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Adania Shibli Naglfar Nuevo

Una pelota de lata

12 de octubre de 2025
Kalewche

Ilustración original de Andrés Casciani

Compartimos en Naglfar, nuestra sección literaria, un breve cuento de la escritora palestina Adania Shibli intitulado “A Tin Ball”. Escrito en árabe, la lengua materna de la autora, fue traducido y publicado en inglés por la revista ArabLit Quarterly, vol. IV, nro. 3, en el otoño boreal de 2021. Se trataba aquel de un número especial dedicado al fútbol, por lo que Shibli debía atenerse a ese tópico deportivo o lúdico, en apariencia pasatista y naíf. Así lo hizo ella, pero sin olvidarse de la tragedia colonial –usurpaciones, desplazamientos, segregaciones, asedios, bombardeos, invasiones, matanzas, hambrunas, etc.– que su pueblo padece en Gaza y Cisjordania desde hace más de setenta años. Una tragedia colonial que entonces –crisis pandémica– no tenía la magnitud atroz de un genocidio como hoy, pero que, de todos modos, ya estaba recrudeciendo fatídicamente. Recuérdese que en mayo de 2021 las fuerzas policiales y militares del Estado de Israel asesinaron a casi 300 palestinos en el marco de la represión contra la llamada “Intifada de la Unidad” o “Intifada de la Dignidad y la Esperanza”, una gran revuelta popular contra la opresión sionista desatada por la irrupción violenta de israelíes uniformados en el complejo de la mezquita Al-Aqsa –en plena conmemoración islámica del Radamán– y el desalojo arbitrario de varias familias árabes en Jerusalén Oriental. El Tzáhal lanzó un asalto punitivo feroz contra la Franja durante once días, matando a más de 250 gazatíes, incluyendo a 66 infantes y 40 mujeres.
Toda la producción literaria de Shibli (relatos ficcionales, crónicas y ensayos), está atravesada por su compromiso con Palestina, una solidaridad política y humanitaria que hacemos nuestra. Su obra más célebre es la novela Un detalle menor (2017), de la que extrajimos y publicamos un fragmento hace un año, en esta misma sección. En la presentación de aquel texto, ofrecimos un somero resumen biográfico sobre la autora, con algo de información acerca del infame episodio de «cancelación» que ella venía de sufrir en la Feria del Libro de Fráncfort de 2024. Shibli está exiliada en Berlín. El masivo crecimiento de las protestas juveniles en Alemania contra el genocidio de Gaza –especialmente en la capital del país y en la ciudad de Stuttgart– seguramente sean para ella motivo de consuelo y esperanza.


