Fotografía: La bandera de la victoria sobre el Reichstag, de Yevgeni Jaldéi. Reconstrucción dos días ex post de la toma del emblemático edificio de Berlín por soldados del Ejército Rojo, el 30 de abril de 1945, en vísperas de la rendición nazi. Imagen editada en Canva. Fuente: Wikipedia.
Hace dos meses, el 6 de junio, se cumplieron ochenta años del desembarco aliado en Normandía. El patriotero Macron, siempre tan preocupado por el prestigio de Francia como potencia mundial («faro de la civilización occidental», «bastión del mundo libre»), se puso orondamente el traje de anfitrión-maestro de ceremonias y tiró la casa por la ventana. Gran aspaviento. El gobierno francés organizó eventos conmemorativos y festivos a escala faraónica, con presencia de 75 legaciones de todo el mundo, incluyendo no menos de 25 mandatarios y jefes de estado (el presidente de EE.UU. Joe Biden, el rey Carlos III del Reino Unido y el primer ministro Justin Trudeau del Canadá a la cabeza, desde luego). Cerca de un millón de turistas visitaron las playas normandas y otros sitios históricos asociados a la Operación Overlord.
Pero por primera vez en ocho décadas (ni en los momentos más álgidos de la Guerra Fría había sucedido algo semejante), Rusia no fue invitada a las celebraciones del Día D. Putin quedó «cancelado». El presidente ucraniano Zelenski, en cambio, fue recibido con laureles, como una gran celebridad mundial. Revisionismo histórico y punitivismo político en tándem. Tergiversación del pasado y demonización del adversario al por mayor.
De todo esto nos habla el intelectual de izquierda español Miguel Candel Sanmartín –doctor en filosofía, profesor universitario, traductor– en el artículo que sigue, versión unificada y ligeramente retocada de dos textos originalmente publicados en Crónica Política con un mes de diferencia, los días 15 de junio y 15 de julio, bajo los títulos de “El desembargo (sic) de Normandía” y “El Día D(e las masacres)”, respectivamente. Agradecemos profundamente al autor que haya aceptado nuestra propuesta de adaptación editorial.
Precisión terminológica previa: desembargo, sustantivo de la familia léxica del verbo desembargar, cuya segunda acepción, según el DRAE, es “evacuar el vientre”.
Y, en efecto, en torno a la fecha del 6 de junio hemos asistido a una campaña masiva en prensa, radio y televisión, por tierra, mar y aire, destinada no sólo a magnificar el alcance y significado de la operación anfibia angloamericana codificada como “Operación Overlord” y consistente en romper la “muralla del Atlántico” alemana en el noroeste de Francia, sino a falsear el curso entero de la Segunda Guerra Mundial (SGM).
Aprovechando la hiperignorancia reinante en las nuevas (y no tan nuevas) generaciones, se ha pretendido hacerle creer a la gente que la SGM la ganó el soldado Ryan y cuatro marines más, junto a un puñado de panzudos tanques Sherman que en rauda carrera desde las playas de Normandía, a través de una Alemania previamente arrasada por los B-17, se plantaron en la guarida de la bestia nazi y acabaron con ella en un plis plas (repartiendo por el camino a manos llenas cigarrillos, chocolatines y chicle a embelesadas y complacientes Fräulein ansiosas de ser liberadas, preferentemente sobre una cama).
Por tanto, lo lógico era que a las celebraciones de tan gloriosa hazaña asistieran los mandatarios de los países de donde salieron aquellos muchachotes, así como el minipresidente del país que les puso a su disposición la playa (no sin antes haber colaborado en todo con los ocupantes alemanes durante la mayor parte de la guerra). Ocasión pintiparada, además, para ciscarse (o desembargar) en la historia ignorando que, como reconoce ampliamente la historiografía, incluida la angloamericana, las fuerzas que realmente rompieron el espinazo de la Wehrmacht no fueron otras que las del Ejército Rojo, es decir la Unión Soviética, tras pagar el precio de 9 millones largos de vidas de soldados y 23 millones largos de vidas de civiles. Frente a éstas, las cifras de bajas occidentales no admiten comparación: el Reino Unido perdió 370.000 soldados y 60.000 civiles, mientras los compatriotas del soldado Ryan salieron más que bien librados con un tributo de 174.000 vidas de soldados (a los civiles no les alcanzó ni el ruido de las bombas, salvo los que pillaron los japoneses en las Filipinas). Por supuesto, a los organizadores del show normando ni por un momento les viene a la mente el hecho de que, si las tropas de la Operación Overlord lograron abrirse paso más allá de las playas, a través del traicionero bocage, fue, en gran medida, porque unos quince días después del desembarco, el Ejército Rojo lanzó la mayor ofensiva de toda la guerra, la Operación Bagration, que dio como resultado la aniquilación del Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht, lo que impidió el traslado de tropas alemanas a Francia para frenar la invasión.
