Fotografía: Fiesta Nacional de la Vendimia de 1954. Fuente: https://mendozantigua.blogspot.com
Ninguna realeza es buena para el pueblo. Ninguna, ni siquiera aquella que, como la de estas latitudes cuyanas, se reduce a un simple simulacro, a una distracción festiva, a un «adorno floral» del protocolo de estado. Ya se sabe: la monarquía vendimial no es teocrática, ni hereditaria, ni vitalicia. Tampoco es absolutista, ni constitucional. No hay en ella derecho divino, ni dinastías, ni autocracia, ni potestad política alguna. Se reina pero no se gobierna, y la corona muda de cabeza todos los años.
La realeza vendimial de Mendoza es, pues, respetuosa del régimen republicano. Lo es, sin dudas, en la letra. Pero no en el espíritu. Por muy imaginaria que sea una institución monárquica, su sola existencia mancilla los principios democráticos de libertad e igualdad. Como en muchos cuentos de hadas del folclore centroeuropeo, la realeza vendimial conlleva –y concita– una idealización romántica de la figura mayestática. Constituye un anacronismo cultural, un tributo nostálgico a la sociedad autoritaria y jerárquica del Antiguo Régimen. ¿Hemos olvidado que América, nuestro continente, se hizo orgullosamente independiente librando cruentas guerras contra los reyes de Europa –Borbones y otros– en nombre de la causa republicana?
Definitivamente, la realeza vendimial atrasa. Su origen la delata: es una tradición inventada, parafraseando a Hobsbawm. Una tradición fabricada en Mendoza, a mediados de la Década Infame, por el neoconservadurismo ganso de tendencia azul (antiliberal, nacionalcatólica), en concurso con el revisionismo histórico de derechas.
Recordemos que el decenio de 1930 fue un período oscurantista de alta toxicidad ideológica, la época de apogeo del nazifascismo y otros etnonacionalismos autoritarios a nivel mundial, desde el Portugal de Salazar hasta Japón de Hirohito, desde la Polonia de Piłsudski hasta la Sudáfrica de Hertzog. Eran los años del Blut und Boden, la mística romántica de «sangre y tierra», raza –o estirpe– y suelo. Una época en que hacía furor el comunitarismo en clave völkisch: patrioterismo, tradicionalismo, nativismo, racismo, telurismo, costumbrismo, ruralismo, organicismo, corporativismo, etc. Un populismo de derechas, entre conservador y reaccionario.
Sirva este dato como botón de muestra: no es casual que la Fiesta de la Vendimia haya incluido siempre, desde sus orígenes, un Almuerzo de las Fuerzas Vivas. Las implicaciones fascistoides o corporativistas de este concepto –fuerzas vivas– no debieran ser pasadas por alto a la ligera. Hoy, corrección política mediante, el evento recibe un nombre más eufemístico o sutil, pero se trata, más o menos, del mismo perro con otro collar. Tampoco es casual que la invención de la Fiesta de la Vendimia sea coetánea a la del Día de la Tradición, otro vástago ideológico y litúrgico de la Década Infame. El Día de la Tradición es la principal efeméride etnonacionalista –nótese el prefijo etno, para evitar malentendidos– de Argentina, con su sobredosis indigesta de Volksgeist en clave criollista-gauchesca, y toda esa absurda pretensión de reinterpretar y canonizar el poema Martín Fierro de José Hernández como «epopeya nacional».
De modo que no vaya a creerse, por favor, que el mitologema «sangre y tierra» era coto exclusivo de la Alemania hitleriana. El Tercer Reich fue su versión más extrema, más radicalizada, pero de ningún modo la única. La Argentina y la Mendoza de entreguerras también tuvieron sus corifeos del etnonacionalismo. Derechistas nostálgicos sin cura de la Colonia y el rosismo, panegiristas febriles de la Cristiandad y la Hispanidad. Escribieron regueros y regueros de tinta esencializando, idealizando, romantizando las Pampas y los Andes, el pasado gauchesco y el paisaje de las alamedas con acequias, las tres Corrientes Colonizadoras del Río de la Plata y la gesta sanmartiniana del Cruce de los Andes, el país de las llanuras pastoriles y la provincia de los oasis vitivinícolas, la nación y la región que supieron «pacificar» y «civilizar» al indio sublevado (“la cruz y la espada”), para luego recibir con los brazos abiertos al gringo inmigrado (“para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”). La argentinidad al palo, la cuyanidad al palo.
