Fotografía: huelguistas de la Sociedad Obrera de Río Gallegos, Patagonia austral, 1920. Archivo Osvaldo Bayer, Museo Nacional de la Memoria.
Presentación.— Compartimos el tercer capítulo del libro inédito de Horacio Silva sobre el film La Patagonia Rebelde, que saldrá publicado póstumamente muy pronto –junio– por la editorial Anarres, en el marco de su colección Utopía Libertaria, con motivo del 50° aniversario del estreno de esta clásica película. El capítulo lleva por título “Investigación de las huelgas patagónicas (1968-72)”, y está centrado en la figura de Osvaldo Bayer, coguionista y asesor histórico del largometraje, autor de la crónica Los vengadores de la Patagonia Trágica, en cuyos dos primeros tomos se basa fielmente el drama de época dirigido por Héctor Olivera, hito indiscutido del cine argentino y latinoamericano. Recuérdese o téngase en cuenta que los domingos anteriores difundimos en esta misma sección –Clionautas– los capítulos I y II. Por razones de ilación, recomendamos su lectura.
El investigador, ante todo, debe tener mucha suerte;
porque es impresionante la manera en que influyen
las casualidades en este oficio.
Ya resuelto a encarar una investigación profunda, Bayer comenzó a buscar qué documentación tenía el Ejército: “Por supuesto, no tenían absolutamente nada… Pero por cuestiones de trabajo, en la sección Política del diario –yo tenía Política y Fuerzas Armadas– era conocido del general Juan Enrique Guglialmelli, que era director del Centro de Altos Estudios del Ejército. Entonces voy a verlo y le digo: ‘General, yo necesito toda la documentación del Ejército sobre las huelgas patagónicas’. Y me dice: ‘Oh, no, en bonito lío se va a meter… No, esos son temas que ya no se tocan más’. Digo, ‘Bueno, pero yo los necesito’. Entonces me miraba, el señor general. Sabía que yo no me iba a quedar tranquilo con la respuesta ‘no’. Y entonces, al final me dijo: ‘Bueno, yo le voy a conseguir toda la documentación, pero por favor no diga jamás que se la di yo, salvo que me muera. Después de muerto, no me importa’. Y me dio un cartapacio enorme con documentación, con los partes y documentos y los informes de Varela a Yrigoyen, y viceversa… y me permitió sacarle fotocopia a todo.
Tiempo después, cuando un coronel hizo un librito sobre la huelga patagónica, me di cuenta de que el general Guglialmelli me había dado todo el material que tenía; porque no había nada nuevo; y él era, digamos, el hombre del Ejército.
Guglialmelli era un general conocido, porque fue director de la revista Estrategia; una revista más bien de la gente que defendía la industria nacional, el sector Frigerio, Frondizi y algunos militares”1.
El éxito de la labor de un investigador depende de su tenacidad y perspicacia para saber dónde encontrar los datos necesarios, o hallar a las fuentes que le proveerán de información enriquecedora; pero, en palabras del propio Bayer, el factor determinante es la suerte: “Es cierto… y me adelanto: debo decir que tuve una suerte impresionante. El investigador, ante todo, debe tener mucha suerte; porque es impresionante la manera en que influyen las casualidades en este oficio”.
Con este verdadero tesoro en sus manos, Bayer comenzó a analizar la documentación. Allí lo tenía todo: las listas de oficiales, suboficiales y soldados, con mención de cada uno de los comandos que integraron, y dónde fueron destinados.
“El siguiente paso, era buscar a los militares sobrevivientes. Y menos los fusilados, el capitán Campos que había fallecido, y el teniente coronel Varela –a quien Wilckens hizo volar por el aire–, todos los protagonistas estaban vivos, al empezar la investigación”.
Uno de los principales méritos que hicieron de Osvaldo Bayer un maestro en el oficio de la investigación histórica, fue su capacidad para conseguir que estos militares y sus familiares lo recibieran: “Las entrevistas más difíciles fueron con los oficiales, naturalmente. Mirá, toda la investigación es realmente como para escribir una novela. Cómo trataban de justificarse los culpables… Te cuento: la hermana del teniente coronel Varela era una maestra muy conocida, que incluso había escrito libros. Se llamaba Delfina Varela de Ghioldi, porque se casó nada menos que con Américo Ghioldi, dirigente socialista.2 Vos hacés una novela, escribís que la hermana del fusilador Varela se casa con el principal líder socialista, y la gente dirá: ‘pero éste es un degenerado… ¡mirá lo que dice!’.
