Fotografía: Aurelio González (El País de España)


Nota.— Dos uruguayas, unidas por una larga amistad que se remonta a la adolescencia, rememoran, en sendos relatos cortos de no ficción, sus vivencias infantiles montevideanas asociadas al golpe de estado del 27 de junio de 1973, trágico y traumático suceso de la historia contemporánea del Uruguay que ha cumplido, hace cinco días, cincuenta años. El quincuagésimo aniversario fue, precisamente, el motivo de nuestra invitación a que colaboren con Naglfar, la sección literaria del semanario dominical Kalewche.
Andrea Villaverde nos envió su testimonio escrito desde el otro lado del Río de la Plata, desde Montevideo, su ciudad natal, donde siempre ha vivido. Para ella, la fecha del 27 de junio tiene una resonancia muy especial, una implicación profundamente personal que excede lo histórico, que rebasa la memoria colectiva, pues la efeméride coincide con su natalicio.
Pilar Piñeyrúa nos hizo llegar su prosa autobiográfica desde la provincia argentina de Mendoza, la última y más duradera de las escalas de su odisea en el exilio. Un exilio que, por vicisitudes familiares y laborales de la vida, se ha prolongado mucho más allá de su «terminus ad quem» político: la restauración democrática en la República Oriental, allá por 1985.
Nuestro público lector ya conoce a la segunda autora: a principios de marzo, publicamos en Parley, nuestra sección de reseñas bibliográficas, un texto de Juan López acerca del poemario Donde habitan las luciérnagas (Mendoza, Grito Manso, 2022), ópera prima de Piñeyrúa. Allí hay una breve noticia biográfica sobre ella, extraída de la solapa delantera de su obra, que dice así: “PILAR PIÑEYRÚA (Montevideo, Uruguay, 1960). En 1981 debió exiliarse. Desde entonces vivió en Brasil, Francia, Argentina, Uruguay y, actualmente, Mendoza. Trabajó en varios oficios del libro, y el que más le gusta es el de editarlos (además de leerlos). Estudió letras, comunicación y semiótica. Ha escrito y publicado reseñas, artículos, relatos, poemas, ensayos y textos varios en medios gráficos, redes sociales, blogs y en algunas antologías. En la actualidad es directora de la Ediunc (Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo)”.
En su libro, hay unas memorias en prosa poética llamadas “Me acuerdo”, como la anáfora que las vertebra cíclicamente de principio a fin, al estilo del “I Remember” de Joe Brainard. Incluye varias remembranzas alusivas a la dictadura uruguaya. Por ejemplo, “Me acuerdo del día del golpe de Estado” y “Me acuerdo de Marcha titulando ‘No es dictadura’ junto a los decretos del golpe…”. O bien, este otro: “Me acuerdo de la marchita militar de los comunicados de todos los días, y, más tarde, todos los viernes, creo. Pasaban como una hora requiriendo personas por cadena de televisión. Me acuerdo de pensar que si yo hubiera sido un poco mayor estaría requerida por subversiva”. O también este, en clave de rebeldía: “Me acuerdo de los actos oficiales en el liceo, no cantábamos el himno, solo la parte que dice ‘¡Tiranos, temblad!’. Eran obligatorios y no queríamos ir”.
Andrea Villaverde nació en la capital oriental hacia 1962, en el seno de la Comunidad del Sur, un proyecto utópico de convivencia colectiva inspirado en el ideario anarquista, donde se crió hasta los cinco años, cuando sus padres resolvieron abandonar dicha experiencia comunitaria. Ya adolescente, cursó sus estudios secundarios, a la sombra de la dictadura cívico-militar. En el colegio, y también en su propio hogar, conoció a Pilar Piñeyrúa, con quien trabó una relación de amistad (Pilar era compañera de curso e íntima amiga de su hermana mayor, Ana). En su juventud, Andrea estudió y militó en la Universidad de la República, primero en la carrera de Ciencias Económicas, luego en la de Sociología. Dejó la UR para formarse como actriz. Se inscribió en el Instituto Teatral El Galpón, de donde egresó en el 87 –posdictadura– para trabajar en la actuación, profesión que conjugó con la producción publicitaria y de espectáculos teatrales o musicales. Desde el año 2000, se desempeña en la radiodifusión y el periodismo como locutora, conductora y productora. Para más información sobre su trayectoria vital y laboral, puede leerse aquí la somera autobiografía que ella amablemente nos escribió para la ocasión.
Agradecemos profundamente a Pilar y Andrea su colaboración con “Uruguay, 1973: recuerdos de un año de plomo”, el especial literario de Kalewche para este 50° aniversario del golpe de estado en la República Oriental. Publicación que se complementa con el sustancioso ensayo de análisis y reflexión de nuestro camarada uruguayo Alexis Capobianco Vieyto –intelectual marxista, profesor de filosofía y militante de izquierda en Montevideo– “27 de junio: algunas reflexiones a cincuenta años del golpe de estado en Uruguay”, que hoy también ve la luz, en nuestra sección histórica Clionautas.
Algo más, lo último, aunque no menos importante: gracias a Pilar, hemos conocido el magnífico relato de Haroldo Conti “Tristezas de la otra banda”, dedicado a sus amigos uruguayos Mario Benedetti y Eduardo Galeano, e incluido en su libro La balada del álamo carolina (Bs. As., Corregidor, 1975). Allí, el escritor argentino, secuestrado y desaparecido en Buenos Aires tras el golpe del 76 que entronizó a Videla, nos habla de su viaje al Uruguay dictatorial y militarizado de Bordaberry en el 75. Publicaremos este escrito contiano el próximo domingo, en nuestra sección de letras Naglfar.