Sin embargo, no es este aspecto ideológico de la Fiesta de la Vendimia el que me interesa abordar aquí, sino otro: el sexismo. La identidad mendocina, la mendocinidad, ha sido construida, en gran medida, sobre el adagio esencialista “Mendoza tierra del sol, del buen vino y de las bellas mujeres”, trinomio pegadizo que conjuga el autobombo provinciano con la naturalización de los prejuicios y mandatos de género. ¿Cabe alguna duda de cuánto debe su popularidad, ese adagio machista, al gran certamen de marzo? El decreto provincial 87 que instituyó la Fiesta de la Vendimia, firmado por el gobernador Guillermo Cano en 1936, ya lo preanunciaba todo. La finalidad de esta celebración con tufillo völkisch sería “exaltar a la uva, al vino y a la belleza de Mendoza”. La mujer inventariada como una posesión más del patrimonio mendocino, como una atracción turística más del paisaje cuyano, como un complemento estético de la vitivinicultura…
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La digresión que sigue es un extracto del material que, como profe de Historia, escribí para mis estudiantes del secundario en Mendoza, en vistas a que conozcan y comprendan los orígenes históricos de la Fiesta Nacional de la Vendimia, y reflexionen con criticidad al respecto.
Su cerebro inventor fue el ministro provincial de Industrias y Obras Públicas del gobernador Cano, el ingeniero Frank Romero Day. Romero Day había estado de viaje por los países vitivinícolas de la Europa mediterránea, por Francia e Italia. Allí vio grandes celebraciones vendimiales de carácter oficial, y le pareció una buena idea imitar eso en Mendoza, donde había festejos de vendimia, pero más pequeños y sencillos, más populares y espontáneos (la tradicional fiesta de las chinas), sin toda esa parafernalia, planificación y espectacularidad de los eventos europeos. Así nació la Fiesta Nacional de la Vendimia en Mendoza: mezclando un poco de tradición local con mucha moda europea, sobre todo italiana. Algo así como un cóctel de costumbrismo criollista y esnobismo europeizante. Recordemos que en esa época Italia era gobernada por Mussolini, el dictador fascista. A Mussolini, que era un demagogo, le gustaban los grandes espectáculos de masas faraónicamente organizados por el estado, llenos de patriotismo, folclore y concordia de clases (¡Nada de internacionalismo socialista! ¡Nada de comunismo «apátrida»! ¡Nada de lucha de clases! ¡nada de revolución!).
Se organizó un carrusel por la avenida San Martín y un banquete en una bodega. El Acto Central se realizó por la noche, en el estadio de Gimnasia y Esgrima (aún no existía el Teatro Griego Frank Romero Day). En la velada, fue aclamada como reina una humilde joven de Godoy Cruz, Delia Larrive Escudero, una cosechadora de solo 16 años, morena y de cuerpo robusto. Hoy ya no hay reinas cosechadoras… Hoy las reinas suelen ser chicas altas, delgadas y blancas –demasiado a menudo rubias y de ojos claros, si se tiene en cuenta nuestra demografía–, de clase alta o media, mayormente urbanitas, que jamás trabajaron en una finca, al menos en tareas manuales. Sería bueno que reflexionáramos sobre esto, y también sobre la costumbre de realizar concursos femeninos de belleza… ¿El aspecto físico, el color de la piel, la contextura del cuerpo y la clase social nos hacen mejores personas?
En 1938, se incorporó una tradición religiosa a la Fiesta de la Vendimia, a contramano de los valores laicos que había propiciado la Generación del 80 en Mendoza (con el estadista liberal Emilio Civit a la cabeza, oligarca contrario a la democracia, pero masón y agnóstico) y luego el incipiente socialismo cuyano (donde descollaban dirigentes de la talla de un Benito Marianetti o un Renato Della Santa). Hablamos de la Bendición de los Frutos, con la participación «estelar» del arzobispo de Mendoza y la presencia de la imagen de la Virgen de Carrodilla, patrona de los viñedos, traída especialmente para la ocasión desde la Iglesia de la Carrodilla, en Luján de Cuyo. Dos años después, se agregó la Vía Blanca. Hacia 1940, la Fiesta Nacional de la Vendimia ya había adoptado su forma clásica, y era muy popular. Solo faltaba un detalle más: la ambientación del Acto Central en un teatro griego. Pero el Frank Romero Day recién se inauguraría en 1963… Fin de la digresión genealógica.