Me acuerdo cuando le toqué el timbre –ya le había avisado por teléfono–, me atendió Américo Ghioldi, y me dice: ‘En bonito lío se ha metido usted, ¿eh?’. Entonces me atendió la Delfina Varela, que ya tenía todas las cartas del hermano, y algunos diarios de la época para mostrarme. Y me dice: ‘Mire, lea las cartas, lea el encabezamiento de las cartas que mi hermano, el teniente coronel Varela, le escribía a mi mamá desde Santa Cruz’. Todas las cartas empezaban: ‘Querida mamita, cómo te extraño’. Y me dice: ‘Yo le voy a hacer una pregunta: ¿a usted le parece que un hombre que escribe así a su mamá, puede ser fusilador de obreros?’. Yo me acordé de los capos de la mafia, ¿viste?, que lo que más adoran es a la Mamma… que no les toquen a la Mamma… Y me mostraba diarios que hablaban de la acción heroica de Varela, y qué sé yo… pero se quedaba ahí. Su mayor justificativo eran las cartas a la mamá.”
El coronel Viñas Ibarra –quien hizo el famoso gesto de marcar “cuatro” con los dedos de la mano derecha, para indicar a sus subordinados que les peguen cuatro tiros a dos delegados obreros en Cerro Comisión– negó que jamás hubieran ocurrido fusilamientos en la campaña de Santa Cruz: “El había sido el segundo oficial al mando; cuando lo vi, tenía 84 años y estaba ciego. Me recibió de inmediato; recuerdo que fue su hija la que me hizo pasar a verlo.
Viñas Ibarra se había inventado todo un cuento, que hasta se lo creía él mismo. Yo le dije: ‘Señor coronel, usted estuvo en La Anita, donde hubo la mayor cantidad de fusilamientos’. Dice: ‘No, no…no empecemos por ahí. Yo le voy a contar la verdad de las cosas. Y le habla el comandante de la zona, ¿eh?, le está hablando el comandante’.
‘El hecho fue muy sencillo. Las tropas, nosotros, nos preparábamos siempre a favor del viento. Y los obreros quedaban en contra del viento. Entonces se iniciaba el combate, y el viento nos llevaba las balas a nosotros; y a los peones se las rechazaba, las balas; por eso, hay tantos muertos de los obreros…’3.
Yo le dije: ‘Pero en el parte que usted hace, no figura ningún combate; en toda la campaña, no figura ningún combate’.
Y me contesta: ‘¡Se lo está diciendo el Comandante!’.
‘El comandante’… Y me lo repitió como dos o tres veces; y me di cuenta que de ahí no lo iba a sacar; que estaba absolutamente convencido de que había sido así.
Su hija me invita a cenar una o dos veces al año, desde que él falleció4, después de publicarse el libro. No sé por qué, a pesar de que digo toda la verdad sobre su padre, que era un asesino fusilador… vaya a saberse por qué ocurren esas cosas… Qué complejo pueden tener los hijos de estos personajes, ¿no?”.
Pero lo más difícil fue el encuentro con el general Anaya, que era capitán durante los hechos de 1921: “El general Anaya, era llamado por sus compañeros ‘gallito de lata’. Pequeño, paradito, parecía un gallito.
Le hablo y me dice: ‘Sí, venga usted para acá’. Vivía con dos hermanas, una de 79 y la otra de 81 años. Y cuando entré, ambas me observaron de arriba abajo…
Después empezamos la conversación, que en realidad era un monólogo, porque hablaba él solamente. Me contó toda una historia, una historia absolutamente adornada. Pero a mí no me va a tomar por tonto, porque le digo: ‘Sí, pero… señor general, hay una cosa que no concuerda con sus partes, con los partes que usted le dio al Ministerio de Guerra a través de Varela’. Y me dice: ‘¿y dónde los leyó usted a esos partes?’. Le dije: ‘En el diario La Nación’… ¡Andá a comprobarlo!
Entonces se quedó ahí, como desnudo… y me dice: ‘¡pero es así, porque yo puedo decir que es así!’ (acentúa las palabras dando golpes sobre la mesa, imitando al general). ‘¡Y es así!’.
Seguimos discutiendo, cosa por cosa… Se ponía cada vez más brava la discusión… Porque si él me gritaba, yo también le gritaba al señor general, ¿no? No iba a agachar el lomo… pero a él le picaba, porque él creyó –yo no se lo dije, pero él creyó– que yo iba a hacer un libro a favor del Ejército. Entonces le picaba eso: que hacia dónde quería llegar, que cómo iba a escribir, que de dónde sabía tanto, que de dónde sacaba las cosas…
Y cuando se enojaba lo suficiente, me echaba. Siempre decía: ‘Bueno, váyase’. Y yo me iba del departamento de la calle Santa Fe. Me iba. Al día siguiente, me llamaba por teléfono, y me decía: ‘Véngase’. Estaba acostumbrado a mandar… (risas). Y yo iba. Entonces me abrían la puerta las hermanitas Anaya, que me decían: ‘¿Usted de nuevo por acá? Usted lo va a terminar matando al general’. Y yo les contestaba: ‘Señoritas, el general me ha llamado por teléfono. Si yo vengo, es por un llamado de él’. Y entrábamos nuevamente en la discusión, hasta que un día se puso muy nervioso, y me echó definitivamente: ‘¡Fuera!’. Naturalmente, la cosa tenía que terminar muy mal…”.
