Fotografía: https://kristenghodsee.com
Nota.— La etnógrafa, estudiosa de género y sovietóloga estadounidense Kristen R. Ghodsee –profesora en la Universidad de Pensilvania– es una de las intelectuales más prolíficas y renovadoras del utopismo de izquierdas en este agitado siglo XXI. Su ensayística de investigación antropológica e imaginación política, inspirada en la “descripción densa” de Clifford Geertz y la multisecular tradición socialista (que ella gusta llamar “etnografía literaria”), tiende muchos puentes con el ecologismo y el feminismo, sin perder la pulsión anticapitalista. Recientemente, publicó un libro intitulado Everyday Utopia: What 2,000 Years of Wild Experiments Can Teach Us About the Good Life (Nueva York, Simon & Schuster, 2023). Por fortuna, hay traducción a nuestro idioma: Utopías cotidianas. Lo que dos mil años de experimentos pueden enseñarnos sobre vivir bien (Madrid, Capitán Swing, 2024).
Compartimos aquí dos entrevistas con la autora norteamericana, ambas procedentes de España, con motivo de la edición castellana de su última obra. La primera de ellas salió en Climática, el 4 de marzo. La segunda vio la luz en El Salto, el 22 de abril. Llevan la firma de los periodistas José Luis Fernández Casadevante y Alejandro Pedregal, respectivamente.
Aunque consideramos que el ecosocialismo de Ghodsee adolece de algunos excesos románticos y de una insuficiente perspectiva realista de clase (proletaria), y si bien no concordamos para nada con su visión naíf de las nuevas tecnologías digitales (sin ser por ello “primitivistas”), tenemos mucho acuerdo y simpatía con su apología de la imaginación y la praxis utópicas, que de ningún modo deben ser desdeñadas (al contrario, deben ser muy aquilatadas, tanto en términos morales como estratégicos) en la ardua lucha por un futuro comunista que nos salve del desastre civilizatorio o la barbarie burguesa.
Las entrevistas van de menor a mayor en su hondura. Ambas son interesantes y luminosas, pero la segunda nos parece especialmente valiosa, por su sensibilidad y lucidez. Dedicamos esta doble publicación a dos camaradas que están colaborando intensamente con Kalewche y Corsario Rojo, y que sabemos que la apreciarán enormemente: la argentina Gabriela Maturano (en la cuyana provincia de Mendoza) y el español Carlos Valmaseda (en la asiática ciudad de Manila).
“LAS ECOALDEAS ESTÁN PENSANDO HOY CÓMO SERÁ LA VIDA DESPUÉS DEL CAPITALISMO”
Kristen R. Ghodsee es profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este y miembro del Grupo de Graduados en Antropología de la Universidad de Pensilvania. En los últimos años se ha dedicado a rastrear experimentos relacionados con formas alternativas de convivencia, de compartir nuestras propiedades o de criar a la infancia. Un trabajo que se concreta en su libro Utopías cotidianas. Lo que dos mil años de experimentos pueden enseñarnos sobre vivir bien (Capitán Swing).
[José Luis Fernández Casadevante para la página web Climática]
Su último libro es una provocadora invitación a desnaturalizar las inercias económicas y culturales que sostienen los sistemas de opresión, apostando por recuperar un impulso utópico anclado en la importancia de las transformaciones en la vida cotidiana. Sostiene que cortocircuitar nuestras inercias culturales y desarrollar formas alternativas de convivir, comer, moverse, vestir, amar… puede provocar transformaciones más duraderas que algunos gestos de activismo público. Aunque no son incompatibles, ¿por qué lo cotidiano debería gozar de esa centralidad?
Escribí este libro en respuesta a la reacción de mi libro anterior, Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo [editado también por Capitán Swing], que se centraba en el papel del Estado a la hora de mejorar la vida de la gente y ponerla por delante de los beneficios económicos. Entonces surgían dos tipos de dudas: ¿qué sucede si los gobiernos caen en manos de líderes autoritarios contrarios a estos enfoques? ¿Y qué protagonismo podemos tener las personas corrientes a la hora de cambiar nuestras vidas?
