Ilustración original de Andrés Casciani
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Nota.— A una semana de las elecciones generales en Argentina, que definirán la nueva composición del Congreso y el color político del próximo gobierno, reproducimos aquí, en nuestra sección de debates Naumaquia, dos recientes intervenciones polémicas de nuestro compañero Ariel Petruccelli, publicadas originalmente en La Izquierda Diario, dentro de la sección “Tribuna Abierta”.
El artículo “Es la hora de pensar” salió el martes 19 de septiembre, y en él nuestro autor discute con la intelectualidad que ha firmado el “Compromiso electoral: ante las amenazas a la democracia”: Beatriz Sarlo, Roberto Gargarella, Maristella Svampa, Carlos Altamirano, Hilda Sábato, Pablo Alabarces, Hinde Pomeraniec, José Emilio Burucúa, Claudia Hilb, Adrián Gorelik, Camila Perochena, Roy Hora, Alejandro Katz, Patricia Tappatá, Federico Lorenz y Natalia Volosin, entre otras personalidades. Este “Compromiso electoral” caracteriza a Milei y su coalición ultraliberal –no explícitamente, pero lo da a entender– como un peligro golpista y/o autoritario, y llama a no votar a La Libertad Avanza en ninguna de las dos vueltas; proponiendo que, en caso de balotaje, se vote a aquella fuerza política que lo enfrente, sea cual fuere, incluso Juntos por el Cambio (derecha macrista, radicalismo y otros aliados menores) o Unión por la Patria (peronismo que hoy gobierna la nación). En su escrito, Ariel pone en debate –desde una posición crítica de izquierda antisistémica– tanto el diagnóstico como la propuesta de dicho documento público.
El segundo artículo, “La necesidad de una izquierda revolucionaria fuerte”, vio la luz diez días después, el viernes 29/9. En este otro texto de mayor profundidad teórica y amplitud estratégica, nuestro compañero polemiza con el posibilismo o «malmenorismo» en política, rompiendo lanzas por el socialismo revolucionario, cuya expresión principal en la Argentina de hoy es el Frente de Izquierda y Trabajadores – Unidad (FITU), coalición que nuclea a tres partidos de filiación trotskista: el PTS, el PO e Izquierda Socialista. Este escrito sitúa el debate de la actual coyuntura electoral argentina en el contexto de los procesos estructurales y las derivas ideológicas del mundo contemporáneo: la caída del muro de Berlín y la crisis de las izquierdas, el avance arrollador del neoliberalismo y sus consecuencias socioeconómicas, el auge del capitalismo digital y su impacto en la cultura política, la degradación de la democracia, la evaporación de las diferencias entre progresismo y conservadurismo, el boom de las «batallas culturales» que se asemejan a tormentas en vasos de agua, etc.
Hemos publicado otros textos acerca de la coyuntura político-electoral de Argentina y el llamado “fenómeno Milei”. Pueden leerlos aquí.


ES LA HORA DE PENSAR

Hace muchos años, mientras reflexionábamos juntos sobre las debilidades e inconsistencias de las posiciones políticas que acostumbramos llamar “posibilismo” o “malmenorismo” –apoyar siempre al mal menor, bajo la asunción explícita o implícita de que lo verdaderamente bueno o correcto no existe, está fuera de agenda o es una causa perdida desde el vamos–, un buen amigo me dijo: “van a terminar votando a Mussolini para que no gane Hitler”. Me reí con ganas. Y recordé que hace más de veinte años, en un texto en el que discutía cuestiones semejantes, argumenté que con la lógica posibilista de quienes jamás se preguntan seriamente qué proyecto positivo vale la pena apoyar o por qué causa vale la pena luchar, se culmina eligiendo al Lager nazi regenteado por guardias judíos. A diferencia de la primera alternativa, históricamente irreal, la segunda expone una situación histórica que existió efectivamente. ¿Cómo evitar caer en estas trampas una vez que se ha asumido el posibilismo como piedra angular de las decisiones políticas? Hasta hace muy poco tiempo, yo solía atenuar el chiste de la alternativa entre Hitler y Mussolini, diciendo, a modo de broma, que llegaría el día en que votarían a Bullrich para que no gane Milei. Pero en este mundo que se ha convertido en una parodia, lo que era una sátira es ahora el posicionamiento político defendido por un conjunto de intelectuales que no parecen estar haciendo ningún chiste.

