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Brulote Federico Mare

La presa del águila y el tesoro del dragón. América Latina y el imperialismo yanqui en tiempos de expansión china y reacción trumpista

23 de noviembre de 20257 de diciembre de 2025
Kalewche

Ilustración original de Andrés Casciani

El imperialismo yanqui en América Latina ha recrudecido durante estos diez agitados meses del segundo mandato de Donald Trump, al compás del chovinismo exacerbado de una superpotencia declinante, en apuros. El águila calva de Occidente está perdiendo la carrera tecnológica e industrial con el dragón rampante de Oriente, y esto tiene implicaciones no menores, de diversa índole, en un subcontinente periférico al cual el ave rapaz del norte se ha acostumbrado a considerar su coto exclusivo de caza.

Sabido es que a Estados Unidos, el gran hegemón talasocrático-financiero de este mundo globalizado bajo el signo del neoliberalismo, sobre las ruinas del derrumbe socialista en las postrimerías del siglo XX corto (parafraseando a Hobsbawm), no le agrada el renacimiento geopolítico de la muy terrestre o telúrica Rusia como potencia energética y militar en Eurasia (y ahora también como contratista de armas y mercenarios en África, básicamente en el Sahel, allí donde yanquis y franceses ya no son bienvenidos, en contraste con los chinos, que están comerciando e invirtiendo mucho en la región). No le gusta la guerra de conquista por desgaste que Putin sostiene contra la Ucrania proxy de Occidente, invocando razones de seguridad nacional (la expansión de la OTAN hacia el este con bases y escudos antimisiles), pero también motivos de solidaridad fraternal o paternalismo irredentista (la mentada “desnazificación”, que la cancillería putinista exagera, aunque no inventa: el flagelo de las ultraderechas etnonacionalistas con brazos armados, tentáculos estatales o paraestatales y añoranzas fascistas es muy real, igual que las políticas de ucranianización lingüística y cultural impulsadas desde Kiev). Tampoco le complace a EE.UU. el protagonismo redivivo del Kremlin en todo el largo cinturón que va del Mar Negro a las estepas del Asia Central, pasando por las montañas del Cáucaso, ricas en hidrocarburos y minerales. La presencia militar del oso ruso en Siria, muy menguada últimamente con la caída del baazismo a manos del yihadismo salafista y sus aliados extranjeros (Occidente e Israel), pero no por eso extinguida, también es motivo de malestar en el Pentágono. El relanzamiento geoestratégico de Rusia en su entorno regional y más allá (África, Siria), su alianza con China y Corea del Norte en el Extremo Oriente, y su entente “políticamente incorrecta” con Irán, han resucitado la teoría especulativa del “Área Pivote” o Heartland de Mackinder, especialmente entre los anglosajones; y con ella, el afán de Washington-Londres-Bruselas de evitar la temible alianza Berlín-Moscú (industria high tech + cornucopia de materias primas y alimentos), que comparten el propio establishment alemán y la Francia de Macron; y también algunos vasallos del Tío Sam en el Asia-Pacífico, como Japón y Corea del Sur, cercanos a Siberia; pero que Polonia y las tres repúblicas bálticas vecinas a San Petersburgo y Kaliningrado, otrora miembros de la Unión Soviética y/o del Pacto de Varsovia, han llevado a niveles dantescos de conspiranoia y belicismo, en el marco general de una UE que se rearma para una conflagración decisiva con la gran potencia eslava, de incalculables riesgos nucleares.

Sin embargo, Estados Unidos se siente muchísimo más contrariado y alarmado –existencialmente amenazado– por la ascensión meteórica de China como gran potencia capitalista mundial –por ahora pacífica, sin embargo– en rubros económicos tan decisivos como la producción industrial, la innovación tecnológica y la expansión comercial; ascensión que ha tenido unas claras manifestaciones en el hemisferio occidental, que EE.UU. siempre ha juzgado –desde sus orígenes como nación independiente, hace más de doscientos años– su “esfera de influencia” por excelencia. Muchos países latinoamericanos comercian intensamente con China: exportan materias primas y alimentos, importan productos industriales e insumos tecnológicos. Además, reciben en abundancia créditos e inversiones directas (infraestructura, minería, sector energético, agronegocios, etc.). De hecho, la mayoría de las repúblicas sudamericanas ya tienen en China su principal socio comercial, empezando nada menos que por Brasil, la economía n° 1 de América Latina; pero también Chile, Perú, Venezuela y Bolivia. E incluso Argentina, la tercera economía del ranking latinoamericano; caso paradójico si los hay, habida cuenta el servilismo entreguista de Milei con Trump: el aperturismo multilateral “libertario” en el comercio de importación y las rebajas en las retenciones a las exportaciones agropecuarias han beneficiado de hecho, involuntariamente, más al competitivo dragón oriental que al águila descendente del norte, lo que ya está generando cambios en el régimen tributario y la política aduanera del país rioplatense, todo a gusto y pedido de Washington, hoy devenido un celoso defensor del bilateralismo asimétrico y los privilegios artificiales, una Realpolitik neomercantilista a contramano del librecambio; del laissez faire, laissez passer de los fisiócratas; del credo de la “mano invisible” de Adam Smith (No Trade Is Free, al decir del polemista trumpista Robert Lighthizer, autor de un libro que lleva ese mismo título, publicado en 2023). Para otros países latinoamericanos, China no es el primer socio comercial, pero sí holgadamente el segundo o –más rara vez– el tercero, como México y Colombia.