MI 27 DE JUNIO

27 de junio 1973: día de mi cumpleaños número 11, sexto año escolar.

Tal como había sido con mis hermanos, ese año me tocaba de regalo un reloj pulsera: ya era mayor y en unos meses entraría al liceo.

La tradición marcaba que esa mañana la familia se encontraba en la cama de la cumpleañera a saludar y entregar el esperado regalo. En casa no había Día del Niño ni regalo navideño; vaya una a saber por qué los Reyes Magos eran la excepción en aquella casa en la que el anarquismo era bandera. El regalo de cumpleaños cobraba una dimensión monumental.

El amanecer de mis 11 años tuvo un beso distraído de mis padres al despertar, y en lugar de mi cama, la reunión fue en el piso, alrededor de la biblioteca del cuarto que compartía con mi hermana: en el último estante estaba la «radio-pasadiscos» roja y mis padres se sumergieron allí a escuchar las novedades.

No hubo reloj hasta no sé cuántos días después: no recuerdo casi nada de ese segundo semestre del 73. El reloj aún lo conservo: un Citizen automático de esfera azul y malla plateada que no funciona hace 40 años, pero que atesoro vaya una a saber por qué.

En casa, el silencio ya venía instalándose de antes. En algún momento supe que no debía preguntar, que cuanto menos supiera era mejor para mí, y para mis padres también. Mucho antes de junio del 73, ya se hablaba de torturas, de clandestinidades, de latas de aceite con doble fondo… de asesinatos.

Un año antes, en abril, acribillaron a la mamá y al papá de mi amiga Ana, y se llevaron preso al papá de Silvita, que unos días antes me había regalado mi primera y única mascota: una cachorra dóberman que duró tres días en mi casa. Ana vivía en la calle Amazonas, en Malvín, y la última vez que la vi fue el jueves 13 de abril de 1972.

En esos tiempos, también cayeron otros: Juanjo, el Peti, el Cristo, Ariel… Las novedades de quienes iban cayendo presos se acumulaban en los días, las semanas, los meses…

Y antes, en la azotea de una UTU, mataron a un pibe de 16 años. Yo tenía nueve, y aún recuerdo los versos de una canción que Carlitos Piñeiro compuso para homenajearlo:

Han matado a un compañero
Un compañero anarquista,
Heber Nieto asesinado
Por la violencia fascista

El 27 de junio del 73 yo cumplí 11 años y el miedo estaba conmigo hacía rato.

