Ilustración: detalle de Santa Sofía de Kiev. Crepúsculo invernal en Ucrania. Fuente: Doppelganger33 LTD.
Nota preliminar.— El fin de semana pasado, al cumplirse el segundo aniversario de la invasión rusa a Ucrania (la llamada “Operación Militar Especial” comenzó el 25/2 de 2022), el periodista y ensayista catalán Rafael Poch-de-Feliu publicó un esclarecedor «tríptico» de síntesis y reflexión en su blog personal, haciendo un balance político-militar y económico-social de la guerra entre Moscú y Kiev (y sus padrinos otanistas) con perspectiva histórica, pero también trazando con cautela algunas perspectivas geoestratégicas de cara al futuro, tanto a nivel regional como global. Los tres artículos salieron a la luz entre el viernes 23 y el domingo 25 de febrero, numerados. El primero, “Ucrania pierde la guerra”, dice en su copete: “Negociar una paz con concesiones territoriales a Rusia parece la única manera de acabar con la matanza. Cuanto más tarden en reconocerlo, peor será”. El segundo, “La transformación de Rusia”, incluye esta sentencia a modo de bajada: “Cómo la pelea entre capitalistas ‘sovietiza’ a sus dirigentes”. El tercer y último texto, “Todos los conflictos apuntan hacia la misma crisis”, va con este breve resumen introductorio: “El declive de la potencia occidental une los tres escenarios bélicos [Ucrania, Gaza y Taiwán] entre grandes potencias abiertos hoy en el mundo”. Con permiso del autor, publicamos aquí, en nuestra sección de política internacional Brulote, una versión unificada del tríptico, subdividida en tres apartados, la cual lleva por título general –sugerencia del propio Poch– “Ucrania, año III”. Nuestra profunda gratitud con él.
Ucrania pierde la guerra
El primer capítulo del opúsculo que compuse para CTXT el mismo día de la invasión de Ucrania, hace dos años, se titulaba “Hacia una quiebra en Rusia”. En él abundaba en las contradicciones del régimen autocrático ruso. Sin negar la importancia futura de esas contradicciones, la realidad es que dos años después, Rusia, su régimen y su economía, presentan una solidez evidente, por lo que hoy el capítulo se titularía “Hacia una quiebra en Ucrania”. Menciono ese error del año I como advertencia sobre los que puedan deslizarse en mi actual apreciación del año III. No hay nada más imprevisible y cambiante que la guerra.
El recién depuesto jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas, Gral. Valeri Zaluzhny, definió en diciembre la situación en el frente como “estancada”. No me parece real. La realidad es que los rusos tienen la iniciativa militar y están completando y ordenando poco a poco la línea de frente. La toma de Avdivka, el pasado fin de semana, es considerada importante por los expertos militares rusos y occidentales y, entre otras cosas, aleja la capacidad ucraniana de bombardear la ciudad de Donetsk con una artillería que, cada semana, se cobra vidas de civiles allá, aunque aquí no se informe de ello. Si bien hasta ahora la táctica rusa haya sido más de desgaste del adversario que ofensiva, no hay que descartar movimientos ofensivos hacia Járkov y Odesa.
Estados Unidos y la Unión Europea ya han gastado más de 200.000 millones de dólares en la guerra. En diciembre Zaluzhny pidió al secretario de Defensa norteamericano otros 350.000 o 400.000 millones para conseguir la “victoria”. Eso no parece tener ningún futuro.
El hecho es que la ayuda occidental en armas, municiones y dinero está menguando, y parece que lo hará aún más. Incluso si el paquete de 60.000 millones de dólares para Ucrania atascado en el Congreso de Estados Unidos prosperara, es evidente que la próxima administración, sea demócrata o trumpista, cerrará el grifo y le pasará el muerto a la Unión Europea, mientras ellos se concentran en Israel, Irán y China. De esa forma, si la guerra termina en desastre para Ucrania, Washington (con los países del Este de Europa haciendo coro) podrán echarle la culpa a Alemania por ayudar de forma insuficiente a Kiev. En cualquier caso, el futuro de Ucrania se decidirá en Washington y Moscú. Y desde luego, no en Berlín o Bruselas.