La profecía atribuida a Napoleón se ha cumplido: el gigante dormido del Lejano Oriente se ha despertado, finalmente. Y está hiperactivo. Y eso genera mucha preocupación y estrés, temor y desesperación, resentimiento y furia, en el Tío Sam, como en los tiempos más difíciles de la Guerra Fría, cuando la URSS –bajo los liderazgos de Stalin y Kruschev– todavía gozaba de vigorosa salud como superpotencia rival. El ascenso chino que hoy tanto sorprende e inquieta a Washington y sus laderos occidentales, un «milagro desarrollista» que se encuadra más en la heterodoxia del capitalismo de Estado que en la ortodoxia del neoliberalismo (lo que no significa que China sea un Estado de bienestar «modélico» a la escandinava, ni mucho menos una democracia, ni tampoco un país que no ha querido o sabido adaptarse a la globalización neoliberal), no excluye, por cierto, la pujanza financiera y el poderío militar. El titán asiático, siempre de respetar por su envergadura geográfica y demográfica, por su PBI, por su dotación de recursos naturales, por su fuerza de trabajo, por el tamaño colosal de su mercado interno, por su capacidad industrial (“el taller universal”), se ha vuelto en este siglo XXI un gran exportador de capitales (inversiones directas e indirectas), además de un gran exportador de manufacturas con alto valor agregado, a años luz de las baratijas fabriles de los noventa; su moneda, el yuan o renminbi, se internacionaliza gradualmente (dentro y fuera de los BRICS+) socavando la primacía del dólar, otrora absoluta; su arsenal convencional y nuclear, sin ser el de EE.UU. y la Federación Rusa, va reduciendo la brecha, tanto en términos cuantitativos como cualitativos.

El líder populista de ultraderecha que señorea desde la Casa Blanca es muy propenso a las bravuconadas diplomáticas, las extorsiones arancelarias y las amenazas bélicas. No ha ocultado en lo más mínimo su libido dominandi. MAGA, Make America Great Again, supone para él unos EE.UU. proteccionistas y reindustrializados, empeñados en frenar a China globalmente sea como sea (guerra comercial e imperialismo del dólar mediante, aunque otros medios más violentos no pueden ser descartados a largo plazo). También supone, en Medio Oriente, apadrinar al Israel de Netanyahu, haga lo que haga la derecha sionista contra el pueblo palestino (apartheid, ocupación, intolerancia religiosa, bombardeos, «limpieza étnica», genocidio). Asimismo, el trumpismo asume el MAGA como unos Estados Unidos que refuerzan su hegemonía en el hemisferio occidental, de acuerdo al rancio ideologema del “Destino Manifiesto” y la no menos vetusta Doctrina Monroe. Un soft power y hard power panamericanos en clave imperial, desde Groenlandia y Canadá, que deberían ser anexionados a “la Unión” de cara a la competencia por el Ártico (así lo expresó públicamente el presidente republicano, cuya verborragia y humoradas no hay que relativizar en demasía, por razones de sospecha psicoanalítica y prudencia geopolítica), hasta la semicolonial Argentina del lacayo Milei, endeudada hasta el cuello con –e intervenida a corazón abierto por– el FMI y el Tesoro Federal, que no desaprovecharon los problemas económicos y las urgencias políticas del oficialismo libertariano, ante la compulsa de las elecciones de medio término, para practicar un “salvataje” manipulador, avasallante y carroñero, en un contexto doméstico muy adverso de intensa recesión, desempleo creciente, salarios por el suelo, peligro de devaluación con traslado a precios y riesgo de default por la escasez de reservas. Una Argentina, además, llena de recursos apetecibles (hidrocarburos, minerales, tierras raras), en cuyos confines australes la US Navy planea construir una base que asegure el control del paso interoceánico y sirva de llave de acceso a la Antártida. Sin olvidarse de Centroamérica, claro, con su codiciado Canal de Panamá (otro territorio «anexionable», como ya lo fuera en la presidencia ultraimperialista de Theodore Roosevelt a principios del siglo pasado: los años bananeros del Big Stick); ni del Caribe todo, la región del continente que históricamente más ha estado expuesta a las injerencias, los despojos y las agresiones del Tío Sam: México y Cuba, Haití y Puerto Rico, Nicaragua y El Salvador…

Imperialismo puro y duro, con una virulencia y un desparpajo inusitados. En su versión trumpista 2.0, el Tío Sam frecuenta de punta a punta su espacioso backyard, su “patio trasero” latinoamericano, repartiendo palos y zanahorias a discreción, como un mandamás insaciable, según sus conveniencias y caprichos, de acuerdo con sus intereses creados y planes hegemónicos (económicos y securitarios). Desde el Caribe hasta la Patagonia, desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego. Con Trump, EE.UU. ha optado por un strategic withdrawal frente a China, un “repliegue estratégico” al hemisferio occidental. El águila de Washington no la tiene fácil con el dragón de Pekín, y por ello prioriza –¿lo conseguirá?– el control exclusivista de su histórico nido continental, asediado por las mercancías e inversiones chinas. No son buenas noticias para la soberanía, la prosperidad, la democracia, el medio ambiente, los derechos humanos y la paz de los países latinoamericanos, ni tampoco para la justicia social en la región. Justicia que no existe cabalmente en el capitalismo, pero que siempre puede empeorar, de la mano de ultraderechas que prefieren acelerar y endurecer la ofensiva neoliberal en vez de contenerla o compensarla como suelen hacer los gobiernos progresistas, timoratos y culposos, con convicción o resignación: más explotación, más expropiación, más precarización, más pauperización, más estratificación, más exclusión, más represión.