Andrea Villaverde



CÓMO VIVÍ EL GOLPE DE ESTADO EN URUGUAY
(27 DE JUNIO DE 1973)

Como una chiquilina de 12 años, pero muy angustiada y conmocionada con lo que venía pasando en mi país desde dos años atrás. Ese día me desperté y no hubo clases (yo estaba en primer año de liceo) y las radios transmitían, el 27 de junio de 1973 y los días que siguieron, en cadena obligada, los comunicados de las tres armas y marchitas militares, muchas marchitas militares.

El centro de Montevideo, donde yo vivía, ardía de uniformados, con todo tipo de uniformes. Sé que dediqué todo mi Diario de esa jornada (años después perdí ese cuaderno, como muchos otros) a lo que estaba pasando, a la usurpación que estaban haciendo esos uniformados de la vida pública e institucional; uniformados odiados, temidos y nunca respetados porque ya hacía años que torturaban, y se sabía.

Los recuerdos se me mezclan con el 9 de julio, cuando dos semanas después del golpe, la gente (o sea, el pueblo, como se decía entonces) se juntó en las calles del centro en una «asonada» convocada semiclandestinamente, a las 5 de la tarde. “A las cinco en punto de la tarde…”, decía el locutor Rubén Castillo por la tarde, leyendo versos de García Lorca. Y a las cinco en punto de la tarde, el centro ardió, de gente y de uniformados, por supuesto.

Yo había querido ir a esa movilización del 9 de julio, pero mis padres, blancos*, conservadores y tibia pero firmemente opositores a los noveles dictadores, no me dejaron (recién 20 años después los entendí). Pero sí fue mi hermana, con una máquina de fotos, y sacó algunos registros de la gente corriendo, los caballos con algún uniformado arriba dando sablazos a diestra y siniestra dentro de las galerías. Yo no pude ir, y de bronca me pasé un rato largo asomada al balcón que daba sobre la calle, segundo piso, a una cuadra de 18 de julio, en pleno, pleno centro. Allí saqué fotos mentales. Gente corriendo, por la vereda, por la calle. Eran jóvenes, muy jóvenes. Los milicos los perseguían y a veces agarraban a algunos. Pasaban «chanchitas», patrulleros, camiones. Uno tiró una ráfaga de ametralladora a la puerta de mi casa. Un camión de esos enormes, de transporte de cocacola, que tenían como una madera vertical en el medio, pasó vacío de casilleros, pero lleno de gente atada a esa madera.

Otra vez los recuerdos se confunden. Y veo una larga hilera de tanques de guerra llegando hasta el Palacio Legislativo. No era para un desfile. ¿Fue antes del golpe, después?

Después vino el agujero negro: años de silencio, de oscuridad. De miradas desconfiadas, de relaciones condicionadas. Ya no hubo, durante esos largos años en que transcurrió mi adolescencia, mi vida liceal y universitaria, ya no hubo, digo, carteles y pintadas callejeros, comités de base abiertos, música fuerte, manifestaciones, actos políticos, árboles pintados de colores, debates, discusiones.

Sí hubo larguísimos años de marchitas militares todas las tardes, comunicados pidiendo “la colaboración de la población” para ubicar a los requeridos por la justicia militar, milicos armados de particular en la puerta y adentro de las facultades, la obligación del uniforme también para los estudiantes, las noches vacías de gente, ausencia de libros en las librerías, de discos en las disquerías y de gente en las casas, en las escuelas, en las facultades, en las fábricas, en las veredas.