Muchas personas a las que he leído con placer y provecho, a las que respeto mucho, y que no son en lo más mínimo «posibilistas» consecuentes (en tanto han asumido otras posiciones en el pasado) parecen pensar ahora que estamos ante una amenaza existencial para la democracia y, obrando en consecuencia, en un documento público titulado “Compromiso electoral: ante las amenazas a la democracia”, luego de cinco párrafos escuetos de análisis de la coyuntura, hacen tres propuestas. La primera: la formación de una convergencia plural e independiente de políticos, periodistas, líderes sociales y religiosos, intelectuales y académicos que pueda llevar adelante una campaña pública de defensa de los valores democráticos y los derechos humanos, específicamente dirigida a contrarrestar los ataques y la desvalorización que vienen sufriendo a manos de los candidatos libertarios. La segunda: ya en el plano electoral, que toda la ciudadanía democrática concurra a votar a sus diferentes opciones políticas en la primera vuelta: cada voto que no vaya al bloque libertario va a dificultar su triunfo directo. Especialmente si se consigue que disminuya la abstención que caracterizó las PASO: la emergencia demanda una presencia masiva en las urnas. La tercera: un compromiso explícito de Unión por la Patria, Juntos por el Cambio, el Frente de Izquierda y Hacemos por Nuestro País, asegurando que en la segunda vuelta, en caso de ser Milei uno de los candidatos finalistas, llamarán a votar a quien lo enfrente, quienquiera que sea.

En buen romance: lo que se nos propone es que salgamos a agitar en contra de Milei como supuesta amenaza para la democracia; que llamemos a votar a quienes no lo hicieron en las PASO; y que si Milei entra al balotaje nos comprometamos a votar por Massa o por Bullrich. Me cuesta creer que quienes no han sostenido en todo momento una política de posibilismo estricto (votar siempre al mal menor) estén ahora dispuestos a brindar su voto incluso a Patricia Bullrich –involucrada directamente en la muerte de Santiago Maldonado y en el asesinato de Rafael Nahuel; apologista del gatillo fácil y neoliberal entusiasta–. Solo podría aceptarse semejante proposición si partiéramos de asumir que Javier Milei representa una amenaza tan pero tan grande, que su triunfo nos colocaría ante una situación que se podría concebir como «cambio de régimen».

Cualquiera que no sea un ciego comprenderá perfectamente que una república democrática liberal, una monarquía constitucional, una dictadura militar o el fascismo son todos regímenes que operan en el marco del capitalismo (y son por ello capitalistas), pero que poseen diferencias sustanciales que no son insignificantes. Ahora bien, un triunfo electoral de Milei, ¿supondría un riesgo cierto de que se imponga una dictadura militar o se diera inicio a un régimen fascista? Yo no soy capaz de ver en el horizonte un riesgo tal. Podría ser ceguera de mi parte, pero dado que son destacadas figuras intelectuales quienes nos conminan a sostener un «pacto democrático» que supondría incluso que militantes y votantes de la izquierda revolucionaria aceptemos apoyar, en un eventual balotaje, no solo a Massa sino llegado el caso a Bullrich, cabe preguntarse qué pruebas y qué argumentos nos han ofrecido para hacer una cosa tan poco lógica y tan desagradable.