La guerra, al parecer, había terminado, después de haber alcanzado los extremos más lejanos de la violencia. En resumen, había llegado a su punto álgido, y allí estaban los soldados guardando sus pertenencias y recogiendo su equipo, cansados, agotados y exhaustos, después de haber dedicado toda su energía a la batalla. Por lo tanto, iban metiendo todo sin mucho cuidado en sus mochilas y vehículos. Había vehículos para transportar a las tropas, otros para transportar el equipo militar, para las cajas de balas y granadas, para transportar tanques y para las latas de comida, algunas vencidas. Hasta donde alcanzaba la vista, estas eran las únicas cosas que habían sobrevivido sin daños. Sin embargo, los edificios de los alrededores habían sido bombardeados y ahora estaban plagados de agujeros aleatorios, con trozos de ellos caídos en las calles y aceras, y la pintura descascarada de sus fachadas y paredes interiores, que aún rodeaban los muebles que los que huían del bombardeo no habían podido llevarse consigo. Menos visibles eran los cadáveres de todas las edades esparcidos por el lugar. O, quizás más exactamente, deberían permanecer invisibles. En cambio, la atención debería centrarse únicamente en su número y, si hubiera tiempo suficiente, sería posible mencionar sus nombres y edades, y luego las circunstancias de sus muertes, incluyendo lo que estaban haciendo en el momento en que fueron asesinados y lo que nunca más podrían hacer. Con la salvedad de que sería una tarea ardua. De hecho, sería casi imposible recopilar toda esta información, que probablemente se olvidaría en cuanto se presentara la oportunidad, independientemente de la considerable simpatía, incluso tristeza, que pudiera suscitar. Sin embargo, aquí no se hará nada por el estilo, lo que elimina la posibilidad de que este texto se lea como propaganda política que pueda provocar la ira de ciertos lectores, en particular los pertenecientes a las filas de la clase media intelectual. De todos modos, estos cuerpos, si significan algo para alguien, aparte de para aquellos a quienes pertenecían, sería para quienes estaban más cerca de ellos, y quizás también para sus asesinos. No ahora, sino más adelante. Probablemente, muchos años después, porque ahora estos asesinos están cansados, agotados y exhaustos, y están utilizando toda la energía que les queda para recoger sus pertenencias y su equipo, abandonar este campo de batalla y regresar a sus hogares sin demora. Así que deben recoger todo lo que ha sobrevivido intacto o no se ha utilizado, y meterlo en sus mochilas o en el vehículo adecuado. Y todo lo que no ha sobrevivido o se ha utilizado, deben recogerlo en enormes bolsas de basura, una tarea que realizan sin el cuidado que ponen en recoger sus pertenencias y su equipo. Sin embargo, cuando finalmente abandonen el lugar, dejarán algo atrás, y no solo las bolsas de basura. Mientras tanto, se oirán voces lejanas que afirmarán que el amor y la paz triunfarán al final, y los equipos médicos se prepararán para entrar en el lugar, seguidos por la prensa internacional, los convoyes de ayuda humanitaria y las organizaciones de derechos humanos, y, deslizándose detrás de ellos, un grupo de niños traviesos y curiosos. Tan pronto como entren, cada grupo seguirá buscando en el lugar cualquier cosa que pueda entrar dentro del ámbito de sus intereses. No es necesario detenerse demasiado en estos intereses, ya que son bien conocidos. Por lo tanto, el texto pasará directamente a ese grupo de niños traviesos y curiosos, entre los que esta vez se encontraban Mohamed, Munira, Moneim, Mazen, Maysun, Mukhles y Maya, cuyos nombres, por pura coincidencia, comienzan todos por la letra M. Aparte de eso, y aunque nacieron en familias con diferentes antecedentes económicos y sociales, tienen otra cosa fundamental en común: la pobreza. Munira era la mayor, pero Mohamed era el más fuerte, y los dos lideraban al grupo a través del campo de batalla casi abandonado, con Maya, la más pequeña y de menor edad, siempre en la retaguardia.

Cada edad y tamaño tiene sus ventajas y desventajas, pero Maya solo estaba experimentando las desventajas en ese momento. Mientras los demás miembros del grupo rebuscaban entre los desechos de los soldados en busca de cosas maravillosas, raras y valiosas, ella encontraba cosas que abundaban y que a nadie le importaban, como latas de sardinas vacías y casquillos de bala. Continuó recogiéndolas, tirando una cada vez que encontraba otra en mejor estado, quedándose con las más brillantes y menos estropeadas, hasta que, por fin, encontró una lata de sardinas con la tapa solo ligeramente levantada, aunque estaba totalmente vacía. Y Maya inmediatamente comenzó a llenarla con los pequeños casquillos de bala que había recogido y guardado. Lenta y cuidadosamente, los colocó uno por uno, hasta que la lata se llenó de casquillos apilados a lo ancho, en ángulo recto con respecto a la forma en que suelen colocarse las sardinas. Entonces, de repente, se oyeron gritos de sorpresa y admiración procedentes del grupo que iba delante, que empezó a correr, y Maya los siguió sin saber muy bien por qué, salvo que, en las circunstancias actuales, ella, al igual que ellos, se veía impulsada por el instinto de permanecer siempre juntos, en la medida de lo posible.