Hay que estar alertas con lo que haga Estados Unidos, pues, sin tampoco idealizar a China –permítaseme una digresión– ni subordinarse a Beijing, cuyo actual pacifismo y respeto por la autodeterminación de los pueblos podrían no ser eternos. La experiencia histórica nos enseña que todas las potencias se vuelven belicosas a la corta o a la larga, cuando lo necesitan y las circunstancias resultan propicias. Además, no olvidemos que el capitalismo ha sabido valerse de métodos imperialistas no coloniales ni militares en su auri sacra fames: el intercambio desigual, la exportación de capitales, el mecanismo extorsivo de la deuda externa, los enclaves extractivistas, la externalización de los pasivos ambientales, etc. No hay razones para suponer que la China capitalista podría constituir una excepción, por poco liberal o muy heterodoxa que sea su visión económica de la relación mercado-Estado. (Este autor no cree que China sea neoliberal, aunque algunos intelectuales de izquierda –muy pocos– afirmen lo contrario, confundiendo capitalismo neoliberal con capitalismo a secas, acaso porque creen que de esa simplificación maniquea depende que el activismo revolucionario no pierda la brújula ni los bríos en medio de una «calma chicha» de matices analíticos, un peligroso mar de los Sargazos que podría resultar funcional al posibilismo pogre o campista; un prejuicio desafortunado que aquí no es posible desmontar, por falta de espacio y oportunidad.) No se trata de cultivar la sinofobia occidentalista, de agitar el viejo fantasma eurocéntrico del yellow peril o “peligro amarillo”. Solo se trata de realismo geopolítico e intransigencia anticapitalista. No es la República Popular China posmaoísta, con su capitalismo de Estado y dictadura de partido único, la utopía comunista libertaria por la cual bregamos, aunque quizás algo podamos aprender –inteligentemente, cautelosamente, humildemente, selectivamente, críticamente, creativamente– de su economía planificada, igual que de las economías planificadas de la URSS y otros países socialistas.

Las andanzas imperialistas de Trump en Latinoamérica han sido múltiples y variadas. Contra México, el socio del NAFTA gobernado por la progresista Claudia Sheinbaum, hubo amenazas militares y arancelarias, amén de represalias de deportación indiscriminadas e inhumanas (más de 77 mil mexicanos expulsados), todas ellas entremezcladas ad nauseam en la vieja sopa propagandística de la “frontera-colador” de “vagabundos” Chicanos e “invasores” Latrinos, malvivientes contrabandistas o coyotes y criminales narcos; problema que pide a gritos –machaca la derecha farisea– una solución drástica y definitiva, lo que da pie a medidas o avisos de “tolerancia cero” en los controles aduaneros y migratorios, promesas de no más dilaciones en la construcción de un faraónico border wall de más de 1.100 kilómetros desde Texas hasta California, carta blanca a los agentes federales de la USBP y los milicianos racistas de la American Border Patrol (las dos patrullas fronterizas, la estatal y la paraestatal), despliegues espectaculares boots on the ground de la Guardia Nacional en el límite internacional y anuncios de planes de intervención “antiterroristas” de la CIA y las Fuerzas Armadas estadounidenses en México –con o sin consentimiento del “narcogobierno” de Sheinbaum– contra los grandes cárteles de este país vecino (Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, La Nueva Familia Michoacana, del Golfo, del Noroeste y Cárteles Unidos); cárteles a los que el Departamento de Defensa acusa en documentos oficiales –junto a las farmacéuticas chinas que les proveen los precursores químicos– de producir y/o utilizar “armas de destrucción masiva” como el fentanilo (!) against American people, lo que implicaría una equiparación tácita del tráfico ilegal de estupefacientes con el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki (aunque esa no haya sido la analogía bélica que tenían en mente los funcionarios trumpistas, que seguramente pensaban en los arsenales nucleares que Rusia y Corea del Norte nunca han usado, y que Bagdad y Teherán jamás quisieron o pudieron fabricar). En cuanto al Brasil de Lula, al que Washington también percibe como “izquierdista” a pesar de su creciente moderación ideológica pro-establishment, las presiones diplomáticas y sanciones comerciales para que el expresidente de extrema derecha Jair Bolsonaro –acusado de sedición– no sea condenado por la justicia federal –ni tampoco otros políticos y militares bolsonaristas involucrados en la intentona golpista de 2023– estuvieron à l’ordre du jour en estos últimos meses, igual que las descaradas conminaciones a Brasilia del Departamento de Estado –hipersensible al lobby de la Computer & Communications Industry Association– para que revea las leyes federales que buscan tibiamente regular y gravar a las Big Tech, muy displicentes con los datos personales de sus usuarios pero muy celosas con las ganancias extraordinarias de sus negocios oligopólicos (hablamos de Google, Meta, Microsoft, Amazon, Uber, Apple, Pinterest y E-Bay, entre otras).