En un reportaje efectuado por Osvaldo Soriano, y publicado por la revista Humor el 29/4/83, Bayer recordaba al general Anaya “…mirándome fijo como para dejarme seco, amenazándome con un juicio por calumnias e injurias (que todavía estoy esperando y nunca llega, ojalá que lea estas declaraciones y se anime de una vez). Cuando me veía se le escapaba la mano como buscando el sable de caballería…”.
En mayo de 1974, cuando La Patagonia Rebelde estaba atravesando por una especie de limbo, en el cual no estaba ni prohibida ni autorizada, el general Anaya volvió a la carga en una famosa polémica con Bayer, publicada en el diario La Opinión de Jacobo Timerman.
Paralelamente, un sobrino de este militar –el teniente general Leandro Anaya, a la sazón comandante en jefe del Ejército– tendrá un rol protagónico en esta historia, intentando impedir la exhibición. El insólito desenlace del conflicto –que parece calcado de una inverosímil novela de intrigas– será definido nada menos que por el entonces presidente argentino, teniente general Juan Domingo Perón.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
El ex presidente de la Sociedad Rural de Río Gallegos, y ex gobernador del Territorio Nacional de Santa Cruz, Edelmiro Correa Falcón, vivía en un hermoso departamento de la calle Charcas con su esposa inglesa. Cuando Bayer los visitó, ella le ofreció un whisky inglés, y se dispusieron a conversar: “Correa Falcón me recibió muy bien. Me dijo: ‘Mire… lo que pasa es que nosotros debemos decirle que estábamos agradecidos al teniente coronel Varela, porque terminó con una situación muy difícil. Pero cuando él empezó con los fusilamientos, nosotros fuimos a pedirle que los detenga. Le dijimos: ‘Señor teniente coronel, sabemos que está usted fusilando a los chilotes. Yo le tengo que decir que los chilotes cobran la mitad del salario que pagamos a los otros peones… es decir, si usted los fusila, no van a venir más; y entonces la industria lanera, con la competencia que tenemos de Australia y Nueva Zelandia, se va a volver muy cara. Además, debo decirle que, en invierno, los gauchos bonaerenses se niegan a sacar las ovejas que están dos metros bajo la nieve. Eso lo hacen los chilotes; y eso que cobran la mitad, pero lo hacen los chilotes. Entonces yo le agradecería, señor teniente coronel, a ver si usted puede ver la posibilidad, ¿no? Yo no quiero meterme en sus asuntos; nosotros los estancieros lo apoyamos en todo. Pero si usted ve la posibilidad… Y no hubo caso; él siguió con la línea que se había propuesto’.
Mirá qué forma económica de lavarse las manos, que tenía Correa Falcón…”
El político Bartolomé Pérez, durante las huelgas, había sido presidente del comité radical de Río Gallegos. Cuando Bayer lo fue a ver, era senador por Santa Cruz, y quiso despojar al ex presidente Hipólito Yrigoyen de toda responsabilidad: “El me dijo: ‘Mire, la verdad es lo siguiente: Yrigoyen les dio a los militares el bando de la pena de muerte. Pero fue a raíz del pedido inglés, por el pedido británico. Pero yo le voy a decir una cosa: Yrigoyen, estoy absolutamente seguro –y lo conversamos tanto entre los colegas, en el Congreso–, creyó que se iba a fusilar a 12 ó 15 cabecillas anarquistas. Pero este hombre se enloqueció, fusiló a todo el mundo; y eso no se lo ordenó Yrigoyen’.
Bueno, ¡andá a comprobarlo, nene!… ¿Por qué no hicieron una investigación y dijeron eso? Lo dicen cincuenta años después…”.
Antes de viajar a González Chaves, en la provincia de Buenos Aires, para entrevistar a los ex soldados que participaron en la campaña de Varela, Bayer realizó una investigación de archivo en la Biblioteca del Congreso Nacional: “Lo más fiel a toda la investigación es la sesión de Diputados. Que es extraordinaria, una de las mejores sesiones que hay. Donde salen bien claros todos los crímenes, los fusilamientos; que la orden la dio Yrigoyen, todo. Y los radicales se callan la boca… hasta hay uno que lo defiende a Varela. Cuando se pone a votación la comisión investigadora, que se iba a trasladar a la Patagonia para investigar toda la verdad de los hechos, e iba a remover las tumbas masivas para contar el número de víctimas, el radicalismo abandona la sala de sesiones, dejándola sin quórum. Y ahí nomás se acaba la cosa…”.
En la búsqueda de los ex soldados clase 1900, Bayer averiguó que los mismos eran peones rurales provenientes de la región centro-sur de la provincia de Buenos Aires (Olavarría, Benito Juárez, González Chaves, Tres Arroyos), y que habían sido destinados al 10º de Caballería en Campo de Mayo por su habilidad como jinetes.