Para responderlas acudí a la obra de Aleksandra Kolontái y sus conversaciones con Lenin, durante los primeros años de la Revolución Rusa, cuando era comisaria de Bienestar Social. Ella insistía en la idea de que, si no cambiaban las relaciones en la esfera privada, los cambios en la esfera pública no funcionarían. No le hicieron caso, fue ignorada, pero creo que estaba en lo cierto. Tiene que haber una revolución en el ámbito privado igual que en el ámbito público.
Muchos activistas, mayoritariamente masculinos, son radicales sobre cómo deberíamos reorganizar la sociedad, pero muy conservadores en sus vidas personales. Este libro plantea cómo el capitalismo se apoya en la esfera privada para funcionar. Así que intentar cambiarla, implica abordar políticamente cuestiones como la convivencia, los cuidados, la crianza, la familia… y para ello resulta útil dar visibilidad a esos maravillosos ejemplos de comunidades alrededor del mundo que han intentado transformar la vida doméstica.
En el libro reconstruye el hilo invisible que conecta formas alternativas de convivencia y de compartir recursos desde los falansterios a las comunidades religiosas, desde las ecoaldeas a los proyectos de cohousing. Ahí cobra especial importancia la autonomía de las mujeres y la responsabilidad colectiva en las tareas de los cuidados. Estas innovaciones suponían una redistribución de la riqueza, pero especialmente del uso del tiempo. ¿Cómo valora este vínculo entre recursos y tiempo?
El trabajo social y reproductivo se hace de forma no pagada en los hogares y eso nos aboca, como plantea el feminismo, a una crisis, pues avanzamos hacia escenarios donde se va a demandar una creciente cantidad de cuidados (mayores, infancia, enfermos…). Ante esta evidencia, hay varias respuestas. La solución conservadora es que las mujeres vuelvan al hogar y hagan este trabajo gratis. En la solución capitalista, vinculada al feminismo liberal, las mujeres deben acudir al mercado, hacer dinero y contratar a alguien más pobre para que haga estas tareas.
La solución socialista plantea socializar el trabajo doméstico a través del Estado y los servicios públicos. Y existe otra solución que pasa por cooperar entre las mismas personas. Reimaginar nuestros espacios domésticos y comunidades para que sean más inclusivos, permitiendo una mayor responsabilidad colectiva en las tareas de cuidados. Y esto es especialmente importante allí donde no hay un Estado redistributivo.
Estas prácticas comunitarias suponen una redistribución más equitativa de los recursos, pero especialmente del tiempo. En lugar de tener a una mujer en su casa haciendo todo este trabajo, hay muchas personas compartiéndolo, por lo que se reduce la dedicación exigida. Cuando las mujeres ganan autonomía, hacemos sociedades realmente más libres, también para los hombres.
Uno de los rasgos compartidos por estos experimentos salvajes que recorre, a lo largo de dos milenios, es la de integrar la familia en unidades de convivencia más amplias y colaborativas. Frente a las epidemias de soledad no deseada y la privatización de la vida, con todos sus sesgos y carencias, el utopismo buscaba fórmulas para hacernos cargo colectivamente de nuestra interdependencia. En la actualidad, ¿dónde encontraríamos las experiencias más inspiradoras?
Estoy pensando mucho en eso ahora, y creo que la clave es la manera en que las personas comunes en el mundo están consolidando relaciones con sus amistades y creando comunidades. En todo el mundo, jóvenes, mujeres viudas u hombres mayores están dando pasos para convivir juntos. No pensamos en su radicalidad, pero se están formando constelaciones humanas muy profundas que no se basan en vínculos sanguíneos. Y esto es especialmente importante entre la comunidad queer, donde la gente busca una «familia elegida» para construir relaciones basadas en la amistad y el apoyo mutuo que no pasan necesariamente por la familia nuclear.
