Ilustración: detalle de Paisaje con una casa y un labrador, de Vincent van Gogh (óleo sobre lienzo, 1889). Museo del Hermitage, San Petersburgo.
Nota.— El presente escrito de nuestro compañero Federico Mare, que publicamos en la sección de teoría Kamal, es una versión corregida y aumentada del que incluyera en su libro Ensayos misceláneos (2021). Puede complementarse esta lectura con la de otros artículos suyos, como “Esperanto: la utopía de un idioma-mundo sin fronteras” y “Qué hacemos con Halloween”, o la del díptico malvinense “Pensar Malvinas: una revisión crítica desde la izquierda” e “Izquierdas y Malvinas”. Todos estos textos tienen vasos comunicantes entre sí, ciertas afinidades o parentescos, tanto en temática y perspectiva como en finalidad e impronta.
Así como existen personas ególatras, también existen países ególatras. Éstos, como aquéllas, están convencidísimos de que son mejores que el resto, superiores a los demás. Cebados de narcisismo y arrogancia, cultivan hasta el absurdo el mito esencialista de la propia «excepcionalidad», la «mística de la nacionalidad»; y a menudo, también, el sofisma ominoso de la «guerra justa». La egolatría de los países se llama patriotismo o nacionalismo. Su versión más extrema y grotesca es el patrioterismo o chovinismo. Y cuando va de la mano con cierta cuota de poderío económico y militar, se transforma fácilmente en hegemonismo, expansionismo, irredentismo, imperialismo o colonialismo.
Y así como hay individuos que padecen de complejo de inferioridad, también hay naciones que lo sufren, y mucho. Éstas, al igual que aquéllos, consideran que son menos que los demás, peores al resto. Se lamentan con amargura de ser lo que son. Y despreciándose a sí mismas, admiran con esnobismo todo lo foráneo. Peor aún: aceptan o desean la sumisión a una potencia exterior «civilizadora», o al menos su tutela. Entre las naciones, el complejo de inferioridad se llama cipayismo, en alusión despectiva a los cipayos, los soldados nativos de la India británica que estaban al servicio del régimen colonial. El cipayismo es la antítesis del patriotismo, la antípoda del nacionalismo.
Pero entre esos Escila y Caribidis existe una ruta mucho más sana y promisoria: la dignidad. Asumir lo que se es, sin soberbia ni vergüenza, sin autobombo ni autoflagelamiento. Respetar y valorar a los demás sin dejar de respetarnos y valorarnos a nosotros mismos, y viceversa. Personas dignas, países dignos. Un mundo donde primara esta idea sería, sin dudas, mucho más pacífico y habitable que el nuestro. Haría honor a John Lennon y su canción Imagine.
Hace exactamente cien años, allá por 1915, en medio del cruento horror de la Primera Guerra Mundial, el anarquista argentino Rodolfo González Pacheco condensó esta idea con bellas y lúcidas palabras:
“La patria, para los que no la amamos en esta expresión política de los patriotas, es el hogar, y de éste, lo que los sentimientos magnificaron románticamente. La querencia es nuestra patria. Rincón del mundo, pequeño como un pañuelo, en que tomaron calor de nido las audacias primerizas, los pensamientos humildes que son más luego las piedras básicas de las personalidades.
Salgamos de ahí, y la patria no aguanta un golpe de crítica sin venírsenos al suelo, cuarteada. Desde lejos, de otra tierra, extraños, cuando la idea necesita concretarse a un punto, a una síntesis primaria y consoladora, se ve claro esto. La querencia es nuestra patria. Su tiranía es romántica, de recuerdo, magnificada en la carne. En ella están, desde la madre que nos late en la memoria como un viejo corazón, hasta el amigo que se nos enrosca en el pecho con sus brazos leales. Y entre esos dos polos, un mundo de pequeñeces queridas y añoradas. Y nada más.
La patria de los patriotas es muy otra. Edificada de afuera, contra nosotros, cada paso en su grandeza pisa nuestra libertad, apunta el cañón de una tiranía a nuestros pechos. Conspira para anularlos más allá todavía de sus fronteras”.
Nuestro González Pacheco no fue, por cierto, el único en responsabilizar al nacionalismo por la espiral fratricida de la Gran Guerra. Muchos otros intelectuales lo hicieron, a ambos lados del Atlántico. En Europa, por caso, el médico y lingüista judío polaco Ludwik L. Zamenhof –el recordado inventor del idioma esperanto– diría al respecto:
“Estoy profundamente convencido de que todo nacionalismo representa para la humanidad nada más que la mayor de las desgracias, y que todo ser humano debería esforzarse en crear armonía dentro de la especie humana, cuyas únicas fronteras debieran ser geográficas, no raciales o religiosas. Es cierto que el nacionalismo de los pueblos oprimidos, que es una reacción natural de autodefensa, es mucho más excusable que el de sus opresores. Sin embargo, si el nacionalismo de los fuertes es innoble, el de los débiles es imprudente, porque cada uno da origen y sustancia al otro, y representan un círculo vicioso de miseria del que la humanidad nunca escapará a menos que todos sacrifiquemos nuestro egoísmo de grupo y hagamos un esfuerzo por permanecer en una tierra completamente neutral”.