En la declaración no hay ni pruebas ni argumentos. Pero tampoco es sencillo hallarlos en otros sitios. Lo más parecido que hemos encontrado son afirmaciones que, intelectualmente, no tienen ningún sustento. ¿En serio alguien puede creer que Milei tiene algo que ver con el fascismo? Sería como pensar que “Cristina Fernández es comunista”. Hay gente que se ríe con ganas de esta absurda afirmación, pero parece incapaz de ver que la primera no lo es menos. Por supuesto, semejanzas y diferencias se puede hallar allí donde se busque. El asunto no es hallar semejanzas y diferencias eventuales, sino sustanciales. Lenin y Bernstein eran marxistas. En esto parecen idénticos. Pero lo eran de una manera tan diferente que, para casi todos asuntos fundamentales en que se vieron envueltos, lo principal eran sus diferencias. ¿Tiene sentido equiparar a Milei con Trump? En verdad tienen tanto de parecidos como de diferentes, al igual que Massa y Bullrich. Y hablando de Trump: parecía que con su triunfo se venía el fin del mundo. Pero todo terminó en una administración bastante anodina, que no introdujo ningún cambio sustancial y, al menos en materia de política exterior, fue menos peligrosa y criminal que la de Obama o Biden. Pero, en todo caso, desde una perspectiva de izquierdas las diferencias entre Trump y Biden son totalmente secundarias y, desde una perspectiva histórica y comparativa, ambos no tienen más que diferencias políticas dentro de un régimen político que ninguno se propone seriamente alterar, ni está en condiciones de hacerlo.

¿Podría Milei modificar el régimen político en nuestro país? Pues no lo parece. Quienes se escandalizan por las declaraciones del candidato libertariano o de su candidata a vicepresidenta parecen presas de un espejismo posmoderno: se comportan como si las palabras fueran todopoderosas. Pero las palabras son palabras, y si bien tienen cierta influencia en la realidad, no la tienen tanto como sí la dura materialidad de la economía actual, la correlación de fuerzas, los intereses de clase, los grupos de presión, etc. Es cierto que su candidata a vicepresidente reivindica a la dictadura; pero no es menos cierto que en la historia argentina los vices han sido una figura política sin ninguna influencia. Lo que cabría hacer, ante esto, es dar un debate serio sobre la violencia en los sesenta/setenta, sin caer en simplismos como creer mecánicamente que quien piense que la dictadura fue necesaria será hoy partidario de una experiencia semejante: una conclusión tan arbitraria como pensar que quien simpatice con el Che Guevara en 2023 será un guerrillero urbano en 2024, o quien reivindique a la Revolución Francesa impondrá mañana la guillotina. Y digo esto siendo un crítico público de la “teoría de los dos demonios”. He defendido que hubo sin ninguna duda un terrorismo de estado, que de ninguna manera se puede equiparar (ni en magnitud ni en sustancia) con un supuesto terrorismo de izquierdas: salvo un puñado de acciones, el accionar guerrillero consistió en formas de lucha armada (que no es lo mismo que terrorismo). Pero este debate, como cualquier otro, no se debería clausurar en nombre de supuestas verdades indubitables. El éxito electoral del prolijamente despeinado se basa en el espectáculo. La gente elige a su figura, precisamente, porque parte de ese espectáculo consiste en presentar «soluciones mágicas»: como alguien que podría introducir modificaciones rápidas y fundamentales; y como si pudiera hacerlo solo porque le venga en ganas. Que lo suyo es el espectáculo hecho política se ve refrendado por el hecho de que sus candidatos, antes y después de las PASO nacionales, han hecho unas elecciones paupérrimas. Y si bien es cierto que en nuestra democracia degradada una figura espectacular puede cosechar votos, gobernar es, no obstante, otra cosa. ¿Cómo gobernaría Milei sin gobernadores ni intendentes propios, sin diputados, sin senadores? ¿De dónde saldrían sus funcionarios, si no es de las fuerzas que han gobernado hasta ahora? Un eventual gobierno de Milei estaría plagado de funcionarios de esas coaliciones que, se nos dice, son una garantía democrática. ¿O alguien cree que el libertariano podrá conseguir decenas de miles de funcionarios por fuera de la “casta”? Las medidas que tomaría estarían dentro del orden de lo admisible por quienes mandan en realidad tras bambalinas.