Un ejemplo inspirador serían las ecoaldeas. Muchas de ellas están en Europa. La gente se muda allí, al campo, por razones ambientales, y busca fórmulas conjuntas de reducir su impacto ecológico sobre el planeta. Otro ejemplo son las comunidades religiosas, obviadas por las personas de izquierda al asociarse a posicionamientos conservadores. Históricamente es muy relevante el rol de las comunidades religiosas que, por una razón u otra, conviven colectivamente junto a personas extranjeras, cuidan de la infancia abandonada o acogen a jóvenes de orfanatos. Y eso llega hasta hoy, donde distintas confesiones religiosas tienen comunidades orientadas al cuidado y el acogimiento de personas en problemas.
A lo largo de la historia, siempre hay grupos de personas que deciden vivir juntas en comunidad, criar a sus hijos en común y compartir sus recursos. No importa si es por razones seculares, si son anarquistas, feministas o budistas, es el mismo patrón básico. Y ese patrón es transcultural y transhistórico, persiste a lo largo del tiempo, muestra que todos podríamos vivir de otra manera si decidimos hacerlo. Se encuentra en estas comunidades utópicas, pero luego hay un montón de experiencias intermedias, como los proyectos de cohousing.
Una de las críticas más corrientes a este tipo de iniciativas es que mayoritariamente son de grupos sociales acomodados, por lo que sus propuestas se ven con distancia. Y eso contrasta con los elevadísimos niveles de bienestar personal que muestran quienes habitan estas comunidades intencionales, debido a vivir de forma más coherente, con personas afines y dinámicas cooperativas, con refuerzos positivos… ¿Cómo podría evitarse que se conviertan en burbujas aisladas y aumentaran su replicabilidad? ¿Resulta democratizable la utopía?
Efectivamente, algunos estudios científicos evidencian cómo la gente que vive en estas comunidades se posiciona en niveles más elevados de bienestar personal. No es sorprendente, pues la gente que vive en comunidades intencionales o cohousings lo ha elegido así, por lo que describen niveles más altos de felicidad, índices más bajos de soledad no deseada y un uso más satisfactorio de su tiempo. Además, en estos proyectos suelen disponer de reglas y mecanismos para lidiar con conflictos de una manera que las familias no necesariamente tienen. Y, por último, estos proyectos son especialmente beneficiosos para las personas tímidas, pues socializan mejor en espacios intermedios y regulados, siendo plenamente conscientes de ello.
En relación con las burbujas, la clave sería el federalismo, del que el cooperativismo dispone de muchos ejemplos exitosos. Estos proyectos deben ser de una escala humana, pero pueden interconectarse, de forma que la gente pueda moverse entre ellos y a través de ellos. Hoy, todos tenemos una familia, pero éstas existen en un barrio más amplio, en una comunidad, en una sociedad. Y tenemos nuestra base, que es nuestra familia, y luego disponemos de diferentes niveles de comunicación política con la sociedad más amplia. Y creo que eso podría ser válido para nuestras familias extensas, nuestras familias cooperativas, nuestras familias escogidas.
Valores alternativos como la austeridad, la propiedad común y las comunidades de iguales se ensayaron por comunidades religiosas acusadas de heréticas. Posteriormente fueron secularizados por el utopismo y banalizados por buena parte de la historiografía. Y sin embargo, sus aportes forman parte de los avances en distintos campos del conocimiento (urbanismo, educación, diseño…), además de ser fuente de inspiración para algunas de las políticas públicas más transformadoras. ¿Sigue el utopismo funcionando como un repositorio para el diseño de políticas públicas?