Argentina, por su parte, avanza en un “acuerdo marco” de comercio e inversión con los Estados Unidos digno de una republiqueta centroamericana en tiempos del Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, donde Mileilandia cede todo lo que le pide Yanquilandia (que es un montón, treinta rubros a discreción), y donde casi nada recibe a cambio (apenas dos ítems, con reticencias); algo que a muchos les hace recordar al Pacto Roca-Runciman de la Década Infame, hito de la dependencia económica en la historia bicentenaria del país: cipayismo de miras cortas con la potencia declinante, antaño el Imperio Británico, hogaño EE.UU. (con un agravante: Argentina y Reino Unido eran al menos economías complementarias; Argentina y EE.UU. no lo son, como sí lo son Argentina y China). Las intromisiones diplomáticas, electorales y financieras de Washington en la nación del Plata son enormes y a cielo abierto, aceptadas y promovidas por una caterva de vendepatrias sin parangón. Las noticias sobre proyectos extractivistas de empresas estadounidenses en la minería y el sector enérgico (Vaca Muerta, Triángulo del Litio, centrales nucleares, etc.) pintan un cuadro oscuro para el porvenir, igual que el plan de construir una base de la US Navy en Ushuaia.

Añadamos que el nuevo embajador de EE.UU. en Buenos Aires, Peter Lamelas, ha declarado públicamente que sus principales objetivos como agente diplomático de Trump serán “vigilar a los gobernadores” de las provincias argentinas para “frenar acuerdos con China” sobre explotación de recursos naturales y proyectos de infraestructura, y también “asegurarse que Cristina Fernández de Kirchner reciba la justicia que merece” por encubrir el atentado contra la AMIA y ordenar el asesinato del fiscal Nisman, afirma sin pruebas. Si estas injerencias económicas y políticas en los asuntos internos y la política exterior de un país soberano no son imperialismo, cuesta imaginar qué sería el imperialismo, a no ser que se lo restrinja al intervencionismo militar descarnado o al colonialismo formal clásico (reduccionismo que aquí evitamos).

¿Qué dirían Julio Argentino Roca y otros estadistas liberal-conservadores de la Generación del 80, tan admirados por Milei, si resucitaran y vieran tanto entreguismo lacayil, tanta sumisión a EE.UU.? ¿No fue el jurista Luis María Drago, el canciller de Roca reelecto presidente, quien alumbró la célebre Doctrina Drago, un jalón del multilateralismo panamericano, allá por 1902, en valiente y solidaria respuesta al bloqueo naval de varias potencias europeas contra Venezuela so pretexto de su deuda externa, pero también –no lo olvidemos– en respuesta a la pasividad cómplice de Estados Unidos, que defendía una interpretación minimalista e interesada de la Doctrina Monroe acorde con su gunboat diplomacy o “diplomacia de cañonero”, según la cual ningún país del continente tenía derecho a ser socorrido por sus hermanos hemisféricos si la agresión militar extranjera no se traducía en acciones terrestres de invasión, ocupación y/o colonización? Hasta Sarmiento, otro prócer liberal idolatrado por Milei, no obstante su enorme admiración por Estados Unidos (su republicanismo, su laicidad, su vitalidad municipal, su desarrollo industrial, su clase media rural de farmers, su sistema de educación pública y bibliotecas populares, su asociativismo, etc.), supo ser más cauto –incluso crítico– respecto a la política exterior de la potencia emergente, por ejemplo, en relación con su guerra expansionista contra México de 1846-48.

Imposible obviar, en este rápido pantallazo, al Ecuador neoliberal y dolarizado del FMI y la narcopolítica. Estado fallido o casi, crónicamente endeudado y ajustado, de bienes comunes rapiñados y trabajadores precarizados, de comunidades indígenas atropelladas y saqueadas. Allí, el gobierno autoritario y represivo del derechista Noboa plebiscitó el domingo pasado –por fortuna infructuosamente– la instalación de bases militares y tropas estadounidenses en el territorio nacional, en nombre de la “lucha contra el narcotráfico”, e incluso del combate contra el “narcoterrorismo” (sic), los dos mantras que repite el gran titiritero del norte desde los tiempos de Nixon y Reagan, en el colmo del cinismo. ¿Acaso no son los Estados Unidos el mayor mercado consumidor de drogas del mundo, el principal destino offshore para el lavado de capitales narcos (especialmente Delaware, Nevada y Dakota del Sur) y un productor de estupefacientes sintéticos? EE.UU. tiene mucho para hacer puertas adentro contra los grandes cárteles, sus negocios ilícitos, sus laboratorios clandestinos, sus crímenes violentos, sus sobornos millonarios… Las preocupaciones sanitarias y securitarias de Washington en materia de narcotráfico son solo una pantalla demagógica y diplomática –una cortina de humo interna y externa– para encubrir, amén de sus contubernios con el crimen organizado, sus tropelías imperialistas. Hablamos, en concreto, de provocar o inducir “cambios de régimen” (regime changes) para obtener recursos naturales (como el petróleo o el litio), ventajas estratégicas (control de rutas marítimas, por ej.) y mercados cautivos (a salvo de la competencia china).

