Luego de trabajar toda la semana, la noche del sábado recibe con cortesía el acalambrado cuerpo de Sampedro. El clima sigue frío, pero no llovizna; la noche está límpida, como si la hubieran lavado, y huele como si el barrio fuera un jardín. El albañil devenido sereno recorre la construcción cada media hora. Se para bajo el zaguán, sube a la planta alta, cruza la calle para mirar de frente la casa, quema cigarrillos, se recuesta contra una pared, patea bolsas de arena, enciende una radio y escucha programas AM, pero nada evita que lo domine el sueño.

Ver la construcción tan pacífica y vacía lo desconcierta, pues le parece irreconciliable con la agitación del trabajo diario. Normalmente los fines de semana se encuentra con Quispe y otros albañiles, toman cervezas y conversan sobre sus mujeres y sus hijos –Sampedro tiene dos niños, Quispe tres hijas, sus otros amigos también tienen algo de prole por ahí–; o bien va a visitar a un familiar con su mujer e hijos; o en su defecto se queda viendo la televisión y toma cervezas hasta quedar dormido. A los 20 años dejó de pasar noches en vela, cuando su mujer quedó embarazada. Desde entonces, solo cruza la medianoche en Año Nuevo o en esporádicas ocasiones festivas; los encuentros con sus amigos comienzan por la tarde y continúan hasta apenas entrada la noche, suficiente tiempo para emborracharse, pero también con bastantes horas de descanso para poder levantarse temprano los domingos y continuar la habitación que está edificando para sus hijos. La historia de Quispe es similar, Sampedro la conoce bien pues trabajan juntos desde hace un tiempo. “Seguramente estará durmiendo, el borrachín”, piensa Sampedro. De todas maneras, llama a Quispe por teléfono pero no le contestan. Son ya las once de la noche.

Sampedro saca de entre los ladrillos varias revistas que los albañiles traen para entretenerse durante los almuerzos. Las lee por ratos, aunque más bien pasa páginas para mantener una actividad mínima. A las doce en punto coloca una silla bajo el zaguán y se dispone a descansar.

¿En qué consiste ser un sereno? Básicamente, la tarea se fundamenta en una actitud polisémica y en un levísimo desplazamiento semántico: ser sereno tiene que ver con la serenidad, con volverse un poco como la humedad de la noche que inunda todo, de manera tangible pero delicada, como una caricia; ser sereno es ser el habitante de la intemperie, todo ojos y movimiento, en vela, encendido y flameante, y la vigilia de un sereno requiere un vigilar tanto intelectual como físico de algo muy concreto y ajeno, exterior a él y perteneciente a otro. En pocas palabras, el sereno dona su cuerpo y su mente por algunas horas, deja de pertenecerse pero tampoco pertenece a nadie, es más bien un obstáculo, cumple la función de un impedimento. Ser sereno es ser un impedidor.

Cuando la calle Morón queda vacía de gente y casi no pasan coches, Sampedro queda profundamente dormido.

Lo despierta el timbre del teléfono celular. Contesta sin abrir los ojos: es Quispe.

—¿Me llamaste hace rato? –le dice.

—Sí, sí, justo me despertaste. Me quedé dormido.

—¿Estás en la construcción?

—Sí.

—¿Y?

—No pasa un carajo. Estar aquí es tristísimo.

—Entonces solo me llamaste para romper las bolas.

—Sí, eso –dice Sampedro.

Quispe le comenta alguna minucia sobre su noche de sábado y después cuelga el teléfono. Sampedro se restriega los ojos y mira a su alrededor: está completamente a oscuras, no ve ni sus manos, como si en la calle hubiera un apagón y a la vez estuviera nublado. Se levanta y manotea para guiarse, extraviado. Enciende la linterna que le dieron para el trabajo y alumbra por todas partes. Hay una puerta a pocos metros, a través de ella solo entra más oscuridad; sin embargo, la atraviesa. Tropieza con otra puerta que da a una escalera y desciende por ella sujetándose de las paredes, pues aún no han puesto los pasamanos. La reconoce: es la escalera que da a la segunda planta. Abajo, por el hueco de la puerta principal, atravesando el pequeño zaguán, entra la luz de un alumbrado público. Repentinamente espantado, Sampedro sale corriendo de la casa y se para en la vereda. Llama otra vez a Quispe y le atiende enseguida.

—Hola, hola –dice Quispe.

—Soy yo. Recién me pasó algo rarísimo. Me acosté en la entrada de la casa y me desperté en el piso de arriba. Juro que no me moví.

Silencio al otro lado del teléfono.

—Hola, hola –dice Sampedro.

—Te escuché –le contesta Quispe.

—¡Me cagué en las patas!

—Sándor no te contó por qué renunciaban los serenos…

—No, no. ¿Qué pasa aquí?