Tenemos cuatro grandes crisis en el mundo. La primera es la climática, la segunda es la desigualdad, la tercera es la epidemia de soledad no deseada en lugares como Estados Unidos o el Reino Unido, y la cuarta es la de los cuidados. Las comunidades utópicas existentes se hacen cargo simultáneamente de estas cuatro problemáticas. Vivir conjuntamente es mucho más eficiente en términos de ahorro económico y de reducir impactos, previene la soledad, permite reducir y afrontar en mejores condiciones la desigualdad, y socializa las tareas de los cuidados.
Al hablar de esto, pienso en la crianza y en cómo la vida bajo el capitalismo es muy difícil para las mujeres. Especialmente entre las mujeres jóvenes que se plantean tener hijos, por las exigencias sociales, las condiciones de precariedad o el cuestionamiento moral de si tiene sentido hacerlo en un contexto de crisis ecosocial. Siempre suelo decirles: “¿Y si tenemos hijos pero lo hacemos de una forma diferente?”.
Y es que el modelo dominante es aspiracional. Mucha gente joven toma decisiones que no les hacen felices para contentar a terceros. Tenemos el desafío de redefinir lo que significa disfrutar una buena vida en el Antropoceno. Hay una crisis sistémica ante la cual podemos tomar pequeñas decisiones, como vivir juntos y compartir recursos, lo que en el imaginario actual puede asociarse a ser un perdedor o un outsider. Estas formas de vida son una manera de activismo y de hacer política; y si proliferan, pueden crear una increíble presión sobre el sistema. Las comunidades utópicas nos muestran un camino y nos invitan a hacer algo con nuestras vidas, algo con la potencialidad de cambiar el mundo.
En el libro aparecen constantemente referencias a la autosuficiencia, la descentralización, la autonomía, la cooperación… Rasgos relevantes a la hora de pensar las cuestiones climáticas y ecológicas. ¿Qué valor tienen estos experimentos en un contexto de crisis ecosocial?
Experimentos intermedios como el del cohousing nos muestran que podemos reducir nuestra huella ecológica compartiendo espacios domésticos. Y de manera más radical, encontramos las ecoaldeas que están construyendo ejemplos de asentamientos humanos sostenibles, a partir de la permacultura. Y lo hacen pensando en cómo será la vida después del capitalismo. Algo que casi nadie está haciendo.
Una de mis ecoaldeas favoritas está en San Galo, Suiza, donde están reconstruyendo un monasterio benedictino del siglo XIX usando recursos locales, recuperando oficios tradicionales (carpintería, canteros…) y usando las técnicas medievales. Al preguntarles, contestan que han abandonado empleos bien pagados porque quieren estar más conectados a su trabajo, pero también sostienen que ante la crisis alguien debe conocer estas técnicas y preservar las habilidades para construir de esta manera. Son como los preppers, pero en positivo.
Están recuperando saberes tradicionales e inventando formas realmente interesantes de usar tecnología moderna, como los ordenadores solares. Aunque su visión del mundo puede ser muy apocalíptica, están generando innovaciones que pueden beneficiar al conjunto de la sociedad, están soñando con el futuro, mientras los demás estamos atrapados en el presente.
Por último, hace referencia a Ernst Bloch y la necesidad de ejercer un «optimismo militante», y le da mucha importancia a las narrativas. El próximo 14 de marzo participa en La Casa Encendida [Madrid] en un ciclo sobre estas cuestiones. ¿Por qué es necesario construir escenarios de futuros esperanzadores, que no sean fantasiosos o ingenuos, pero que resulten deseables?
Resulta absolutamente conveniente recordar el trabajo de Mark Fisher y el realismo capitalista, donde se impone la idea de que no hay alternativa y eso nos inmoviliza en el presente. Es una visión que nos desempodera, nos enoja y facilita la resignación. Los niveles de ansiedad y depresión entre la juventud tienen que ver con esta desesperanza hacia el futuro.
