Ilustración: El engaño, de André François van Vuuren (óleo sobre lino, 2015). Fuente: Singulart.

Para L. C.

Que fácil de apuntalar sale la vieja moral
Que se disfraza de barricada
De los que nunca tuvieron nada.
Qué bien prepara su máscara
El pequeño burgués.
Silvio Rodríguez


En nuestro mundo posmoderno hay palabras fetiche. Alcanza con invocarlas para acabar con cualquier discusión o evitar iniciarla. Palabras fetiche ante las cuales incluso quienes dicen no adorar dioses parecen rendirse, deponer las armas de la crítica, zambullirse en un cálido sopor de embotamiento intelectual. “Felicidad”, “diversidad”, “tolerancia”, “progreso”, “multicultural”. Ante estos ídolos las «almas bellas» se encogen de hombros: ¿Cómo vamos a discutir sobre esto? ¿Quién podría estar en contra? ¿Quién no querría ser feliz? ¿Quién, salvo el conservador más redomado, no estaría a favor de la diversidad? ¿Cómo poner en duda las bondades de la tolerancia? ¿Cómo rechazar el progreso? ¿Qué clase de bestia no anhelaría un mundo multicultural?

Y, sin embargo, estos términos tan simpáticos ocultan peligrosas trampas ideológicas. Para comenzar a desenmascarar esos peligrosos explosivos ocultos, parece pertinente traer a colación algunas viejas palabras que han devenido malditas. Palabras desterradas, exiliadas, olvidadas o, si no lo fueron del todo, tergiversadas hasta volverlas irreconocibles: “revolución”, “utopía”, “alienación”, “comunismo”.

Russell Jacoby lo dijo muy bien en relación al endiosamiento del pluralismo y el multiculturalismo, ya en 1999, en ese libro tan pregnante como poco conocido, The End of Utopia:

“El multiculturalismo tapa un enorme agujero intelectual. Despojados de un lenguaje radical, carentes de una esperanza utópica, liberales e izquierdistas se repliegan en nombre del progreso para celebrar la diversidad. Con pocas ideas sobre cómo debe configurarse el futuro, abrazan todas las ideas. El pluralismo se convierte en el cajón de sastre, el alfa y omega del pensamiento político. Disfrazado de multiculturalismo, se ha convertido en el opio de los intelectuales desilusionados, la ideología de una era sin ideología”1.

E incluso se lo puede decir más breve y enfáticamente, y el propio Jacoby lo hizo: “El secreto de la diversidad cultural es su uniformidad política y económica. El futuro se parece a un presente con más opciones. El multiculturalismo supone la desaparición de la Utopía”. Esto es lo que podríamos considerar una estocada bien dada. Un facazo al corazón. Touché. ¡Tomá pa’ vo!

Sin embargo, aunque el sustrato ideológico del endiosamiento progresista de la diversidad sea el eclipse de las esperanzas revolucionarias, ello no dice necesariamente nada en contra de la diversidad en sí misma. De hecho, no se trata de rechazarla, sino de evitar fetichizarla. Nuevamente, Jacoby lo expresó muy bien: “El problema no es la preferencia por el pluralismo, sino su culto. El fetichismo sabotea una inspección sobria de la realidad al satisfacer el amor estadounidense por la cantidad. Tras la jerga del pluralismo subyace la idea de que más es mejor: más cosas, objetos, coches y culturas”. Y desde luego, no siempre más es mejor. Y no siempre la variedad es la mejor opción. ¿Deberíamos, en nombre de la diversidad cultural, fomentar prácticas crueles, negándonos a criticarlas por respeto a la otredad? ¿Y qué clase de respeto es ese que se niega al diálogo franco? Pluralismo y diversidad son conceptos tan ambiguos y problemáticos como cualquier otro. Demandan una inspección crítica sobria e informada, no la adulación ingenua y despistada.

The end of Utopia contiene un lúcido reconocimiento de un estado de situación, con un talante de resistencia al mismo carente de toda ingenuidad. Su piedra basal, en cierto modo, es una defensa inteligente, informada y sosegada de la dimensión utópica, entendida de manera acotada y realista: la posibilidad de un orden social distinto y mejor que el actualmente existente. Pero, ante todo, explora las consecuencias que se siguen de la pérdida del horizonte utópico. No se trata, para Jacoby, de creer ingenuamente en utopías irrealizables, quimeras. Más bien al contrario: Jacoby no contrapone dimensión utópica y realismo. Pero, sintomáticamente, ese mismo realismo le permite ver que quienes en nombre del realismo o del pragmatismo renuncian a todo horizonte utópico, pagan elevados precios intelectuales y políticos. En particular, una gran miopía. La miopía –que a veces deviene pura y simple ceguera– del especialista que se concentra en lo suyo, deviene experto apolítico (o, si interviene políticamente, lo hace como propagandista acrítico de las «verdades» del momento), que sabe cada vez más de cada vez menos, mutilando muchas facetas y aptitudes humanas. La restitución de la utopía quizá no sea suficiente para acabar con el estrecho ensimismamiento que hoy campea a sus anchas en el mundo académico. Pero cierta dosis de utopía es indudablemente necesaria para curar, al menos en parte, el reduccionismo intelectual.