En el invierno de 2022, la invasión rusa fortaleció la consolidación nacional ucraniana vinculada a la victoria contra el invasor. Ahora esa victoria es mucho más incierta, lo que se está reflejando en la moral. Las encuestas disponibles sugieren que el deseo de victoria sigue siendo alto, pero que cada vez hay menos disposición a morir por ella, como dejan patente las dificultades de reclutamiento. Es natural que así sea, teniendo en cuenta que ha habido una carnicería espantosa, con centenares de miles de muertos, heridos y amputados (también del lado ruso, pero la diferencia poblacional actúa a favor de Moscú); la escasez de conscriptos; la perspectiva de más derrotas en el frente y la disminución de la ayuda occidental.
La tendencia hacia la derrota contribuye, lógicamente, a acentuar las divisiones y los ajustes de cuentas en Kiev. El sobrado exconsejero de Zelensky, Aleksei Arestovich, cuyas críticas eran cada vez más frontales, ha fijado su residencia en Suiza. El cese del Gral. Zaluzhny, seguramente el personaje más popular en Ucrania, ha erosionado el prestigio de Zelensky. A las veinticuatro horas de conocerse, el apoyo al presidente había caído un 5%. Según una encuesta de esta semana, citada por el sociólogo Volodymyr Ishchenko, el 43% de los ucranianos (en la zona bajo control del gobierno) no quieren que Zelensky se presente para un segundo mandato.
El prestigio de Zelensky se sostiene sobre su objetivo de «victoria total», es decir, la expulsión del invasor ruso de todo el territorio ocupado y anexionado a la Federación Rusa, Crimea incluida. Al parecer, también la Unión Europea, por lo menos de boquilla, apoya tal objetivo (en Estados Unidos, mucho menos), cuya imposibilidad se hace cada vez más evidente.
En esa situación, negociar una paz con concesiones territoriales a Rusia y neutralidad para Ucrania parece la única manera de acabar con esta matanza. En su guerra de invierno contra la URSS, Finlandia perdió el 11% de su territorio nacional, gracias a lo cual se alejó la frontera de Leningrado y pudo mantenerse la dramática defensa de la ciudad tras la invasión alemana de 1941. Después de la guerra, Finlandia convivió con la URSS con un estatuto neutral que no le fue nada mal. El problema es que hoy nadie se atreve a decir en Kiev (ni desde luego entre los expertos de la lamentable Unión Europea) que un arreglo con Rusia que mantenga el 80% del territorio nacional ucraniano –con garantías de seguridad y compromiso de neutralidad– podría considerarse perfectamente una victoria para Ucrania. La tesis de los políticos europeos y sus expertos es el mantra de que, si Putin gana en Ucrania, luego se meterá con el Báltico, Polonia, o Moldavia, pese a que la propia campaña ucraniana y las dificultades que Rusia ha encontrado en ella, son el mejor desmentido.
Tal como están las cosas, admitir un arreglo como el mencionado, supondría el fin de Zelensky y, quizás, la entrada en escena de algún militar realista de prestigio. El ambiente de tensión y rivalidad entre Zelensky y Zaluzhny podría estar relacionada con eso. En cualquier caso, cuanto más tarde Kiev en reconocer la posibilidad de un acuerdo de ese tipo con cesión de territorios, peor será su posición negociadora y la de sus padrinos occidentales. Durante años, no pocos expertos y políticos ucranianos del área etnonacionalista afirmaron que Ucrania solo podría ser un «país de verdad» el día que los rusófilos del este y del sur se fueran del país. La anexión rusa, y la terrible matanza desencadenada, hacen posible ahora ese escenario.