El capitalismo naturaliza su existencia. Quiere hacernos creer que siempre ha existido y que siempre va a existir. Y que no hay manera posible de cambiarlo, porque si lo intentas, terminas construyendo una distopía. Así, pues, el optimismo militante nos permite entrar en contacto con el futuro, sentir que tenemos la capacidad de intervenir en la historia, que no está escrita y que es contingente. Nos permite imaginar alternativas al presente, nos invita a soñar con ecotopías. Mediante este ejercicio, recuperamos la capacidad de preguntarnos ¿qué pasaría si hiciéramos esto? Y eso nos da esperanza. La esperanza es una emoción y una capacidad cognitiva que debemos ejercitar y cultivar. Globalmente, hay una gran recesión de la esperanza y es importante de cara a disputar el futuro.
Por último, frente al aburrimiento y la tristeza, los activismos tendrían que ser divertidos y disfrutarse de alguna manera. Y eso es algo que está presente en estas comunidades, donde predomina más la idea de disfrutar la fiesta, el sexo, la poesía y la música en una especie de falansterio, que en una aburrida y rígida vida monacal en un convento. Las visiones utópicas devuelven la alegría a la política.
“NECESITAMOS SOLUCIONES QUE PODAMOS LLEVAR A CABO SIN LA AYUDA DEL ESTADO”
Tras el éxito de su anterior libro, Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo, la etnógrafa estadounidense y profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este, Kristen R. Ghodsee, regresa con Utopías cotidianas. En esta nueva obra, publicada por Capitán Swing y traducida por Clara Ministral, Ghodsee explora la importancia de reconocer y aprender tanto de las experiencias utópicas pasadas como de aquellas que se dan en las comunidades y las relaciones interpersonales de las que participamos a diario, con el fin de construir otras formas de organización social que prioricen la cooperación, la conexión comunitaria y la equidad. En definitiva, aquello que da título al libro: las utopías cotidianas.
La autora reflexiona en esta entrevista sobre su visión esperanzadora de futuro y el esfuerzo que se exige para alcanzarlo, incluso ante la desconfianza y la desigualdad que nos rodea. Para Ghodsee, el “optimismo militante” y la “esperanza radical” son herramientas poderosas para superar tanto el contexto generalizado de mercantilización y privatización neoliberal como el escepticismo hacia la idea de utopía en nuestras vidas cotidianas. Por ello, mira al vínculo entre el socialismo y la necesidad de reimaginar nuestras estructuras sociales y económicas, para así dar forma a un imaginario de totalidad nuevo, una realidad “que podría ser completamente diferente”.
[Alejandro Pedregal para El Salto Diario]
En Utopías cotidianas tratas la importancia de explorar diferentes formas de organización social. ¿Qué te llevó a investigar sobre este tema?
Después de la publicación de mi anterior libro, Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo, que fue traducido a quince idiomas, realicé una gira internacional para presentarlo. Hablé con muchos lectores que estaban frustrados con la organización social contemporánea y buscaban formas para hacer que sus vidas cotidianas fueran menos alteradas, solitarias y estresantes. En aquel libro hablaba mucho sobre los tipos de políticas socialistas que los gobiernos podrían implementar, de soluciones “de arriba hacia abajo”. Pero algunos lectores me preguntaron qué podrían hacer si sus gobiernos no dieran respuesta. O peor aún: si sus gobiernos ni siquiera fueran democráticos. Esto me hizo pensar en tipos de soluciones “de abajo hacia arriba”, soluciones que pudiéramos llevar a cabo sin la ayuda del Estado.
Este fue claramente mi libro pandémico porque quería entender cómo podrían verse nuestras sociedades de manera diferente si priorizáramos la cooperación y la conexión sobre la competencia y la autonomía
Ya estaba empezando a investigar para este libro cuando comenzaron los confinamientos por el Covid-19, y de repente el mundo se puso patas arriba. Creo que muchos de nosotros hemos olvidado el impacto de aquellos primeros meses de confinamiento, entre marzo y junio de 2020, cuando estábamos sentados en casa viendo cómo el mundo entero se detenía abruptamente. Y este fue claramente mi libro pandémico porque quería entender cómo podrían verse nuestras sociedades de manera diferente si priorizáramos la cooperación y la conexión sobre la competencia y el individualismo.
