Fotografía: Sarah Orne Jewett en la puerta de su hogar en South Berwick, Maine, a principios del siglo XX. Fuente: Houghton Library, Universidad de Harvard.
Presentación.— Sarah Orne Jewett (1849-1909) es una de las escritoras más destacadas e influyentes de la literatura estadounidense. Oriunda de Nueva Inglaterra, se decantó desde muy joven por una narrativa fuertemente regionalista, con altas dosis de telurismo y costumbrismo, y con un sinnúmero de dialectismos, donde el colorido local era más importante que la construcción de la trama, la psicología de los personajes o el esmero estilístico de la prosa. Sus cuentos y novelas están ambientados, por lo general, en localidades costeras y rurales de su Maine natal contemporáneo, en pueblos pesqueros venidos a menos y comunidades granjeras alejadas de las grandes ciudades donde se desarrolla con frenesí la Revolución Industrial.
Jewett nació en South Berwick, condado de York, en el seno de una familia acomodada e ilustrada (su padre era médico) con cierto abolengo. Cursó estudios primarios y secundarios, y completó su formación de modo autodidacta con la biblioteca familiar –enorme– y visitando con asiduidad la cercana ciudad de Boston, meca tradicional de la alta cultura norteamericana en lengua inglesa, donde se vinculó con grandes escritores e intelectuales. Su primera publicación importante, el relato “Jenny Garrow’s Lovers” (1868), la consiguió con apenas 18 años en el semanario The Atlantic. Su fama literaria fue creciendo a lo largo de los decenios de 1870, 1880 y 1890.
Su nombre está muy asociado al feminismo de la Primera Ola. Sus narraciones abundan en personajes femeninos poco convencionales, que no encajan bien en el imaginario patriarcal de la época, con sus mandatos y estereotipos. En vez de mujeres en la «flor de su juventud», bellas y casaderas, o en vez de mujeres casadas en pleno rol conyugal y maternal, dependientes de sus maridos, Jewett se interesó mayormente en viudas de mediana edad o ancianas que viven solas –libremente– en sus granjas después de que sus hijos han crecido y partido. Esta heterodoxia de género en su producción literaria fue de la mano con su vida privada: nunca se casó y sostuvo por casi tres decenios, hasta su propia muerte, un «Boston marriage» con una amiga escritora (Annie Adams Fields) cuando ésta enviudó, para escándalo y cotilleo de la sociedad puritana de Nueva Inglaterra, aunque todavía se discute si se trató de una relación convivencial homoerótica o abiertamente lésbica. Por si fuera poco, Jewett le dio a su religiosidad cristiana protestante un giro cada vez más disidente, que la distanció del episcopalismo y la acercó al misticismo del teólogo sueco Emanuel Swedenborg, algo que tampoco fue bien visto en el provinciano Maine de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Hacia 1902 sufrió un grave accidente de tránsito que arruinó para siempre su salud y su carrera. Fallecería en 1909, poco antes de cumplir los sesenta años.
Escritora prolífica, Jewett publicó numerosas novelas, nouvelles y colecciones de cuentos, así como también algunos poemarios. Entre otras obras, podemos mencionar Una garza blanca (1886) y La tierra de los abetos puntiagudos (1896). Ambas traducidas al castellano, igual que varios relatos breves más, como los ambientados en Dunnet Landing. No obstante, la gran mayoría de sus escritos no están disponibles en español. Por ejemplo, la célebre colección de cuentos Strangers and Wayfarers (1890), que ya es felizmente de dominio público, y que ha sido digitalizada por el Proyecto Gutenberg. De allí extrajimos y tradujimos para Naglfar –nuestra sección literaria– la primera narración, “A Winter Courtship”.