Un pronóstico del año pasado que sí me sigue pareciendo válido es el de que Ucrania pierde la guerra, pero Rusia no la gana, porque es muy posible que la anexión de los nuevos territorios a la Federación Rusa no sea estable. Lo que quede de Ucrania se encargará de organizar la inestabilidad en esos territorios ocupados con la ayuda de la OTAN, obligando a establecer en ellos administraciones policiales y «antiterroristas» rusas, con la panoplia habitual de violencia, atentados, tortura y desaparecidos. Depende cómo, se creará un gran terreno para desarrollar los atentados, ataques y asesinatos personales de los servicios secretos ucranianos con ayuda occidental, en especial británica, contra personalidades rusas y «colaboracionistas» (periodistas como Daria Dúgina y Vladlen Tatarski, y diputados como Ilia Kiva, entre muchos otros), tanto en esos nuevos territorios incorporados como en el conjunto de Rusia. Todo eso podría endurecer sobremanera el clima político interno en el país y convertir una situación más o menos congelada en un cáncer para Rusia.
La transformación de Rusia
Aunque en otro sentido al que manejan todos los papagayos que aparecen en este video, es verdad que el motivo de la guerra no es la OTAN, ni el avance de la OTAN. La geopolítica del asedio a Rusia no es causa, sino consecuencia del choque de intereses entre dos capitalismos.
En los años noventa, las élites postsoviéticas se dedicaron a enriquecerse vía la depredación del patrimonio nacional. Sociológicamente, se reciclaron de casta administrativa a clase propietaria. Yo llamo a eso “la reconversión social de la estadocracia” (la nomenklatura, por usar un término más familiar, pero mucho menos preciso, de aquella casta estatal soviética).
Los amos de Rusia esperaban homologarse con sus colegas occidentales. Estaban convencidos de que Occidente les iba a dejar entrar en la globalización capitalista como socios «libres e iguales». Habían olvidado todo aquello por lo que sus abuelos hicieron la revolución en busca de una solución al problema del desigual desarrollo capitalista que empujaba al Imperio Ruso de principios del siglo XX a convertirse en una especie de gran potencia colonizada. Consideraban que la revolución de 1917 había sido una especie de accidente histórico, y que con la URSS, su país se había apartado de la «civilización» a la que ahora regresaban.
Moscú quería ser Nueva York, París o Londres, pero lo que la globalización capitalista ofrecía era Buenos Aires, San Pablo o Bombay: un estatuto subalterno y dependiente, en el que la “Tercera Roma” (Moscú, en la ideología imperial abrazada durante el siglo XVI) debía renunciar a su identidad secular y a su realidad de gran potencia, con su nueva burguesía en el papel de mera intermediaria en el comercio internacional de las materias primas , de las que Rusia es número 1 mundial.
Los años noventa fueron época de enormes posibilidades de enriquecimiento privado para unos pocos, y de miseria y colapso demográfico para los más. En el ámbito internacional, fueron tiempos de humillación e impotencia, con la ampliación de la OTAN y el apoyo occidental al secesionismo en Rusia, mientras el ejército ruso era batido en el Cáucaso por varios miles de guerrilleros chechenos.
En un mundo sin respeto a los débiles, ¿quién iba a respetar los «intereses rusos» ante aquel espectáculo? En los noventa, los «intereses rusos» (en realidad, de la élite dirigente) consistían en llenarse los bolsillos, vía la privatización. Lo del orgullo y la ambición de gran potencia iba por detrás de lo principal: el enriquecimiento personal y de grupo.
Una vez realizada con éxito la reconversión social de la casta dirigente, con Putin comenzó el restablecimiento de la potencia rusa, y con ello el choque contra el capitalismo realmente existente. La élite rusa cayó del caballo y comenzó a elaborar un plan para hacerse respetar por ese Occidente, que nunca entendió muy bien los procesos internos de Rusia ni sus realidades. El primer paso fue poner bajo la autoridad del estado a los oligarcas. En 2003, uno de ellos, Mijaíl Jodorkovski, propietario de la petrolera Yukos (quien quería meter a las empresas norteamericanas en el sector energético y se vanaglorió de que gastándose 10.000 millones de dólares podía desplazar a Putin en la presidencia del país), fue detenido y encarcelado diez años.