¿Cómo defines el concepto de utopía en tu libro y cómo difiere de otros enfoques? ¿En qué modo crees que tu visión puede aplicarse a nuestra realidad actual, marcada por la devastación ecológica y una creciente amenaza de guerra?
El concepto de utopía que uso en el libro es muy flexible. No sostiene una ideología fija ni un punto final. El propósito principal del sueño social radical es desafiarnos a reimaginar cómo podrían ser nuestras vidas si rechazamos todo lo que consideramos «normal» o «inevitable». En una conversación con el filósofo alemán Ernst Bloch, sobre la posibilidad de construir una utopía en el siglo XX, Theodor W. Adorno explicó en 1964: “Creo que, en lo que respecta a la conciencia, lo que la gente ha perdido en términos subjetivos es simplemente la capacidad para imaginar la totalidad como algo que podría ser completamente diferente”. Para mí, la utopía es un tipo de mentalidad. Es efectivamente la posibilidad de imaginar que la totalidad podría ser algo completamente diferente. Dada nuestra realidad actual, este tipo de pensamiento utópico es absolutamente necesario. El statu quo neoliberal capitalista es incapaz de resolver o prevenir la devastación ecológica o la creciente amenaza de guerra mundial o guerra civil. A muchos niveles, nos está acercando cada vez más a estos acontecimientos.
Hablas sobre la importancia de reconocer y aprender de experiencias utópicas pasadas dentro de diferentes movimientos sociales. ¿Qué lecciones consideras más relevantes que se puedan aplicar al presente?
Una lección importante está en señalar que el modelo de familia nuclear –que muchos consideramos natural y normal– es una aberración histórica, que contrasta con el hecho de que muchas comunidades utópicas del pasado vivían de forma más comunal, compartían recursos y criaban a sus hijos con grupos más amplios de adultos de lo que hacemos hoy en día. Las dificultades para la crianza bajo el capitalismo están contribuyendo a la caída de las tasas de natalidad en el mundo industrializado, ya que los jóvenes eligen no formar familias. Si queremos sobrevivir y prosperar como especie en el siglo XXI, necesitamos pensar de manera más creativa en cómo organizamos nuestras vidas privadas y ampliar nuestra definición de familia. En el libro propongo sugerencias concretas de cómo hacer eso.
La cotidianidad es un tema clave en tu trabajo. ¿Qué destacarías de este aspecto en relación con la utopía en tu investigación y experiencia personal?
Necesitamos más tiempo y espacio para nuestros encuentros diarios y fortuitos con otros. Vivimos en sociedades donde el individualismo y la autosuficiencia son estados ideales, que supuestamente indican tanto éxito como madurez. Pero también estamos viviendo una pandemia de soledad y aislamiento social, y una crisis de cuidados para las personas mayores. Repensar la estructura de nuestras viviendas y nuestros espacios comunitarios es la clave para construir más conexión en nuestra vida cotidiana. Es mucho más fácil construir lazos más fuertes con vecinos, amigos, colegas y camaradas si te encuentras con ellos casualmente en el pasillo o en el parque o en el transporte público todos los días.
Los sociólogos hablan sobre la importancia de los “vínculos débiles” para mantener unidas a las comunidades. Por ejemplo, el cajero con el que hablas en el mercado, el verdulero que recomienda las verduras más frescas o los otros dueños de perros con los que tienes charlas breves mientras paseas a tu mascota. Estos son todos encuentros cotidianos que pueden hacer que nuestras vidas se sientan más conectadas y alegres, y que ayudan a infundir a nuestras comunidades de más solidaridad y resiliencia.
