Ilustración original de Andrés Casciani
Presentación.— La semana que pasó, más precisamente el 22 de abril, se cumplieron 300 años del nacimiento de Immanuel Kant (1724-1804), una de las mayores cumbres –y parteaguas– en la historia de la filosofía universal, coloso del pensamiento occidental moderno y figura insoslayable de la Ilustración europea. También, por supuesto, padre o precursor del idealismo alemán, que alcanzaría su cenit con la dialéctica de Hegel; trampolín –a su vez– del giro materialista de Feuerbach y Marx (y de Bakunin, no lo olvidemos), que nos resultan más cercanos, no sólo en el tiempo, sino y sobre todo en el intelecto y en el corazón.
Más allá de todas las diferencias teóricas e ideológicas que, como materialistas de izquierdas que somos, nos separan del filósofo prusiano, valoramos inmensamente su obra. Es un legado intelectual con el cual también tenemos –no nos avergüenza reconocerlo– algunos acuerdos básicos no menores, como la defensa de la racionalidad crítica, hoy más necesaria que nunca, en medio de tanta avalancha de misología posmoderna. El tricentenario del natalicio de Kant nos parece una buena excusa para conmemorarlo y homenajearlo, desde el consenso y desde el disenso, con respeto y sin zalamería.
A tal fin, hemos armado un dossier internacional de tres artículos. En él intervienen nuestros camaradas Nicolás Torre Giménez (Argentina), Carlos Herrera de la Fuente (México) y Alexis Capobianco Vieyto (Uruguay), todos ellos abocados a la enseñanza y la investigación de la filosofía. Los textos de Nicolás y Alexis fueron especialmente escritos para el dossier. La prosa de Carlos es un extracto adaptado de un extenso ensayo intitulado “Crítica y dialéctica en la modernidad (el pensamiento crítico de Descartes a Marx)”, que integrará el sexto número de nuestra revista en PDF Corsario Rojo, de inminente aparición. Agradecemos profundamente a los «tres mosqueteros» su esfuerzo y dedicación.
Una acotación final «de color». Hemos hablado dos veces del nacimiento de Kant, pero no hemos dicho dónde fue: la misma ciudad donde murió y siempre vivió, donde siempre estudió y enseñó, donde siempre pensó y escribió: su amada Königsberg, la urbe medieval fundada por la Orden de los Caballeros Teutónicos en los confines orientales del Báltico, que hoy pertenece a la Federación Rusa y todavía llamamos Kaliningrado; aunque la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que así la rebautizó en 1945 cuando la hizo suya, tras derrotar y expulsar a los nazis con su poderoso Ejército Rojo, ya no exista más (algo que para Kalewche exige autocrítica y reaprendizaje, pero que no significa ningún “fin de la historia“, ninguna cancelación de la utopía comunista).
LAS DOS CARAS DE MOLOCH
EL FORMALISMO KANTIANO Y EL FORMALISMO DE LAS DEMOCRACIAS BURGUESAS
Kant intentó superar los problemas epistemológicos planteados por el racionalismo y el empirismo de su época, dos corrientes claramente enfrentadas, y en gran medida lo logró, consiguiendo asumir las verdades parciales de cada una de ellas y planteando una filosofía superadora de las limitaciones de ambas, que valorara el papel de la experiencia en el conocimiento, pero no desdeñara el uso de conceptos como los de “sustancia”, “causalidad”, etc. Pero para ello, levantó una barrera infranqueable entre las cosas y nuestro conocimiento acerca de ellas. Según su Crítica de la razón pura, jamás sabremos lo que las cosas verdaderamente son, sino que nuestro saber se limitará a lo que nuestra facultad de conocer nos permita afirmar de ellas. Es decir, que todo lo que afirmamos de las cosas, en realidad deberíamos afirmarlo más bien de nuestra manera de experimentarlas, mediante los sentidos, y pensarlas, por medio del entendimiento.
Mientras que la sensibilidad es receptiva, el entendimiento es productivo. La sensibilidad recibe intuiciones sensibles del exterior; el entendimiento produce, a partir de dichas intuiciones sensibles, representaciones del objeto del conocimiento. Pero la sensibilidad no se limita meramente a recibir las impresiones del mundo exterior, sino que configura, da forma, a dicha materialidad: las modela espacio-temporalmente. Es decir, se trata de una receptividad que no nos entrega fielmente los elementos del exterior, sino que configura esa materia cruda, dotándola de espacialidad y temporalidad. Espacio y tiempo son para Kant condiciones subjetivas de la sensibilidad, bajo las cuales es posible para nosotros la intuición externa, en el caso del primero, y la intuición interna, en el caso del segundo. Pero como la intuición externa depende de la interna, el tiempo es la condición formal a priori (es decir, independiente de toda experiencia) de todos los fenómenos en general. Lo importante hasta aquí es retener que la sensibilidad no nos entrega las impresiones externas tal como son, sino que el sujeto del conocimiento aporta a esa materia –sin proponérselo, pero sin poder evitarlo, ya que es algo que depende de la misma estructura de su sensibilidad– la forma espacio-temporal.
A partir de esa materia formada por la sensibilidad, el entendimiento –con auxilio de la imaginación– lleva a cabo la síntesis o unificación de la multiplicidad de representaciones sensibles. Dicha actividad se lleva a cabo mediante una serie de funciones sintéticas del entendimiento –también propias del sujeto–, llamadas “categorías”, y dan como resultado el objeto de conocimiento. La objetividad resulta así un producto de la subjetividad, a partir de los datos de la experiencia.
Así como las formas puras y a priori (es decir, independientes de toda experiencia) de la sensibilidad eran el espacio y el tiempo, las categorías constituyen las formas puras y a priori del entendimiento, y operan como leyes lógicas que el entendimiento aplica a todo objeto. Por medio de la aplicación de las categorías a la multiplicidad sensible será posible afirmar determinadas características de los objetos así constituidos: que poseen una extensión expresable en números (categorías de Cantidad), cualidades expresables en grados (Cualidad), un vínculo entre sus partes o con otros objetos, incluso relaciones de causa-efecto (Relación) y un tipo de existencia: real, posible, necesaria, contingente (Modalidad).
De esta manera, la sensibilidad y el entendimiento producen la objetividad, en la medida en que configuran o conforman los datos crudos del exterior: dan una forma a una materia proporcionada por la experiencia. Sin embargo, de esa materia cruda no se puede afirmar absolutamente nada, ya que el sujeto del conocimiento sólo tiene acceso a ella sólo en la medida en que esta es conformada, configurada por su facultad de conocimiento. Lo que la cosa sea independientemente del sujeto nos resulta inaccesible. Mientras que de este lado del sujeto se encuentra el fenómeno, la cosa tal cual se nos presenta a nuestro conocimiento, más allá de él estaría el noúmeno, el objeto independiente del sujeto, que no puede ser conocido, aunque sí pensado, e incluso postulado. La objetividad para Kant, como se ve, depende entonces de la subjetividad, de las formas que el conocer aporta a lo conocido. Sin embargo, Kant supone que todo ser racional comparte la misma estructura cognoscitiva, lo que le permite despegarse de un mero relativismo individualista. Sí es posible, en cambio y en otro sentido, hablar de un relativismo subjetivo kantiano, ya que todo conocimiento posible depende de las formas universales de la sensibilidad (espacio y tiempo) y del entendimiento (categorías).
Como se ve, el formalismo kantiano levanta una barrera infranqueable entre nuestro conocimiento y las cosas reales, entre la epistemología y la ontología. Todo nuestro conocimiento se limitaría a describir cómo conocemos (es decir, de qué forma conocemos las cosas) y no podría decir nada sobre qué conocemos efectivamente, esto es, hacer afirmaciones sobre el mundo real. Un kantismo consecuente debería limitarse a afirmar que la forma de nuestra facultad de conocimiento nos conduce a ver a aquel objeto como rojo, a éste como más pequeño que ese otro, atribuir a aquél fenómeno la causa de este otro, y un largo etcétera; sin poder afirmar absolutamente nada sobre la realidad concreta y real que nos rodea.
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En sus obras Crítica de la razón práctica, Metafísica de las costumbres y Fundamentación para una metafísica de las costumbres sucede otro tanto con la defensa de una ética formal. En dichas obras, Kant intentó fundar una ley moral objetiva, racional, universal, autónoma y a priori, que pudiera guiar a la voluntad en cualquier ocasión. Su intención se enmarcaba en las ideas de la Ilustración que defendían la universalidad de la razón, el humanitarismo, el republicanismo –o, por lo menos, el constitucionalismo–, propugnaban el uso de la razón para resolver los problemas de toda índole y creían en el progreso de la humanidad. La moral debía ser objetiva para no caer en el subjetivismo o en el mero capricho del individualismo; racional porque debía ser absolutamente independiente de los deseos y de los sentimientos individuales; universal porque reconocía que la racionalidad es algo compartido por todos los seres humanos; no debía estar basada en preceptos externos (heteronomía) sino provenir de lo más profundo del sujeto moral (autonomía) y debía ser a priori, esto es, independiente de toda experiencia.