Para dar con ellos recibió la valiosa ayuda del Sindicato de Trabajadores Rurales y Estibadores de Adolfo González Chaves, que le consiguió sus paraderos al momento de la investigación, en el año 1969. Además, contó con las valiosas actas testimoniales levantadas por el Centro Permanente de Historia de esa ciudad, de las cuales obtuvo una cantidad de datos que le permitieron cotejar lo informado en los partes militares.
El escritor quedó muy impresionado después de las entrevistas, las cuales le hicieron reflexionar profundamente acerca de la condición humana: “En las familias de los ex soldados había un pacto tácito: de eso no se hablaba. Si el padre de la familia había intervenido en fusilamientos, era cosa que no debía decirse. Hay dos casos que son paradigmáticos, como ejemplo de cómo es el ser humano: al tocar el primer timbre, salió un viejo5, y cuando le dije que era un historiador que estaba estudiando las huelgas patagónicas, sintió algo así como, no sé, una electricidad; y me dijo: ‘pase, pase, pase…’. Me abrió la puerta, me hizo pasar a la cocina, preparó el mate, y empezamos a tomar mate. Y se emocionó mucho el señor. Dijo: ‘mire, yo le voy a contar, pero lo que yo quiero saber es la pregunta que le hago a Dios: ¿por qué –me dice– me mandó a fusilar gente? Si yo era un buen muchacho, yo tenía 20 años, trabajaba, los sábados a la noche me iba a bailar, domingos a la mañana iba a misa… ¿y por qué Dios me mandó a fusilar gente?’. Era la pregunta que se hacía.
En los partes del Ejército, figuraba que el viejo había estado en La Anita; entonces, le pregunté por los fusilamientos que se hicieron allí.
Entonces él reaccionó, y dice: ‘yo me acuerdo de cuando me tocó hacer el primer fusilamiento; a mí el máuser me hacía así (imita el gesto del ex soldado, un movimiento oscilante de arriba abajo con los brazos extendidos como si empuñara el arma) y entonces vino el suboficial y me empezó a mirar, y entonces tuve que poner toda la fuerza y le tiré al obrero; pero el tiro le pegó en la ingle, y entonces este hombre empezó a doblarse’. Y gritaba: ‘¡Empezó a doblarse, se dobló así!’. Para hacer eso, se paró y lo hizo como dos, tres veces… se empezó a doblar… (vuelve a imitar el gesto, inclinando el torso hacia abajo, volcado hacia su lado derecho).
Yo a veces discuto con las feministas, aunque soy muy partidario de ellas. Pero digo que las ‘enemigas’ de la investigación histórica son las esposas, en general las esposas. Y digo esto porque cuando el ex soldado estaba en pleno relato, describiéndome esa terrible experiencia, entró su mujer… y me dijo, ‘Permítame, señor, ¿quién es usted?’. Le contesté: ‘Bueno, soy un historiador que está estudiando las huelgas patagónicas’. Me dice, ‘¿Y a quién le interesa eso?’. Y le digo, ‘Bueno, este… es una cuestión de historia, interesa porque realmente pertenece a la historia contemporánea argentina’. Dice: ‘Pero usted le está haciendo preguntas a mi marido. Mi marido sufre del corazón, fíjese cómo está, está llorando mi marido. Haga el favor de retirarse inmediatamente’. Claro, la mujer lo protegía.
Quedamos en encontrarnos otra vez, pero no hubo caso; la mujer lo protegía…
Después fui a la casa donde vivía otro ex soldado6. Fijate vos lo que es la vida; vivía justamente en la casa de al lado. Le toqué el timbre. Le digo para qué venía, y me mira… pero no me hace pasar. Y me dice, con tono compadrito: ‘¿Y qué quiere saber?’. Le digo, ‘Bueno, los hechos que sucedieron, la descripción, movimientos de la tropa…todo eso’. ‘Mire, yo le voy a decir una cosa: yo no me acuerdo de nada. Lo único que recuerdo es que fuimos en barco, y volvimos en barco; nada más’. Insisto, ‘Pero de acuerdo a los partes militares, estuvo usted en La Anita, donde hubo fusilamientos’. Me dice: ‘Le repito, señor, no me acuerdo de nada. Lo único es que fuimos en barco y volvimos en barco’. Y de ahí no lo pude sacar, y me despedí. Pero cuando ya me despedía, me dijo: ‘Bueno, le voy a decir una cosa: si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría’.
Cómo es el ser humano, ¿no? Ambos fueron peones rurales; deben haber tenido la misma escuela, los mismos maestros, la misma iglesia, no sé… ¿por qué uno reacciona así, llorando, como si fuera un gran pecador, injusto pecador; y el otro reacciona así, ¿no?, con ese talante compadrito?…”.