La hipócrita cruzada del Tío Sam contra el “narcoterrorismo” la están padeciendo también, desde luego, la Colombia de Petro y –mucho más aún– la Venezuela de Maduro, países a los que Trump no les perdona su política exterior de no alineamiento con Washington. Estados Unidos alega, además, escrúpulos democráticos y humanitarios, sobre todo con Venezuela, cuyo petróleo apetece con voracidad creciente, a medida que se agrava la crisis energética del capitalismo fósil, que cunde el pánico al peak oil. ¿Venezuela es más autoritaria que Arabia Saudita, rémora del absolutismo monárquico y del despotismo teocrático? ¿El populista Maduro viola más derechos humanos que el segregacionista y genocida Netanyahu? Doble vara, doble estándar, doble rasero… Lo mismo pasa con Cuba, con Irán, con Corea del Norte, con China, con Rusia, ahora también con Nigeria, hasta hace no mucho con Siria… A los Estados Unidos no les importan las libertades democráticas y los derechos humanos, sino sus intereses estratégicos de superpotencia. Los exiliados anticastristas, las mujeres persas, los disidentes norcoreanos, el pueblo taiwanés, los soldados ucranianos que se desangran en las trincheras, la comunidad LGBT+ rusa perseguida por Putin, las minorías cristianas del África atacadas por milicias islamistas, los católicos y drusos de Siria, etc., etc., solo son, para EE.UU., peones en el gran ajedrez de la geopolítica imperial.

La escalada militar de Estados Unidos en aguas de Venezuela y Colombia, la operación Southern Spear o “Lanza Austral” (principalmente en el Caribe sudamericano, pero también en el Pacífico colombiano) es un escándalo de proporciones, un ultraje imperialista con todas las letras a la soberanía de dos naciones sudamericanas. Por iliberal arbitrio de la Casa Blanca, sin ningún aval jurídico de la ONU –ni tampoco siquiera del Congreso de los EE.UU.– y sin ninguna exhibición de pruebas a la comunidad internacional, el Comando Sur ha movilizado una gran flota de buques de guerra poderosamente artillados, con 15 mil marineros e infantes de marina, incluyendo el USS Gerald R. Ford (el mayor portaviones del mundo) y marines SEAL (tropas anfibias de élite). ¿El saldo hasta ahora de estas persecuciones preventivas o punitivas? Más de veinte lanchas hundidas y no menos de ochenta muertos, en tiroteos y bombardeos (navales y aéreos). La escuadrada yanqui ha estado realizando maniobras militares con fuego real en aguas de Trinidad y Tobago, delante de las narices de Venezuela, a modo de intimidación ad baculum (la dupla insular trinitense, país anglófono, una excolonia del Imperio Británico devenida semicolonia del Tío Sam como la también vecina Guyana, está a poco más de diez kilómetros de la costa venezolana, de la península de Paria y el delta del Orinoco). Expertos de Naciones Unidas, igual que Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos, han denunciado la ilegalidad manifiesta y la opacidad sospechosa de esta catarata de raídes y ejecuciones extrajudiciales, que muy probablemente incluyen víctimas civiles inocentes: contrabandistas ajenos al narcotráfico, pescadores artesanales, migrantes irregulares, etc. Y aun cuando muchos de los muertos, o la gran mayoría, sean criminales armados de cárteles de la droga con un frondoso y espantoso prontuario, eso no justifica la violación del derecho internacional (la soberanía nacional, el debido proceso, los derechos humanos). El ius ad bellum y el ius in bello, las leyes de la guerra, las normas del derecho de gentes que regulan las causas y formas legítimas de la violencia militar, codificadas en los Convenios de La Haya y Ginebra, no contemplan la lucha contra el narcotráfico, que por esa razón queda en la órbita del derecho nacional y la cooperación internacional. ¿Este es el cacareado rules-based order, el “orden basado en reglas” de la magnánima Pax Americana?

Lo repetimos: si a Trump tanto le desvelan la criminalidad narco y la adicción a las drogas, la mortandad por sobredosis, tiene mucho trabajo para hacer en y dentro de las fronteras de EE.UU., tanto en seguridad como en salud. Decisiones y acciones contra las redes domésticas de importación y distribución, contra los laboratorios estadounidenses clandestinos que fabrican estupefacientes sintéticos (realidad ampliamente conocida por la serie Breaking Bad), contra el lavado de dinero y la corrupción (aspecto tan crucial como olvidado). En paralelo, campañas de concientización y prevención, políticas de rehabilitación, despenalizaciones inteligentes en materia de tenencia y consumo (e incluso, con más prudencia, en materia de narcomenudeo). Y nos estamos olvidando de tres datos clave: 1) el 76% de la cocaína que llega a EE.UU. desde Sudamérica, desde Colombia y otros países andinos, lo hace a través del Pacífico, no del Caribe donde está la «abominable» Venezuela; 2) la mortalidad por drogas en la sociedad estadounidense está mayormente asociada a los opioides sintéticos (tres cuartas partes, aprox.), sobre todo al fentanilo, y en menor medida a los psicoestimulantes sintéticos como la metanfetamina, pero Venezuela está lejos de ser un productor de drogas sintéticas a gran escala como México, Myanmar, Afganistán, Siria y Holanda; y 3) las armas que utilizan los sicarios y otros agentes narcos (que incluyen armamento pesado y pertrechos de guerra como rifles calibre .50, ametralladoras, granadas y lanzacohetes) son, en su inmensa mayoría, fabricados y comprados en Estados Unidos, el país con la mayor industria militar del planeta por lejos, el que más exporta manufacturas armamentísticas –legalmente y por contrabando– y el que tiene la legislación más permisiva a nivel mundial en materia de armas (comercialización, posesión, portación y utilización entre particulares), con el right to bear arms elevado a la categoría de garantía constitucional (Segunda Enmienda) y sacralizado como quintaesencia de la identidad nacional (gun culture, Asociación Nacional del Rifle, movimiento de milicias y un largo etcétera), con sus consabidas consecuencias sociales y aterradores resultados en mortalidad: naturalización de los homicidios por excesos de “legítima defensa”, masificación de la “justicia por mano propia”, tiroteos escolares y otras variantes de mass shootings con pistolas de ráfagas y rifles automáticos (tan bien captados por el cineasta Michael Moore en su documental Bowling for Columbine).