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Sin embargo, los problemas más importantes exceden a esas tormentas en un vaso de agua que son las discusiones académicas. Se trata de problemas que tienen un enorme y acuciante estado público. Pluralismo y multiculturalidad, otrora conceptos acuñados y discutidos por especialistas, han devenido en santo y seña políticos a los que el pensamiento progresista se aferra como a un clavo ardiendo. “Tolerancia” tampoco es un concepto inocente, por mucho que lo parezca y por mucha buena prensa que tenga a su favor. Slavoj Žižek escribió un libro tan inteligente como provocador al respecto, pero lo esencial ya lo había dicho mucho antes la antropóloga argentina Dolores Juliano, cuando en una conferencia de 1994 titulada “Universal/particular: un falso dilema”, afirmó que la tolerancia “implica una posición de poder: toleramos aquello que podríamos no aceptar, es decir, tolera el que puede”2. En lugar de tolerancia, pues, habría que apuntar a un horizonte de encuentro cultural que parta, necesariamente, de una concepción problemática de la cultura. Es decir, que entienda a esta no como una entidad cerrada de valores y costumbres, tan completa como homogéneamente compartida por quienes se identifican con ella, sino como modos de vida en transformación, sin contornos fijos, y atravesados por contradicciones y conflictos. Hoy se habla mucho de interculturalidad, pero no está claro que alguien sepa bien qué significa. Y más bien suele ser vista –en este mundo en el que la “apropiación cultural” ha devenido casi un crimen y en el que las personas se comportan como personificaciones de “esencias culturales”– como un mero colocar, una al lado de la otra, como mercancías exóticas en un bazar babélico, supuestas culturas tan acabadas como distantes una de otra. Algo que no resiste la menor inspección crítica: las identidades múltiples, porosas, cambiantes y disputadas son el alfa y omega de la cultura. Por lo demás, tras la fachada de la diversidad cultural, lo que proliferan son, más bien, identidades basadas casi siempre en el culto de las pequeñas diferencias. Lo que hoy se desarrolla con más fuerza es una fuerte uniformidad cultural globalizada, que da lugar a refugios identitarios esencialistas para afrontar los vendavales del capitalismo neoliberal. El problema es que estos refugios son como casitas de cartón en medio de la tormenta.

Tampoco la bien amada “felicidad” es capaz de soportar el peso que se coloca sobre ella. Quien haya leído el inquietante libro de Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, bien podría verse tentado de buscar un arma al escuchar la palabra “felicidad”. Desde luego que, a veces, es muy bueno sentirse feliz. Pero no siempre. Si alguien se siente feliz por haber dejado sin empleo a miles de trabajadores y trabajadoras deberíamos hacernos unas cuantas preguntas. El problema no es tanto la felicidad en sí, cuanto las formas ideológicas que la misma adopta en la actualidad. Para empezar, la felicidad ha devenido un imperativo. La sociedad que proclama en su bandera el irrestricto derecho individual a “seguir tu propio sueño”, ha conseguido la formidable proeza de que la vida sea una pesadilla para la mayoría de las personas. Anhelando la felicidad, la mayoría es infeliz. Y esto es lo que cabía esperar que sucediera, porque aspirar a una felicidad permanente es una idea tan absurda como pretender un orgasmo indefinido: nada más parecido a un infierno. La sensación de felicidad es ciertamente placentera, pero lo es, en buena medida, porque no es permanente, porque ocurre sólo a veces. Además, cuando ocurre, suele ser debido a que no se la buscó expresamente. Cuando la buscamos de manera obsesiva, tal y como nos conmina a hacer la moderna industria de la felicidad –tan bien estudiada por Cabanas e Illouz–, se nos hace tan inalcanzable como un espejismo. La felicidad, en fin, es significada en nuestros tiempos en términos intrínsecamente individuales. Es lo opuesto a cualquier proyecto colectivo. Ser feliz es el imperativo de una sociedad que ha renunciado a que ella misma, y los individuos que la componen, sean justos, libres e iguales en derechos. La felicidad autonomizada y absolutizada es el norte que se nos fija una vez que hemos renunciado a los sueños de liberación.