El viaje a Santa Cruz
Con todos estos testimonios recolectados, Bayer emprendió la etapa más larga y complicada de su investigación: la búsqueda en el campo de testigos y sobrevivientes, la ubicación de los lugares donde ocurrieron los hechos, y la reconstrucción de los mismos. No tenía contactos previos, ni conocía a nadie; era un trabajo de orfebre, que vería cómo lo encararía al llegar allá: “Me dispuse a comenzar esa larga investigación y, todo entusiasmado, aproveché las vacaciones para ir para allá… Vos sabés, yo tengo cuatro hijos; y los dos mayores estaban justo en la adolescencia. Ellos querían ir a Villa Gesell… (risas) Y yo los llevaba a Río Gallegos… (carcajadas)Te imaginás la bronca que tenían los pibes… Porque eran pibes, todavía no los podía dejar solos…”.
La familia emprendió el viaje, entre el entusiasmo del padre y la cara larga de los hijos mayores… De haber podido prever la manera en que este viaje cambiaría sus vidas, quizá nunca hubieran abandonado la seguridad de su casa de Martínez: “Hoy mi hijo mayor es arquitecto; el segundo, ingeniero en construcción de barcos; el tercero es periodista –trabaja en la agencia DPA en Hamburgo–; y mi hija es pintora y vive en un pueblo cerca de Venecia. Ellos sufrieron muchísimo por tener que abandonar definitivamente la Argentina, igual que mi esposa Marlies, quien jamás quiso volver a vivir aquí. Nuestros destinos cambiaron, pero no me quejo: a otros amigos le mataron a sus hijos, como a David Viñas”7.
A poco de llegar, Bayer encontró las dos llaves maestras que le permitieron acceder a la información que necesitaba: los expedientes judiciales sobre la huelga, y el vecino «nyc»(nacido y criado) don Jorge Cepernic: “En Río Gallegos hago un enorme descubrimiento: el Archivo Judicial, donde en primer término fui rechazado por el juez Torlasco, que entonces era el juez federal. Juez federal que después, con los años, iba a pasar a ser miembro de la cámara que juzgó a los militares… esas casualidades, esas carreras…
Yo había recurrido al hijo de quien fue el primer gobernador de Santa Cruz, para ver los archivos. Me dijo: ‘Sí, ¡cómo no!; yo te voy a llevar con el juez para que te abra los archivos’. Pero había sido medio chanta, ese muchacho… Resulta que el juez lo despreciaba profundamente, vaya a saberse qué problema habían tenido. Y Torlasco me rechazó porque me había presentado el tipo éste. Me dijo: ‘no, acá no hay nada’. Insistí varias veces. Le digo, ‘déjeme ver las carpetas que hay de esos años, por qué no me las deja ver’. Los dos estábamos empecinados: él veía que yo no pensaba moverme de ahí sin ver los documentos. Cuando le cuento a Cepernic, él intercede por mí ante el juez; y ahí sí, al final dijo: ‘Bueno, está bien’. Y me dejó entrar; desde entonces, guardo una muy buena relación con él.
Es una gran persona. Renunció al cargo de magistrado cuando Alfonsín reunió a los jueces, se calzó la banda presidencial como para mostrar quién mandaba, y les dio instrucciones de cómo debían administrar justicia durante su mandato. Arslanián estaba también. Y todos se quedaron calladitos; pero Torlasco renunció. Eso me contó. Muy ético, muy buena persona.
Y entonces me metí en ese archivo, donde estaban los diarios de la época; y realmente encontré algo maravilloso: cuatro tomos así de grandes (hace el gesto con las manos) sobre la huelga. Claro, estaban rotulados como ‘Juan Ortiz y otros’, nada más… pero adentro había una montaña de documentación sobre la huelga, con todas las declaraciones de los prisioneros, los volantes obreros… en fin, había de todo, y me puse a estudiar todo ese material.
En esos días me hice muy amigo de un señor llamado Jorge Cepernic, cuyo padre había sido huelguista; él me vino a ver cuando se enteró –imaginate, se enteró toda la ciudad– que yo estaba investigando. Y me dijo que él conocía mucho y que, si le permitía, me iba a llevar de estancia en estancia.
Entonces me llevó en su Fiat 600, a través de esos enormes kilometrajes patagónicos, con esas calles de tierra, en el autito. Y lo conocía todo el mundo, y lo quería todo el mundo. Eso fue en el año 69. Después, en el 73, se presentará como candidato por el Partido Justicialista, y saldrá elegido gobernador. Vive todavía, es octogenario; concurrió al preestreno de la película…”.