Seguramente hay quienes pensarán que esa misma debilidad política podría fungir como una tentación autoritaria. ¿Pero alguien puede creer seriamente que el Ejército intervendría? Y si no es sobre el Ejército, ¿sobre qué fuerza social se apoyaría la dictadura de Milei? El fascismo tenía sus grupos de choque, sus bandas armadas. Milei dispone de un puñado de youtubers y una panda de agitadores de Instagram. ¿En serio debemos tañer las campanas contra una amenaza a la democracia? Milei es ultraliberal, de eso no hay duda. Teóricamente puede ser un poco más fanático en este sentido que una Bullrich o un Macri, pero tiene también menos estructura para gobernar. Lo suyo sería una suerte de neo-menemismo más ideológicamente convencido (lo de Menem tuvo mucho de oportunismo, de colocarse a favor del viento). Que es un proyecto de derecha no hay duda. Que sea de ultraderecha o neofascista no es ni siquiera una exageración: es un error. La ultraderecha suele ser nacionalista, Milei no lo es. El fascismo era corporativo y estatista: Milei es partidario de un estado mínimo y del reino absoluto del mercado. Pero más allá de lo que se proponga, ¿qué cabe esperar más o menos realistamente que podría hacer? Aquí es donde toda la alharaca provocada por el advenedizo parece exagerada. Cabría suponer que lo más lejos que podría llegar Milei (aunque es sumamente improbable dado que sus apoyos son menores y la situación diferente) es a un proceso semejante al de Fujimori en Perú. Pero una vez dicho esto, hay que destacar que ese proceso no fue nada comparable al fascismo histórico, ni cualitativa ni cuantitativamente; y que por muy corrupta, autoritaria y neoliberal que fuera la gestión fujimorista, no alteró los parámetros de nuestras democracias de bajísima intensidad ni se apartó de los carriles de política económica de los gobiernos de la época, como el de Menem. Razones para luchar contra Fujimori desde luego que sobraban: pero alinearse con Alan García para hacerlo no tenía ningún sentido desde una perspectiva de izquierdas.

Abundan los ejemplos recientes de amenazas que se nos presentaron como descomunales y terminaron siendo más o menos «más de lo mismo». El gobierno de Trump fue más una comedia bufa que una hecatombe. El de Meloni (la amenaza neofascista en Italia) es una gestión anodina que ha desencantado a buena parte de sus votantes porque, contra lo que esperaban ingenuamente, las cosas siguen más o menos como eran entonces. Bolsonaro fue visto como una amenaza incomparable: ahí está, fuera del poder, luego de un gobierno bastante intrascendente pero manteniendo mucho apoyo popular. Porque, aunque para el progresismo Lula es maravilloso y Bolsonaro una bazofia, el electorado de las clases populares no lo tiene tan claro. Le cuesta ver que haya tantas diferencias entre uno y otro. ¿Están errados? Quizá no tanto. Y, en todo caso, con varias décadas de experiencia política, una maquinaria política aceitada, apoyos reales en el ejército y bastante confianza entre el empresariado, Bolsonaro (aunque a nuestro juicio su peligrosidad fue exagerada), era una amenaza considerablemente más grande que la que representa un advenedizo como Milei. ¿Por qué habríamos de pensar que Milei, quien carece de una verdadera maquinaria política –como el Partido Republicano que apoyaba a Trump– podría introducir cambios mayores? Es cosa conocida de sobra que, cuantas menos propuestas concretas tenga una fuerza política, más deberá afincarse en la «construcción de un enemigo». Que los políticos en campaña recurran al miedo (“yo o el caos”) es cosa que se puede comprender perfectamente. Que franjas intelectuales reproduzcan esa manera de pensar es como poco preocupante.

Me pregunto si alguien, entre quienes redactaron o firmaron esa declaración, habrá pensado en los potenciales beneficios electorales que podría cosechar Milei si se afianza la idea de que viene mágicamente a cambiar todo. Porque la verdad es que Milei es un payaso, no un mago. En el circo de la política posmoderna conviene no confundir los personajes. Afianzar la idea de que él es una amenaza, alguien que quiere y puede cambiarlo todo, es hacerle un flaco favor. Llamar a cerrar filas –contra una supuesta amenaza– entre todas las fuerzas conservadoras de una democracia que para la gente que come poco, se cura mal y se educa peor significa cada vez menos, es una manera de colaborar con la política del espectáculo que él maneja mejor que nadie, pero cuyos fuegos de artificio se acaban a la hora de gobernar. Milei es un tipo en realidad impotente que, sentado en el sillón de Rivadavia, va a defecar sobre sus votantes como lo ha hecho el resto. Esto es lo que habría que decir, si queremos tener interlocución con la masa de sus votantes. Colaborar en la instalación de la fantasía de que es un Mandrake –al que algunos consideran diabólico y otros angélico– sirve más para sumarle votos que para restárselos. ¿Y habrán pensado los redactores y firmantes de esa declaración si es correcto suponer que una asistencia masiva a las urnas (contrarrestando el alto abstencionismo precedente), es en verdad algo que perjudicaría a Milei? Habría que hacerse la pregunta, cuanto menos, en lugar de dar simplemente por sentada la respuesta.