Pero para cumplir este último requisito, la ley moral que buscaba Kant tenía que prescindir de toda materia y ser puramente formal: necesitaba una moral sin contenido, que se limitara a establecer la ley formal que se aplicaría a cada situación concreta, así como las leyes del entendimiento se aplican a cualquier representación sensible, porque, en palabras de Kant, “sólo una ley formal, es decir, una ley que no prescriba como condición suprema de las máximas más que la forma de su legislación universal, puede ser a priori un motivo determinante de la razón práctica”1. Y tenía que ser enunciado como un imperativo, es decir, un mandato de la razón en forma de un “deber ser” que fuera constrictivo para la voluntad. Además, no podía tratarse de un imperativo hipotético (Si A, entonces B), sino categórico, ya que éste, “sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el [imperativo] de la moralidad”2.
En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant ensaya varias formas del imperativo categórico. Sólo cito dos de ellas:
1. Actúa según aquella máxima que pueda al mismo tiempo hacerse ley universal.3
2. Actúa de tal manera que emplees/necesites la humanidad, tanto en tu persona como en la de los demás, en todo momento a la vez como un fin, nunca como un mero medio.4
La primera de ellas casi podría traducirse por el popular “no hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan”, si no fuera porque el verbo «gustar» incumple el requisito –inalcanzable– de racionalidad depurada de todo deseo y sentimiento. Sería mejor parafrasearla de la siguiente manera: actúa de tal manera que la máxima que regiría tu acción pudiera aplicarse en cualquier situación, en todo tiempo y lugar. Como se ve, de tan general, abstracta y formal resulta francamente inaplicable. Incluso la anterior frase popular resulta más sensata.
Con respecto a la segunda enunciación, en la que he optado por traducir “emplees/necesites” para mantener la ambigüedad del verbo brauchen utilizado por Kant, ya puede decirse que resulta un poco menos abstracta. Sin embargo –o más bien, justamente por eso–, viola una de las condiciones que había establecido para la ley moral. Kant considera al ser humano, la persona –y agrega, “a todo ser racional”– como un valor en sí, ya que su misma existencia posee para el autor un valor absoluto,5 valoración concreta que agrega un contenido material al imperativo, algo que Kant había considerado anteriormente inadmisible. Hay que reconocer que aquí el filósofo se hace trampa a sí mismo, con el fin de intentar llenar el ominoso vacío dejado por su abstracta ley moral. Por lo tanto, sólo la primera formulación del imperativo categórico satisface plenamente las condiciones que había establecido el mismo Kant. Lo que se perdió en contenido, se ganó en oquedad –si se me permite la ironía–.
El principal problema de la moral kantiana radica en su carácter formal. El mismo Hegel le critica a Kant en su Fenomenología del espíritu que la moralidad sólo puede realizarse en el seno de lo que él llama “eticidad” [Sittlichkeit], de las prácticas, normas y costumbres históricas de un pueblo. ¿Significa esto que las prácticas de distintos pueblos son inconmensurables, que hay que caer en un relativismo cultural que impida juzgarlas desde otros marcos culturales? No, para nada. Más bien lo contrario. Toda práctica cultural está enmarcada en contextos que les dan significación. El juicio sobre ellas no puede prescindir de las significaciones que tienen para sus actores –aunque tampoco tiene por qué reducirse a ellas–, sobre todo para quienes se presentan como sus víctimas. Pensemos tan sólo en las rebeliones de esclavos de la Antigüedad y en cómo juzgaban los mismos esclavos su situación. Volviendo a lo anterior, la moral no puede desentenderse del contenido del acto, ni de contexto del mismo, ni de la historia del sujeto moral, ni hacer abstracción de los sentimientos y los deseos. Matar, mentir, ¿siempre y en todo contexto está mal? Desde el rigorismo kantiano hay que responder que sí, ya que si se pretende justificar que alguien mate o mienta a un asesino, aunque sea para salvar su propia vida o la de otros, la máxima de su acto debería poder convertirse en ley moral para cualquiera y en cualquier situación. Es un absurdo que se deriva de la moral kantiana, y que el mismo autor defiende explícitamente en el caso de la mentira en su texto Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía.6
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Con respecto a la estética formal de Kant contenida en su obra Crítica del juicio, también se podría decir otro tanto, pero este no es el lugar para ello. Sí me gustaría, en cambio, relacionar el formalismo kantiano con el formalismo presente en las democracias burguesas. No pretendo caer en el error fácil –y bastante común en el gremio filosófico– de sobreestimar la influencia de las ideas filosóficas en la conformación de prácticas sociales hegemónicas, ni de la filosofía kantiana en la moral y el derecho burgueses, sino más bien llamar la atención sobre ciertos paralelismos no tan difíciles de explicar. En el caso de la ideología burguesa, bien dijo Marx que “no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su ser social lo que determina su conciencia”7. Kant, en este sentido, fue un adelantado a su tiempo, ya que sus ideas representaban a una clase en ascenso y que, en buena medida, terminaron por imponerse. Que no se me malinterprete. Con esto no quiero decir que todo pensamiento que haya expresado Kant sea intrínsecamente burgués y que por ello deba ser descartado. Ni lo uno, ni lo otro. Para su época, la filosofía kantiana fue, en muchos aspectos, revolucionaria. Por sí solas, el uso de la razón y las ideas de libertad –en una época de absolutismo y oscurantismo– que defiende Kant, más allá de que podamos tildarlas de excesivamente formales, merecen un lugar destacado en la historia del pensamiento crítico. Su limitación reside en su formalismo abstracto. Si bien la formalización y la abstracción –momentos analíticos– son operaciones necesarias del pensamiento y la ciencia, representa un verdadero absurdo el intento de erigir toda una filosofía –que en última instancia tiene que referir a la realidad concreta, ya sea para describirla o transformarla– exclusivamente sobre esos pilares. El momento de análisis, si bien es necesario para comprender mejor de manera aislada ciertos fenómenos o partes de ellos, no es suficiente. La operación del pensamiento queda trunca si el momento analítico no es completado por una síntesis dialéctica que asuma los resultados del primero y vaya más allá de ellos, al ponerlos a operar dentro de la totalidad de la que fueron abstraídos. Dicha síntesis no debe ser una mera composición de los elementos analíticos, sino que debe indefectiblemente transformarlos por la síntesis –ya que se trata de volver a poner en movimiento lo que antes fue fijado– para su mejor estudio. El análisis sin síntesis supone una actitud parmenídea ante el objeto de estudio; la síntesis que se limita a juntar los resultados parciales del análisis, su contracara heraclítea. Lo que nos enseñó Hegel (y Marx fue quizás su mejor discípulo en este aspecto) es que la síntesis debe superar [aufheben] las verdades unilaterales obtenidas por el análisis, volver a dar vida al cadáver diseccionado, recomponer las partes del todo y ponerlo en movimiento: the dialectic, stupid!
Las ideas hegemónicas burguesas están plagadas de formalismos de todo tipo. Las condiciones materiales de producción y reproducción capitalistas produjeron y reproducen todo el tiempo las ficciones del igualitarismo y la libertad propias del derecho burgués para autojustificarse. En rigor de verdad, el derecho burgués es el garante de una libertad y una igualdad formales, vaciadas de todo contenido y, por lo tanto, impracticables para las grandes mayorías, que adolecen justamente de carencias materiales. Empecemos por el formalismo electoral y representativo –y desde ya pido disculpas al lector que ha tenido la gentileza de seguirme hasta aquí por el cambio repentino de tono–: formalmente tenemos derecho a elegir, y formalmente los políticos que podemos elegir nos representan en el poder ejecutivo y legislativo (y de manera muy indirecta en el poder judicial). Pero para llegar a ser candidatos y llegar a tener ciertas chances de ser electos, entran en juego diferencias materiales de financiamiento de campañas que traen aparejadas diferencias de visibilización en los medios y las redes sociales, etc. Primera diferencia material: el que más dinero consigue, obtiene mayor visibilización y mayores chances de ser electo. ¡Pero no hay problema! Porque los grandes capitales no tienen mayores problemas en prestar ese dinero: eso sí, pretenden recuperarlo lo antes posible con reformas y prebendas que los beneficien. Segunda diferencia: la democracia hipotecada se inclina a favor de sus acreedores. Luego de que les sean devueltos los favores de campaña, los grandes capitalistas están dispuestos a renovar sus votos de confianza: las diferencias se siguen ampliando. Una vez que el ciudadano cumplió su deber cívico, puede quedarse tranquilo en casa hasta dentro de un par de años, ya que la lógica de la delegación y la representación entra en juego, y no es necesario que se moleste en ejercer la democracia efectiva, ya que formalmente ya está participando, independientemente de que el candidato que prometió A en campaña esté haciendo B, lo que constituye una tercera diferencia material.