—Y qué te voy a decir yo… Seguramente te molestaba el ruido y subiste, pero no te acordás. Mejor quedate despierto. Falta poco para que amanezca.

Sampedro mira la casa con desconfianza durante varios minutos. Por Morón pasa un 106, con pocos y somnolientos pasajeros. A media cuadra ve la garita del guardia de seguridad de la zona. Camina hasta allí, pero antes de golpear los vidrios ve al guardia durmiendo contra la puerta, del lado de afuera. Sampedro lo despierta de un empujón.

—Amigo, amigo, ¿tenés un minuto?

El guardia lo apunta con una cachiporra de goma y abre los ojos. Al ver el rostro desencajado de Sampedro, bosteza y se levanta de un salto.

—Me jodí. No le cuentes a nadie de esto –dice y le estrecha la mano a Sampedro.

—Yo estoy de sereno en la construcción aquí al lado.

—Ah.

Sampedro quiere contarle al guardia lo ocurrido, pero le da vergüenza. Entonces justifica el haberlo despertado, diciendo:

—Voy a comprar puchos. ¿Mirás que no entre nadie?

—Sí, tranquilo, contesta el guardia.

Sampedro cruza la calle y se dirige a la avenida Avellaneda, pero se detiene cuando escucha el grito del guardia.

—¡Amigo! ¿Me traés una gaseosa?

Sampedro levanta el pulgar afirmativamente y sigue caminando en pos de un quiosco.

De vuelta a la construcción –dejó la gaseosa en el regazo del guardia, que había vuelto a dormirse recostado contra la garita–, a Sampedro no le queda otra que subir por su silla o sentarse en el suelo. Sin embargo, decide aplazar la decisión y sigilosamente recorre el patio, mira las paredes, inspecciona los huecos de las ventanas, hurga con un palo entre las bolsas de arena y portland, verifica si todavía sigue en su sitio la mezcladora y encuentra todo en orden. Entonces, enciende la linterna y entra a la casa por el zaguán. La planta baja está igual, con el mismo desorden de bolsas de arena y ladrillos, olorosa a cemento. Los escalones siguen levemente forrados de arenilla y suben hasta perderse arriba, como sumergiéndose en la boca de un monstruo desconocido. Del suelo, Sampedro recoge una pala y con ella en la mano comienza a ascender la escalera. Cuando llega a la mitad, escucha cuchicheos y gemidos provenientes de una de las habitaciones.

De repente escucha un fuerte “¡No!”.

Asustado, Sampedro suelta la pala, que hace un tremendo ruido al caer. Resuenan pasos en la planta alta. Sampedro queda paralizado por el terror, con la espalda pegada a la pared. Sin que pueda reaccionar, ve una sombra que baja por la escalera y se abalanza contra él. Sampedro hace entonces un desafortunado movimiento y termina rodando escalones abajo.

En el suelo, escupiendo polvo, adolorido y aterrorizado, Sampedro pide auxilio. Sus gritos retumban en la casa. La linterna quedó a metros de él, alumbrando cualquier cosa. Por la puerta de entrada entra un poco de luz del alumbrado público. Sampedro se arrastra hacia afuera, como un gusano. Cuando llega al zaguán, ve que no hay nadie tras él, ni delante de él. Al parecer está solo. Aun así, se yergue solo a medias y rengueando sale a la vereda.

Mira en todas direcciones y no ve más que desolación. La garita del guardia está demasiado lejos como para que se pueda haber escuchado algo. Sin siquiera sacudirse las ropas ni frotarse la cara para sacarse el polvo de cemento, dispara rumbo a la garita. Nuevamente, ve al guardia dormido en la vereda. Le patea una canilla.

—Amigo, amigo. ¡Despertate!

El guardia abre los ojos, lo mira espantado y se levanta de un salto.

—¿Qué pasó?

—Alguien entró en la construcción. Me pegaron, me tiraron por las escaleras, ¡no sé ni quién fue porque no vi nada!

El guardia observa el aspecto lamentable de Sampedro.

—¿Te robaron algo?

—No, no. Yo subía por la escalera al piso de arriba y baja alguien y me pega. ¡Me tiraron al suelo sobre los ladrillos! Me hicieron mierda, ¿no ves? ¿Venís conmigo a ver si todavía están?

—¿Eran muchos o uno solo?

—Seguramente son muchos. Nadie roba solo materiales de construcción.

—Esperá, dice el guardia –de debajo de la garita toma una linterna y su cachiporra de goma; luego se ajusta el quepis a la cabeza y enciende el walkie-talkie que lleva a la cintura y se lo lleva a la boca:

Aquí Ossorio, de Morón y Mercedes. Cambio.

[Estática…]

Voy a inspeccionar la construcción de la casa que está en Morón al cuatro mil, a mitad de cuadra. Cambio y fuera.

[Estática…]

Con esto están prevenidos, dice el guardia, por si nos pasa algo. Van a venir en seguida en caso de problemas.