Don Jorge Cepernic es un verdadero hombre de la tierra, un “auténtico territoriano”, como lo definiera una vez su amigo Osvaldo Bayer. Al recordarlo, se dibuja una sonrisa en el rostro del ex gobernador, y sus ojos brillan con mayor intensidad: “Un día allá por los 60, así como ahora viniste vos, vino él, justamente a preguntarme sobre el tema de las huelgas del 21. Yo le conté que era un niño y que tendría unos siete años cuando todo esto se meneaba. Enfrente del almacén de mi familia vivía el jefe de policía, J. J. Albornoz. Esta gente se cruzaba a hablar con mi padre, y comentaban todo lo que pasaba. Yo los escuchaba como si fuera una película de aventuras o de cowboys, que en esos tiempos me gustaban mucho. A mí me extrañaba que mis padres, en su lengua croata, decían muy bajito ‘De esto no hay que hablar delante de los chicos…’ yo no entendía qué pasaba. Pero sucede que poquitos años después nos fuimos a vivir al Lago Argentino, porque mi padre había logrado del gobierno nacional un campo para la explotación ovina, que aún tengo todavía, La Josefina.
Sucede que una vez empecé a encontrar cruces en algunos matorrales, y le pregunté a un viejo ovejero –que en realidad no era viejo, tenía veintitantos años, pero para un chico de doce, parecía un viejo–, y me dijo: ‘Shhh… de eso no hay que hablar’. Después cuando crecí, este hombre me fue contando cómo él llegó de Chile, cómo era un pibe que se salvó por la edad, porque tenía doce o catorce años… Todo esto hizo que me interesara muchísimo más por el tema…
Osvaldo Bayer venía a ratificar lo que ya conocía, porque él traía muchos apuntes. Un día me pidió que lo acompañara a Puerto Santa Cruz, así que con un Fiat 600 que tenía mi señora entonces, lo llevé allí; y junto a él, yo también empecé a aprender, porque lo acompañaba y visitábamos a los pocos vecinos de aquella época que aún vivían.
Y así recorrimos todo Santa Cruz. Es curioso pensar ahora cómo todo esto cambió mi vida; porque yo tenía unos cincuenta años, y esa gira con él hizo que yo fuera una figura conocida en toda la provincia. Cuando lancé mi candidatura, ya me conocía todo el mundo… y eso hizo que llegara a ganar las elecciones que me hicieron gobernador. Entonces tengo que decir que, en cierta medida, Osvaldo Bayer también fue el promotor de mi gestión política”8.
Bayer recuerda con entusiasmo los resultados que arrojó la gira con Cepernic en el viejo Fiat 600: “Así también abarqué la parte del campo; los viejos estancieros que vivían, algunos capataces, algunos peones muy viejos que se habían salvado, y que eran los que sabían dónde estaban las tumbas masivas… y así se fue desarrollando todo. En esos viajes pude recoger los testimonios de muchos peones que se habían salvado porque tenían 14 años. Y como habían asistido a las asambleas, las pude reconstruir gracias a sus relatos”.
El entusiasmo ante la revelación de estos hechos increíbles se imponía sobre cualquier otra consideración: la gira en el campo aportó testimonios de inconmensurable valor histórico. Era el relato vivo de los fusilados, de los sobrevivientes, que traían al presente los espectros de aquella peonada que murió en silencio frente a los pelotones de soldados, la piel terrosa pálida de miedo, y los ojos agrandados por el terror.9
Tales experiencias compartidas crearon un profundo nexo entre los dos hombres. En una de tantas charlas íntimas, reflexionando sobre la necesidad de sustraer del olvido a aquella peonada rebelde, surgió la idea de levantar en sus tumbas masivas un monumento recordatorio: “Una noche, que me hallaba mateando en la casa de don Jorge Cepernic, en Río Gallegos, le trasmití la idea. Él, que me ayudaba en la investigación –¡fue quien me dio la pista de Antonio Soto!– me contestó que si alguna vez llegara a ser gobernador concretaría esa iniciativa”10.
La recopilación de documentos efectuada en “archivos judiciales, provinciales, nacionales, sindicales y –muy importante– los particulares (de uno de ellos obtuve los telegramas cifrados)… (y) los archivos extranjeros: chilenos, ingleses, el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam… por último, los diarios, publicaciones, volantes de la época” le suministró el material necesario para encarar la etapa de redacción del futuro libro.
Si bien no está dentro de los alcances del presente trabajo hacer un relato pormenorizado de la investigación, podemos mencionar que de esta manera se pudo reconstruir la historia de los principales dirigentes huelguistas, su ideología y prácticas anarquistas, el movimiento de las columnas de obreros a través de la estepa, sus esperanzas, miedos e ilusiones, y su tragedia final.
La particularidad de este método de investigación radica en el rescate de los seres humanos de carne y hueso, con su bagaje de virtudes y defectos, y en el devolver a la superficie sus nombres, olvidados y barridos de las tumbas masivas por los eternos vientos patagónicos.
El otro mérito de Bayer fue exhumar también aquella manera asamblearia de hacer sindicalismo, tan propia de la primera época de nuestro movimiento obrero, y borrada de la memoria histórica por el peronismo a fuerza de componendas, corrupción y traiciones. Siniestra metodología analizada por investigadores de la talla de Rodolfo Walsh11, y que se continúa hasta el presente en los dirigentes sindicales.