En vez de escandalizarnos moralmente con los votantes de Milei (quien despierta más simpatías entre los jóvenes precarizados que entre los grandes empresarios), haríamos bien en comprender que, para quienes viven una cotidianeidad deleznable, es preferible un final espantoso que un espanto sin fin. Massa y Bullrich son la certeza de un espanto sin fin. Milei es la ilusión de un final que, quizá, no sea espantoso. Lo mejor que podemos hacer es construir una fuerza política capaz de romper el círculo vicioso de nuestro capitalismo decadente. Y, en lo inmediato, hablar poco y nada de Milei, y más de nuestros propios proyectos.

Quizá la posibilidad de intervenir intelectualmente en política –en el mundo de las redes sociales y de la estupidización generalizada– sea mayormente ilusoria. Pero, en cualquier caso, no deberíamos renunciar a nuestra obligación de pensar. En este mundo de histeria digital, convendría que, quienes trabajamos con el intelecto como principal herramienta de trabajo, seamos capaces de escaparle al pánico y pensar a largo plazo.

LA NECESIDAD DE UNA IZQUIERDA REVOLUCIONARIA FUERTE

En las democracias consolidadas, los cambios políticos radicales y repentinos son algo sumamente extraño. Con décadas de participación política, habituada a votar regularmente, el grueso de la población desarrolla identidades y lealtades electorales bastante sólidas. La mayoría de las personas no cambia de partido político con la facilidad con la que se cambia la ropa interior. Las oscilaciones políticas vertiginosas son más bien propias de momentos de crisis; pero, sobre todo, son altamente probables en países carentes de fuertes tradiciones institucionales. El «modelo» de la Revolución Rusa no fue exportable a Occidente debido, entre otras razones, a que las democracias consolidadas ofrecen tanto múltiples posibilidades de cooptación como también de generación de lealtades que dificultan los cambios demasiado bruscos.

Sin embargo, en coyunturas de crisis, incluso en democracias aparentemente consolidadas pueden producirse cambios repentinos. Argentina es un claro ejemplo actual. El ascenso rutilante de Milei desde los lejanos márgenes de la política hasta ser primera fuerza electoral en las PASO sorprendió a todo el mundo. En menos de cuatro años, el líder libertariano pasó de ser un tertuliano televisivo, empleado para divertir o escandalizar, a convertirse en el principal candidato a la presidencia de un país en crisis.

La crisis, precisamente, explica una buena parte de este resultado. Pero otra buena parte lo explica el hecho de que lo que en nuestro mundo se consideran “democracias consolidadas” son, en realidad, y crecientemente, democracias degradadas. El ausentismo fue la primera fuerza en las PASO de Argentina, y el descenso en la participación electoral es toda una tendencia mundial. Quienes participan, por lo demás, lo hacen cada vez más desganadamente, con menos entusiasmo y con menores expectativas. En la actualidad, la vida de las personas se halla cada vez más volcada al ensimismamiento privado, a los proyectos personales. Para la mayoría, los proyectos sociales son el último reducto en el que colocarían su energía vital. En promedio, dedicamos menos tiempo que en el pasado no tan lejano a actividades colectivas y a la militancia política. Mucho menos, en realidad, de lo que parece, dado que mucha gente piensa que el «agite en redes» es su forma de participación. Pero esto es engañoso porque el «filtro burbuja» hace que seamos escuchados básicamente por quienes piensan parecido. Descarga psicológica muy comprensible, los posteos en la web no pueden ser comparables en capacidad política con la construcción de organizaciones, la elaboración de proyectos o la militancia cara a cara. Muchas voces han advertido que el capitalismo digital podría degradar la democracia: lo está haciendo, de hecho, a velocidad de vértigo.