Con el paso de los años, y sobre todo durante la primavera alfonsinista y la era kirchnerista, el tradicionalismo menduco vendimial fue limando un poco sus aristas etnonacionalistas o völkisch, y volviéndose más «políticamente correcto», más progre y multicultural. Así y todo, no ha perdido sus elementos troncales: tributo a las raíces hispánicas coloniales, a la fe católica romana, a la inmigración europea aluvial, al mito meritocrático burgués de «hacer la América», a la sacrosanta «cultura del trabajo y la producción», al boom capitalista de la vitivinicultura, a la armonía comunitaria de clases, al «milagro de la irrigación» en tierras áridas (sin ninguna alusión, por supuesto, al desastre socioambiental río abajo, en las lagunas de Guanacache)… Claro que ahora no puede faltar un emotivo homenaje a los pueblos originarios en el relato (solo huarpes, ¡nada de mapuches!), y a la comunidad afrodescendiente, pero se trata de una mirada «arqueológica», anticuaria, necrológica, lastrada de eurocentrismo culposo y «colonialismo interno» vergonzante: lo que el antropólogo Diego Escolar llama “narrativa de extinción”. Y yo agregaría: racismo benévolo (donde el adjetivo no eclipsa al sustantivo).
Otro elemento crucial que no ha perdido vigencia en el imaginario vendimial es el machismo. Se sigue celebrando con fatuidad sexista, como hace casi un siglo, como en la antediluviana Década Infame del gobernador Cano y sus gansos azules de ideas fascistoides, a las “bellas mujeres”; sin olvidarse del “sol y el buen vino”, desde luego. La Santísima Trinidad del ADN cultural mendocino, la quintaesencia de la cuyanidad ancestral, allí donde también desfilan las acequias y alamedas.
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Hay que tener el alma impasible de un estoico para soportar año tras año, con paciencia y sin fastidio, la elección de las reinas y virreinas de la Vendimia. La pandemia nos dio un respiro en 2021, pero pronto todo volvió a la normalidad… El certamen representa, a todas luces, un espectáculo machista y androcéntrico, una rémora del patriarcado en el imaginario social; un show que cosifica a la mujer y que, por ende, atenta contra su dignidad. Que esta retrógrada tradición perviva en pleno siglo XXI, debiera preocuparnos y avergonzarnos, indignarnos y rebelarnos.
Pero esto no es todo: está además el cholulismo. Tenemos que digerir, por si fuera poco, la fascinación bobalicona sin límites de los medios masivos de comunicación y sus animadores de turno, de la dirigencia política y de las fuerzas vivas, del público presente y también a la distancia (la pantalla boba), con toda su verborrea insufrible de frases hechas, comentarios admirativos, cursilerías demagógicas y reflexiones pacatas. Y de yapa –no lo olvidemos– el deslumbramiento real o fingido de una legión de visitantes foráneos, tanto celebridades de la política y la farándula como turistas anónimos.
Y para colmo de males, la contradicción flagrante, la más grosera incoherencia, el odioso doble discurso: miles y miles de personas que durante todo el año consumen hasta el empacho bestsellers de autoayuda sobre espiritualidad express y misticismo light, y que nunca se cansan de repetir, con fatuos aires de sabiduría, la misma cantinela moralista sobre el tópico de la belleza (la verdadera belleza es la belleza interior, lo esencial es invisible a los ojos, la hermosura no es un mérito porque no requiere talento ni esfuerzo, lo importante no es el cuerpo sino el alma, etc. etc.), de golpe se entregan en actitud de rebaño, sin asomo de culpa y con absoluto desparpajo, a un frívolo y vulgar circo de masas cuya razón de ser es la premiación de la «lindura» femenina en su dimensión física más burda y estereotipada. De repente, las caretas se caen; y todos los clichés que se han rumiado durante el año para presumir que se posee una «filosofía de vida» profunda y ejemplar, quedan arrumbados en el olvido. De aquella «lucidez sapiencial» exhibida más de una vez ante parientes y amistades en charlas de café y sobremesa (una suerte de vulgata de moral católica con oscuras reminiscencias platónicas y algunos retoques posmodernos de teosofía oriental), ya nada se recuerda. Cuando el certamen vendimial de belleza comienza a rodar, los manidos ideales del soma-sema y del vanitas vanitatum aprendidos de memoria durante la infancia en los cursos parroquiales de catequesis –nunca o rara vez concretados en los actos de la vida diaria– se vuelven tan extraños y ajenos a la conciencia, que ni siquiera son objeto ya de una evocación retórica.