El pensamiento «progresista», que siempre fue problemático y nunca revolucionario, hoy en día ha devenido el mejor puntal político-ideológico del capitalismo posmoderno. Sus lógicas más profundas entroncan perfectamente con el individualismo consumista, ensimismado, tribal e identitario del capitalismo neoliberal. Los «progresistas» anhelan un progreso que, en buena medida, ha dejado de ser tal (en los términos, discutibles, por lo demás, en los que se lo concebía tradicionalmente), y no hace más que marchar tras los espejitos de colores que el capitalismo digital presenta como avances inenarrables. En nombre de la rapidez y la comodidad el pensamiento «progresista» se vuelve apologista del desarrollo capitalista, por mucho que no lo quiera reconocer. El anhelo de seguridad, ese sentimiento tan políticamente reaccionario como humanamente comprensible, aniquila cada día más al espíritu de la libertad. Lo que se vivió durante la pandemia es una prueba indesmentible de esto. De golpe y porrazo, los adalides de la diversidad asumieron la más estricta y homogénea de las imposiciones: encierro, restricciones y vacunas para todos y todas. No hubo tolerancia ni comprensión intercultural para las salvajes tribus de los «negacionistas», los «antivacunas» o «la ciencia crítica» (pero en serio). Los relativistas posmodernos se plegaron al cientificismo más rancio y, tan despistadamente como casi siempre, confundieron ciencia con religión (sólo que ahora esa ciencia-religión debía ser obedecida, no deconstruida). ¡Tanto posestructuralismo y tanto “giro lingüístico” para echarse de la noche a la mañana en los brazos del más crudo de los biologicismos! ¡Ay!3

Pero la desmesurada y equivocada –profundamente equivocada– reacción social y política ante la emergencia de un nuevo virus no fue un rayo en cielo sereno. El huevo de la serpiente se venía incubando desde hacía mucho tiempo. Tras la quimera burguesa de la comodidad y la seguridad, se estaba construyendo –y se construye día tras día– una oprobiosa sociedad de control. Las nuevas tecnologías digitales facilitan una tendencia cuyas raíces son mucho más robustas y profundas. Cuánta razón tenía Bernard Charbonneau cuando, tan tempranamente como en 1937, declaró: “La síntesis entre una libertad indefinidamente aumentada y un confort indefinidamente aumentado es una utopía (irrealizable)”. Tras el señuelo del confort, las sociedades capitalistas han derruido las democracias allí donde algo parecido existía, han convertido a las personas en esclavas del crédito y del mercado, han generalizado la alienación y la cosificación. Y todo con el acompañamiento despistado de un posmodernismo empeñado en ignorar el ojo de la tormenta de la sociedad actual, y en proponer remedios que, cuando las papas quemen de veras, pueden ser mucho peores que la enfermedad. Las múltiples formas de “discriminación positiva”, por ejemplo (presentadas siempre como encomiable reparación de alguna injusticia), entronca, pese a las apariencias izquierdistas, mucho mejor con el neoliberalismo y con la sociedad de consumo que con el legado de la ilustración y del socialismo. Lo mismo se podría decir de la “cultura de la cancelación” y de la “corrección política”: tras una fachada izquierdista, subyace un duro núcleo derechista.

Cuando las cosas se pongan verdaderamente fuleras, cuando la crisis energética hacia la que nos encaminamos raudamente estalle en nuestras caras, cuando los efectos del cambio climático alcancen magnitudes desconocidas, cuando la contaminación ambiental vuelva inhabitables porciones crecientes del planeta, cuando la escasez facilite la “guerra de todos y todas contra todos y todas”, entonces vamos a ver en qué deviene el progresismo identitario, individualista y multicultural. Quizá devenga en algo parecido al fascismo, en nombre del antifascismo. Karl Amery ya nos lo alertó en ese libro tan inquietante publicado en el año 2000: Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor. Porque, por muy relativistas que nos pensemos, cuando lo que esté en juego sea la supervivencia, sin una utopía universalista todos devendremos criminales que defienden a su propia tribu a expensas de las demás. Y como van las cosas, más temprano que tarde habrá que tomar difíciles decisiones. Aunque las formas puedan cambiar, convendrá mantener la guardia en alto ante las mascaradas de la ideología. Desconfiemos de los discursos emocionales; prefiramos los argumentos claros. Sospechemos de las palabras bonitas; es mejor el lenguaje franco. Aunque a veces la verdad duela.

Ariel Petruccelli


NOTAS

1 Russell Jacoby, The End Of Utopia: Politics and Culture in an Age of Apathy, Nueva York, Basic Books, 1999 (la traducción es nuestra, igual que la de las próximas citas de Jacoby, todas extraídas de la referida obra). Dentro de algún tiempo, publicaremos en Kalewche un artículo de mi autoría sobre la obra y el pensamiento de este ensayista norteamericano, un intelectual de izquierda muy notable, pero poco y nada conocido en el mundo de habla castellana, en gran parte debido a que sus libros no han sido aún traducidos del inglés al español.
2 La autora publicó luego su conferencia en el libro de R. Bayardo y M. Lacarrieu (comps.), Globalización e identidad cultural, Bs. As., CICCUS, 1997, disponible en https://cazembes.files.wordpress.com/2015/03/juliano-d-universal-particular-un-falso-dilema.pdf.
3 El público de Kalewche ya está familiarizado con nuestro abordaje crítico de la gestión pandémica. Pero ante eventuales nuevos lectores, podemos remitir a José Ramón Loayssa y Ariel Petruccelli, Una pandemia sin ciencia ni ética, España, Ed. El Salmón, 2022; así como a todos los artículos de nuestro semanario que figuran aquí, la mayoría de los cuales fueron publicados en Escorbuto, nuestra sección de salud.