Pero la cosa no termina ahí: como resulta que quien posee poco más que la ropa que lleva puesta es formalmente igual de libre que los dueños de todas las tierras, todas las casas y todas las cosas, su libertad pequeña, casi insignificante, se enfrenta con la libertad fastuosa de los que todo lo poseen, todos los días, en el mercado, ese lugar imaginario que, como Dios, no existe pero está en todas partes, y para el cual –otra cualidad que comparte con el “número uno”– somos todos iguales aunque todos sepamos que en realidad no lo somos. Entonces las dos igualdades formales se sientan a negociar en ese lugar divino, y por ello también ficticio, mientras que la cuarta diferencia material impone su poder en ese otro sitio más parecido a una selva, en la que unos comen y otros son comidos.
Y las diferencias materiales se multiplican y se enfrentan a igualdades formales que sólo se enuncian pero que no se hacen efectivas, y sería imposible enumerarlas todas. Igual que sucede con la filosofía kantiana, entre el mundo concreto y real (“nouménico”) de los que se ganan el pan todos los días con el sudor de su frente, y los enunciados de una democracia formal y abstracta que habla de un mundo de apariencias ideológicas (la Erscheinung kantiana puede traducirse como «fenómeno» o «apariencia»), como son la igualdad y la libertad formales, se alza un muro impenetrable. La moral y el derecho burgueses son el espejo ideológico en el que se refleja esa misma realidad: se legisla y se juzga desde el formalismo, se sufre la materialidad. La filosofía kantiana escinde la realidad efectiva [Wirklichkeit] en materia y forma: se ocupa de la segunda y declara inaccesible –desde el conocimiento– o superflua –desde la moral– a la primera. La ideología burguesa (moral y derecho) no hace otra cosa. En los cimientos de ambas se encuentra Moloch, el único dios real, el que se alimenta de sacrificios humanos: las relaciones capitalistas de producción.
Nicolás Torre Giménez
NOTAS
1 Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica.
2 Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
3 Kant, Gesammelte Schriften, t. 4, Berlín, Preussische Akademie der Wissenschaften, 1900, p. 436. Véase online en http://kant.korpora.org/Band4/436.html (la traducción es propia).
4 Ibid., p. 429. Véase online en http://kant.korpora.org/Band4/429.html (la traducción es propia).
5 Ibid., passim.
6 “Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía”, en I. Kant y B. Constant, ¿Hay derecho a mentir? (La polémica Immanuel Kant-Benjamin Constant sobre la existencia de un deber incondicionado de decir la verdad, Madrid, Tecnos, 2012.
7 Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, México, Siglo XXI, 2016,p. 5. Traducción levemente modificada por el autor del artículo.
LA RAZÓN, EL SUJETO MODERNO Y LOS LÍMITES DE LA CRÍTICA EN KANT
Tal vez no exista en la historia de la filosofía occidental, con excepción de su inicio griego, un punto de inflexión tan definitivo como el que introdujo Immanuel Kant en el siglo XVIII, al momento de desarrollar su proyecto crítico, dividido en tres grandes obras: la Crítica de la razón pura, la Crítica de la razón práctica y la Crítica del juicio. A partir de esa portentosa intervención, la filosofía pudo verse por fin directamente a los ojos, sin rehuir el reto que tenía frente a sí: el de elaborar un pensamiento racional que no dependiera de los dogmas religiosos ni de los mandatos políticos o morales, externos a su ámbito de reflexión. La filosofía debía bastarse a sí misma. Pero ello significaba asumir el reto de su distinción frente a los poderes tradicionales que, hasta ese momento, determinaban lo que significaba la verdad y la razón. Significaba comprenderse, antes que nada, como crítica, como ejercicio de oposición y refundamentación, de racionalización y saber.
El eje de ese proyecto partía, en principio, de la inmanencia: era el sujeto, que desde la intervención cartesiana exigía la certeza de la conciencia y del pensamiento (pienso, existo) como única vía para asegurar la solidez del conocimiento. Kant recupera ese espíritu y lo lleva a su consecuencia lógica, pero al hacerlo, choca contra las fronteras de las cuales se quiere distinguir, marcando así los límites de su propia intervención disruptiva, que se encierra en una afirmación idealista-trascendental, definitoria –en última instancia– de su misma impotencia. Es de este movimiento de distinción, refundamentación y autolimitación que el presente artículo quiere dar cuenta, todo ello como recuento contextualizado de la lucha histórica de la razón ilustrada y burguesa por asentar las bases de su dominación en el seno aún equívoco de la hegemonía titubeante del Ancien Régime.
Kant y la necesidad de una Crítica de la razón pura
En Kant encontramos el primer esfuerzo consecuente por hacer del sujeto el centro de toda comprensión de la realidad en la modernidad. Nada debe quedar fuera del sujeto y, sin embargo, todo queda fuera de él. El sujeto es la unidad que organiza desde su finitud la totalidad del mundo externo, pero, por lo mismo, por su finitud, sólo puede conocer la expresión fenoménica de los objetos que se le escapan en su verdad esencial y última. Su labor crítica es, principalmente, la de delimitar, la de separar, la de establecer las fronteras de lo cognoscible y lo incognoscible. De ahí que Kant iguale su proceder al de un tribunal. Se trata, en realidad, de un juicio sobre lo posible y lo imposible, un deslinde preciso y permanente. No es un dato menor que la filosofía kantiana, en su forma definitiva de la Crítica de la razón pura, haya aparecido, en sus dos ediciones (1781 y 1787), antes del cataclismo político que significó la Revolución Francesa. La figura económico-política de la realidad moderna no había aún alcanzado su formación clásica, por lo que los poderes del Ancien Régime reclamaban aún el respeto de sus fueros. De lo que se trataba en la crítica kantiana no era de resquebrajar los fueros tradicionales, sino de establecer los parámetros desde los que éstos deberían aprender a fundamentar su legitimidad. “Tanto su santidad como su majestad” debían someterse al tribunal de la crítica racional. Pero eso significaba solamente que la crítica del sujeto (hipóstasis de la valorización del valor) no era todavía la realidad total, sino el principio metódico de un proceder que, si bien se había ya instalado en la sociedad de su época, no tenía, en última instancia, las riendas del dominio real.1 Su proceder tenía que ser aún cauto, preventivo, policial.2 Criticar, para Kant, significa delimitar y vigilar.
Como ejercicio de delimitación, la crítica aparece como una actividad intelectual que establece las fronteras de lo externo y de lo interno. Su sentido es ante todo formal: se encarga de subrayar las condiciones básicas desde las que su actividad podrá desplegarse. Esas condiciones son, en primer lugar, internas, pero su alcance finito deja en claro aquello a lo que ya no puede elevarse, lo que está más allá de sus posibilidades. El título de su obra es, en este sentido, aclarador: Crítica de la razón pura (Kritit der reinen Vernunft, en alemán). El genitivo que enlaza los dos sustantivos (“de la”, der en alemán), crítica y razón pura, es lo que en gramática se conoce como genitivo objetivo, esto es, un complemento adnominal que expresa el objeto de la acción significada (la razón) por el nombre determinante (crítica). Éste se opone al genitivo subjetivo, que expresa, al contrario, al sujeto de la acción significada por el nombre determinante. Así, el significado del título de la obra no es “la crítica que lleva a cabo la razón pura”, sino, al revés, “la crítica que se le hace a la razón pura”. De lo que trata la obra es de poner las bases de un pensar filosófico, metódico y científico, que limite cualquier intento de sobrepasar las fronteras de la experiencia humana y fundamentar un supuesto saber desde la razón pura (esto es, desde los fueros exteriores al sujeto). Lo que dice es que no puede fundamentarse nada con certeza desde la razón pura; que no puede demostrarse, incluso, que exista una razón pura tal como lo pretende la religión o la metafísica dogmática; que eso es imposible para el limitado entendimiento humano.
Intentar establecer un conocimiento desde la razón pura significaría, según Kant, tratar de elevarse al saber de lo incondicionado desde la condición limitada del entendimiento humano, lo cual, indefectiblemente, conduciría a la contradicción. Para conocer algo, entonces, el entendimiento humano debe asumir su condicionalidad, su limitación, y ajustarse a la forma en la que se le aparecen los fenómenos de conocimiento en su experiencia concreta. Más allá de esa experiencia fenoménica, en cuanto expresiones de lo incondicionado o absoluto, los objetos que se le ofrecen al sujeto sólo pueden ser concebidos como nóumenos o cosas en sí. El objeto pensado como cosa en sí es lo incondicionado, que en la metafísica dogmática anterior era precisamente el punto de vista de la sustancia absoluta o Dios. Si bien ese punto de vista absoluto e incondicionado, que daría sentido y unidad trascendente a todos los fenómenos del mundo, no puede ser conocido, señala Kant, nada impide pensarlo, suponerlo o creer en él, ya que, de lo contrario, “se seguiría la absurda proposición de que habría fenómenos sin que nada se manifestara”3. O sea, Kant supone, por derivación lógica, que debe existir algo trascendente de lo cual los fenómenos (de phainoménon, «lo que aparece») son expresión. Así, pues, sin rebasar jamás el estrecho límite del conocimiento humano, Kant deja intacta la posibilidad de la existencia de la cosa en sí, cuya postulación como incondicionada y absoluta nace, precisamente, de la posición trascendente de los poderes tradicionales (la Iglesia, la Monarquía) que la Crítica de la razón pura está cuestionando. Por lo tanto, el fuero de esos poderes sigue siendo absoluto, pero ya no compete a la legitimidad del conocimiento que se funda desde el sujeto.
