menú superior del sitio y entrar a la última ventana, aquella que lleva la etiqueta “Revista Corsario Rojo”.
Nuestra gratitud con todas aquellas personas que hacen posible esta utopía político-intelectual-literaria: autores, colaboradores, lectores, suscriptores… ¡Bienvenidas y bienvenidos a bordo! ¡A la mar! ¡A navegar!

El lugar a donde vamos a llevar al lector no es ni más ni menos que a la tienda de un sastre que no desdeñaba entrar en los más mínimos detalles de su profesión y de ser él mismo su único obrero. El humilde edificio se encontraba a poca distancia del mar, en un extremo del pueblo y en una situación tal que el propietario podía contemplar toda la belleza de la dársena interior, e incluso, por un pasaje abierto al agua entre las islas, la superficie tan apacible como un lago de la bahía de la entrada. Había un muelle pequeño y poco frecuentado ante su puerta, en tanto que un cierto aire de negligencia y la ausencia de todo ruido demostraban que este lugar no era la sede directa de la prosperidad comercial tan elogiada de Newport.

Por la tarde era como una mañana de primavera, pues la brisa rizaba la superficie de la dársena dando ese dulzor particular que caracteriza el otoño en América. El digno obrero trabajaba en su oficio, sentado sobre su banco cerca de una ventana abierta, y más satisfecho de él mismo que mucha gente a la que la fortuna ha situado entre cortinas de terciopelo y oro. En el exterior de la pequeña tienda, un campesino de gran estatura, de modales torpes, pero fuerte y bien formado, se balanceaba, con el hombro apoyado sobre una de las paredes de la tienda. Parecía como si esperase el vestido que el otro estaba haciendo, y que se propusiera adornar las gracias de su persona.

Para abreviar y quizá para satisfacer unos enormes deseos de hablar, a los que el que manejaba la aguja estaba muy dado, no pasaba mucho tiempo sin que uno no le dirigiera la palabra al otro. Como la conversación tenía relación directa con el principal protagonista de nuestra novela, nos permitiremos narrar las partes que nos parezcan más apropiadas para servir a la exposición de lo que seguirá. Diremos al lector que el que trabajaba era un viejo ya en el declive de la vida, y cuya apariencia anunciaba que, bien sea porque la suerte le hubiera sido siempre adversa, o bien porque ella le hubiese privado de sus favores, no podía apartar la pobreza de su morada a no ser con la ayuda de mucho trabajo y de una extrema frugalidad.

—(…) espero humildemente que Su Graciosa Majestad tenga a bien dirigir sus augustos pensamientos hacia los piratas que infectan la costa, y ordene a alguno de sus valientes capitanes que dé a esos granujas el mismo tratamiento que ellos quieren imponer a los demás. Será un maravilloso espectáculo para mis débiles ojos ver al famoso Corsario Rojo, tanto tiempo perseguido, llegando a este mismo puerto a remolque de un barco del rey.

—¿Acaso es un granuja furioso ése de quien habla?

—¡Él! Hay más de uno en ese barco de contrabando. Son todos unos bandidos sedientos de sangre y rapiñas, hasta el último de los grumetes de la tripulación. ¡Es una verdadera tristeza, una verdadera desolación, Pardy, oír el relato de sus fechorías en los mares del rey!

—Mucho he oído hablar del Corsario –contestó el campesino–, pero nunca me han contado con detalle sus piraterías.

—¿Cómo vas a poder conocer, muchacho, tú que vives en el interior, lo que ocurre en el vasto océano, igual de bien que nosotros que vivimos en un puerto tan frecuentado por los marinos? Temo que regreses tarde a tu casa, Pardon –añadió dirigiendo la mirada a unas rayas trazadas sobre las tablas de su tienda, por medio de las cuales podía calcular la marcha del sol–; van a dar las cinco de la tarde, y tienes que andar dos veces ese número de millas antes de poder, moralmente hablando, alcanzar el punto más cercano de la granja de tu padre.

—El camino es fácil y la gente honrada –respondió el campesino al que no preocupaba que se hiciese medianoche, con tal de poder llevar el relato de algunos terribles robos sobre el mar a los oídos de quienes, como él sabía bien, le rodearían a su vuelta para conocer las noticias del puerto–. ¿Y es en efecto tan temible y tan buscado como el pueblo dice?