Claro que algún resquicio de remordimiento inconsciente hay, y por ello periodistas y candidatas, en su repertorio trillado y encorsetado de preguntas y respuestas, nunca olvidan hacer gala de preocupaciones más elevadas o espirituales, como los estudios terciarios, el bilingüismo, las preferencias en materia de lectura, los hobbies artísticos, la sensibilidad y bondad, los afectos personales, la devoción por la familia, el sentido del deber, los grandes proyectos de vida, el patriotismo, el amor por Mendoza y por el pago chico departamental, el civismo, la fe en Dios, el compromiso social y la mar en coche. Preocupaciones pour la galerie que, por su acartonada solemnidad, su forzada o difusa –cuando no fallida– exposición, y su tono torpemente hiperbólico, generan mucha más hilaridad o vergüenza ajena que convencimiento. Resulta difícil no ver en toda esa verborragia ritualizada un esfuerzo patético dirigido a tratar de disimular lo indisimulable: que las candidatas a reina de la Vendimia no investigan como Marie Curie, ni filosofan como Simone de Beauvoir, ni escriben como Virginia Woolf, ni pintan como Frida Kahlo, ni cantan como Violeta Parra, ni militan como las hermanas Mirabal, porque la suya es una conciencia alienada de Barbie girls, una subjetividad colonizada por los mandatos sociales de género, tanto estéticos (cuerpo esbelto, rostro siempre producido y sonriente, vestuario y accesorios fashion, peinado sofisticado, etc.) como existenciales (noviazgo romántico con un príncipe azul, boda magnífica, luna de miel inolvidable, matrimonio por siempre feliz, hogar confortable, prole numerosa y demás ilusiones color rosa, todo eso que Betty Friedan llamó “la mística de la feminidad”).
No se piense mal: no tengo nada personal contra ellas. Ningún resentimiento me mueve a escribir estas líneas. Y no pierdo de vista que ellas no dejan de ser víctimas de la cultura sexista y hedonista imperante. Pero si nos abstuviéramos de criticarlas, flaco favor les estaríamos haciendo. Porque la crítica sociológica, filosófica y, en última instancia, también política –en el sentido más amplio de esta expresión–, cuando tiene por objeto la deconstrucción y el develamiento de las estructuras sociales de dominación en pos de una convivencia humana más libre e igualitaria, nunca es perniciosa aunque duela, fastidie o enfurezca. Por otra parte, alguna cuota de responsabilidad les cabe, porque, como bien lo explicó Sartre, las personas nunca se limitan a ser nada más que lo que la sociedad hizo de ellas. Siempre son también lo que hacen. Las personas son, pues, lo que hacen con lo que la sociedad hizo de ellas.
¿Y la Iglesia católica de Mendoza? ¿Dónde está su preocupación moral por la escala de valores de sus ovejas? ¿Cuándo el clero y el laicado de esta provincia han criticado la escandalosa vanidad de un certamen que galardona lo superfluo (el atractivo exterior) y relega lo esencial (la virtud interior)? Nunca. Muy por el contrario, se suman con entusiasmo a la gran comparsa vendimial, haciendo a un lado sin pudor las enseñanzas éticas del Evangelio. La moralina edificante se la deja para otras ocasiones: la cruzada contra la despenalización del aborto, la reprobación del sexo prematrimonial y los métodos anticonceptivos, la «guerra santa» contra la ESI y la laicidad escolar, la condena del divorcio y del matrimonio igualitario… ¡Cuánta arbitrariedad y disparidad de criterios hay en su brega moralizadora!
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Premiar la belleza física es algo extremadamente banal, y premiarla en las mujeres, algo perversamente sexista. La hermosura–o mejor dicho, la posesión de un rostro y un cuerpo que se ajustan a ciertos estándares de hermosura históricamente determinados– es una mera herencia genética, un atributo sin mérito ni ninguna utilidad social genuina, dado que no requiere talento ni esfuerzo (salvo que, por supuesto, con laxitud e indulgencia consideremos talento la obsesión por agradar a los varones; y esfuerzo, las horas dedicadas a tal propósito), ni tampoco contribuye al desarrollo de la especie humana. Y una herencia genética, un atributo sin mérito ni ninguna utilidad social genuina, no es algo que deba ser galardonado. Menos que menos cuando las premisas, los criterios y el contexto mismo de la premiación están totalmente viciados por la lógica del sexismo, y resultan plenamente funcionales a la reproducción de un orden cultural donde el machismo sigue muy presente.