La dictadura, para mí, fue la maquinaria militar desplegada con toda la fuerza posible para prohibir, perseguir, reprimir, destruir lo que consideraban el enemigo de la humanidad (doctrina de seguridad nacional de por medio). Hoy, cuando la que está desplegada es la maquinaria económica…


Por qué empecé a militar

Tenía 18 años, había entrado a la universidad (universidad intervenida, universidad controlada, universidad mediocre, pero la única universidad que teníamos) ese año. 1979. La dictadura a full: no carteles, no grafitis, no pintadas, no gente en las calles, ni en las veredas, no libros, no discos, no revistas. En los diarios, solo dos secciones: las declaraciones de los militares en el gobierno y las noticias internacionales censuradas. No partidos políticos, no sindicatos, no gremios estudiantiles, no elecciones, en ningún lugar.

En la puerta de la facultad, el milico de particular y armado, que oficiaba también de portero, nos hacía circular cuando el grupo era de más de tres personas. Y antes, en el liceo: pelo corto para los varones, polleras largas para las chicas, no pantalones, no vaqueros, no cantos por la calle, no.

Empecé a militar por dos motivos principales: porque me ahogaba la falta de libertad y porque me dolía el dolor de los torturados y detenidos, la injusticia y la miseria. Fue personal, muy personal. Nunca me sentí heroína o nada parecido. Tuve miedo, miedo de que me metieran presa, de que miraran mis ideas, de las peores consecuencias.

Había llegado tarde a la generación anterior, a los que tenían 7, 9, 12 años más que yo. Los que habían militado en tantas organizaciones «gloriosas», los que habían dado lo mejor de sus vidas y sus ideas, los que habían querido cambiar el país para mejor entre el 63 y el 73. Ese mito viviente (de los tupas y todo lo que los rodeaba) se había construido muy fuertemente en mi cabeza. Ellos, que eran lo mejor entre los hermanos mayores de mis amigos y los amigos de mis hermanos mayores, ellos estaban presos, torturados, detenidos, asesinados, exiliados. Y nosotros, estos pobres hermanos menores, los extrañábamos. Ellos nos hacían falta: para quererlos, para odiarlos, para entenderlos, para pelearnos con ellos, para aprender de ellos… Pero ellos no estaban. Juro que NO estaban. Los pocos que habían quedado sueltos de esa generación estaban aterrados, pero, sobre todo, congelados.

Ya que jamás formaría parte de esa generación gloriosa, de esas organizaciones que habían sacudido los cimientos de mi país, por lo menos tenía que intentar sacarnos a los milicos de encima. Después veríamos. Algo nuevo y mejor tendría que pasar.

Pilar Piñeyrúa
27 de junio 2023


NOTA

* Existen dos grandes partidos tradicionales o históricos en Uruguay, dos fuerzas políticas cuyo origen y rivalidad se remontan a las guerras civiles del siglo XIX posteriores a la independencia: el Partido Blanco o Nacional y el Partido Colorado, surgidos hacia 1836 en la batalla de Carpintería, que enfrentó al presidente Manuel Oribe y sus seguidores –aliados con el caudillo federal bonaerense Juan Manuel de Rosas– y los insurgentes liderados por el general Fructuoso Rivera –apoyados por los unitarios argentinos exiliados–, en el marco de la Guerra Grande, una guerra civil que era más regional o rioplatense que propiamente nacional o uruguaya. Las denominaciones cromáticas obedecen a sus insignias respectivas: vinchas albas los soldados leales a Oribe, vinchas rojas los rebeldes de Rivera. Más allá de sus divergencias primigenias, en la contemporaneidad más reciente ambas fuerzas políticas han tenido un perfil ideológico de centroderecha, básicamente liberal-conservador, no exento de algunos matices diferenciadores, coyunturales y no tanto. Su hegemonía bipartidista perduró hasta los últimos años del siglo XX, muy avanzada la posdictadura (finales de los noventa), cuando el Frente Amplio –una coalición de centroizquierda– empezó a terciar en la política oriental, hasta alcanzar la presidencia con el cambio de centuria. A quienes militan en el Partido Nacional, o simpatizan con él, se les dice blancos (nota del ed.).