Sampedro le señala la construcción con un gesto que podría interpretarse como andá a ver qué hay, yo me quedo. Ossorio comprende el gesto y le palmea el hombro para tranquilizarlo.

Se dirigen a la casa con pasos inciertos. El guardia se hace el tranquilo, aunque le tiemblan las manos. Sampedro está aterrado.

Llegan al zaguán y el guardia alumbra el interior de la casa.

¿Dónde fue? –dice.

Sampedro indica la escalera con la mano.

Agarrate alguna cosa como arma, dice el guardia.

Sampedro toma un ladrillo con la mano izquierda y con la derecha apunta hacia la casa.

¿Así que sos zurdo, vos?

Sampedro cambia el ladrillo de mano y sonríe nervioso: tiene la mandíbula desencajada y los pelos parados, llenos de electricidad.

Vamos.

Esperá –dice Ossorio–. Andá vos por atrás y yo entro por acá.

No, no. Voy con vos.

La planta baja muestra el aspecto sosegado de siempre. Sampedro recoge del suelo su linterna y alumbra la escalera. El guardia sube y él lo sigue. Cuando están en mitad de trayecto, suena el celular de Sampedro y el guardia lanza un grito, arroja su cachiporra al aire, baja precipitadamente y le da un empujón a Sampedro que lo lanza nuevamente sobre las bolsas de cemento y los ladrillos, pero esta vez, más prevenido, puede amortiguar los golpes extendiendo los brazos.

Desde el suelo, le grita al guardia.

¡Es mi teléfono, che!

El guardia, que ya había ido hasta la vereda, vuelve a entrar a la casa y lo ayuda a levantarse.

Disculpame, amigo. Se me escapó sin querer.

Tranquilo –le contesta Sampedro–. Mejor vamos a ver qué hay arriba.

¿No vas a contestar?

Sí, sí. Hola –dice Sampedro al teléfono–. ¿Quispe? Me cagaste de susto, tarado. ¿Qué querés? Sí, sí, llamame en cinco que ahora estoy ocupado. Dale.

Sampedro cuelga y ve que el guardia ya está subiendo por las escaleras. Corre tras él y lo alcanza cuando ya se adentra en la planta alta.

No encuentran más que oscuridad y desperdigados materiales de construcción. Pero en la habitación matrimonial, en la que hay una ventana que da al patio, descubren una blusa de mujer y el estuche abierto de un condón.

Pendejos –dice el guardia–. Habrán subido para coger y vos los asustaste.

Así que era eso…

Guarda la próxima, que las construcciones se llenan de parejas desesperadas. Si pasa algo así, mejor dejar que hagan sus cosas, total no molestan a nadie.

El resto de la noche transcurre sin sobresaltos. Sampedro habla por teléfono un par de veces con Quispe, percibiendo sus elusiones pero sin adentrarse en ellas. Pues, aunque no puede dudar de que hay algo raro en los acontecimientos de la noche, evita contarle a su amigo lo ocurrido con el guardia; incluso le dice que lo de la silla pudo haber sido un invento suyo, una falla de memoria, ya que no hay duda de que la planta alta, oscura y a prueba de distracciones, es un lugar propicio para dormir como una piedra. Seguramente habrá subido entresueños, le dice a Quispe, y lo olvidó porque recordarlo sería asumir una irresponsabilidad. Evidentemente, tenía tanto sueño que bien pudo haber subido en un estado de sonambulismo. Ya no importa, le dice a Quispe, ahora está todo bien.

En cualquier caso, aclarada la cuestión de la caída por las escaleras, Sampedro no puede explicarse cómo es que despertó en la planta alta. Es un asunto raro, no le gusta; por lo mismo evita quedarse dormido y se pasa la noche conversando con Ossorio sobre los pormenores de ser un sereno.

—Lo importante –le dice el guardia– es que no te tomes nada en serio. Y que tengas en todo momento las piernas libres para correr. Solo para correr hay que controlar el miedo. Que roben y maten a otros, nosotros solo estamos aquí para justificar el sueldo.

Ever Roman


Nota.— Ever Roman (Paraguay, 1981) es escritor y realizador audiovisual. Publicó los libros de cuentos Osobuco y Falsete, y las novelas Serenos en la noche y Resistencia. Textos suyos fueron traducidos al alemán, francés, inglés, italiano y portugués, y compilados en antologías de América y Europa. Como realizador audiovisual, tiene los documentales Esa casa y Kariteros, y varias películas breves basadas en relatos y poemas. Dicta talleres en instituciones psiquiátricas y de manera privada. Colecciona juguetes rotos, fotografías y zapatos encontrados en la calle. Vive en Buenos Aires.
El texto aquí reproducido es el capítulo 4 de Serenos en la noche. Primera edición: Cachorro de Luna, Rosario, 2018. Segunda edición: Indómita Luz, Bs. As., 2022.