En el transcurso de esta investigación, Bayer se fue introduciendo en muchas otras historias paralelas relacionadas con el anarquismo argentino: y así es como el infatigable escritor encontró tiempo para publicar en Todo es Historia los siguientes trabajos:
“Di Giovanni, el idealista de la violencia” (Nº 22 y 23, febrero y marzo de 1969); “Los anarquistas expropiadores” (Nº 33 y 34, enero y febrero de 1970), y “La masacre de Jacinto Arauz” (Nº 45, enero de 1971), investigación que será la última publicada en la revista de Félix Luna.
Su primer libro editado será precisamente Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, que publicará Editorial Galerna en enero de 1970, y que será la primera víctima del ¿imprevisto? giro a la derecha que dará la política argentina en 1974, de la mano del lascivo presidente Raúl Lastiri.
Fue también en aquella época que escribió el guion de la película La Maffia, dirigida por Leopoldo Torre Nilson, y que fuera estrenada en Buenos Aires en marzo de 1972.
A fines de 1971, el autor y la Editorial Galerna convinieron la publicación de Los vengadores de la Patagonia Trágica. Pero –recordaría luego el editor– “Llegada la fecha convenida para recibir los originales, la investigación y recopilación de documentos era tan importante, que el autor nos propuso dividir la obra en dos tomos, de manera de poder publicar rápidamente la primera parte, ya completa, y seguir él trabajando en la segunda con todo el material que seguía obteniendo”12.
Sin proponérselo, Bayer estaba abriendo una válvula de escape al inmenso dolor que causó, cincuenta años atrás, la despiadada represión del Ejército Argentino sobre una gran parte de la población santacruceña. Y hasta allí, no tuvo mayores inconvenientes: “Es curioso; después de la resistencia de aquel juez de Río Gallegos, no tuve casi ninguna dificultad con nadie, ni tampoco con la documentación. Yo digo, ¿no?, fue como si me hubieran estado esperando…”.
Pero los problemas comenzarán a partir de la publicación del tomo I, en agosto de 1972, en medio de una Argentina convulsionada por el inminente regreso de Juan Domingo Perón al país, y la lucha por derribar a la dictadura militar del general Lanusse que llevaban adelante los trabajadores de todo el país y varias organizaciones políticas de izquierda, entre las cuales se destacaban –quizá por su metodología espectacular, más que por los alcances de su filosofía– las guerrillas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de los Montoneros.
El tomo I alcanzó rápidamente la cantidad de 200.000 ejemplares vendidos, impresionante cifra que deja en claro la avidez de conocimientos sobre la historia social del país, existente en esa época de cambios profundos.
El volumen II salió a la venta en noviembre de ese mismo año. Debido al imprevisto éxito de la obra, en el mismo mes debió publicarse una segunda edición; y en diciembre, los editores tuvieron que relanzar el tomo I, dado que muchos lectores que habían comprado el II no podían adquirir aquél por haberse agotado.
Con el candor de quien confía en la posibilidad de redención del género humano, el autor escribió en el “Breve interludio a la última parte”, incluido al final del volumen II: “Muchos protagonistas de lo que acabamos de ver se sentirán heridos. Y ninguno justificado. Ojalá haya reacciones porque sólo con las reacciones se va a llegar al esclarecimiento total del drama patagónico. En el tercer tomo llegaremos al número aproximado de fusilados y aportaremos las pruebas y los lugares. Pero tal vez esto no baste. Lo interesante sería que los involucrados desafíen a un tribunal histórico –si lo dicho aquí no es verdad– o a la justicia civil en el caso en que el autor hubiere caído en la injuria o la calumnia. Porque así se llegaría al esclarecimiento total allanándonos todos a todas las pruebas, hasta con lo fundamental, que es la excavación de las tumbas masivas de los obreros fusilados. Todavía el tiempo no ha destruido todo, no perdamos la oportunidad. Puede ser una tarea de las cátedras de historia de las universidades nacionales, o de la justicia misma –en el caso de un juicio por calumnias– o de uno de los principales involucrados, el Ejército Argentino, que pondría así, definitivamente en su lugar lo que realmente aconteció en aquella Patagonia Trágica”.
Es decir, él –igual que Rodolfo Walsh al escribir su Operación Masacre– confiaba en que “las reacciones” podrían llegar, como máximo, a una batalla judicial, donde llevaría las de ganar por la sola e incuestionable fuerza de la verdad. Ese mismo candor lo llevará a esperar –alentado quizá por algunos hechos engañosos como la participación conjunta de Montoneros con el Ejército en el “Operativo Dorrego”, en octubre de 1973, que el film La Patagonia Rebelde cumpliera un rol pedagógico respecto a las Fuerzas Armadas, para que se dieran cuenta de a qué intereses económicos foráneos habían servido en realidad.