En una democracia degradada puede haber carreras políticas que se desarrollan con la lógica del espectáculo y de la farándula. Pero ello ocurre en la superficie circense de la realidad. Por eso es que, durante los últimos años, hay mucho espectáculo político, a pesar de lo cual los gobiernos supuestamente disruptivos –sean «progresistas» o de derechas–, son completamente incapaces de introducir modificaciones estructurales. Lo que domina la escena son las «guerras culturales» entre conservadores y progresistas que tienen lugar sobre una base social, económica e incluso institucional que ni unos ni otros cuestionan verdaderamente o se proponen con seriedad modificar. Prueba de ello es que nadie ofrece un modelo alternativo. El modelo «libertariano» no es más que un neoliberalismo exacerbado, llevado a sus últimas consecuencias. Algo que resulta, por lo demás, inviable en la práctica. Cualquier política concreta que quiera aplicar un personaje como Milei será parte del arsenal neoliberal típico. El contraste con otros momentos históricos, en los que tanto fascistas como comunistas poseían modelos económicos y políticos realmente diferentes al capitalismo liberal, no podría ser más notorio.

Si las cosas son así, algunas ideas centrales de los debates contemporáneos entre las izquierdas deberían ser discutidas o cuestionadas. Una de ellas es la de “empate social”: la creencia en que la clase trabajadora, al menos en sitios como Argentina, aunque se halla a la defensiva tiene capacidad para bloquear los proyectos de la clase capitalista. Lo engañoso de esto es que Argentina pasó de ser un país con una pobreza casi siempre por debajo del 10% en las décadas de los sesenta y setenta, a una pobreza en torno al 25-45% en los últimos años. Más que empate, esto parece una derrota por goleada. A nivel mundial, las cosas pueden ser menos extremas, pero van en la misma dirección: la desigualdad de ingresos entre las clases no para de crecer, la concentración de capitales aumenta sin parar, el empleo es cada día más precario, las prestaciones sociales se deterioran, el desempleo aumenta, y las condiciones de vida son peores en casi todos lados para quienes viven de su trabajo.

Estando una clase permanentemente a la ofensiva y acrecentando su poder a lo largo de cuarenta años, no tiene sentido pensar que estamos ante un empate. Mientras no haya un proyecto alternativo de sociedad encarnado en la clase trabajadora, todo irá a peor. No puede haber empate cuando un equipo sabe a lo que juega y el otro está en penumbras. Si la población trabajadora no sale de la penumbra, su situación se deteriorará irremediablemente, más rápida o más lentamente: son variedades de derrota, pero no empates, ni mucho menos victorias. Esta es la verdadera situación en la que nos hallamos en las últimas décadas. Los gobiernos progresistas no han sido triunfos populares, salvo en un sentido muy engañoso. No han sido ni siquiera empates: pudieron haber surgido en medio de crisis de gobernabilidad, pero, en sustancia, son otra forma de gestionar el capitalismo en medio de desigualdades crecientes (poder acrecentado de los propietarios privados, precarización del empleo y de la vida, y desastre ecológico generalizado por nuestra sociedad productivista/consumista). El poder del capitalismo globalizado no hizo más que acrecentarse bajo su férula, por muchos que sus simpatizantes despotricaran contra ello.

En una democracia degradada, la política es relativamente poco importante para las personas, más preocupadas por lo individual que por lo colectivo; más por lo económico, que por lo político (laburan todos los días, votan muy cada tanto); más por la diversión, que por la organización; más por el consumo, que por la creatividad. Por eso hay análisis políticos contemporáneos artificiosamente ideológicos. Se dice, por ejemplo –y hay estudios que supuestamente lo refrendan– que un tercio de los votantes de Milei son de extrema derecha, un tercio neoliberales más o menos clásicos y un tercio otra cosa, más o menos “nacional y popular”. Pero los números no cierran. Milei ha capturado cerca de cinco millones de votos que en el pasado votaron al peronismo: ¿cuántos ultraderechistas o neoliberales podría haber allí? El voto a Milei es expresión de frustración y bronca, antes que de convicciones ideológicas. El peso del voto popular en su ascenso también suele ser disminuido en su real importancia. Es seguramente cierto, como muestran muchas encuestas, que el porcentaje de votos que obtuvo es parejo en las diferentes franjas de ingreso. Pero, dicho esto, no se puede ignorar que el liberalismo siempre tuvo bolsones importantes de voto en los sectores sociales altos y medios, y casi nada entre las clases populares, que son además numéricamente mayoritarias. En realidad, más de la mitad de voto al libertariano proviene de sectores sociales que se cuentan entre los económica y socialmente más perjudicados: una masa que la izquierda no debería ignorar.