Existe una relación entre la desigualdad económica y la falta de realización de las personas, algo que es central a la realidad cotidiana actual. ¿Cómo crees que se pueden abordar tanto la cotidianidad como las utopías en este sentido?
Cuanto más nos conectamos, más probable es que compartamos nuestros recursos. Las personas ricas en nuestras sociedades se aíslan para no tener que compartir con los demás, y la familia nuclear con cuidado exclusivo de dos progenitores es la institución primaria en la sociedad que facilita la transferencia intergeneracional del privilegio de –en la mayoría de los casos– los padres a sus hijos legítimos. Si realmente queremos abordar la desigualdad, necesitamos reconsiderar la institución primaria en la sociedad que está exacerbando este problema.
¿Cómo pueden las personas abordar el escepticismo o la resistencia hacia la idea de crear utopías en un mundo cada vez más marcado por la desconfianza y la desigualdad? ¿Qué papel juegan las comunidades y las relaciones interpersonales en la construcción de utopías cotidianas?
Esta es una cuestión de “optimismo militante”, o lo que Ernst Bloch llamó “esperanza radical”. Creer que el futuro puede ser mejor, y que todos tenemos un pequeño papel en hacer que ese futuro sea mejor, no es fácil en un mundo lleno de desconfianza y deshonestidad, donde los sociópatas entre nosotros parecen disfrutar del mayor éxito material porque no sienten nada por las necesidades o los deseos de los demás.
No se requiere de ningún tipo de fe religiosa, pero sí del mismo tipo de compromiso que tienen los creyentes: la capacidad de creer en algo que quizás no puedas ver o experimentar en tu propia vida. En el último capítulo de mi libro exploro la diferencia entre la esperanza como emoción y la esperanza como capacidad cognitiva. La esperanza es como un músculo. Si no lo usas lo suficiente, se atrofia. Creo que todos necesitamos fortalecer nuestras capacidades cognitivas para la esperanza.
En tu libro, también exploras la idea del socialismo en la búsqueda de un marco que permita que florezcan las utopías cotidianas. ¿Qué puedes decirnos sobre ese vínculo? ¿Cómo se conecta con tus trabajos anteriores?
Para muchos socialistas, mejorar las condiciones materiales de la vida cotidiana de las clases trabajadoras era el objetivo principal de la propiedad colectiva de los recursos de la sociedad. Pero también entendían que la base económica, es decir, las relaciones de producción y consumo, daban forma a las ideologías dominantes de nuestras sociedades. Si querías cambiar la superestructura de las relaciones sociales capitalistas, tenías que empezar por transformar las experiencias de las personas en el nivel de la vida cotidiana. En mi libro anterior, mostré cómo las políticas estatales remodelaron históricamente la esfera privada. Sin embargo, en este libro quería explorar cómo pequeños cambios en la esfera privada podrían reformular al propio Estado. Básicamente invertí la dirección causal y busqué evidencias históricas que mostraran cuándo este proceso había funcionado con éxito en el pasado.
¿Cómo ves el papel de la tecnología en la construcción de las utopías cotidianas? ¿Qué desafíos presenta, especialmente en un contexto de mercantilización, privatización y escasez material?
No soy primitivista. La tecnología puede beneficiar enormemente a la humanidad si nos liberamos de su propiedad privada. Por ejemplo, todos los algoritmos y tecnologías que sustentan la inteligencia artificial podrían ser propiedad colectiva de las personas cuyos empleos inevitablemente van a ser reemplazados. Si estuviéramos dispuestos a compartir la riqueza de manera más equitativa para evitar la creación de una clase cada vez más pequeña de súper multimillonarios como Bezos, Zuckerberg y Musk, habría menos escasez material. Pero esto requeriría una revisión fundamental de la base del sistema económico que crea, en primer lugar, a estos multimillonarios. La tecnología es sólo una herramienta como cualquier otra, y lo que necesitamos hacer es asegurarnos de que todos se beneficien del uso de estas herramientas.