Ahora, si bien el conocimiento humano parte de la experiencia, no puede fundamentarse en ella. De lo contrario, el conocimiento humano sería puramente empírico y se atendría a la inestabilidad y contingencia de los fenómenos percibidos. El intento de fundar una teoría estable del conocimiento se vendría abajo y terminaría imponiéndose el escepticismo más ilimitado, al estilo de Hume. Kant, sin embargo, continúa con el paradigma moderno-cartesiano de fundar un conocimiento objetivo a partir de los principios de necesidad, universalidad y certeza. Y esos principios, si bien limitados a su propia experiencia, sólo los puede ofrecer el sujeto pensante. En realidad, no es que los «ofrezca», sino que le están dados a priori y él los emplea judicativamente para fundar su conocimiento sobre los fenómenos mundanos. No es necesario extenderse mucho en este punto. Lo que cabe subrayar es que, al sujeto, los fenómenos reales del mundo se le aparecen preorganizados por dos facultades de diverso signo que fungen como condiciones de posibilidad para que éstos puedan ser experimentados y, posteriormente, conocidos. La primera facultad, la intuición pura, es puramente receptiva, pasiva, y acomoda las percepciones fenoménicas a dos representaciones puras o a priori a partir de las cuales es posible tener una experiencia de los objetos: el espacio y el tiempo puros. Gracias a esas dos facultades trascendentales, el sujeto puede tener una representación de los objetos externos y su posición, así como de su sucesión en el tiempo. La segunda facultad, por su lado, el entendimiento puro, es activa, y está conformada por las categorías lógicas puras que, aplicadas a las percepciones fenoménicas organizadas por las facultades de la intuición pura, producen los conocimientos precisos sobre los objetos respectivos (comprendidos como fenómenos).
Sobre las llamadas “categorías puras del entendimiento”, que le están dadas a priori al sujeto, vale la pena señalar que, lejos de representar una refundamentación de los principios lógicos desde los que el sujeto conoce la realidad externa, lo que hace Kant es retomar y reordenar las viejas categorías aristotélicas (de cantidad, cualidad, relación, modo) y aplicarlas al esquema del conocimiento trascendental fundado en la facultad pura del entendimiento. Esto es lo que criticará, más tarde, Hegel en la Ciencia de la lógica al señalar que Kant no demuestra las categorías o conceptos puros del entendimiento, sino que los da por supuestos, repitiendo con ello el gesto de la antigua metafísica a la que aparentemente está criticando. Al ceñirse al principio crítico de delimitación epistemológica, Kant deja intactos los viejos presupuestos del conocimiento metafísico, y sólo se preocupa por su utilización o empleo correcto dentro del esquema exigido por la Crítica de la razón pura. El sujeto sólo rebasará el punto de vista condicionado de su despliegue teórico en su extensión práctica, aun cuando no pueda rebasar la formalidad del presupuesto filosófico de todo el constructo kantiano.
La razón práctica: incondicionalidad formal y automatismo moral
Sólo en la razón práctica encuentra el sujeto su incondicionalidad pura o absoluta. Ello es así porque en la razón práctica, esto es, en el fundamento moral de la acción, el punto de partida es necesariamente la voluntad, la libertad del propio sujeto. La razón práctica no puede criticar o cuestionar su principio incondicionado, puro, sino tan sólo su uso inadecuado, que niega la condición de la cual se parte. La única posibilidad lógica en este caso es la de afirmar la plena autonomía del sujeto y negar toda acción que pretenda fundar sus principios en lo heterónomo. Esto es esencial. La razón práctica, para ser completamente autónoma, debe evitar dos desviaciones heterónomas: 1) someterse a principios o dogmas dictados por autoridades externas (se trate de personas, libros o mandamientos), o bien 2) atar su regla de acción a un principio material o empírico que difiera de su propia voluntad.4 Con el primer punto, Kant niega, finalmente, el fuero de las autoridades religiosas o políticas para dictar su verdad e imponer al sujeto concreto su forma de acción. Con el segundo, por su parte, toma distancia de cualquier ética de signo eudaimónico que pretende fundar sus reglas de acción en la búsqueda del bien, del placer o de la felicidad individual.
Si bien Kant apunta a Aristóteles como el creador de una ética fundamentada en el principio de la “eudaimonía” o del bien, la realidad es que la filosofía aristotélica está muy lejos de una simplificación hedonista de este tipo. Para Aristóteles, la guía moral de la acción es siempre el ethos o carácter que se encuentra en cada individuo, y que éste debe conducir, acompañado de la virtud y la razón, hacia su fin adecuado, hacia la generación de un hábito recto que se alcanza por medio de una educación desde la infancia. Por eso, para Aristóteles, la idea de la eudaimonía no es la del simple bien entendido como felicidad o placer, sino la del bien comprendido como el resultado de un hábito constante: el de la acción virtuosa y racional que conduce el carácter personal a su expresión óptima o adecuada.5 En realidad, la crítica kantiana se comprende mejor si se aplica su cuestionamiento a la ética hedonista basada en los principios utilitaristas de Jeremy Bentham, para quien el objetivo moral de la acción consiste en incrementar la felicidad del mayor número posible de personas.6 Para Kant, un principio así conduce necesariamente a contradicciones insolubles, porque lo que significa placer, bien o felicidad para cada uno varía considerablemente de un individuo a otro. Pero lo esencial es que, fundamentada la ética en un principio material o empírico como el de la felicidad, el sujeto se ve sometido al objeto de su deseo, se vuelve esclavo de un principio heterónomo, siendo incapaz de afirmar su autonomía y libertad. Como consecuencia, Kant sostiene que los únicos principios que pueden asegurar la validez universal de la razón práctica y afianzar la autonomía del sujeto son aquéllos que se basan en una forma generalizable, separada de cualquier interés o atadura material.
El sujeto práctico, entonces, sólo alcanza, en Kant, la autonomía moral eliminando toda determinación material concreta de su principio de acción, y elevando a máxima de su conducta un principio formal o abstracto que debe fungir como legislación universal del actuar. La voluntad individual debe ser capaz de dotarse a sí misma de la ley moral de su conducta, de tal forma que nada interfiera, desde la exterioridad material, en su determinación práctica. Así, el sujeto debe ser capaz de establecer máximas de conducta que se le impongan como imperativos morales. Kant, como es bien sabido, distingue entre dos: los imperativos hipotéticos y los categóricos. Los primeros introducen una condicionalidad de la acción con el objetivo de obtener algo por medio de ella, por lo que no pueden ser universalizables (ya que dependen siempre de la condición específica que se introduzca). Los segundos, en cambio, no introducen ningún fin fuera de ellos, nada que se pueda obtener por medio de su aplicación, sino sólo la necesidad universal de la acción que debe ser cumplida por ella misma. La libertad moral del sujeto alcanza su expresión máxima en la formulación de la ley moral del imperativo categórico. Y esta ley le indica al sujeto que debe obedecer, sin vacilación alguna, sin excepción imaginable, el principio que él mismo se autoimpuso como guía rectora de su actuar moral.7 ¡La libertad se vuelve el fundamento de la obediencia! Esto vale para cada individuo, que debe considerar su acción como un fin racional en sí mismo, y, por lo tanto, debe rechazar el uso de su persona y de cualquier otra como un medio para alcanzar algún fin externo. Éste es el reino moral en el sentido kantiano: el reino de las máquinas morales de obediencia autoimpuesta.
“Kant inventó la receta para el idiotismo”, escribió indignado Nietzsche, un siglo más tarde, en El Anticristo.8 Cierto: vaciado de su contenido material, de cualquier interés personal, del placer de la acción, el individuo se convierte en un “autómata del deber” (Nietzsche de nuevo), una máquina productora de mercancías preñadas de plusvalor ético: un trasunto de la implacable maquinaria capitalista en el ámbito de la moral.
Uso público y uso privado de la razón (o la impotencia de la razón)
Esta conclusión paradójica en el desarrollo del pensamiento moral kantiano se ve confirmada en su breve pero trascendental ensayo ¿Qué es la Ilustración? En él, las cosas toman un cariz claro y definitivo. La libertad no es más que la ficción formal con la cual el sujeto garantiza su obediencia a la organización sistémica. En esto, Kant es tajante. Según él, el lema de la Ilustración se resume en el adagio latino sapere aude, «atrévete a saber»: “¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”. Pocas páginas después, se revela justo lo contrario: obedire aude, ¡atrévete a obedecer sin razonar! Ése es el lema oculto de la Ilustración burguesa.