Cuánto tiene de arbitrariedad cultural la beldad premiada en la Fiesta de la Vendimia, es algo que se comprueba fácilmente haciendo un racconto histórico-fotográfico desde 1936 en adelante. Las primeras candidatas, por caso, no eran de figura tan grácil como las de hoy. En aquel entonces, el ideal de cuerpo femenino no hacía de la delgadez extrema una pauta excluyente. Se podía valorar, inclusive, que las candidatas fueran cosechadoras (como Delia Larrive Escudero, la primera reina), y tuvieran, por consiguiente, brazos robustos. En “La más bella de los viñedos. Trabajo y producción en los festejos mendocinos (1936-1955)”, un artículo incluido en el libro Cuando las mujeres reinaban: belleza, virtud y poder en la Argentina del siglo XX de Mirta Lobato (Bs. As., Biblos, 2005), las autoras –Cecilia Belej, Ana Laura Martín y Alina Silveira– echan bastante luz sobre esta cuestión, a partir de su minuciosa pesquisa de archivo con fuentes periodísticas. Su lectura es muy recomendable.
Un método muy sencillo para que los varones (al menos para aquellos que, en teoría, aceptan el principio de igualdad de derechos entre los sexos) comprendan de una buena vez cuán degradante e inadmisible resulta un certamen femenino de belleza, es el viejo e infalible método de ponerse en los zapatos de las candidatas. Si cerraran los ojos e imaginaran por unos instantes –tomándose el ejercicio en serio y no a la chacota– un certamen masculino de belleza, un concurso de «lindura» protagonizado por ellos mismos ante miles y miles de mujeres, con seguridad se sentirían extraños, incómodos, ridículos, avergonzados, humillados… Y ese cúmulo de sensaciones, aunque en sí mismo no constituya ninguna panacea, sin duda representaría un excelente punto de partida para iniciar un itinerario de reflexión crítica y autocrítica que bien podría desembocar, con el tiempo, en una concientización y recapacitación.
Si vamos a premiar, premiemos entonces el arte independiente, la filosofía crítica, el conocimiento científico y la inventiva tecnológica con fines altruistas, el activismo por la paz y los derechos humanos, la lucha contra la trata y la prostitución, el ejercicio no mercantilizado de la medicina, la vocación docente y el trabajo social con miras emancipatorias, la comunicación alternativa, el deporte amateur, la defensa del medio ambiente y la preservación del patrimonio histórico, el sindicalismo de base y la autogestión obrera y muchas otras manifestaciones de la autorrealización humana cuya enumeración exhaustiva resultaría imposible. Pero nunca, jamás, en ningún caso y bajo ningún punto de vista, la belleza corporal. Porque el honor de las personas debiera siempre depender de lo que hacen y nunca de lo que les ocurre. Y la «lindura», a diferencia de un buen libro o una sublime sinfonía, de una preciosa artesanía o un jaque mate memorable, de un revolucionario hallazgo de laboratorio o una proeza de la ingeniería civil, de un discurso político que hace historia o una gran exhibición de patinaje artístico, no es algo que se realiza sino algo que, simplemente, sucede. A no ser, claro, que en un desvarío, creamos que los genes son personas dotadas de conciencia y voluntad.
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Hubo un tiempo donde todas las feministas de Argentina y el orbe coincidían en criticar y oponerse a los certámenes de belleza, con el concurso Miss Mundo en la cúspide de la espectacularidad televisiva de masas. Se los veía, con razón, como el gran ícono de la cosificación machista de la mujer. Eran los tiempos de la Primera y Segunda Ola del feminismo, de feministas liberales y de izquierdas que honraban la tradición ilustrada de la racionalidad crítica. Las tendencias identitaristas o neotribales eran marginales, débiles. Había muchos anticuerpos contra el subjetivismo, contra el relativismo, contra el individualismo, contra el narcisismo, contra el hedonismo, contra el consumismo, contra el exhibicionismo… Especialmente en el feminismo socialista o radical, tanto de orientación marxista como anarquista.
Hoy, en el siglo XXI, con tantos años de posmodernidad babélica y capitalismo digital a cuestas, el panorama es más complicado. Un sector del feminismo, igual que un segmento del movimiento LGBT+, para los cuales la sociedad de clases y la masificación cultural del capitalismo neoliberal globalizado no son algo malo que se deba combatir (hablamos del feminismo y el movimiento LGBT+ de tendencia woke, no los de izquierda radical, desde luego), proponen un revisionismo sociológico indulgente con los certámenes de belleza, una mirada de género más «aggiornada» y «descontracturada». Según ese revisionismo, de acuerdo a esta mirada, el problema no serían los certámenes de belleza en sí, sino el hecho de que solo se organicen concursos femeninos. Todo se solucionaría fácilmente si hubiera «paridad de género». Bastaría con crear certámenes para varones y disidencias sexuales. Vale decir, diversificar la banalidad del narcicismo-exhibicionismo corporal y la cosificación sexual de las personas.