En cuanto a la problemática inmigratoria, Trump podría focalizarse en la madre del borrego, si realmente quisiera proteger el nivel de empleo, los salarios y las condiciones laborales de la población nativa y ciudadana, como declama. La madre del borrego es –igual que en Europa y tantas otras partes del mundo– el sistema capitalista. Hablamos, en concreto, de los empresarios y terratenientes que no solo aceptan, sino prefieren contratar mano de obra extranjera –muy especialmente la que está en situación irregular– porque constituye la alternativa óptima de precarización y explotación. A mayor vulnerabilidad e informalidad de la clase trabajadora (bajo la espada de Damocles de la deportación), menos derechos laborales, menos costos salariales, menos cargas patronales, más docilidad y resignación en los lugares de trabajo, menos riesgos de sindicalización y huelgas, etc. No habría tantos inmigrantes irregulares en EE.UU. si sus capitalistas, avaros y codiciosos, egoístas y mezquinos, no tuvieran una inclinación tan marcada por el precariado, ni un desapego tan inescrupuloso –poco filantrópico– hacia las leyes de trabajo y hacia eso que algunas almas bellas de la burguesía gustan llamar “responsabilidad social empresaria”. Así como es un error táctico y una gran injusticia combatir la trata sexual y el proxenetismo persiguiendo a las mujeres en situación de prostitución, o al narcotráfico penalizando el consumo de estupefacientes, resulta ineficaz y muy pernicioso querer erradicar la inmigración irregular persiguiendo y deportando como si fueran criminales a las personas que inmigraron sin documentación en busca de una vida mejor para ellas y sus familias. Trump es fuerte con los débiles (los inmigrantes irregulares), pero débil con los fuertes (los capitalistas que contratan esa clase de trabajadores). Persigue a los primeros y tolera –más que tolera, apaña– a los segundos. Todo el peso de la ley cae sobre los inmigrantes irregulares. Los empresarios y terratenientes que precarizan y explotan a estos trabajadores gozan de total impunidad, y no se los desoye cuando piden que el grifo de la frontera se abra un poco (por ejemplo, para recibir braceros golondrinas en la temporada de cosecha a lo largo del Cinturón del Sol: California, Texas, etc.). Esta es la pura verdad. Lo demás es populismo patriotero, demagogia racista y xenofóbica.

Pero volvamos a Venezuela. El Tren de Aragua, esa megabanda narco de la que tanto habla EE.UU. con tremendismo, a la que califica sin más de “terrorista”, es como una leyenda del folclore campesino o urbano: nadie sabe bien cuánto hay de sobria veracidad y cuánto de florida imaginación en ella, cuál sería el núcleo real entre toda esa maraña de fabulaciones. Ni hablar del fantasmagórico Cártel de los Soles, presuntamente liderado por el mismísimo Maduro… ¿Cómo diablos deslindar alguna certeza en medio de tantas fake news, de tantos bulos propagandísticos? De lo que no hay ninguna duda es que Washington, con Trump por segunda vez de presidente, ha llevado la retórica de demonización antichavista hasta niveles delirantes, en el contexto de una escalada muy inquietante –nada novedosa pero claramente mayor que en otras ocasiones– del conflicto diplomático con Caracas, contra el telón de fondo de un planeta donde el petróleo escasea y los mayores yacimientos de crudo están –oh casualidad– en una díscola Venezuela que supera en ese rubro a la mismísima Arabia Saudita y otros reinos del Golfo Pérsico, vasallos dóciles del Tío Sam favorables a las compras, inversiones o servicios de multinacionales como Chevron, ConocoPhillips, Halliburton y Baker Hughes. (A estas petromonarquías musulmanas no se las molesta ni un poquito por conculcar las libertades democráticas, los derechos humanos y la laicidad, en contraste notorio con la República Islámica de Irán, donde no faltan ayatolás con ínfulas teocráticas, ni tampoco pozos llenos de oro negro.) Venezuela, además, tiene la «insolencia» de perseverar en el histórico reclamo del Esequibo a Guyana, territorio fronterizo en litigio donde hace diez años ExxonMobil encontró depósitos petrolíferos submarinos que prevé explotar, y que casualmente no se cansa de denunciar –a coro con Georgetown y Washington, y con la derecha destituyente venezolana– que el Estado bolivariano es “expansionista”.