El transporte de pasajeros y correo entre los pueblos de North Kilby y Sanscrit Pond corría a cargo de Mr. Jefferson Briley, cuya carreta cubierta de dos plazas solía ser demasiado grande para las exigencias del negocio. Tanto los habitantes de Sanscrit Pond como los de North Kilby se quedaban en casa, y el señor Briley a menudo hacía su viaje de siete millas en completa soledad, excepto por la flácida bolsa de cuero del correo, que sujetaba firmemente al piso del carruaje con su pie izquierdo fuertemente calzado. La bolsa de correo tenía casi personalidad para él, nacida de una larga asociación. Mr. Briley tenía un cuerpo delicado y de aspecto tímido, pero un alma guerrera, y alentaba sus fantasías leyendo terribles historias de derramamiento de sangre y anarquía en el Lejano Oeste. Consciente de los asaltos a diligencias y de los ladrones de trenes, y de los mensajeros que morían en sus puestos, estaba preparado para cualquier cosa; y aunque había confiado en su propia fuerza y valentía durante tantos años, llevaba una pesada pistola bajo el cojín del asiento delantero para una mejor defensa. Esta terrible arma era conocida por todos sus pasajeros habituales, y normalmente se la mostraba a los extraños cuando ya se habían recorrido dos de las siete millas de la ruta del señor Briley. La pistola no estaba cargada. Nadie (al menos el propio Mr. Briley) dudaba de que la mera visión de semejante arma haría desistir al más audaz aventurero.
Protegida por semejante hombre y semejante armamento, una mañana gris de viernes en pleno invierno, Mrs. Fanny Tobin viajaba de Sanscrit Pond a North Kilby. Era una mujer anciana y de aspecto débil, pero con un brillo sagaz en los ojos, y se sentía muy preocupada por su abultado equipaje y por su propia seguridad personal. Estaba envuelta en muchos chales y abrigos más pequeños, pero no estaban bien sujetos y se soltaban continuamente, de modo que el amargo frío de diciembre parecía estar forzando una cerradura de vez en cuando y entrando sigilosamente para robarle el poco calor que tenía. Mr. Briley también tenía frío, y sólo podía animarse recordando el valor de aquellos jinetes del Pony Express* de la época anterior al ferrocarril, que tenían que cruzar las montañas Rocallosas por la gran ruta a California. Habló largo y tendido de sus peligros a la sufrida pasajera, que no entró en calor y que al final lanzó un gemido de cansancio.
“¿Qué tan lejos dijiste que estábamos ahora?”
“No sé lo que dije, señora Tobin”, respondió el conductor con una risa helada. “¿Ve esos grandes pinos, al lado de un granero justo por allá, con esos carteles amarillos de circo? Esa es mi marca de tres millas”.
“¿Tenemos que hacer cuatro más? ¡Oh, por Dios!”, se lamentó Mrs. Tobin. “¿Puedes apurar al animal, ¿Jeff’son? No estoy acostumbrada a estar afuera con un clima tan desolado. Parece que no puedo respirar. Estoy contraída por el frío y temblando. No sirve de nada dejar que la yegua vaya paso a paso, de esta manera.”
“¡Culparme a mí!», exclamó el conductor ofendido. “No entiendo por qué la gente espera que corra con los coches. Todos los que se suben quieren que corra hasta la muerte en la carretera. Hago un buen tiempo y eso es todo lo que puedo hacer. Si tuviera que ir y venir todos los días menos el sabbat durante dieciocho años, querría facilitarlo todo lo que pudiera, y dejaría que los que quisieran rompieran los rayos de sus ruedas. North Kilby, lunes, miércoles y viernes; Sanscrit Pond, martes, jueves y sábados. Yo y el animal lo hemos hecho durante dieciocho años juntos, y la criatura no era, por así decirlo, joven cuando empezamos, ni yo tampoco. Realmente no sabía que aguantaría hasta este momento. Vamos, arre, vieja amiga”, cuando la bestia de tiro se detuvo en el camino.
Se contaba que Jefferson daba un descanso a esta fiel criatura tres veces por milla, y que tardaba cuatro horas en hacer el viaje él solo, y más cuando llevaba pasajero. Pero eso era así cuando el tiempo estaba agradable, el camino era encantador y estaba lleno de gente que conducía sus propios vehículos y a la cual le gustaba detenerse y charlar. No había muchas granjas, y el tercer grupo de pinos blancos daba una agradable sombra, aunque a Jefferson le gustaba decir que, cuando empezó a llevar el correo, su camino atravesaba un campo abierto de tocones y maleza rala, donde los pinos blancos de hoy en día arqueaban completamente el camino.
Habían pasado por delante del granero con carteles de circo, y sintieron más frío que nunca, cuando divisaron a los curtidos acróbatas en mallas.
“¡Caramba!”, exclamó la viuda Tobin, “esas pobres criaturas parecen tan desanimadas como pequeños abedules en tiempo de nevisca. Desearía que los vistieran más abrigados en esta época del año. Ahora, mira a ese saltando a través del pequeño aro, ¿lo ves?”.