En este opúsculo, Kant distingue entre dos usos diferenciados de la razón: el uso privado y el uso público. Lo curioso es que cada uno se emplea en los ámbitos contrarios a los que parecería obligar su definición. El uso privado de la razón se hace efectivo en el servicio público, mientras que el uso público de la razón lo hace en la esfera privada. Como sujeto de acción pública, como «servidor público», el sujeto adecua su praxis a las exigencias del sector donde labora o donde cumple un servicio civil. Kant, nada casual, introduce los ejemplos de un oficial militar, un sacerdote y un ciudadano que paga impuestos. Son, como lo hemos señalado más arriba en referencia a la fundamentación de Crítica de la razón pura (donde los ejemplos se encubren en la jerga conceptual), los sectores donde las instituciones aún no revolucionadas ni reformadas de su época exigen sumisión y respeto a sus fueros (principalmente la Iglesia y la Monarquía). En esos ámbitos, continúa Kant, el individuo tiene que olvidarse por completo de cualquier cuestionamiento crítico y cualquier ejercicio libre de la razón, ocupándose exclusivamente de cumplir sus obligaciones sin protestar, y utilizando automáticamente su razón para la satisfacción de las labores encomendadas, las cuales deberán reflejarse en una retribución económica por sus esfuerzos. Es justo la actitud que, más de un siglo después, Max Weber describirá como propia de la burocracia moderna. El reino de la razón instrumental, para utilizar la jerga de la Teoría crítica.
“Llamo uso privado de la razón al que alguien debe hacer de la propia razón en un determinado puesto o cargo civil que se le ha confiado. Ahora bien, en algunos de esos asuntos dirigidos al bien de la colectividad, es necesario un determinado mecanismo por medio del cual algunos miembros tengan que comportarse pasivamente, para verse orientados por el gobierno hacia fines públicos mediante una unanimidad artificial o, por lo menos, para prevenir la destrucción de tales propósitos. Aquí no está permitido razonar, sino que se debe obedecer.”9
Por su lado, el uso público de la razón es el que realmente lleva a efecto el principio de la Ilustración (sapere aude), pero sólo a través de una reflexión privada, individual, que puede dirigirse a un mundo de “lectores” (así lo subraya Kant) para contribuir a modificar su opinión, o bien para ponerla a debate a través de una discusión pública. Esta representación de lo que significa el “uso público de la razón” no es otra cosa que lo que la sociedad liberal llamará más tarde libertad de expresión, la cual está regulada por los medios de comunicación disponibles. Sin embargo, y en esto Kant es muy claro, dicho ejercicio tiene que ser llevado a cabo por individuos con preparación, “doctos”, que, gracias a su formación, a su capacidad de investigación y a la precaución y coherencia que ponen en la exposición de ideas, pueden formar parte de esa comunidad intelectual que contribuye a modificar las instituciones o a cuestionar los dogmas, pero siempre con miras a su continuidad efectiva. Citemos un pasaje en extenso:
“Por uso público de la propia razón entiendo aquél que cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que forma el universo de los lectores. […] Así, resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores le han ordenado algo, quisiera razonar en voz alta, durante el servicio, sobre la conveniencia o la utilidad de dicha orden; tiene que obedecer. Pero, con razón, no se le puede prohibir que, como erudito, realice observaciones sobre los defectos del servicio militar y los presente ante su público para ser enjuiciados. El ciudadano no puede negarse a pagar los impuestos que le han sido determinados; incluso un reproche impertinente al ir a cumplir tales obligaciones quedaría sancionado como un escándalo […]. No obstante, él mismo no actuará contra el deber de un ciudadano si, en cuanto conocedor, expone públicamente sus pensamientos contra la inconveniencia o la injusticia de dichos gravámenes. De igual manera, un eclesiástico está obligado a pronunciar su sermón, dirigido a sus catecúmenos y feligreses, de acuerdo al credo de la Iglesia a la que sirve, porque fue aceptado en ella bajo esta condición. Pero como docto, tiene total libertad, incluso la formación para hacerlo, de participar al público todos sus bienintencionados y cuidadosamente revisados pensamientos sobre los defectos de ese credo, así como sus propuestas para mejorar la institución religiosa y la comunidad eclesiástica.”10
En realidad, dicha «libertad de expresión» no es más que la forma en que la sociedad liberal confirma la propia impotencia de la razón frente a la realidad, porque el debate elitista o técnico de las ideas, cuando logra traspasar el mero ámbito de la exposición de argumentos, apenas si sirve para reformar mínimamente las instituciones que busca perfeccionar con miras a potenciar el reino de la obediencia autoasumida desde la razón instrumental. Así, cuando la razón es libre, sólo sirve para potenciar la obediencia, y cuando es puramente obediente, exige una libertad que la piense con miras a la consolidación de su sumisión. La razón como auténtica libertad es, pues, impotente.
Carlos Herrera de la Fuente
NOTAS
1 “Las doctrinas morales de la Ilustración ponen de manifiesto el desesperado intento de encontrar, en sustitución de la religión debilitada, una razón intelectual para sostenerse en la sociedad cuando falla el interés. Los filósofos, como auténticos burgueses, pactan en la praxis con los poderes que según su teoría están condenados”. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, “Juliette, o Ilustración y moral”, en Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 2004, p. 133.
2 Kant define de la siguiente manera el sentido positivo de la crítica en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura: “Negar a esta labor de la crítica su utilidad positiva sería tanto como decir que la policía no cumple ningún servicio positivo porque su tarea principal consiste en poner freno a la violencia que los ciudadanos pueden procurarse mutuamente, con la finalidad de que cada uno pueda desarrollar sus asuntos en paz y seguridad”. Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft 1, Suhrkamp, 1974, p. 30.
3 Ibid., p. 31.
4 “Todos los principios prácticos que presuponen un objeto (materia) de la capacidad desiderativa como fundamento determinante de la voluntad son, en conjunto, empíricos y no se puede desprender de ellos ninguna ley práctica”, Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, §2. Lehrsatz 1, Suhrkamp, 1974, p. 127.
5 Señala Aristóteles: “…el obrar conforme a la recta razón es un principio común y debe quedar asentado. […] Y hay que poner como signo de los hábitos el placer o el dolor que se añade a las acciones. En efecto, el que se abstiene de los placeres corporales y goza por ello es templado, pero si sufre, es intemperante; y el que soporta las cosas terribles y se alegra o al menos no sufre, es valiente; pero el que sufre es cobarde. Y es que la virtud moral concierne a los placeres y a los dolores: por causa del placer realizamos acciones malas, mientras que por causa del dolor nos abstenemos de las acciones buenas. Por lo cual debemos ser educados de alguna manera directamente desde la niñez, tal como dice Platón, de manera que nos alegremos y suframos con las cosas que se debe, pues ésta es la recta educación”. Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2008, pp. 77 y 79.
6 “Por principio de utilidad se entiende aquel principio que aprueba o desaprueba cualquier acción de la que se trate según la tendencia que parece tener en incrementar o disminuir la felicidad de la parte cuyo interés está en juego, o bien, lo que es lo mismo en otras palabras, en promover u oponerse a esa misma felicidad. Y digo cualquier tipo de acción, no sólo toda acción de un individuo privado, sino toda medida de gobierno”. Jeremy Bentham, An introduction to the Principles of Morals and Legislation, §2, Batoche Books, Canada, 2000, p. 14.
7 “La ley moral es, por lo tanto, para cada uno, un imperativo, que ordena categóricamente porque su ley es incondicionada. La relación de una voluntad determinada con dicha ley constituye una dependencia con el nombre de obligación, lo cual implica una coacción para la realización de una acción (si bien sólo a través de la pura razón y su ley objetiva) que se denomina deber…”, Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, Anmerkung, ob. cit., p. 143.
8 Friedrich Nietzsche, Der Antichrist. Fluch auf das Christenthum, Digitale Kritische Gesamtausgabe (eKGWB), §11.
9 Immanuel Kant, Was ist Aufklärung?, UTOPIE kreativ, H. 159 (Januar 2004), p. 6.
10 Ibid., pp. 6-7.
¿IMMANUEL KANT CONTRA EL IMPERIALISMO?
Immanuel Kant es sin duda uno de los principales representantes de la Ilustración y de la modernidad. Desde las perspectivas críticas más recientes a la modernidad, asociadas con lo que en general podemos llamar visiones posmodernas, se ha llevado adelante un fuerte cuestionamiento de las ideas centrales del iluminismo, incluidas, claro está, muchas ideas fundamentales del filósofo de Königsberg.