La idea de acciones estratégicas llevadas adelante por las masas entraña una racionalización de la vida política actual que la experiencia desmiente. Y las expectativas en votar a candidatos supuestamente «menos malos» de la gestión del sistema, para «ganar tiempo», son cada día más ilusorias. Quienes aprovechan ese tiempo suelen ser las fuerzas de la supuesta “extrema derecha”. En ausencia de una clase obrera organizada y combativa, y de una izquierda radical verdaderamente fuerte, quienes pueden aprovechar el tiempo presuntamente ganado serán fuerzas reaccionarias. Esto es así porque en un mundo que se sumerge cada vez más en una crisis fenomenal (geopolítica, económica, política, energética, climática, en suma, civilizatoria), todos aquellos que se limitan a gestionar –con una u otra orientación– una empresa que declina, se desprestigian rápidamente. Pero como el rango de lo permitido, el horizonte de lo posible, es tan pero tan limitado, en los últimos lustros se experimenta una oscilación entre versiones progresistas y conservadoras de neoliberalismo realmente existente. En tanto y en cuanto no se implante en el imaginario de las grandes mayorías un modelo social alternativo con la suficiente capacidad organizativa (política, social, sindical, etc.) como para transformar la realidad y no meramente gestionarla, seguiremos atrapados en esta trampa de locos.

Lo más sensato –tanto a corto como a mediano y largo plazo–, para cualquiera que anhele una sociedad que no esté basada en formas redobladas de explotación, alienación, opresión, dominación y manipulación, es apoyar y fortalecer a las fuerzas que se proponen un mundo radicalmente diferente al capitalismo. Incluso quienes por razones pragmáticas o de principios se inclinen por opciones reformistas, no deberían olvidar que todo reformismo serio tiene, entre sus condiciones de posibilidad, que la clase dominante se sienta amenazada por una revolución: es la mejor condición para convencer a los dueños del mundo que deben «dar algo para no perderlo todo». Bogando en esta dirección, trabajando sin pausa en la constitución de una fuerza de intencionalidad revolucionaria, hay necesidad de conocimiento objetivo, de elaboración de proyectos en todos los planos, de organización a todas las escalas, de activismo a todos los niveles, de militancia en todos los terrenos. Lo que necesitamos es una izquierda fuerte, y actuar cada día en esa dirección. Una izquierda fuerte tiene que ser de masas, organizativamente sólida, intelectualmente rigurosa, socialmente influyente, con capacidad de establecer su propia agenda política. Estamos lejos de un escenario así. Que el descontento social generalizado haya sido capturado electoralmente por Milei es un dato de la realidad que no nos debería dejar indiferentes. Tampoco se lo debería ver como una fatalidad. La hipótesis que yo mismo alenté, de que el FITU pudiera dar un salto electoral en medio de una crisis que se percibía inminente, no se verificó, aunque las dos condiciones en que se basaba el cálculo (la crisis y el consiguiente descontento de masas y la unidad electoral del FITU) se cumplieron. ¿Por qué entonces el descontento lo capitalizó Milei casi en exclusiva? Una izquierda fuerte debe ser una izquierda con capacidad de autocrítica: ¿qué podríamos y deberíamos haber hecho para que el descontento se canalizara por una vía de izquierdas? ¿Cuándo, cómo y por qué erramos? Pase lo que pase en las elecciones, se vienen tiempos duros para las mayorías populares. Necesitamos cuanto antes una izquierda fuerte en todos los terrenos; y tan comprometida con la lealtad a sus banderas históricas, como con la voluntad para reinventarse. Ninguna urgencia debería hacernos perder esto de vista: sólo pueden ganar tiempo quienes tienen una fuerza política importante y verdaderos proyectos a largo plazo.

Ariel Petruccelli