“No podría pasar por ahí ni con dos pantalones”, respondió el señor Briley. “Supongo que deben mantenerse ágiles como anguilas. Yo pensaba, cuando era niño, que era lo único que podría hacer para ganarme la vida. Una vez me propuse huir y seguir a un animador de circo, pero mi madre me necesitaba en casa. No había nadie más que yo y las niñas”.
“No eres el único al que le han quitado el deseo de su corazón”, dijo Mrs. Tobin con tristeza. “No fue para librarme del hogar el haber aprendido el oficio de modista”.
“No habría sido bueno más tarde, declaro”, respondió el simpático conductor, “ya que te fuiste y tuviste un montón de chicas que vestir y alimentar. Las que viven están bien ahora, pero debe haber sido un inconveniente para ti cuando eran pequeñas”.
“Sí, Mr. Briley, pero yo también he tenido mis bendiciones”, dijo la viuda de mala gana. “Sin embargo, ahora me resulta muy duro tener que abandonar mi propia casa y vivir de un lugar en otro, si estos son de mis propias hijas. Ayer estaban Ad’line y Susan Ellen discutiendo sobre quién sería la siguiente en tenerme; y, gracias a Dios, las dos me querían, pero odiaba oírlas hablar de ello. Prefiero vivir en mi casa y arreglármelas sola”.
“Me he acostumbrado bastante al alojamiento”, dijo Jefferson, “desde que murió mi señora, pero me dolió mucho al principio, se lo aseguro. Estando tanto de viaje como estoy, no podría hacer nada para mantener la casa. Me gustaría quedarme allí y ocuparme de todo”.
“Por supuesto que sí”, respondió la señora Tobin, con una repentina inspiración de oportunidad que la llenó de alegría. “Claro que sí, Jeff’son”, se inclinó hacia el asiento delantero; “es decir, a menos que tuvieras a la persona adecuada para hacerlo por ti”.
Y Jefferson sintió también un extraño resplandor y una sensación de inesperado interés y disfrute.
“Mira, hermana Tobin”, exclamó con entusiasmo. “¿Por qué no te tomas la molestia de cambiar de asiento y venir aquí delante? Podríamos ponernos uno al lado de la otra –eran de contextura delgada– y amucharnos, y no sé si no estaríamos más protegidos contra el clima”.
“Bueno, yo no podría tener más frío, aunque me muriera de frío”, respondió la viuda, con una simpática sonrisa. “No dejes que te retrase ni te moleste, señor Briley. No sé si habría salido hoy si hubiera sabido que estaba tan frío; pero ya tenía todos mis paquetes listos, y no soy de las que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, como dicen las Escrituras”.
“No querrías que yo hiciera todas las siete millas solo, ¿o sí?”, preguntó sentimentalmente el galante Briley, mientras la levantaba y la ayudaba a subir de nuevo al asiento delantero. Ella era unos años mayor que él, pero habían sido compañeros de escuela, y la frescura juvenil de Mrs. Tobin revivió de pronto en su mente. Tenía una pequeña granja; ya no quedaba nadie en casa, excepto ella misma, y por eso había dejado de ocuparse del hogar durante el invierno. Jefferson tenía unos ahorros nada despreciables.
Se acomodaron y se sintieron mejor por el cambio, pero hubo una repentina incomodidad entre ellos; no habían tenido tiempo de prepararse para una crisis inesperada.
“Dicen que el anciano Bickers, de East Sanscrit, se ha casado de nuevo con una chica cuatro años más joven que su hija mayor”, comentó la señora Tobin. “Me parece que fue una tontería”.
“Yo lo veo así”, dijo el conductor de la diligencia. “Va a ser un invierno leve para esa familia.”
“¡Qué bromista eres para un hombre que ha tenido tanta responsabilidad!”, sonrió Mrs. Tobin, cuando terminaron de reírse. “¿No sientes miedo, llevando el correo y cosas tan valiosas, de que te asalten, especialmente por la noche?”.
Jefferson apoyó los pies en el salpicadero, bajo la desgastada piel de búfalo. “Da un poco de miedo, o lo daría para algunos, pero no me gustaría que nadie se aprovechara de mí. Voy armado y no me importa quién lo sepa. Algunos de esos pastores que vienen de Canadá parece como si no les importara lo que hicieran, pero yo siempre los miro a los ojos”.