Son los mismos sectores «progres» que, en vez de sostener una crítica radical e intransigente a la cultura de la prostitución y la pornografía, en pos de su abolición (abolición sin punitivismo contra las víctimas, aclaremos al pasar), aceptan y reclaman meramente su «despatriarcalización». Con esa misma lógica burguesa, se puede celebrar –y de hecho se celebra, a menudo– la existencia de capitalistas y CEOs mujeres, de policías y militares mujeres, de guardiacárceles mujeres, de sacerdotisas y pastoras… Si no hay más problema que el sexismo con sus estereotipos de género, que el machismo con su techo de cristal, entonces la explotación capitalista, la opresión estatal y la alienación religiosa dejan de ser problemas.
De este modo, en Mendoza, se ha considerado un «avance histórico» la creación de un certamen vendimial de belleza «paralelo», destinado a la comunidad LGBT+: la Vendimia para Todxs. Así estamos… En lugar de combatir en serio la cultura machista heredada, nos empleamos a fondo en universalizar sus peores costumbres atávicas, «modernizadas» por la sociedad de consumo y del espectáculo: exhibir y premiar cuerpos como si se tratara de ejemplares de ganado pedigree, objetivarlos e hipersexualizarlos, entregarse a la vulgar obscenidad de un show de masas que alimenta el narcicismo corporal, rendirse a la banalidad y la superficialidad… Pero eso sí, sin discriminaciones de género.
¿Con eso solo alcanza? ¿Despatriarcalizar el capitalismo es suficiente? Hemos tocado fondo. Pero no está todo perdido. Es posible un feminismo y un movimiento LGBT+ de izquierdas, radicales, revolucionarios, no colonizados por la progresía aburguesada. En ellos hay que cifrar las esperanzas. El feminismo de la Segunda Ola sostuvo durísimas batallas contra los certámenes de belleza en los años 60. Hay que volver a las fuentes. Menos relativismo posmoderno woke, más racionalidad crítica de izquierdas.
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Muchos son los municipios del país que han dejado atrás –o intentan dejar atrás– los concursos de belleza: Córdoba, Bahía Blanca, Chivilcoy, Olavarría, Neuquén, Villa La Angostura, Río Grande, Puerto Madryn, Viedma, Gualeguaychú… No hay que ir tan lejos, de todas formas: el Concejo Deliberante de Guaymallén hizo lo propio en marzo de 2021, mediante la sanción de la ordenanza 9196. Su artículo primero daba por terminada “la organización, patrocinio y/o auspicio, por parte del Municipio, de manera directa, de elecciones de reinas, embajadoras, representantes y princesas u otras denominaciones similares y concursos de belleza de personas, cualquiera sea su edad, en las distintas celebraciones locales o eventos públicos”. El bochorno posterior es de sobra conocido: la Comisión de Reinas de Guaymallén (COREGUAY) lanzó una cruzada restauradora, que fue respaldada por la Comisión de Reinas Nacionales de la Vendimia (CORENAVE). En el vecino departamento de Maipú, con anuencia de su demagógico intendente peronista, un jurado rebelde aclamó a Julieta Lonigro como soberana guaymallina «en el exilio». No conforme con su estatus de reina blue, y aspirando a poder participar del certamen nacional, Lonigro llevó su caso a la justicia. Como era de esperarse, la Corte Suprema de Mendoza –que ya había dado muestras de cuidar más las tradiciones cuyanas que la Constitución y los derechos humanos en su veredicto contra la laicidad escolar– le dio la razón. Pero el alcalde radical de Guaymallén, por sugerencia de su gobernador correligionario, optó por presentar como candidata a Sofía Grangetto, la última reina oficial de ese municipio, electa en 2020, quien aceptó el desafío a regañadientes… En fin, no vale la pena que perdamos más tiempo con esta novela de enredos, donde no se sabe qué es peor: si el conservadurismo sobreactuado de los lobbies vendimiales o la politiquería ventajera de la UCR y el PJ.
Desde hace unos años, el movimiento feminista viene agitando la consigna «Por una Vendimia Sin Reinas», que llegó a convertirse en hashtag. No hay ingenuidad en esta campaña. Nadie cree que el machismo en Mendoza se va a acabar mágicamente suprimiendo el certamen vendimial de belleza (todo poder, toda opresión, tiene su núcleo duro en la materialidad de las relaciones sociales). Pero si se suprimiera el certamen vendimial de belleza, caería el ícono cultural más potente del imaginario sexista cuyano, lo cual no es poco. Las luchas simbólicas no carecen de cierto valor estratégico. Sirven para visibilizar, concientizar y empoderar. Ellas también preparan y anticipan la utopía del mañana.