—¡Buscado! Hay pocos marinos en el gran océano, tan valientes para la guerra como Josué el gran caudillo judío, que no prefiriesen mejor ver antes tierra que las velas de ese maldito pirata. Los hombres combaten por la gloria, Pardon, como puedo decir haberlo visto a través de tantas guerras, pero nadie quiere encontrar un enemigo que, de buenas a primeras, levante un estandarte sangriento, y que está preparado para hacer saltar por el aire a amigos y enemigos si se da cuenta que el brazo de Satán no es suficientemente largo para socorrerle.

—¿Si el granuja es tan furioso –dijo el muchacho dando a sus miembros vigorosos un aire de orgullo– por qué la isla y sus plantaciones no envían un barco para traerlo aquí, a fin de que se pudiese disfrutar del espectáculo de una horca beneficiosa? Que el tambor redoble con este fin en nuestro vecindario, y creo que uno por lo menos se presentará voluntario.

—¡He aquí los propósitos de un hombre que jamás ha visto una guerra! ¿De qué sirven los mayales y las horcas contra unos hombres que están vendidos al diablo? Se ha visto con frecuencia al Corsario por la noche o en el momento en que el sol acababa de ponerse, junto a los barcos de Su Majestad y encontrándose totalmente cercados los bandidos, había motivos para creer que les tenían ya encadenados; pero cuando amanecía, el pájaro había escapado de su nido, el diablo sabrá cómo.

—¿Y los malvados están tan sedientos de sangre que han sido llamados Rojos?

—Ese es el nombre de su jefe –respondió el sastre confiado en la importancia que le daba el conocimiento de una leyenda tan importante–, y tal es también el nombre que se le da a su barco; que ningún hombre que haya puesto el pie en él ha regresado para contar si había otro mejor o peor. ¡Dios mío, ni viajero ni marinero! El barco es como una balandra real, según se dice, por su forma y construcción. Pero ha escapado milagrosamente a más de una buena fragata, y una vez, uno lo dice muy bajo, pues nadie se atrevería a pronunciar muy alto tan escandaloso relato, permaneció durante una hora bajo el fuego de un barco de cincuenta cañones, y a la vista de todos pareció hundirse como la sonda hasta el fondo del mar; pero cuando aplaudían y felicitaban a sus vecinos por el feliz castigo que se había dado a los granujas, entró en el puerto un navío de las Indias Occidentales que había sido saqueado por el Corsario al día siguiente en que se pensó que ya habían terminado con ellos para siempre.

—¡Y bien!, es inaudito –respondió el campesino a quien el relato empezaba a causar una profunda impresión–. ¿Es un barco bien hecho, y de buen ver? ¿Y, se podría decir que es un barco viviente?

—Hay distintas opiniones: unos dicen que sí, otros que no. Pero yo sé de un hombre que ha viajado una semana en compañía de un marino que, arrastrado por una borrasca, ha pasado a una distancia de cien pies de ese barco. La mano del Señor se hizo notar en las olas, y el Corsario tuvo que cuidar de que su barco no sucumbiera. El amigo de mi amigo vio perfectamente al barco y al capitán, sin correr el menor peligro. Decía que el pirata era un hombre que podía ser algo más grueso que la mitad del predicador de hoy, tenía el pelo del color del sol en una niebla, y unos ojos que nadie quisiera ver por segunda vez. Le vio tan bien como yo le veo a usted; pues el bandido se mantenía sobre la tilla de su barco, haciendo señas al honrado mercader, para que no avanzase por temor a que los dos navíos se dañasen al chocar.

—Era un intrépido marino este mercader, para osar aproximarse tanto a semejante malvado sin piedad.

—Yo le aseguro, Pardon, que lo hacía absolutamente contra su voluntad. ¡Pero la noche era tan oscura!

—¡Oscura! –interrumpió el otro–. ¿Entonces cómo pudo verle tan bien?

—Esto nadie sabría decirlo –respondió el sastre–; pero por lo que se ve, él ha visto bastante bien todo lo que le he dicho. Más aún, ha tomado buena nota del barco, con el propósito de reconocerlo si el azar o la Providencia le pone otra vez en su camino. Era un largo barco negro, hundido en el agua al igual que una serpiente en el césped, con un aire de maldad diabólica, y una dimensión muy grosera. Todo el mundo dice que parece navegar más rápido que las nubes, y que demuestra inquietarle poco el lado por donde sople el viento; también dicen que no es fácil escapar a su persecución ni al tratamiento que prepara.

James Fenimore Cooper