“Los hombres son valientes por naturaleza”, dijo la viuda con admiración. “Ya sabes cómo Tobin le daba un puñetazo a cualquiera que se atreviera a molestarle. En las reuniones del pueblo, si se sentía decepcionado por la forma en que iban las cosas, lo echaba en cara; y si no hubiera sido miembro de la iglesia, habría sido un verdadero luchador. Yo siempre tenía miedo de que se enfadara, porque era tan hacendoso y meticuloso en casa, y más listo que nadie. Mi Susan Ellen solía mandarle igual que al gatito, cuando tenía cuatro años”.
“Tengo una especie de torcedura en la nariz, que me hizo Tobin cuando íbamos a la escuela. No sé si alguna vez lo notaste”, dijo Mr. Briley. “Nos peleábamos, como hacen los chicos. Nunca le guardé rencor. Me dio pena cuando se lo llevaron. De veras, Fanny. Tobin me caía muy bien, y tú también. Solía decir que eras la chica más linda de la escuela”.
“Déjame ver tu nariz. Está recta, por lo que sé”, dijo la viuda suavemente, mientras con un dejo de timidez le echaba una mirada apresurada. “No sé si está un poco torcida, pero nada del otro mundo. Tienes unos rasgos muy bonitos, como la parentela de tu madre”.
Se estaba convirtiendo en una ocasión sentimental, y Jefferson Briley sintió que le esperaba algo más de lo que había esperado. Apuró a la vacilante yegua alazana y empezó a hablar del tiempo. Ciertamente parecía que iba a nevar, y él estaba cansado de dar tumbos por la carretera helada.
“No me extrañaría nada que termine contratando a un peón aquí otro año, para marcharme yo también al Oeste a conocer el país”.
“¡Qué dices!”, respondió la viuda.
“Sí, señora”, continuó Jefferson. “Aquí es más tranquilo de lo que me gusta, y ayer les decía que conozco este camino demasiado bien. Me gustaría irme y conducir por las montañas con alguno de esos grandes carruajes, en los que el conductor no sabe si va a morir de un disparo o no. Llevan un montón de oro de las minas, supongo”.
“Me daría un susto de muerte”, dijo la señora Tobin. “¡Qué criaturas son los hombres a los que les gustan esas cosas! Bueno, lo he dicho”.
“Sí”, explicó el apacible hombrecito. “Hay muchos pistoleros que viven de seguir a los carruajes, detenerlos y robarles hasta los huesos. Tu dinero o tu vida”, y blandió su látigo sobre la yegua alazana.
“¡Landy! Me das escalofrío. Dime algo alentador, en este frío día. Tendré pesadillas toda la noche”.
“Se ponen crespón negro sobre la cabeza”, dijo misteriosamente el conductor. “Nadie sabe quiénes son, en la mayoría de los casos; y algunos de ellos son de buena familia. Tienen que detener los vehículos y abordarlos con coraje. Podría ponerle los pelos de punta, Mrs. Tobin, ¡podría!”.
“Espero que ninguno de ellos venga por nuestro camino”, dijo Fanny Tobin. “No quiero ver a ninguno de ellos con sus gorras de crespón viniendo por mí”.
“No voy a dejar que nadie te toque un pelo”, y Mr. Briley se acercó un poco más y acomodó las pieles de búfalo.
“Me siento considerablemente más cálida de lo que estaba”, observó la viuda como forma de recompensa.
“Pues yo solía tener mis temores”, siguió el señor Briley, con la sensación interior de que nunca habría de llegar a la estación de North Kilby como un hombre soltero. “Pero ya ves que no tenía a nadie más que a mí mismo en quien pensar. Tengo primos, como sabes, pero nada más cerca, y lo que he guardado pronto se irá; y… bueno, supongo que algunas personas pensarían en mí, si algo llegara a suceder”.
La señora Tobin mantenía el chal sobre su rostro –el viento era cortante en aquella parte de camino abierto–, pero emitió un sonido alentador, entre gemido y chirrido.
“No me gustaría nada no verte pasar”, dijo al cabo de un minuto. “No sabría los días de la semana. Le dije a Susan Ellen la semana pasada que estaba segura de que era viernes, y ella dijo que no, que era jueves; pero al minuto siguiente pasaste conduciendo hacia North Kilby, así que descubrimos que yo tenía razón”.