Pero las críticas desde perspectivas posmodernas hacia los aspectos más problemáticos de la modernidad (su razón instrumental, su carácter de proyecto de dominación burguesa o su etnocentrismo) ¿abren un horizonte emancipador? ¿O la posmodernidad prolonga con nuevas formas viejas estructuras de dominación? Para autores como Jameson, la posmodernidad es precisamente “la lógica cultural del capitalismo avanzado”, y no la podemos entender como ajena al despliegue del neoliberalismo. Se puede señalar que en este contexto se han abierto espacios para determinadas reivindicaciones de grupos subalternizados, pero también que esas luchas suelen encontrar un límite muy claro e infranqueable: no se puede cuestionar la totalidad social, no se puede ir más allá del capitalismo y sus mecanismos de explotación y dominación. En general, ni siquiera se permite ir más allá del modelo neoliberal, hacia cierta regulación del capital, aunque esta no cuestione las premisas estructurales del capitalismo. Neoliberalismo y capitalismo tienden cada vez más a identificarse, y en ese marco se puede optar por las tendencias neoliberales progresistas, centristas, de derecha clásica o fundamentalistas de mercado, ninguna de las cuales cuestionará las bases estructurales más profundas del capitalismo. Los presupuestos individualistas, particularistas y relativistas del posmodernismo no posibilitan una crítica sustantiva al capitalismo. Por el contrario, funcionan más bien como trincheras de una ideología liberal post-ilustrada (y cada vez más anti-ilustrada) que protege la gran fortaleza del capital, aunque las intenciones puedan ser otras.
Suele haber un problema, además, en esas críticas a la modernidad, que a veces pasa inadvertido: se concibe a esta última como un todo homogéneo o sin mayores contradicciones. Pero esta homogeinización ignora algunas tensiones y contradicciones profundas que son parte del núcleo mismo de la modernidad, que fue a la vez un proyecto de emancipación (con respecto al Ancien Régime, a los privilegios estamentales-feudales, a las monarquías absolutas, etc.), y también un proyecto de dominación de la emergente clase burguesa, que estaba también lejos de ser uniforme. La libertad, la igualdad y la fraternidad van a ser entendidas en formas muy diferentes, tanto por los filósofos como por los dirigentes políticos de la nueva clase. Algunos propondrán regímenes oligárquicos liberales, otros una democracia radical. Un parte será partidaria de la república y otra de la monarquía constitucional. Tendencias más jacobinas y más girondinas se desarrollaron en todos los procesos revolucionarios, fenómeno al que no fue ajena América Latina. Nos encontramos con liberales conservadores, con liberales igualitarios, pero también con republicanos que cuestionan en mayor o menor medida las premisas individualistas del pensamiento liberal.
El socialismo no reniega de los ideales de la Ilustración. La crítica socialista, por el contrario, los retoma y radicaliza, señalando que estos no pueden realizarse mientras persistan relaciones de explotación, cuya raíz más profunda es la propiedad privada de los medios de producción, que ha dado lugar una nueva forma de esclavitud: la del trabajo asalariado, por más que esos trabajadores aparentemente sean «libres» y tengan iguales derechos que los capitalistas. Si Yamandú Acosta define al posmodernismo como “la profundización de los ejes nihilistas y anti-ilustrados de la modernidad”1, el socialismo podría ser considerado como aquella corriente política y de pensamiento que profundiza en forma radical los ejes emancipatorios de la modernidad, lo que, llevado a sus últimas consecuencias, debería conducir a la superación de la modernidad burguesa. Esto implica también que el socialismo se ubica en un posicionamiento crítico del nihilismo, lo que no lo lleva a rechazar todas las críticas que los autores nihilistas puedan hacer contra la modernidad o diversos aspectos particulares de esta. Asimismo, no rechaza la Ilustración, aunque sí las visiones más elitistas que pueden estar asociadas con ella. En este sentido, el planteamiento de Marx en sus Tesis sobre Feuerbach, de que “el educador también debe ser educado”, da lugar a una concepción no elitista, que no escinde la teoría de la práctica y que concibe a la relación entre dirigentes y dirigidos como de mutuo aprendizaje.
¿Cómo situar a Kant en estas tensiones y contradicciones de la modernidad? Lenin decía, refiriéndose fundamentalmente a los posicionamientos gnoseológicos y ontológicos de Kant, que se lo podía criticar desde “la derecha” y desde “la izquierda”. Lenin entendía las posiciones materialistas como la “izquierda filosófica”, y las diversas formas de subjetivismo idealista como la “derecha filosófica”2. Se podía criticar a Kant desde la izquierda porque, si bien intentaba superar el escepticismo y el subjetivismo más radicales, planteando la posibilidad de un conocimiento científico universal, como conocimiento de lo condicionado, producía una escisión entre éste y lo incondicionado, entre un mundo fenoménico cognoscible y un mundo nouménico al que no podíamos conocer. Era necesario para Kant postular lo nouménico, “la cosa en sí”, pero a la vez consideraba a esta incognoscible, lo que implicaba la persistencia de un fuerte núcleo escéptico y subjetivista en Kant: lo que podíamos conocer no era el mundo material, objetivo, sino el mundo fenoménico. Para nosotros, la “cosa en sí” se mantenía como un más allá del que nada podríamos saber. Pero su filosofía era también criticable para las tendencias filosóficas idealistas subjetivistas que Lenin definía como la derecha filosófica: por la persistencia de la “cosa en sí”, por su rechazo al escepticismo extremo, su apuesta a un conocimiento universal, etc.
A nivel de la filosofía política y de la ética también podríamos encontrarnos con algo análogo, que permite criticar a Kant tanto desde la derecha como desde la izquierda: es un republicano, pero no un demócrata; defiende una ética universalista y racional, pero presuponiendo una antropología para la cual el ser humano tiende fuertemente al egoísmo, lo que lleva a otra escisión –un abismo casi– entre el ser y el deber ser.
En lo que concierne a la filosofía política, podemos encontrarnos, a su vez, con discusiones más sutiles. Algunos identifican a Kant como un liberal, no muy diferente de los liberales no democráticos de los siglos XVIII y XIX. Otros, por el contrario, señalan que Kant era un republicano o que tiene elementos republicanos en su pensamiento político. Pero ¿en qué consiste el republicanismo y cuáles son sus características, según estas lecturas? De acuerdo a María Julia Bertomeu,3 es una vieja tradición política que nace en la Antigüedad y que llega hasta nuestros días. Tiene dos versiones: la democrática-plebeya, representada en la Antigüedad por figuras como Pericles, Protágoras o Demócrito; y la antidemocrática, con figuras como Aristóteles o Cicerón. En la modernidad, nos encontramos, entre otras figuras de esta tradición –según Bertomeu–, a Maquiavelo, Jefferson, Robespierre, Kant y Marx, este último exponente del republicanismo socialista. Más allá de sus importantes diferencias, hay “dos convicciones” que comparten todos estos pensadores según la autora: 1) “…que ser libre es estar exento de pedir permiso a otro para vivir o sobrevivir, para existir socialmente; quien depende de otro particular para vivir, es arbitrariamente interferible por él, y por lo mismo, no es libre”4 (el que carece de propiedad es dependiente, no es libre para el republicanismo); y 2) que para que la libertad republicana sea posible, la propiedad debe estar distribuida. Si la propiedad está concentrada en unos pocos, estos últimos constituyen un poder fáctico, una oligarquía, capaz de desafiar al poder de la república. La libertad es entendida como “ausencia de dominación”, para la cual es imprescindible la autonomía económica, transformándose el problema de la propiedad –lo que podríamos llamar “condiciones materiales”– en una cuestión fundamental. No alcanzaría, por tanto, con la igualdad formal ante la ley, como para el liberalismo.
El republicanismo se aleja también de la concepción liberal de la política –sobre todo la de las versiones conservadoras a lo Benjamin Constant– que suele concebir la actividad política como un «mal necesario» y no como una búsqueda activa y colectiva del bien común. Si la independencia material es imprescindible para la libertad republicana, la versión democrática transformará a la independencia material en un objetivo fundamental de la actividad política, para que la libertad republicana alcance a la mayoría o a todos; mientras que, para la versión no democrática, esta independencia será un requisito para el ejercicio pleno de la ciudadanía. Este último es el caso de Kant, según Bertomeu, quien diferenció los ciudadanos activos (económicamente autónomos) de los pasivos (en situación de dependencia material). Dicha distinción elitista separa a Kant claramente del democratismo radical y del proyecto emancipatorio socialista, pero –a su vez– su adscripción al republicanismo lo alejaría del formalismo extremo de algunas corrientes liberales, lo que implica también cierta preocupación por la cuestión de la propiedad y por la necesidad de la independencia material, algo que siempre ha sido central para la izquierda revolucionaria. Asimismo, otro punto clave donde Kant se alejaría del liberalismo –de acuerdo con Bertomeu– es que el filósofo de Königsberg era favorable a cierta intervención estatal en la economía.5
En cuanto a la ética kantiana, está claro que su formalismo puede relacionarse fácilmente con determinadas tendencias propias de la sociedad capitalista, entre ellas, con una concepción de la democracia para la cual lo principal es el respeto de la legalidad o la institucionalidad, y que tiende a ignorar las “bases materiales”. Dicho de otra manera, se lo puede vincular a Kant con un formulismo que margina o subordina determinadas dimensiones que hacen a la sustantividad de la democracia para otras visiones: una amplia serie de derechos garantizados más allá de los políticos, una participación efectiva de la sociedad civil en los asuntos públicos o ciertos niveles de igualdad social. También se lo podría asociar con un fuerte apego a ciertos procedimientos formales, que subestiman los contenidos y que pueden llegar a extremos muy palpables en la burocracia contemporánea. Por último, es posible relacionar ese formalismo con diversas expresiones de “universalismo abstracto”, que muchas veces se transformó en cobertura ideológica del imperialismo. Un imperialismo que impuso como «universales» sus ideales, modos de vida e intereses particulares. Esto parece ser válido, sobre todo, para la primera formulación kantiana del imperativo categórico:
“…si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario (…) El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo se convierta en ley universal.”6
Sin embargo, esto no puede llevarnos a la conclusión de que lo propio de la izquierda es un particularismo relativista, como sucede con gran parte de las tendencias progresistas posmodernas y woke. Por el contrario, lo intrínsecamente característico de una concepción socialista consecuente debería ser un universalismo concreto, que sea capaz de ir más allá de todo pseudo-universalismo imperialista, y que pueda plantear como una tarea actual la emancipación humana, y no sólo luchas particulares que no afecten las estructuras de dominación y explotación del capital.