Hoy, la élite depredadora rusa está formada por «capitalistas políticos», un grupo social que extrae su ventaja competitiva de los beneficios que obtiene de su control del estado. Para eso, necesita que el capital global le reconozca su coto privado en Rusia y su entorno geográfico. Por ejemplo: el sector energético ruso es propiedad «nacional» controlada por Rusia, es decir, por los propietarios del estado ruso. Los “oligarcas” rusos son objetos subordinados del estado ruso, como la nobleza rusa lo fue de la autocracia zarista. (No son peores, pero son diferentes a sus homólogos occidentales).
En el entorno geográfico de Rusia, debe reconocerse un dominio, o como mínimo un condominio, en el que los intereses de la clase capitalista rusa sean tenidos en cuenta y respetados por el capital transnacional occidental.
Para la élite depredadora occidental eso es inadmisible. Sus compañías, a las que los gobiernos están supeditados, no admiten ningún «coto». Los recursos naturales de Rusia deben ser abiertos a la rapiña del capital global y los capitalistas políticos rusos deben convertirse en una mera clase compradora, subalterna e intermediaria. Pero ese papel, la élite rusa no lo acepta. Y al no aceptarlo, se produce el conflicto.
Quiero decir con esto, que si el capital occidental hubiera tenido libre acceso al control de los recursos energéticos y minerales de Rusia, y si en ese negocio la élite rusa se hubiera conformado con un papel subalterno y solícito hacia los intereses extranjeros, no habría habido ampliación de la OTAN, ni se hubiera excluido a Rusia ni demonizado al régimen de Putin, cuyas conocidas fechorías y defectos no lo hacen peor sino bastante mejor que el de otros países “amigos”, como Turquía o Arabia Saudita; y, desde luego, mucho menos criminal en su comportamiento internacional que las potencias occidentales, que han ocasionado más de 4 millones de muertos y 38 millones de desplazados en sus guerras e intervenciones tras el 11-S neoyorkino, según el magnífico trabajo (Cost of Wars) de la Universidad Brown de Estados Unidos.
Así que todo esto se aclara mucho si se lee en el marco de un conflicto donde unos intentan que se reconozca su coto «geoeconómico», lo que el Kremlin designa como “nuestros legítimos intereses”, mientras que los otros no lo admiten porque su coto es el mundo entero, y Rusia y su entorno no pueden ser excepción.
Lo más interesante de todo esto es: ¿cómo transforma, cómo transformará, cómo está transformando este conflicto a la élite rusa, al régimen bonapartista ruso y a la sociedad rusa en su conjunto?
La pelea entre el capitalismo globalista transnacional occidental y el capitalismo político ruso, así como la negativa a tratar a la élite rusa como una igual en el club global de los depredadores, está empujando a Moscú a cierta «sovietización»; a cambiar el contrato social en política interior con más distribución, más control estatal, más keynesianismo y menos mercado, y, ciertamente, con más represión. De puertas afuera, se hace más énfasis en el anticolonialismo, antiocciodentalismo, potenciando el papel de los BRICS, de las relaciones con África, América Latina y, por supuesto, Asia.
El resultado es tan pintoresco como observar al presidente Putin, un decidido conservador, anticomunista y partidario de la “economía de mercado”, hacer el elogio de Fidel Castro, el Che Guevara y el presidente Allende, en su último discurso ante el foro latinoamericano celebrado en Moscú, hacia septiembre de 2023. O al secretario del Consejo de Seguridad, Nikolai Pátrushev, un cuadro del KGB, arremetiendo contra “el proyecto colonial-imperialista occidental” y su “civilización depredadora”, y ofreciendo al mundo, especialmente al Sur Global, la “vía alternativa” de Rusia. Esta transformación está ocurriendo ahora y debe ser observada con la máxima atención.