“Tengo que ser un rasgo del paisaje”, dijo el Sr. Briley lastimeramente. “Con este tiempo, la vieja yegua y yo desearíamos haber terminado y poder establecernos cómodamente. He estado mirando este buen rato, mientras conducía por la carretera, y he escogido una parcela de tierra dos o tres veces. Pero no puedo soportar la idea de construir. Me daría un disgusto de muerte. Y tanto la Hermana Peak, camino a North Kilby, como Mrs. Deacon Ash camino hacia Pond, compiten en tratarme bien. Temen que me guste más un lugar de parada que el otro”.
“No desearía vivir mucho tiempo con ninguna de esas mujeres”, respondió la pasajera con cierto énfasis. “Una vez, cuando visitaba a los parientes de Susan Ellen, vi a una de las cocineras de Mrs. Peak en una cena de granjeros, y le dije: ‘¡Líbrame de unas alubias cocidas tan pálidas como estas!’, y ella dio una especie de graznido. Estaba sentada a mi izquierda y no pudo evitar oírme. Yo no habría hablado si lo hubiera sabido, pero ella no tenía por qué decir que eran suyas y hacerlo todo desagradable. ‘Supongo que esas alubias saben tan bien como las de los demás’, dijo, y después no me dirigió la palabra”.
“No sé si la culpo”, aventuró el Sr. Briley. “Las mujeres son terriblemente pudorosas con la cocina. Siempre oí que era una de las mejores cocineras, señora Tobin. Conozco las rosquillas y cosas que me ha dado en el pasado, cuando pasaba por aquí. Desearía tener algunas ahora. Nunca lo dije, pero la cocina de Mrs. Ash es la mejor por lejos. Mrs. Peak es hábil con algunas cosas, y se ocupa de complacerme”.
“Parece como si un hombre de su edad y de su carácter tranquilo debiera tener una casa que pudiera llamar suya”, sugirió la pasajera. “Odio pensar que te alojes aquí y allá, y que una vieja te mantenga y la otra te haga de comer lo que no te gusta”.
“Por favor, señora Tobin, no sigamos discutiendo”, dijo Mr. Briley con impaciencia. “Sabes que me deseas tanto como yo a ti”.
“Yo no. No digas tonterías que no puedes fundamentar”.
“He estado intentando tener la oportunidad de hablar contigo desde que… Bueno, esperaba que quisieras que tus sentimientos se endurecieran después de perder a Tobin”.
“No hay nadie que pueda ocupar su lugar”, dijo la viuda.
“No sé, pero puedo tomarme a golpes de puño durante los días de reunión en el pueblo, un poco”, instó Jefferson con valentía.
“Nunca veo el ritmo de ustedes, hombres engreídos”, y la Sra. Tobin se rio. “No voy a perder el tiempo con ustedes, ausentes la mitad del tiempo como están, y continuando con sus Mrs. Peaks y Mrs. Ashes. Me la juego a que te has comprometido con ambas veinte veces”.
“¡Que Dios me castigue si alguna vez le he dicho una palabra a alguna de ellas!”, protestó el amante. “No es que me falten oportunidades…”, y entonces el señor Briley guardó silencio astutamente, como si hubiera hecho una propuesta justa y esperara una respuesta definitiva.
La dama de su elección estaba, como ella podría haberlo expresado, muy confundida. Como ella misma pensó sobriamente, se estaba haciendo mayor y tendría que soportar a Jefferson el resto de su vida. No era probable que volviera a tener la oportunidad de elegir, aunque le gustaba la variedad.
Jefferson no era gran cosa, pero era agradable y parecía infantil, de ánimo juvenil. “Sé que debería hacerlo mejor”, dijo inconscientemente y medio en voz alta. “Bueno, sí, Jefferson, está visto que eres tú. Pero los dos somos un poco viejos para cambiar nuestra situación”. Fanny Tobin dio un suave suspiro.
“¡Hurra!”, dijo Jefferson. “Estaba asustado de que quisieras tenerme aquí sufriendo media hora. Te aseguro que estoy más contento de lo que pensaba. Y hasta hace poco esperaba morir como un hombre soltero”.
“Habría sido una lástima; no es natural”, dijo la señora Tobin, con confianza. “No entiendo cómo has aguantado tanto tiempo siendo soltero”.
“Contrataré a alguien para que conduzca por mí, y tendremos un invierno confortable, tú, yo y la vieja alazana. Le he estado prometiendo un buen tiempo de descanso”.