Pero, por supuesto, a la Rusia heredera directa de aquella URSS que acabó con el delirio nazi del “Reich de los mil años” no había que darle ni agua en los festejos. Todo lo contrario, echarle toda la mierda posible encima por haber tenido la osadía de intentar romper en Ucrania el cerco al que la venía sometiendo sin cesar la OTAN desde 1991. Y, cómo no, al que sí había que invitar a toda costa era al hombre-anuncio de camisetas verdes sudadas, presidente con el mandato caducado y sin elecciones a la vista y comandante supremo de un ejército en el que figuran brigadas enteras de seguidores de Stepán Bandera, el ideólogo del nacionalismo ucraniano más reaccionario, antisemita, anticomunista y antirruso, cuyas milicias lucharon codo con codo con los invasores alemanes entre 1941 y 1944 y se cubrieron de gloria en «gestas» como la masacre de Babi Yar (“Barranco de la Abuela”), en Kiev, donde participaron en la matanza de más de 33.000 judíos entre el 29 y el 30 de septiembre de 1941.
Pues sí, señores, según la prensa basura (es decir, la prensa en general) del Occidente (mejor, Accidente) Colectivo, la SGM iba viento en popa para los alemanes hasta que llegaron los chicos de Ryan y mandaron parar. Todo lo demás que pasó entre 1939 y 1945 careció de importancia y no resultó para nada decisivo en cuanto al desenlace de la SGM. Todo se decidió en las playas de Normandía, bautizadas Utah, Omaha, Sword, Gold y Juno (ni un triste nombre en francés; aunque bien es cierto que los franchutes se lo tenían merecido, por colaboracionistas… o lo que es peor, por maquisards comunistas). De hecho, fue aquel día, “el día más largo”, el de la verdadera victoria contra Hitler. Lo que vino después, en Berlín, no fue más que una simple operación de limpieza en que los rusos aprovecharon que los alemanes habían sido ya machacados por los muchachos de Ryan para dedicarse a violar alemanas (sin ofrecerles chocolate a cambio, por supuesto) y a pillar relojes de pulsera (ya se sabe, las hordas rojas es lo que tienen, tan incultas ellas).
Por eso la prensa basura que ha ido algo más allá de las playas de Normandía sentenciaba: “Una operación para acabar con dos totalitarismos”. Ahí está el meollo del asunto. Los boys de Ryan fueron arrojados a la playa justo en el momento preciso, cuando sus clarividentes y democráticos jefes calcularon que la Wehrmacht ya había sido lo bastante vapuleada por el Ejército Rojo como para que la resistencia que pudiera ofrecer resultara fácilmente superable. Y si de paso también se había debilitado el Ejército Rojo, pues miel sobre hojuelas y a matar dos pájaros de un tiro. Claro que semejante delirio no le pasó por la cabeza a Eisenhower, pero sí al megalómano Patton (que creía ser la reencarnación de Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Aníbal). En todo caso, lo cierto es que durante bastante tiempo sobrevoló las cabezas de los dirigentes occidentales la idea de dejar que los pardos y los rojos se destruyeran mutuamente (versión moderada de la idea inicial de Chamberlain y Eduardo VIII de permitir que Hitler hiciera el trabajo sucio librando al mundo del comunismo). Por eso, las insistentes peticiones de Stalin de que los angloamericanos abrieran un segundo frente que redujera la presión alemana sobre la URSS no fueron atendidas hasta la conferencia de Teherán (noviembre de 1943), cuando tras la derrota alemana en Kursk (julio de 1943) y la definitiva pérdida de la iniciativa estratégica por Alemania, Roosevelt y Churchill percibieron el riesgo de que la Unión Soviética acabara derrotando por sí sola a Hitler y ocupando toda Europa, hasta el Atlántico, por lo que prometieron finalmente a Stalin la apertura de un segundo frente en Francia para el verano de 1944 (aunque Churchill insistió hasta el último momento en que el desembarco fuera en los Balcanes, con la idea, obviamente, de atacar a Alemania al mismo tiempo que se le paraban los pies al Ejército Rojo).