Todo esto puede resultar bastante desconcertante, viniendo de personajes tan conservadores y poco izquierdistas como los actuales dirigentes rusos. Pero de alguna forma, esa fue la paradoja de la URSS: una superpotencia autocrática y tiránica en lo político, conservadora y tradicionalista en muchos aspectos, pero, al mismo tiempo, igualitaria y niveladora en lo social, y fundamental por su papel de contrapeso al hegemonismo occidental en el mundo.
La Rusia de hoy no es, ni será, la URSS de ayer, pero la lógica de la pelea entre el capitalismo subordinado al estado característico de Rusia y el capitalismo transnacional occidental, está dando lugar a una transformación de gran importancia para el conjunto del mundo.
Todos los conflictos apuntan hacia la misma crisis
Hablamos por separado de la guerra de Ucrania, de la masacre de Gaza y de las tensiones alrededor de Taiwán, ignorando que esos tres frentes bélicos, o prebélicos, abiertos en Europa, Medio Oriente y Asia Oriental, respectivamente, apuntan hacia la misma crisis del declive occidental. Ese punto de inflexión en la hasta ahora indiscutible preponderancia mundial de Occidente, es a lo que se refiere el presidente chino, Xi Jinping, cuando dice que “El mundo asiste a cambios sin precedentes en un siglo”.
Veamos, en diez puntos, algunos síntomas y tendencias de esos cambios:
1) Se amplía la brecha entre el bloque occidental (formado por EE.UU., Unión Europea, Gran Bretaña, Japón y Australia para contener a Rusia y China) y el resto del mundo, que rechaza sanciones y llamadas a cerrar filas. Del apoyo, la comprensión o el no alineamiento del Sur Global hacia Rusia, resulta la soledad de Occidente.
2) La masacre de Gaza y la complicidad occidental, política y mediática con ella (la situación en Francia y Alemania es mucho peor que la de España a ese respecto), consagran un verdadero suicidio moral de Occidente. Su credibilidad en materia de derechos humanos, mediación en conflictos y justicia global, es igual a cero. Su doble rasero al medir Ucrania y Gaza, evidente.
Las mismas potencias que están financiando y armando a Ucrania están financiando y armando un genocidio por parte de fuerzas israelíes supremacistas raciales en Gaza. Eso da una nueva plausibilidad a la narrativa rusa acerca de que, sin su intervención militar, se habría llevado a cabo en Crimea y en el Donbás una limpieza étnica, expulsión y masacre de prorrusos por fuerzas parcialmente animadas por una ideología de extrema derecha con el apoyo y la bendición de Occidente.
Toda muerte en prisión de un opositor político es sospechosa por definición, trátese de Aleksei Navalny o de Gonzalo Lira (bloguero «incorrecto» norteamericano de origen chileno establecido en Járkov, muerto en enero dentro de una cárcel ucraniana, sin pena ni gloria). Ambos eran acusados por sus carceleros de trabajar para servicios secretos (occidentales o rusos). No hay que esperar una investigación creíble sobre la causa de esas muertes en países donde la eliminación de opositores tiene rastros recientes y conocidos. Los gobiernos, políticos y medios que más protestan por la muerte de Navalny son los mismos que han ignorado la muerte de Lira, o la suerte de Assange, y que han apoyado la masacre de Gaza. No tienen credibilidad. Los únicos que pueden expresar su consternación con credibilidad por esos crímenes son quienes se toman en serio los derechos humanos y rechazan, por tanto, el uso hipócrita de los derechos humanos como arma de lucha contra el adversario.
3) El esfuerzo por excluir a Rusia de Europa se vuelve contra la Unión Europea, refuerza la «gran Eurasia» y debilita a Occidente ante el resto del mundo. La exclusión ha resultado en que Rusia mire a Oriente para trazar sus asociaciones estratégicas y ponga fin a 300 años en los cuales estuvo orientada a la integración con Europa.
La Rusia euroasiática se ha hecho mucho menos dependiente de la UE (sus industrias estratégicas corredores de transporte e instrumentos financieros dependen menos de Occidente). Al mismo tiempo, su enfoque hacia Asia fortalece la cooperación entre India y China.