“Mejor mantenla en actividad”, instó la precavida Sra. Fanny. “Se pondrá rígida y te abandonará cuando llegue la primavera”.
“Me tendrás ahora, ¿verdad?”, suplicó Jefferson para asegurarse. “No eres de las que juegan con los sentimientos de un hombre. Di en voz alta que me tendrás”.
“Supongo que te tendré”, dijo la señora Tobin algo apenada. “Lo siento por Mrs. Peak y Mrs. Ash, pobres criaturas. Supongo que serán maltratadas. Siempre han sido muy trabajadoras, y puede que hayan deseado un poco de tranquilidad. Pero, de todos modos, una de ellas se quedaría lamentándose”, y soltó una risa de niña. Un aire de victoria animaba el cuerpo de la señora Tobin. No parecía tener más de veinticinco años. En aquel momento hizo planes para cortarle el pelo a Briley y darle un aspecto más elegante y ambicioso. Luego deseó saber con certeza cuánto dinero tenía él en el banco, aunque eso no cambiaría nada ahora. “No necesita fanfarronear ante mí”, pensó alegremente. “Es inofensivo como una mosca”.
“¿Quién hubiera pensado que haríamos semejante obra de ingeniería cuando salimos?”, preguntó la querida de Mr. Briley, mientras éste la ayudaba tiernamente a bajar en la puerta de Susan Ellen.
“Ambos, solo un poquito”, respondió el amante. “Dame ahora un buen beso, criatura astuta”; y así se separaron. El señor Briley había sido sorprendido en el camino a pesar de su pistola.***
Sarah Orne Jewett
NOTAS
* North Kilby y Sanscrit Pond son pueblos ficticios. En ninguna parte del relato se precisa en qué zona rural de Estados Unidos transcurre la trama, pero la sobreabundancia de dialectismos en los diálogos permite inferir que se trata de Maine, Nueva Inglaterra, en el extremo septentrional de la Costa Este. Cierta referencia a Canadá como un territorio muy próximo, confirma dicha inferencia. Por lo demás, la autora del cuento era oriunda de Maine, y allí ambientó la mayoría de sus relatos (no sólo los de Strangers and Wayfarers), pues cultivaba intensamente la literatura regionalista. (Nota del editor)
** El Pony Express fue un servicio de correo rápido que recorría el viejo Oeste de los EE.UU. durante todo el año –incluyendo las semanas más frías del invierno, con borrascas de viento y nieve– desde St. Joseph (Misuri) hasta Sacramento (California), a través de 3.106 kilómetros de praderas, desiertos, bosques y montañas. En vez de diligencias, se empleaban jinetes avezados de cuerpo muy liviano –hasta 56 kilos– que marchaban a galope tendido en caballos de poca alzada (de ahí el apodo de Pony Express) pero muy resistentes, con un sistema de postas donde se reemplazaban monturas cada 16 kilómetros y montadores cada 120-160. El servicio fue implementado hacia abril de 1860 por razones de seguridad y urgencia, cuando el conflicto político entre el Norte y el Sur empezó a escalar, preanunciando la guerra de Secesión. En ese contexto de crisis y emergencia, el gobierno federal necesitaba un correo transcontinental más veloz y seguro, los 365 días del año. El Pony Express probó ser muy eficiente, reduciendo a solo diez días el tiempo de comunicación entre la Costa Este (Atlántico) y la Costa Oeste (Pacífico). Sin embargo, su existencia resultó efímera, apenas un año y medio, ya que pronto fue eclipsado por el ferrocarril y el telégrafo. Con tramos de recorrido cada vez más cortos, dejó finalmente de funcionar en noviembre de 1861, siete meses después de que estallara la guerra civil. El Pony Express se volvió leyenda de inmediato. Es uno de los mayores íconos del Wild West en el imaginario cultural norteamericano. (Nota del editor)
*** Nótese que Mrs. Fanny Tobin es un típico personaje jewettiano: mujer anciana del Maine rural, que vive sola y libre en una granja (enviudó y sus hijas se casaron), que supo tener de joven un oficio (modista) y un ingreso propio, y que volverá a contraer matrimonio tardíamente por entera decisión suya, sin presiones paternas. Un poco por deseo erótico y otro poco por conveniencia o necesidad prácticas, es cierto, pero por propia elección al fin de cuentas. (Nota del editor)