De modo que lo que no se atrevieron a decir públicamente los Chamberlain de la época lo pregona babeando la rusofobia de última generación, bajo la batuta de la señorita Pepis von der Leyen, nieta de nazis, a la que parece que está siempre a punto de levantársele espontáneamente el brazo derecho, como al doctor Strangelove de la película de Kubrick.
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Hemos hablado de la leyenda épica montada en torno a la invasión de Francia por los miembros occidentales de la coalición antinazi en la SGM. Bueno, alguien dirá que “invasión” no es un término adecuado, pues los aliados no desembarcaron como conquistadores sino como liberadores. Se puede discutir. Pero técnicamente, y haciendo abstracción de los fines políticos de la entrada de tropas extranjeras en el territorio de un país, esa entrada, si no es autorizada oficialmente (y desde luego, las autoridades establecidas en aquel momento en Francia con el consentimiento del gobierno de Pétain no parece que vieran con muy buenos ojos la llegada de los muchachos de Eisenhower), es indiscutiblemente una invasión. Como no se cansan de repetir, por cierto, los medios occidentales al referirse a la entrada de tropas rusas en Ucrania, por más que una parte importante de la población ucraniana, especialmente en el este del país, las vio y las sigue viendo como liberadoras.
Pero aceptando, como es obligado hacer (salvo si uno es firme partidario de Hitler y de sus –numerosísimos– colaboradores galos), que las tropas aliadas llegaron a las playas de Normandía como liberadoras, cabe hacer objeciones a las formas empleadas en esa tarea de liberación.
Algunos números reveladores. Durante los tres meses siguientes al Día D (6 de junio de 1944), cerca de 18.000 civiles franceses sucumbieron bajo las bombas lanzadas por británicos y estadounidenses sobre las poblaciones situadas en el frente o a retaguardia de las líneas alemanas. Lo que representa las dos quintas partes de todos los civiles franceses muertos en bombardeos aliados durante cuatro años de guerra (51.380, cifra no muy alejada de los 60.000 civiles británicos muertos por las bombas alemanas a partir del verano de 1940). Entre paréntesis: una cifra equivalente es la de los civiles italianos víctimas de bombardeos aliados; con el agravante, en este caso, de que los dos tercios de ellos perecieron después de la firma del armisticio de septiembre de 1943, cuando sólo la mitad de Italia seguía combatiendo junto a los alemanes.
Casos particularmente llamativos en la campaña aérea sobre Francia fueron los bombardeos de dos pequeñas poblaciones normandas, Évrecy y Aunay, así como de la ciudad portuaria de Le Havre. Contra las dos primeras arrojaron sus bombas, en la madrugada del 15 de junio de 1944, 337 bombarderos británicos. En Évrecy murieron 130 de sus 430 habitantes (todo para destruir un simple cuartel general alemán); en la segunda, sin objetivo militar alguno, perecieron 200 civiles. Ni que decir tiene que no quedó ni un solo edificio en pie y todos los supervivientes hubieron de buscar refugio lejos de allí.
En cuanto a Le Havre, la historia es mucho más escandalosa. Habiendo quedado aislada la ciudad con su guarnición alemana tras el avance de los aliados hacia el interior de Francia, liberado ya incluso París el 26 de agosto, al alto mando aliado se le metió en la cabeza la idea de “liberar” el puerto de Le Havre para poder desembarcar más fácilmente nuevos efectivos. El comandante de la guarnición alemana, coronel Hermann-Eberhard Wildermuth, después de haber instado a la población civil a evacuar la ciudad a finales de agosto (recomendación que sólo siguieron 10.000 personas, permaneciendo en sus casas otras 50.000), intentó negociar con el teniente general británico John Crocker la evacuación de toda la población civil restante. Crocker se negó porque, según confesó a sus íntimos, ello habría supuesto dar a los alemanes la ventaja de no tener bocas civiles que alimentar, ganar tiempo para preparar sus defensas mientras duraba la evacuación y expulsar de la ciudad a los miembros de la Resistencia.