Pasada la medianoche, mientras termino de escribir este ensayo, me entero que Mendoza ya tiene su reina de la Vendimia 2024: Agostina Jazmín Saua Carrión, candidata por la ciudad de Mendoza. Ninguna sorpresa, ninguna. Ella es muy joven, apenas 23 años. Bella y esbelta, blonda y de ojos claros, soltera y sin hijos, familia acomodada, profesora de inglés en un colegio privado bilingüe, practicante de natación en el elitista club Regatas… Una Barbie girl al 100%, en cuerpo y alma, aunque la segunda haya incidido muy poco en la premiación (apenas un «adorno» de lo «importante»).
Todo muy previsible, como el happy end de una película pochoclera de Hollywood. Todo muy estandarizado, como la producción de una fábrica fordista.
Federico Mare
Addendum
Hace un tiempo, vi con mi compañera The Eagle Huntress (2016), el documental de Otto Bell sobre la extraordinaria Aisholpan Nurgaiv. El film contó con la producción y relato en off de Daisy Ridley, la actriz que hace de Rey Skywalker en las últimas secuelas de Star Wars. Obtuvo un premio en el festival de Sundance y una nominación al BAFTA.
Aisholpan Nurgaiv es una joven kazaja que vive en el macizo de Altái, al oeste de Mongolia, con su familia trashumante de pastores y cazadores. Cada verano, abandonan su casa pueblerina en la estepa y se mudan a las montañas, donde hay mejores pasturas para su rebaño de cabras. Allí levantan su clásica yurta de lona, a la usanza de sus antepasados.
Haciendo caso omiso de los prejuicios sexistas de sus parientes mayores, y desafiando los arcaicos mandatos de género de su cultura étnica, Aisholpan y su papá acordaron hacer de ella lo que habían sido sus ancestros masculinos a lo largo de innumerables generaciones: una eximia bürkitshi, una cazadora que combinara la equitación con la cetrería, el arte de cabalgar y el arte de atrapar zorros –u otras presas– empleando águilas doradas especialmente adiestradas.
Esta tradición, tan característica de los pueblos nómadas del Asia Central, ya era muy antigua y prestigiosa en tiempos de Gengis Kan, que forjó su imperio entre fines del siglo XII e inicios del XIII. Según la evidencia arqueológica disponible, los orígenes de la cetrería con águilas en las estepas eurasiáticas se remontan al primer o segundo milenio antes de nuestra era.
Lo cierto es que, en 2014, con apenas trece años, Aisholpan se convirtió en la primera concursante femenina del Festival de las Águilas Doradas, una competencia anual que se celebra en la localidad mongola de Sagsai desde 1999. Primera concursante, sí. Pero también primera ganadora, pues superó a todos sus rivales, hombres adultos que se contaban por decenas.
No caigamos en la exageración facilista con que algunos medios masivos de Occidente cubrieron la noticia. Prescindamos de su propensión al sensacionalismo, no exenta de eurocentrismo. Sepamos que hubo otras bürkitshiler en Mongolia, tanto en tiempos modernos como antiguos (el rigor histórico y la honestidad intelectual nunca están de más, y matizar lo que se dice jamás resulta pernicioso ni superfluo). Ellas siempre estuvieron en minoría marginal y por fuera de la ortodoxia consuetudinaria, desde luego. Pero haber, las hubo. Tampoco se trata de bajarle el precio al logro de Aisholpan, ni subestimar su valor simbólico para el feminismo contemporáneo. Aisholpan fue, insistimos, la primera en participar del Festival de las Águilas Doradas de Sagsai, y la primera en ganarlo, siendo apenas una niña. Sería absurdo e injusto negar su proeza venatoria de 2014, o minimizarla con ligereza.
Por supuesto que muchos mongoles conservadores se enojaron ante tal innovación heterodoxa, especialmente los ancianos varones de la ruralidad tribal profunda. La antropóloga Dennis Keen habló en aquel momento, con realismo y preocupación, de una “reacción instintiva basada en una comprensión tradicionalista de la sociedad y los sexos”. Los cetreros consagrados de Mongolia y Kazajstán ningunearon a la muchachita «insolente», pretextando que ella solo podía embaucar a turistas ignorantes de la ciudad o del extranjero. La propia Aisholpan se refirió a esta animadversión atávica en más de una ocasión, y el documental de Bell también reflejó el problema. El film, de hecho, no culmina con el Festival de las Águilas Doradas de Sagsai, sino con el viaje solitario de la niña y su padre a las montañas de Altái en pleno invierno, contra la adversidad extrema del frío y la nieve, para demostrar que sus aptitudes cinegéticas no eran ninguna farsa cazabobos for export.