Hace años que EE.UU. acaricia el sueño de un “cambio de régimen” en Venezuela. Inventariar sus presiones, injerencias y castigos imperialistas sería interminable: aprietes diplomáticos, sanciones comerciales y financieras, apoyos intrusivos a sectores opositores, deportaciones abusivas en masa (más de 26 mil venezolanos expulsados por el ICE en lo que va de 2025), operaciones de inteligencia, instigaciones golpistas, etc. Pero Trump esta vez está yendo más lejos, al redoblar las exigencias de renuncia a Maduro y las amenazas de invasión o desestabilización. Exigencias y amenazas que no son meras bravatas, de momento en que hay una “guerra contra el narcoterrorismo” en curso, que ha conllevado niveles de militarización e intervencionismo armado en el Caribe que no se veían desde la crisis de los misiles cubana del 62 y las invasiones a Panamá y Granada de los años ochenta. Muchos periodistas y analistas que siguen la situación afirman que Maduro tiene los días contados, que se está pergeñando desde el Pentágono un magnicidio, un cuartelazo o una expedición anfibia. The New York Times, por ejemplo, ha revelado que existe un plan muy avanzado de acciones encubiertas de la CIA –ya aprobado desde la Oficina Oval– para abonar el terreno a una campaña militar más amplia y ambiciosa, con bombardeos y desembarcos incluidos. Otras fuentes, más cautas, aseveran que la única tabla de salvación para el sucesor de Chávez es abrir de par en par el sector energético venezolano a los capitales norteamericanos, algo que estaría siendo objeto de negociaciones informales en sordina, a tono con el estilo trumpista, brutalmente pragmático y agresivo, casi mafioso. El tiempo dirá, pero el cielo está cargado de nubarrones que presagian tormenta. “No descarto nada”, dijo Trump. “Solo tenemos que ocuparnos de Venezuela”. Con la operación Southern Spear en desarrollo, y sus decenas de muertos, no podemos tomarnos sus palabras a la chacota.

Nos queda Colombia, otra bestia negra de la “guerra contra el narcotráfico” que libra Washington en el hemisferio desde los setenta, hoy gobernada por Gustavo Petro. Sus medidas o propuestas progresistas, sus críticas por izquierda a Estados Unidos y sus aliados en distintos temas candentes de la agenda nacional e internacional (la criminalidad narco, por supuesto; pero también el conflicto endémico entre las guerrillas y contrainsurgencias estatales o paraestatales, la draconiana política migratoria de EE.UU., la crisis energética del capitalismo y el cambio climático, la guerra arancelaria del Department of the Treasury contra China y casi todo el mundo, el genocidio en Gaza, etc.), han suscitado en Trump un gran encono, que también se debe a distintas declaraciones de revisionismo histórico antiimperialista del mandatario colombiano, como sus cuestionamientos a la secesión de Panamá –antigua provincia de Colombia– digitada por Theodore Roosevelt, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, el apadrinamiento yanqui del golpe contra Allende en Chile y la reivindicación de la Revolución Cubana. Hubo este año –cifra récord– más de 23 mil colombianos deportados por el DHS, en vuelos irregulares de subcontratistas y bajo deplorables condiciones humanitarias. En la inmensa mayoría de los casos, no se pudo constatar que las personas repatriadas contra su voluntad estuvieran vinculadas al narco o tuvieran antecedentes penales, lo mismo que ha pasado con otros latinos deportados (mexicanos, venezolanos, centroamericanos). Asimismo, se aplicaron sanciones comerciales y financieras contra Bogotá, y se revocaron visas a funcionarios colombianos y allegados. Bogotá amagó con retrucar, pero finalmente transigió. Vino la calma, pero no por mucho tiempo…

En medio de la violenta operación Southern Spear, que también ha ocasionado escandalosas e injustificables pérdidas materiales y humanas a Colombia (aunque en menor medida que a Venezuela), Trump volvió a la carga con graves acusaciones contra Petro y su país, echando mano al campo semántico de lo narco (“narcoestado”, “narcoterrorismo”, etc.) un clásico en la retórica biempensante de los halcones de Washington y el Pentágono, tanto republicanos como demócratas. “Es un matón”, “un mal tipo”, “un líder del narcotráfico que fomenta fuertemente la producción masiva de drogas, en grandes y pequeños cultivos, por todo Colombia”, declaró el presidente de EE.UU. “Se ha convertido en el negocio más grande del país, por mucho, y Petro no hace nada para detenerlo, a pesar de los grandes pagos y subsidios de Estados Unidos, que no son más que una estafa a largo plazo contra América”, acotó. “Estos pagos o cualquier otro tipo de pago o subsidio, ya no se harán a Colombia”, anunció luego en tono punitivo. “El propósito de esta producción de drogas es la venta de enormes cantidades de producto hacia los EE.UU., causando muerte, destrucción y caos”, prosiguió. Trump remató su perorata imperial con palabras abiertamente injerencistas y una sugerencia de escarmiento manu militari, en sintonía obvia con la escalada del conflicto Washington-Caracas: “Petro, un líder con baja aprobación y muy impopular, boquifresco hacia América, haría bien en cerrar de inmediato esos campos de muerte, o los Estados Unidos los cerrarán por su cuenta, y no será de forma amable”.