Lo terrible del caso es que nuestro sistema escolar, donde se educan las generaciones del mañana, está basado en la egolatría del Ser nacional. Los manuales, las clases y los actos conmemorativos están saturados del imaginario cultural de la argentinidad al palo. La autoexaltación narcisista que difícilmente toleraríamos en una persona, por considerarla un proceder falaz, indecoroso, pernicioso y de muy mal gusto, la aceptamos sin quejas, y aun con entusiasmo, cuando se nos presenta engalanada como patriotismo. Pero individual o colectiva, la egolatría resulta igualmente malsana y condenable. Cierto amor preferencial a nuestra tierra natal, sentimiento muy entendible y legítimo, no debiera jamás volvernos condescendientes con la desmesura del nacionalismo. No debiera nunca alejarnos del viejo y sabio ideal estoico de la kosmopolis.
No basta con repudiar el nacionalismo «extremo», porque todo nacionalismo es malo per se. Siempre anida en él el huevo de la serpiente. Entre nacionalismo y chovinismo, entre patriotismo y patrioterismo, hay solo diferencias de grado y circunstancias. Nada sustancial los separa. Son hermanos carnales.
Claro que hay diferencias de matiz y no tan de matiz: el nacionalismo defensivo de las pequeñas naciones oprimidas es mucho menos malo que el nacionalismo agresivo de las grandes naciones con apetencias hegemónicas. No debemos confundir el patriotismo antiimperialista de un pueblo invadido o colonizado con el chovinismo imperialista de una potencia (menos aun cuando la brega emancipadora de ese pueblo resulta débilmente policlasista o, lo que es igual, presenta un fuerte contenido de lucha de clases, lo que no siempre sucede). Tampoco es lo mismo un nacionalismo republicano de inspiración liberal-contractualista como el de la Revolución Francesa o las independencias americanas, atemperado por los valores universalistas de la Ilustración, que un etnonacionalismo romántico-esencialista sin cortapisas como el de la Alemania bismarckiana o nazi, o el Israel de Netanyahu, fraguado en la metafísica reaccionaria del Volksgeist o la fe etnocéntrica del «pueblo elegido» por un «único Dios verdadero».
De nada sirve rasgarse las vestiduras ante la xenofobia reinante, o pronunciar bellos discursos en pro de la paz mundial, si avalamos una educación que tiene como premisa y prioridad el culto exclusivista a la nación y la nacionalidad. Llevamos demasiado tiempo naturalizando esta práctica social. Es hora de que empecemos a deconstruirla y superarla. Un mundo sin fronteras no tiene por qué ser un mundo «apátrida», sin terruños, homogéneo, indiferenciado, sin colorido étnico, estandarizado por el globalismo capitalista y neoliberal. Puede ser un mundo donde los terruños sean lo que deben ser, lo que alguna vez fueron y nunca debieron dejar de ser: querencias étnicas libres de la megalomanía del Leviatán.
Pero eso no bastaría, no sería suficiente. Sería preciso, también, un mundo de etnicidades libres de todo esencialismo, de todo etnocentrismo. Comunidades sin «comunitarismo» nacional, confesional, racial o tribal. Diversidad de culturas en un marco de respeto, diálogo e interacción, sin uniformidad, sin imposiciones ni cerrazones. Una ecúmene de multiculturalidad e interculturalidad, una unión de países federales y plurinacionales, inmune al virus del etnonacionalismo y a cualquier otra variante de identitarismo comunitario o grupal. Un mosaico de particularidades locales que, habiendo superado ya los atávicos complejos de inferioridad y superioridad, sepan darse al fin la mano a través del universalismo, el cosmopolitismo y el internacionalismo, anclando su convivencia en la civilidad de la democracia sustantiva y los derechos humanos.
Libertad, igualdad, fraternidad. La utopía de la revolución no ha perdido su vigencia como promesa de redención, como carta de navegación y como fuente de inspiración. Sigue siendo nuestro máximo desafío y nuestro mayor quehacer.
Pero nada de todo esto será posible dentro del capitalismo. Un sistema económico que, al mismo tiempo que destruye a todo vapor la diversidad cultural –y también la biológica, por supuesto– con su mercantilización y globalización desenfrenadas, exacerba las peores pulsiones reactivas del identitarismo gregario: mentalidad de rebaño, populismo patriotero, etnonacionalismo, xenofobia, imperialismo, neocolonialismo, intolerancia religiosa, racismo, supremacismo, conflictos tribales, racismo, neofascismo, ecofascismo…
Necesitamos una palingenesia proletaria y socialista, de raíz y con urgencia. Un mundo sin fronteras solo podrá ser un mundo comunista.
Federico Mare