Para colmo, el espionaje aliado había identificado la ubicación de las tropas alemanas en distintos puntos de la ciudad, básicamente (como es lógico) en su periferia. Pero Crocker, cuando pasó a la aviación las coordenadas de los objetivos que había que bombardear, indicó sólo el centro de la ciudad. Los bombardeos comenzaron la noche del 5 de septiembre, causando de entrada 781 víctimas mortales y 289 desaparecidos. A la noche siguiente murieron 655 personas más, muchos de ellos enterrados vivos en un túnel en construcción. Finalmente, el 11 de septiembre la operación acabó con un saldo de más de 1.500 civiles muertos y más de 500 desaparecidos, tras el lanzamiento de 9.790 toneladas de bombas a lo largo de una semana. En cambio, la guarnición alemana había sufrido únicamente ¡8 bajas! y la mayor parte de sus instalaciones militares, incluido su cuartel general, seguían intactas. Todo ello apenas sirvió para facilitar luego la ocupación de la ciudad por las tropas de tierra, operación que resultó muy costosa y acabó dañando gravemente las instalaciones portuarias, que quedaron inutilizables por bastante tiempo. Encima, Crocker tuvo el cinismo de felicitar al mando de la aviación por la “absoluta precisión” de sus bombardeos…
De todo esto, por supuesto, salvo tres o cuatro autores franceses y alguno británico, nadie ha dicho apenas nada en los ochenta años transcurridos, envuelta la cruda historia real en las nubes de incienso y glorificación de la operación aliada que, supuestamente, “acabó con el nazismo”. Recordar «detalles» como los mencionados (que son sólo una pequeña muestra de las tremendas destrucciones y muertes causadas por la aviación aliada en Francia) se ha considerado hasta ahora “políticamente incorrecto”. Hasta el prestigioso historiador británico Antony Beevor ha sido criticado por haber escrito, en las pocas páginas dedicadas al tema en su libro de 2009 El Día D: la Batalla de Normandía, que el bombardeo de Caen estuvo “muy cerca de ser un crimen de guerra”. La sobada justificación de que arrasando ciudades enteras y matando miles de civiles se garantizaba la destrucción de las tropas alemanas, además de haberse demostrado falsa por la gran mayoría de los historiadores, recuerda la cínica respuesta de Simón de Monfort cuando, al preguntarle sus subordinados durante la cruzada antialbigense del siglo XIII cómo podían distinguir a los herejes de quienes no lo eran, respondió: “Vosotros matadlos a todos, que Dios ya elegirá a los suyos”.
Pero aquel último año de guerra (1944-1945) había aún de conocer episodios mucho más terribles en el marco de un conflicto en el que, paradójicamente, y con la excepción del continente americano, tenían muchas más posibilidades de sobrevivir quienes iban al frente que quienes permanecían en sus casas, como demuestra la comparación entre víctimas civiles y militares de ambos bandos. (Cosa, por supuesto, que volvería a ocurrir, corregido y aumentado, en caso de guerra nuclear.)
En efecto, cuando rendida ya Alemania los estadounidenses centraron su esfuerzo bélico en el Pacífico, comprendieron que, pese a haber arrebatado al Japón todas las conquistas conseguidas desde el decenio de 1930 (menos Manchuria), el país del Sol Naciente conservaba recursos humanos suficientes para presentar una durísima resistencia ante cualquier intento de invasión del territorio japonés original, algo imprescindible para quebrar la resistencia nipona, pero que se saldaría, según diversos cálculos, con centenares de miles de bajas norteamericanas. Para ello empezaron a estudiar diversas estrategias posibles.
Primero se pensó en invadir una de las islas mayores del sur del archipiélago, en la que se suponía que la resistencia sería menor por no hallarse allí la capital, a fin de convertirla en cabeza de puente para dar luego más fácilmente el salto a la isla principal. Pero pronto se supo que los japoneses habían adivinado las intenciones de Washington y estaban concentrando gran número de tropas en la isla, además de movilizando a centenares de miles de nuevos combatientes. Entonces el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor estadounidense, y hombre de la máxima confianza de Roosevelt, el almirante William Daniel Leahy, abogó por una estrategia de desgaste, partiendo de la base de que, al estar totalmente bloqueado por la flota estadounidense, Japón acabaría quedándose sin recursos y capitularía sin necesidad de una gran invasión terrestre (a lo que debían contribuir también sucesivos bombardeos a gran escala).