Pero ¿qué pasa con su tercera formulación, a saber, “…obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio7? ¿No implica una clara condena a toda forma de instrumentalización del ser humano? ¿No conduce a la condena a toda forma de explotación? ¿No deviene el ser humano en el ser supremo para el ser humano, según esta formulación kantiana? ¿No es el reino de los fines una anticipación del reino de la libertad y del proyecto emancipador socialista en general?
Este parece ser un destino posible, pero tal vez no el único. Está claro que Marx retoma esta tercera formulación y la modifica, dotándola de un contenido más concreto: “La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre, y por tanto en el imperativo categórico de acabar con todas las relaciones que hacen del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, miserable”. Esta reformulación del imperativo categórico le permite a Marx, como señala Yamandú Acosta, no quedar encerrado “en el terreno de las buenas intenciones”8.
Podemos encontrar expresiones análogas en toda la obra posterior de Marx, donde señala una y otra vez distintas formas de cosificación e instrumentalización del ser humano y también de la naturaleza, a los que el capital trata como “simples medios”. Pero tal vez este paso que dio Marx tiene que ver también con su concepción filosófica sobre el conocimiento: la esencia no se nos manifiesta abiertamente, hay que ir más allá de lo fenoménico.
Desde una perspectiva como la kantiana, este paso es bastante más difícil, puesto que la explotación capitalista no se nos manifiesta abiertamente. Por el contrario, el trabajador asalariado parece recibir una paga justa por su trabajo. Que lo que realmente se pagaba no era el trabajo, sino la fuerza de trabajo, y que este era el “secreto” de la plusvalía, era ignorado por los grandes economistas políticos de la época, como Adam Smith o Ricardo, quienes sostenían –al igual que hará Marx– una teoría objetiva del valor, según la cual este último está determinado por el trabajo. Pero el mecanismo de la explotación capitalista, a diferencia de la explotación feudal o esclavista –que se expresa en forma clara y manifiesta–, parece ubicarse no el mundo fenoménico, sino en el nouménico. Esto parece hacer bastante discutible, para una visión kantiana, que el trabajador en el capitalismo sea lo que según Marx es claramente: un simple medio y no un fin. Pero lo que hace precisamente Marx, con muchos de los elementos que aportan la economía política inglesa y la filosofía clásica alemana, es extraer determinadas consecuencias que los economistas británicos y los filósofos alemanes no pudieron o no quisieron sacar. Una vez demostrado que el salario implica una forma de explotación y no un simple intercambio entre «equivalentes», se hace imposible sostener que el capitalismo no se basa en relaciones instrumentales, en las que los seres humanos se transforman en “simples medios”. No en vano afirmó Marx, en el tomo III de El capital, que “toda ciencia estaría de más, si la forma de manifestarse las cosas y la esencia de éstas coincidiesen directamente”.
Kant, sin embargo, en La paz perpetua (1795), lleva su crítica a diversas formas de instrumentalización y explotación entre los seres humanos a un nivel bastante más profundo:
“Si se considera, en cambio, la conducta «inhospitalaria» que siguen los Estados civilizados de nuestro continente, sobre todo los mercantiles, espantan las injusticias que cometen cuando van a «visitar» extraños pueblos y tierras. Visitar es para ellos lo mismo que «conquistar». América, las tierras habitadas por los negros, las islas de la Especiería, el Cabo, eran para ellos, cuando los descubrieron, países que no pertenecían a nadie; con los naturales no contaban. En las Indias Orientales (Indostán), bajo el pretexto de establecer factorías comerciales, introdujeron los europeos tropas extranjeras, oprimiendo así a los indígenas; provocaron grandes guerras entre los diferentes Estados de aquellas regiones, ocasionaron hambre, rebelión, perfidia; en fin, todo el diluvio de males que pueden afligir a la Humanidad (…) La China y el Japón, habiendo tenido pruebas de lo que son semejantes huéspedes, han procedido sabiamente, poniendo grandes trabas a la entrada de extranjeros en sus dominios. La China les permite arribar a sus costas, pero no entrar en el país mismo. El Japón admite solamente a los holandeses, y aun éstos han de someterse a un trato especial, como de prisioneros, que les excluye de toda sociedad con los naturales del país. Lo peor de todo esto –o, si se quiere, lo mejor, desde el punto de vista moral– es que las naciones civilizadas no sacan ningún provecho de esos excesos que cometen; las sociedades comerciales están a punto de quebrar; las islas del azúcar (las Antillas), donde se ejerce la más cruel esclavitud, no dan verdaderas ganancias, a no ser de un modo muy indirecto y en sentido no muy recomendable, sirviendo para la educación de los marinos, que pasan luego a la Armada; es decir, para el fomento de la guerra en Europa. Y esto lo hacen naciones que alardean de devotas y que, anegadas en iniquidades, quieren pasar plaza de elegidas en achaques de ortodoxia.”
A esta condena del colonialismo europeo y la esclavitud, subyace la tercera formulación kantiana del imperativo categórico, ya citada. Aquí se entiende el colonialismo –que desconoce a los “naturales”, impone guerras y establece relaciones de opresión– como una relación que instrumentaliza a los otros seres humanos, que los trata como simples medios, y de un modo muy claro y manifiesto.
Se ha debatido sobre la relación entre las afirmaciones que Kant realiza en La paz perpetua,en sus escritos sobre las razas (de mediados de la década de 1780) y en su Geografía física, debido a que estos últimos contienen afirmaciones claramente racistas, lo que parece ir en un sentido muy diferente a lo que sostendrá posteriormente en sus obras del decenio de 1790. Uno de los pasajes más citados, que mostraría el racismo kantiano, pertenece a Geografía física (1802):
“En los países cálidos el ser humano madura antes de todas maneras, pero no alcanza la perfección de las zonas templadas. La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los indios amarillos tienen una cantidad menor de talento. Los negros son inferiores, y los más inferiores son parte de los pueblos americanos.”9
Sobre este punto, se han planteado diversas hipótesis. Algunas lecturas sostienen que las afirmaciones de La paz perpetua no son contradictorias con una visión racista. Otras visiones plantean que en Kant hubo un proceso que lo hizo ir alejándose de estas concepciones en la década de 1790. Una tercera interpretación, considera que Kant nunca dejó de lado sus convicciones racistas, pero que estas no afectaban su teorización ética universalista, predominando sus principios éticos universales sobre el racismo.10
No es posible acá profundizar en este debate. Sin embargo, queríamos señalar que no nos parece de recibo uno de los argumentos planteados a favor de que no sería contradictorio el racismo que sostuvo Kant en diversos escritos con su ética universalista. Según esta argumentación, la universalidad de la ética kantiana no alcanzaría a todos los seres humanos, puesto que no todos serían seres racionales o plenamente racionales, por lo que en su ley moral incluiría más que nada a las razas que él consideraba que podían desarrollar la racionalidad.11 Pero si vamos a La paz perpetua, está claro que Kant incluye como sujetos éticos, como merecedores de reconocimiento, condenando su instrumentalización por el colonialismo europeo (su transformación en simples medios), a pueblos de todas las razas, aun las que consideraba menos racionales en sus escritos dedicados a estos temas. Quienes sostienen ese argumento lo hacen tratando de compatibilizar las tesis racistas de Kant con sus planteamientos éticos, pero no aportan textos de Kant donde éste se exprese explícitamente a favor de dicha exclusión, aunque sí algunos a partir de los cuales tal posición se podría inferir, sobre todo de la década de 1780. Parece claro que, si alguna vez Kant pensó de esta forma excluyente, en La paz perpetua reconsideró radicalmente esa posición y lo dejó escrito negro sobre blanco. No debemos olvidar el contexto histórico y el impacto de la Revolución Francesa, con la cual Immanuel Kant simpatizó. Seguramente tampoco Kant ignoró la revolución antiesclavista e independetista de Saint-Domingue, luego Haití. Igualmente, consideramos que esa crítica al filósofo de Königsberg tiene otro límite: hay consecuencias que se pueden extraer objetivamente de determinadas teorías o tesis, más allá de lo que pensara el autor de las mismas. El rechazo a todo racismo es mucho más coherente con una ética universalista que condena la instrumentalización de unos seres humanos por otros, que cualquier concepción racista. En este sentido, nos parecen atinados los planteamientos de Noelia Eva Quiroga:
“Considero que el desafío no está, ni en el extremo de descartar la filosofía de Kant, ni en el otro de dejar intacta su teoría moral sin atender a las implicaciones de sus errores, sino que está en llevar a cabo una postura crítica y reconstructiva (…) Esta tarea es plausible, en primer lugar, porque, como se ha visto, Kant muestra en su pensamiento maduro significativos cambios sobre la raza, el colonialismo, la diversidad cultural y el lugar de la mujer en las relaciones legítimas de poder y en el progreso moral, y por ello podemos decir que su filosofía práctica no es inherentemente racista, colonialista y sexista. Y, en segundo lugar, porque podemos encontrar nuevas respuestas a las cuestiones de la opresión, no solo a partir de los recursos de la filosofía práctica kantiana, en su teoría moral (ética y política), antropológica y social, sino también más allá de Kant, reelaborando las lecturas para decir, como ilumina Varden (…), lo que Kant tendría que haber dicho para ser coherente con sus propios compromisos filosóficos y no dijo.”12
Pero hay otra cuestión que nos parece fundamental agregar sobre esta problemática, y es que Kant criticó, según Rodolfo Arango, dos de las principales líneas argumentativas a favor del colonialismo desarrolladas en Europa: tanto aquéllas que se basaban en razones religiosas como así también las que se fundamentaban en elementos de carácter económico-utilitario.13 Para las justificaciones de carácter religioso, el predicar la fe cristiana era un derecho que justificaba la guerra y la conquista. Uno de los principales expositores de este tipo de argumentación fue Francisco de Vitoria. Las razones de carácter más económico fueron expuestas por John Locke o se basaban en sus ideas. Para este filósofo, Dios había dado la tierra a los hombres para satisfacer sus necesidades, pero la apropiación privada –tanto de bienes de consumo como de la tierra– estaba justificada por el trabajo. Sostiene, también, que un terreno cultivado produce muchos más bienes que uno que no ha sido trabajado, por lo que la apropiación privada de terrenos «baldíos» para hacerlos «productivos» estaría justificada, en tanto estos producirían muchos más bienes que beneficiarían a la humanidad. Esta era para Locke la situación de muchos territorios de América donde habitaban pueblos cazadores-recolectores o dedicados a la pesca (o con agricultura y/o ganadería de tipo extensivo), por lo que la colonización para su aprovechamiento productivo o más intensivo estaría justificada.