La decepción fue profunda, y muy amarga. La reacción se manifestó primero en el insulto y la descalificación por parte de unos, y en el silencio avergonzado y cómplice por parte de otros.
No faltaron quienes, desde una errónea posición de izquierda, tomaron un aspecto de la obra como una injuria a su propia organización: en la entrevista que Luis Bruschtein le efectuara a Bayer, éste relató: “En esa época los Montoneros se enojaron porque decían que lo había puesto (al Consejo Rojo, una agrupación de huelguistas que se dedicó a saquear estancias) para joderlos. Pero no era así, era la verdad histórica. Y cuando se estrenó la película, la única crítica en contra fue del diario Noticias, de los Montoneros. Fue una vergüenza, se lo dije a Juan Gelman, a Bonasso y a Verbitsky y a tantos otros. Qué cosa. Cuando vino un periodista alemán, los Montoneros le dijeron que era una película socialdemócrata, y lo publicó allá”13.
Luego, la reacción se manifestó en intimidaciones a través de la amenaza, la violencia, la quema de libros –al mejor estilo ritual de la Edad Media– y el exilio.
Incluso al día de hoy –diciembre de 2004, cuando se escriben estas líneas– siguen apareciendo cartas de lectores en los diarios masivos, descalificando ideológicamente el trabajo de Osvaldo Bayer, ya que no es posible desmentir sus afirmaciones por la rigurosidad con que fueron investigadas.14
Pero, como decíamos, las dificultades fueron creciendo en progresión geométrica a medida que la obra iba siendo conocida por el gran público, llegando a su máxima expresión cuando se decide plasmarla en once rollos de celuloide; material que también conocerá el destierro, a través de su salida del país en forma clandestina.
Horacio Ricardo Silva
NOTAS
1 En su columna “Ventana a la Plaza de Mayo”, publicada en uno de los primeros números del periódico Madres de Plaza de Mayo, bajo el título “Los enemigos del mayor Guglialmelli” –dedicada a denunciar al hijo del general, que estuvo implicado en el caso Sivak–, Bayer trazó una semblanza de aquel militar: “Yo fui amigo del general Juan Enrique Guglialmelli… él quería saber la verdad de lo sucedido… Le envié mis libros con una dedicatoria. Deben estar todavía en la casa paterna del mayor Guaglialmelli. Estoy seguro que –de vivir– él no hubiera aceptado el ‘punto final’. Hubiera sido el primero en ponerse a disposición de los investigadores”.
2 Américo Ghioldi era el principal dirigente del Partido Socialista Democrático –una escisión del Partido Socialista–, y hermano del dirigente comunista Rodolfo Ghioldi. En 1977, uno de los peores años de la represión estatal, aceptó de manos del presidente de facto Jorge Rafael Videla, el cargo de embajador argentino en la República de Portugal.
3 En declaraciones a Semana Gráfica Nº 66, del 18/12/70, insistía: “Los matamos en combate… El viento de la Patagonia no nos permitía distinguir las voces. Ni los disparos se oyen. Salvo cuando la bala silba cerquita de la oreja”.
4 Viñas Ibarra murió en Buenos Aires el 25 de diciembre de 1972. No alcanzó a verse retratado en la película.
5 Se trataba de Juan Radrizzani, de Tres Arroyos. Testimonio incluido en Los vengadores de la Patagonia trágica (Hoy La Patagonia Rebelde), en el tomo IV, pág. 195, de Editorial Bruguera Argentina, edición de junio de 1984. En adelante, cada referencia a esta obra de Bayer se consignará abreviadamente como “tomo I, II, III o IV”, según corresponda.
6 Era Ulises D. Comán. Ver tomo IV, pág. 197.
7 Entrevista de Ana Bianco, Página/12, 1/11/2001.
8 Entrevista del autor a don Jorge Cepernic, 13/11/2004.
9 Decir “el relato vivo de los fusilados” no es una mera figura retórica. En el tomo II, pág. 279, el administrador Walter Knoll de estancia El Tero, hace un escalofriante relato de sus últimos minutos frente al pelotón de fusilamiento en La Anita: lo salvó en el último instante la llegada de su patrón, quien pidió por su vida a Viñas Ibarra.
10 Tomo IV, pág. 289, nota 5.
11 Como ejemplo de la degradación moral de los sindicatos, ver ¿Quién mató a Rosendo?, de Walsh, o el film Los Traidores, de Raymundo Gleyzer. Ambos autores se hallan desaparecidos, aunque se supo que Walsh murió al enfrentar a sus secuestradores, en un desigual combate entre su revólver y varios fusiles FAL.
12 Tomo III, “Advertencia del Editor”.
13 Luis Bruschtein, “La Patagonia no se rinde”. Entrevista en www.punkunidos.com.ar, agosto de 2004.
14 Ver como ejemplo la carta del doctor Diego Barovero del Instituto Nacional Yrigoyenieano en Clarín, 6/12/2004.