Siguiendo esa línea de acción, cuando se supo con certeza que se podía contar con las primeras bombas atómicas, la mayoría de los asesores de Truman, ascendido a presidente tras la muerte de Roosevelt en abril de 1945, propuso inmediatamente su utilización para acelerar el proceso diseñado por Leahy. Paradójicamente, este se mostró inicialmente escéptico sobre la efectividad militar del artefacto y, aunque arrastrado por la opinión mayoritaria, acabó dando el visto bueno al lanzamiento, manifestó después del ataque que causar semejante mortandad totalmente desproporcionada de población civil, con efectos no sólo inmediatos, sino a largo plazo, podía redundar en la pérdida de prestigio moral de los Estados Unidos. En sus memorias llegó a escribir que aquello suponía “adoptar los estándares éticos comunes a los bárbaros de la Edad Oscura”. (Quien sí consta que manifestó reservas morales similares antes del lanzamiento fue el jefe del Estado Mayor del Ejército, general George C. Marshall.)
Pues bien, no hace falta recordar los apocalípticos efectos de las primeras (y, de momento, únicas) bombas atómicas lanzadas contra ciudades los días 6 y 9 de agosto de 1945 por los B-29 de la Fuerza Aérea estadounidense: centenares de miles de muertos entre víctimas producidas en el momento de la deflagración y a lo largo de los meses y años subsiguientes por efecto, sobre todo, de la radiactividad. Y, por supuesto, no es verdad que esa fuera la opción que permitía ahorrar más vidas, aun contando que una invasión terrestre hubiera supuesto para las tropas norteamericanas las cifras de bajas que se preveían. En primer lugar, no se pueden comparar, ética y jurídicamente, las víctimas militares con las civiles: las primeras mueren luchando, las segundas son asesinadas (por más que los malos traductores del inglés se empeñen últimamente en traducir sistemáticamente killed por “asesinado”). En segundo lugar, la estrategia de desgaste propuesta por el almirante Leahy podría perfectamente haber funcionado con un coste humano muy inferior. Y, por último, había una posibilidad que no parece habérsele ocurrido a nadie: lanzar la bomba atómica a modo de advertencia sobre un lugar no habitado pero perfectamente visible desde zonas habitadas, digamos sobre el volcán Fujiyama, a la vista de Tokio y de otras muchas ciudades de la isla principal, Honshū. Paradójicamente, Hiroshima estaba relativamente apartada, hacia el extremo suroccidental de dicha isla, razón por la cual las autoridades japonesas pudieron ocultar unos días el hecho y evitar el pánico de la gran mayoría de la población, ante lo cual los estadounidenses, de manera más irracional todavía, decidieron arrojar una segunda bomba en Nagasaki, más apartada aún que Hiroshima (en el extremo occidental de la isla de Kyūshū).
Y, last but not least: la capitulación japonesa no se produjo inmediatamente después de sufrir el holocausto nuclear, sino al cabo de diez días de haber comenzado la invasión soviética de Manchuria (8 de agosto), donde el Japón tenía sus principales reservas de tropas terrestres, invasión que el 15 de agosto había alcanzado sus objetivos clave. Dicha operación había sido solicitada por el presidente Roosevelt, solicitud reiterada por Truman tras la capitulación de Alemania. Por cierto que más de un analista militar consideró en su momento que un objetivo complementario del lanzamiento de las bombas atómicas era “mostrar los dientes” al Ejército Rojo en previsión de posibles conflictos futuros entre los miembros de la coalición antihitleriana (tal como acabó ocurriendo a partir de 1947).
En resumen: las enseñanzas ético-políticas de lo que vino después del Día D son que hasta la causa más justa es susceptible de ser pervertida por el uso de medidas de fuerza desproporcionadas. Eso por no hablar de cómo, transcurridos casi ochenta años de la hecatombe nuclear desatada sobre el Japón, más de uno de los patéticos dirigentes políticos que gobiernan esta nuestra parte del mundo parecen haber olvidado que, si abrir la caja de Pandora es arriesgado, ese riesgo equivale al suicidio colectivo cuando dentro de la caja en cuestión se encuentran miles de «hermanas» de las bombas arrojadas en 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki.
Miguel Candel Sanmartín