Kant rechaza ambas líneas argumentales, sostiene Arango. Más arriba veíamos ya el señalamiento kantiano del moralismo hipócrita de naciones que “alardean de devotas” y se encuentran “anegadas en iniquidades”. Pero para Kant no es posible justificar los medios por fines supuestamente buenos, sean estos de carácter religioso o no:
“…sea por la cultura de los pueblos incultos (como pretexto con el que incluso Büsching intenta disculpar la sangrienta introducción de la religión cristiana en Alemania), sea para limpiar el propio país de hombres corrompidos y por la esperanza de mejorarlos, a ellos mismos o a sus descendientes, en otra parte del mundo (como en Nueva Holanda); porque todos estos propósitos, presuntamente buenos, son incapaces de lavar las manchas de injusticia en los medios que se emplean para ello.”14
Ni la evangelización ni ningún tipo de fin humanitario (lo que es muy propio del imperialismo contemporáneo) justifican el colonialismo. Tampoco razones de tipo económico son aceptables para Kant. La colonización estaría permitida en tierras baldías, pero solo si se está a una distancia suficiente como para no afectar a otros pueblos, aunque esto tendría un claro límite:
“…pero si son pueblos de pastores o cazadores (como los hotentotes, los tunguses y la mayoría de las naciones americanas), cuyo sustento depende de grandes extensiones de tierras despobladas, esto no podría hacerse por la fuerza, sino por contrato, y en este último caso sin aprovecharse de la ignorancia de los pobladores en lo que se refiere a la cesión de las tierras, aunque aparentemente sean suficientes las razones que se utilizan para justificar que la violencia redunda en beneficio del mundo…”15
Vemos aquí como Kant se sitúa en una posición opuesta a la de aquellas argumentaciones que se basan en razones de carácter económico, como la mayor producción de bienes que permite el trabajo de la tierra, hecho que supuestamente beneficiaría a toda la humanidad. Justificaciones que –dicho sea de paso– fueron centrales para legitimar algunos de los episodios más infames de la historia de nuestras repúblicas rioplatenses, como el genocidio de los charrúas en Uruguay o la conquista del “Desierto”. Respecto a estos planteamientos kantianos, señala Arango:
“Kant hace del modelo económico de los pueblos un factor relevante para impedir el establecimiento de otros en territorios con presencia de originales pobladores. Esta limitación no sólo indica que Kant reconoce a los pueblos aborígenes la calidad de sujetos de derecho internacional, como verdaderos titulares de derechos subjetivos amparados por el derecho cosmopolita; también muestra su sensibilidad frente a formas de vida y modelos de producción diversos a los conocidos en la metrópoli: el pastoreo o la caza para pueblos nómades exige el respeto a amplios territorios, en apariencia despoblados, baldíos o no cultivados.”16
Que Kant pueda ser criticado por derecha y por izquierda, también significa que determinados aspectos del legado kantiano pueden ser reivindicados desde la derecha o desde la izquierda. Los jóvenes hegelianos y Marx intentaron en su momento realizar precisamente esa tarea con el legado de Hegel: retomar y profundizar los aspectos que consideraban revolucionarios de su pensamiento, partiendo de su filosofía pero yendo más allá de ella, aunque esto significara negar aspectos fundamentales del pensamiento del filósofo alemán, como su ontología idealista. ¿Es posible realizar un trabajo análogo con el legado de Kant? Consideramos que sí. Su ética y su filosofía política, si bien tienen muchos aspectos que debemos dejar de lado, incluso negar, tienen otros elementos que se pueden desarrollar en un sentido crítico radical. Esa parece haber sido la orientación del joven Marx cuando retomó el “imperativo categórico” y le dio un contenido más específico. En la crítica que Kant desarrolla al colonialismo, nos encontramos con muchos planteamientos que son claramente reivindicables desde una perspectiva de izquierda radical. A partir de los elementos que hemos manejado, se podría decir, incluso, que el propio Kant se inclinó, al final de su vida, hacia una lectura más crítica, que lo alejó de un universalismo abstracto en la dirección de un universalismo concreto. Tal vez haya un camino posible que nos conduzca del reino de los fines kantianos al reino de la libertad planteado por Marx, que contribuya en la tarea de superar las relaciones invertidas y cosificadoras del fetichismo capitalista.
Alexis Capobianco Vieyto
NOTAS
1 Yamandú Acosta, Filosofía latinoamericana y democracia en clave de derechos humanos, Montevideo, Nordan, 2008, pp. 93-94.
2 Uno de los principales planteamientos de Lenin es que el subjetivismo y el relativismo extremos igualan a todas las teorías. Para este tipo de concepciones filosóficas es tan válido sostener que la explotación del trabajo asalariado es lo que explica la plusvalía, como afirmar que no existe explotación en el capitalismo. Ninguna teorización puede pretender un estatuto de verdad aproximadamente objetiva.
3 María Julia Bertomeu, “Republicanismo y propiedad”, en Sin Permiso, 5 de julio de 2005, disponible en el siguiente enlace: www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-propiedad.
4 Ibid.
5 Bertomeu, “Kant: ¿Liberal o republicano?”, en Contextos kantianos, dic. 2019.
6 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, disponible en www.cervantesvirtual.com/obra-visor/fundamentacion-de-la-metafisica-de-las-costumbres–0/html/dcb0941a-2dc6-11e2-b417-000475f5bda5_3.html.
7 Ibid.
8 Acosta, op. cit., p. 220.
9 Cit. por Noelia Eva Quiroga en “Un frente a las distintas formas de opresión: desde Kant y más allá de Kant”, en Isegoría, dic. 2023, p. 3, disponible en https://isegoria.revistas.csic.es/index.php/isegoria/article/view/1311/1681.
10 Quiroga, op. cit.
11 Julián D. Bohórquez-Carvajal, “Razones y racismos. Antecedentes del determinismo biológico en el pensamiento ilustrado”, en Utopía y praxis latinoamericana, Universidad de Zulia, 2020, disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=8132527.
12 Quiroga, op. cit., p. 7.
13 Rodolfo Arango, “Kant y el colonialismo. Hacia un cosmopolitismo republicano”, en Contextos kantianos, jun. 2017.
14 Kant, Principios metafísicos del derecho, cit. por R. Arango, op. cit., p, 330.
15 Ibid., p. 329.
16 Arango, op. cit., p. 330.