Pero la historia no puede ser congelada en un freezer por siempre. Los cambios sociales y culturales no pueden ser indefinidamente frenados, postergados. No olvidemos que, durante casi todo el siglo pasado, Mongolia fue un estado socialista bajo órbita soviética: la República Popular de Mongolia (1924-1992). Situada entre medio de Rusia y China, la axiología igualitaria de sus revoluciones, la ética niveladora del marxismo-leninismo, impactaron en ella. Las reformas agrarias y las escuelitas rurales esparcieron por todo el país el polen de la utopía «comunista». Pero Mongolia no se salvó del extravío estalinista, ni tampoco de la tramposa Perestroika. Hoy, en pleno siglo XXI, ya no es socialista, pero algo quedó de aquel igualitarismo. El patriarcado no ha desaparecido en las relaciones de género, pero ya no tiene la omnipotencia que tenía hace más de cien años, cuando la nación se sacudió del yugo imperial manchú con la ayuda de los bolcheviques.
Moraleja 1: Mongolia no ha estado al margen de la historia, del devenir histórico. Ninguna sociedad puede estarlo. No hay diacronía sin cambio, temporalidad sin metamorfosis. Clío y Cronos van siempre de la mano, aunque a veces no se note.
Moraleja 2: la tradición no es algo rígido, estático, inmutable, inmodificable. Puede cambiar, y debe hacerlo. Tarde o temprano, las nuevas ideas se abren camino, guste o no guste, quiérase o no, renovando con su fecundidad el orden social heredado del pasado, sus costumbres, sus instituciones, sus valores, sus normas…
Desde que Paine escribió su magistral Rights of Man en defensa de la Revolución Francesa, demoliendo cada uno de los sofismas ad antiquitatem de Burke, el tradicionalismo no resiste ya un debate intelectual mínimamente serio. Las tradiciones no pueden ser, per se, un «imperativo categórico» que haga callar la racionalidad crítica. Ninguna institución o costumbre es buena o legítima por el solo hecho de ser vieja. Con ese criterio absurdo, seguirían existiendo la Inquisición y la esclavitud por ley, o las mujeres no podrían estudiar ni votar. Es menester, pues, anteponer siempre la razón a la tradición, aunque haya tradicionalistas que pongan el grito en el cielo y auguren el fin del mundo.
Mientras en la lejana Mongolia se aceptó que las mujeres participen del Festival de las Águilas Doradas, exhibiendo sus destrezas cinegéticas e hípicas como bürkitshiler, en la provincia argentina de Mendoza todavía no se tolera la posibilidad de celebrar la Vendimia sin un pacato certamen femenino de belleza, como ha puesto de manifiesto, no hace tanto, la beocia reacción contra la ordenanza municipal de Guaymallén que desalentó tales concursos de banalidad tóxica, rémoras de un machismo cavernícola y cosificador. Ni la cultura ni la identidad milenarias del pueblo mongol –mucho más antiguas, por cierto, que las de nuestra Mendoza– naufragaron cuando Aisholpan innovó la tradición de la cetrería aguileña a caballo. ¿Por qué habría entonces de colapsar la cuyanidad, si dejamos atrás la inercia de elegir y aclamar reinas en el festejo vendimial? Mendoza no nació en 1936 con Guillermo Cano y Frank Romero Day, ni habrá de morir porque su legado –que esconde influencias non sanctas del fascismo europeo de entreguerras– sea objeto de revisión crítica de cara al presente y el futuro.
“Cada edad y cada generación deben tener tanta libertad para actuar por sí mismas en todos los casos como las edades y las generaciones que las precedieron. La vanidad y la presunción de gobernar desde más allá de la tumba son la más ridícula e insolente de todas las tiranías. El hombre no tiene derecho de propiedad sobre el hombre, y tampoco tiene ninguna generación derecho de propiedad sobre las generaciones que la sucederán. (…) Lo que propugno son los derechos de los vivos, y me opongo a que se les arrebaten, se les controlen o se les contraten en virtud de la supuesta autoridad manuscrita de los muertos” (Thomas Paine, Rights of Man, 1791).
Que el tradicionalismo no obture la sana sinergia de la vida con el presente, momificando el pasado como una reliquia intocable, hasta convertirlo en un fósil y fetiche. Emancipemos la historia de la tutela asfixiante del filisteísmo anticuario. Aprendamos de Mongolia. Aprendamos de Aisholpan. Una Vendimia sin reinas es posible. Breguemos para que eso suceda.