Todos corrieron hasta llegar a una zona despejada de edificios y gente, donde solían jugar en tiempos de paz. Munira se sentó y Mohamed la imitó, mientras los demás se agruparon a su alrededor. En medio del silencio, Munira sacó una lata metálica con forma de disco de su camisa. Había algo escrito en ella que ninguno de ellos podía descifrar, aunque sabían exactamente lo que era por la imagen que había debajo. Una imagen de pepinos de color verde apagado. Munira empezó a forcejear para abrir la lata, mientras Mohamed le daba instrucciones sobre cómo hacerlo, antes de intervenir y quitársela de las manos. Esto no significaba que Munira hubiera perdido el control de la lata. En absoluto. Mientras tanto, la saliva había comenzado a acumularse en sus bocas apretadas, tragada cada vez que subía demasiado como para respirar. Sin duda, no se consideraban niños extremadamente pobres, pero los pepinillos enlatados [pickles] eran una rareza en su cesta de la compra o, de hecho, en el panorama de su vida cotidiana. A veces los veían en las heladeras de parejas de recién casadas, o en almuerzos o cenas. Pero encontrarlos así, mientras jugaban, era inimaginable. La pregunta ahora era cuántos pepinillos había en la lata y cuántos le tocarían a cada uno. Debía de haber al menos siete. Quizás diez. Y todos aceptarían que Munira y Mohamed, que habían encontrado la lata, se quedaran con los más grandes y con la mayor cantidad una vez que el resto se hubiera repartido equitativamente, quedándoles los más pequeños a Maya. Su cuerpo, al ser el más menudo y de menos años, no necesitaba tantos. Estos pensamientos, preguntas y fantasías internas continuaron ocupando sus pequeñas cabezas hasta que, por fin, la lata se abrió. Al principio se oyó un tintineo, el sonido de su apertura, que luego se convirtió en el chirrido del metal al rasgarse, mientras el olor del jugo de encurtido llegaba a sus fosas nasales, cada vez más intenso a medida que la lata pasaba de manos de Mohamed a Munira. No era tanto un proceso de pasar la lata como una separación a regañadientes, hasta que finalmente quedó en manos de Mohamed, mientras Munira seguía sacando su contenido. Uno a uno, los pepinillos se distribuyeron primero a Maysun, luego a Mazen, luego a Mukhles, luego a Moneim y, por último, a Maya. Y, a decir verdad, después de mucho inspeccionarlos y examinarlos, no parecía haber tanta diferencia de tamaño. Con Mohamed y Munira sosteniendo la lata y lo que quedaba dentro, todos comenzaron a devorar su parte. Y aunque la mayoría acabó con sus pepinillos, a pesar de intentar comer lo más despacio posible, Mohamed y Munira no lo hicieron. Entonces comenzaron a oírse murmullos suplicantes, pidiendo un bocado a uno u otro, solo uno pequeño, y Mohamed y Munira reprendían a los suplicantes, pero aun así les concedían los bocados más pequeños, hasta que el grupo acabó con todos los pepinillos de la lata y solo quedó el jugo. Así que empezaron a beberlo, cada uno por turno, y nadie bebía más que los demás, y si alguien lo hacía, como fue el caso de Moneim, Munira le quitaba la lata. ¡Equitativamente, dijimos!

Después, excluyendo a Maya, se dividieron en dos equipos de tres y comenzaron a patearse la lata entre ellos. Y cada vez que la lata salía demasiado lejos, Maya, que estaba al margen por ser demasiado pequeña y corta de edad para saber jugar al fútbol, corría a recogerla.

Fue un día realmente precioso que ninguno de ellos olvidaría fácilmente jamás. Eran felices.

Adania Shibli

Etiquetado en: ArabLit Quarterly cuento Fútbol literatura árabe narrativa contemporánea Palestina Una pelota de lata

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