El caso de Colombia ciertamente es más complejo que el de Venezuela, en lo que al flagelo narco se refiere. No solo porque Colombia es un gran productor de cocaína (el mayor del mundo, de hecho), sino porque los neologismos difamatorios “narcoguerrilla” y “narcoguerrillero/s” tienen algún anclaje en la realidad colombiana. En efecto, el ELN y las FARC, con el paso del tiempo, en el tortuoso devenir de una lucha armada cada vez más adversa contra el Ejército y los paramilitares, a medida que fueron acumulando derrotas y perdiendo apoyo popular entre las masas campesinas, a medida que se imponía inexorablemente el repliegue y el aislamiento en la selva, a medida que la espiral de violencia brutalizaba a ambos bandos, entraron en un proceso de disgregación y descomposición facciosas, que derivó finalmente en una implicación directa (distribución, en menor medida producción) o indirecta (cobro de «peajes») de algunos remanentes de la insurgencia colombiana en el negocio de las drogas, un fenómeno que también se dio en Perú con Sendero Luminoso, y en Brasil con el Comando Vermelho. Sin embargo, huelga aclarar, no toda la guerrilla colombiana experimentó este proceso. Por lo demás, la existencia de una insurgencia de financiación non sancta en Colombia no justifica el proceder injerencista de Washington contra Bogotá, menos que menos un golpe de Estado o una invasión. Por otra parte, de modo análogo al caso venezolano, es mucho lo que Trump y sus adláteres inventan o exageran en los rubros “narcoguerrilla” y “narcoterrorismo” para llevar agua a su molino imperialista. Hay que tomar con pinzas, cum grano salis, la verborragia acusatoria del gobierno estadounidense contra el “narcopresidente” Petro y el “narcoestado” colombiano.

Muchos vienen hablando con picardía de una “Doctrina Donroe”, una Doctrina Monroe exacerbada en su pulsión hegemonista hemisférica por la relección presidencial de Donald Trump. Esta acronimia satírica busca subrayar una coincidencia histórica: hace dos centurias, la Doctrina Monroe nació en EE.UU. como una respuesta estratégica de una joven potencia en ascenso al desafío político-militar de las viejas potencias coloniales europeas en las Américas: intentos de reconquista o nueva expansión por parte de España, Gran Bretaña, Portugal, Francia, Holanda, Dinamarca, etc., en los territorios independientes o por independizarse –con o sin guerra– de sus metrópolis transatlánticas, desde el Ártico hasta la Patagonia. Hoy, bien entrado el siglo XXI, la Doctrina Donroe emerge en reacción a la expansión –pacífica– de los intereses comerciales y financieros de China en América Latina. Quizás algún nuevo Plutarco se atreva a añadir dos biografías más a sus Vidas paralelas: las de James Monroe y Donald Trump. Ambos presidentes fueron imperialistas a su manera, en distintos momentos y circunstancias de la dialéctica histórica. El primero, cuando el imperialismo estadounidense estaba todavía en pañales (igual que el capitalismo industrial), haciendo sus primeras armas contra los pueblos indígenas al oeste de los Apalaches (colonialismo interno avant la lettre) y los piratas berberiscos del Mediterráneo (punitivismo corsario d’outre-mer), víctimas precursoras de los rioplatenses de Malvinas, mexicanos, apaches, sioux, centroamericanos, antillanos, hawaianos y tantos otros pueblos de América, Oceanía, Asia y África. El segundo, cuando la hegemonía yanqui, que muchos creyeron con optimismo o derrotismo que se volvería perpetua o milenaria tras la caída del muro de Berlín, da señales inocultables de agotamiento y declive, en un mundo capitalista globalizado donde la China post-socialista asciende con un frenesí industrial, tecnológico, comercial y financiero que resulta pasmoso.

Un mundo capitalista que, igual que su gran hegemón occidental, también está estancado y en decadencia. Un mundo que, además, marcha hacia el precipicio de un desastre civilizatorio –colapso o no– empujado por su policrisis económico-social, geopolítica y ecológica. ¿Hay tiempo y lugar aún para la fraternidad universal de los pueblos y la utopía del comunismo libertario?

Federico Mare


Post scriptum.— Este artículo lo empecé a escribir, en realidad, como una presentación a un ensayo más extenso que publiqué hace un año, en el séptimo número de Corsario Rojo: “Muy ignotos y curiosos episodios del imperialismo yanqui en Sudamérica. Desembarcos del Cuerpo de Marines”, cuando todavía Trump no había iniciado su segunda presidencia. Las noticias de estos últimos meses concernientes al recrudecimiento del accionar hegemonista de EE.UU. en América Latina –especialmente los riesgos de una invasión a Venezuela– me llevaron a pensar que era oportuno y conveniente volver a difundir aquel escrito, con un nuevo texto introductorio de actualización coyuntural. Pero en el proceso de escritura, el texto de presentación se fue extendiendo y autonomizando, hasta que caí en la cuenta de que no era la presentación de un artículo, sino un artículo en sí mismo. Así lo he publicado, finalmente. Lo que de todos modos no me impide compartir con el público lector de Kalewche el referido ensayo de Corsario Rojo VII, donde contextualizo, relato, analizo y juzgo críticamente todas las «andanzas anfibias» de la US Navy en la América del Sur –poco o nada conocidas– durante los siglos XIX y XX: Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Paraguay y Guayana Holandesa (hoy Surinam), a la luz, principalmente, de un olvidado informe militar de los años treinta: One Hundred Eighty Landings of United States Marines, 1800-1934, del capitán Harry Allanson Ellsworth, un oficial de la Sección Histórica del Cuerpo de Marines de la Armada de los EE.UU. He aquí el enlace, para quienes les interese leer mi ensayo anterior:

Muy ignotos y curiosos episodios del imperialismo yanqui en Sudamérica. Desembarcos del Cuerpo de Marines (Corsario Rojo VII, segundo semestre 2024)

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domingo noviembre 23, 2025