La Unión Europea no se ha enterado de que en Moscú ya no la necesitan. Las sanciones se vuelven contra ella, que importa petróleo y derivados rusos a través de India y compra el gas licuado a EE.UU. a entre tres y cuatro veces el precio del gas ruso, lo que lastra su economía. Resultado: Rusia es la primera economía de Europa (previsión de 4% de crecimiento en 2024) y Alemania roza la recesión (previsión del 0,2%).
4) La Unión Europea se hace más dependiente, política y económicamente, de EE.UU., y con ello se debilita. La estrategia rusa no es integrar al país en Europa, sino integrar a la Unión Europea en el gran polo continental euroasiático cuyo motor es chino.
5) La iniciativa china de la Nueva Ruta de la Seda amplía su peso en Asia y África oriental, desplazando la influencia de Estados Unidos. América Latina desarrolla sus relaciones con China, India, Irán, erosionando la hegemonía de Estados Unidos en el hemisferio occidental.
6) Las sanciones occidentales estimulan la reorganización industrial de Rusia y la integración entre Rusia, China e Irán para programas comunes civiles y militares.
7) La confiscación de las reservas en dólares de países como Irán, Venezuela, Rusia y Afganistán complica la capacidad de Estados Unidos de financiar su proyección global. El dólar es visto con prevención y las sanciones de Washington empujan a muchos países a comerciar en otras monedas, y a crear alternativas al sistema internacional de transferencias financieras (SWIFT). Todo ello merma la eficacia de las sanciones como instrumento de política exterior. El senador Marco Rubio lo expresa así: “En cinco años ya no podremos hablar de sanciones porque habrá un montón de países que comerciarán en otras monedas y perderemos la posibilidad de sancionarlos” (29 de marzo 2023 en Fox News).
8) La superioridad militar estadounidense está en cuestión, y en caso de gran guerra, podría perderla. En palabras del ex vicesecretario de Estado Aaron Wess Mitchell: “eso pasaría porque, a diferencia de Estados Unidos, que deben ser fuertes en tres puntos del mapa a la vez, a cada uno de sus adversarios –China, Rusia e Irán– les basta con ser fuertes solo en su propia región para conseguir sus objetivos” (16 de noviembre de 2023, en Foreign Policy).
9) El riesgo de una guerra nuclear es mucho mayor hoy que durante la Guerra Fría. Los tres frentes abiertos implican a por lo menos cinco potencias nucleares: Estados Unidos, Israel, Rusia, China y Corea del Norte (siete, si incluimos a Gran Bretaña y Francia).
10) Hay un creciente descontento con el sistema de dominio norteamericano de finales del siglo XX, a la vez que un deseo de sustituirlo por un orden multipolar. Pero, como dice el exembajador estadounidense Chas Freeman, autor de algunos de estos diez puntos, “hasta ahora nadie se ha planteado a qué conducirá el nuevo sistema internacional, el cual implica una interacción entre estados más compleja que antes, por lo que hay que recordar el viejo dicho: cuidado con lo que deseas, porque puede hacerse realidad”.
Todas las cábalas y pronósticos sobre la correlación de fuerzas global serían veniales, si no fuera porque la dinámica de conflicto en la que estamos entrando es muy contradictoria con el momento que atraviesa la humanidad en este siglo. Vivimos una carrera contra el tiempo. Una época de retos existenciales irresolubles sin una gran concertación internacional. Retos como el calentamiento global, que crecen y se incrementan conforme no se actúa contra ellos.
El conflicto entre potencias es algo que ya no nos podemos permitir como especie amenazada por nuestra propia acción, o, mejor dicho, por el metabolismo del sistema socioeconómico inventado por Occidente hace un par de siglos.
Rafael Poch-de-Feliu
Nota final.— El año pasado, entrevistamos a Rafael Poch-de-Feliu acerca de su último opúsculo (Ucrania, la guerra que lo cambia todo), el cual también reseñamos en extenso. Por otra parte, hemos publicado varios artículos suyos. Puede accederse a todo este material haciendo clic aquí.