Ilustración original de Andrés Casciani
No queríamos dejar pasar en Kalewche el estreno de Nosferatu (2024), libérrima e impactante remake de uno de los grandes clásicos del séptimo arte y del terror gótico de todos los tiempos: la centenaria Nosferatu de Murnau (1922), adaptación furtiva del Drácula literario de Stoker e hito insoslayable del cine mudo en general y del neoexpresionismo alemán en particular, ya versionada por el genial Herzog en 1979. La nueva Nosferatu, que también se basa en la remake setentista y en las sucesivas Drácula (la novela original y la vasta filmografía que aquella inspiró, muy especialmente la película de Coppola), es el cuarto largometraje del talentoso director norteamericano Robert Eggers, cuya estupenda ópera prima, La bruja (2015), le ha dado un merecido sitial de honor en el cine de horror, refrendado por El faro (2019), a caballo entre ese género y el thriller psicológico.
Se puede discutir en extenso sobre los aciertos y errores de Eggers como guionista de Nosferatu (a este editor, de hecho, no le ha gustado mucho el libreto), pero la sublime belleza visual del film ya le ha garantizado un lugar en los anales cinematográficos de la estética gótica. Por lo demás, el reparto actoral y la banda sonora son estupendos.
El presente artículo del crítico español José Miguel García de Fórmica-Corsi, más allá de ofrecer un muy riguroso y lúcido análisis de la última Nosferatu, tiene el gran mérito de ponerla en contexto, de verla en perspectiva diacrónica, a la luz de una profusa y fecunda tradición ficcional que habilita una comprensión más amplia y profunda de la obra, por la vía siempre estimulante –aunque cada vez menos transitada– del comparatismo. Esa tradición-marco en que se inscribe la crítica no se circunscribe a las dos Nosferatu precedentes. Abarca también –y nuestro autor lo tiene más claro que nadie– todo el legado «indirecto» de Drácula, tanto en su vertiente literaria como cinematográfica.
“Del Nosferatu de Eggers y otros Dráculas que amaron” fue originalmente publicado en La mano del extranjero, el blog personal de Fórmica-Corsi, con fecha 25 de febrero. Agradecemos al autor su amable autorización y meticulosa revisión.

No deberíamos olvidarlo. El inmortal personaje que conocemos como Drácula fue ideado por su creador, el irlandés Bram Stoker, como símbolo del Mal absoluto. Un vampiro cuya inmortalidad depende del periódico alimento de la sangre de los hombres no puede permitirse (ni ello le preocupa, claro) el menor rasgo humano. Stoker describe a su criatura como un ser absolutamente egolátrico, para quien el universo se centra exclusivamente en sí mismo: el resto de sus habitantes existen para garantizar su supervivencia. Por si hubiera dudas, en la famosa escena situada al principio de la novela, cuando las tres vampiras que habitan el castillo (las famosas «novias» de Drácula) intentan poseer al infortunado Jonathan Harker y su amo se lo impide, única y exclusivamente porque todavía ha de servir a sus fines, una de aquellas, en su rabia, le reprocha: “Tú nunca has amado. ¡Nunca amas!”. Es curioso que ya su primera adaptación (aun encubierta, para no pagar los derechos de autor), la genial Nosferatu, el vampiro (1922) dirigida por F. W. Murnau, subvirtiera esa característica e hiciera que su protagonista se sintiera fascinado por una mujer, lo cual acabaría por costarle la vida. Desde entonces, y aunque tardaría en reaparecer, la figura de un vampiro capaz de amar se nos ha hecho familiar gracias a muy relevantes títulos, en especial Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola. Hace pocas semanas se ha estrenado una nueva versión del film de Murnau, titulada sencillamente Nosferatu, que como es natural reincide en esta concepción del vampiro como ser que busca algo más y fija su mirada en una mujer, ya sea como objeto de amor romántico, como posesión carnal y espiritual o como mera sugestión. Y es que un tema eterno del cine de terror dicta que los monstruos solitarios, de vez en cuando, necesitan a alguien con quien compartir su soledad.
Y todo empezó, como se ha dicho, con la primera adaptación, oficiosa, de la novela de Stoker. De hecho, el mismo apodo, Nosferatu –cuyo supuesto significado es «no muerto»–, resulta erróneo, pues la palabra, aun citada por el escritor en su libro, no existe en idioma alguno. Para disimular (inútilmente) el origen real de la historia, los responsables de la película le dieron al vampiro el nombre de conde Orlok, a Jonathan Harker (el corredor de fincas que acude a su castillo y pone en marcha la historia) el de Hutter, a su prometida Mina (a la que hacen directamente su esposa, para remarcar desde el primer momento sus lazos; en el libro se casan a mitad de la historia) el de Ellen, a Renfield (el siervo de Drácula en Inglaterra, que en la película es además el jefe de Hutter, al cual por tanto envía ante su amo bien sabedor de su condición de víctima propiciatoria) el de Knock, y a Van Helsing (aunque en este primer film poco tiene que ver con el famoso cazador de vampiros) el de profesor Bulwer.
Nosferatu, el vampiro (1922) es el fruto de una labor colectiva. Sin duda, la dirección de F. W. Murnau es la que le ha garantizado su perenne inmortalidad, pero nada habría sido igual sin la aportación del guionista Henrik Galeen, el productor y diseñador artístico Albin Grau, el director de fotografía Fritz Arno Wagner y, cómo no, el actor Max Schreck. Todos ellos crearon un vampiro, el conde Orlok, que antes que un no muerto (es decir, alguien que vivió y participó de la naturaleza humana antes de caer en la oscuridad) es una entidad alienígena, en el sentido de ajena a la humanidad. Una entidad que, de hecho, vive en otra dimensión –y así lo remarcan hallazgos afortunados como el virado del fotograma en negativo cuando Hutter alcanza el castillo del Orlok, o la particular forma de moverse, o de no moverse, del conde– que solo se cruza ocasionalmente con la nuestra, más que nada para permitir el alimento que precisa el monstruo. Es por ello que resulta muy difícil definir el impulso que conduce a Orlok hacia Ellen como una atracción romántica y ni siquiera carnal: es una sugestión de orden preternatural, inexplicable en un ser tan alejado de lo humano como nunca lo estará un vampiro ni antes ni después, a quien incluso ni cabe aplicar la calificación de «malvado», por cuanto sería conferirle un rasgo que no se concibe en ese ser singular en grado máximo. En cualquier caso, el Nosferatu es el primer vampiro del cine que muere por causa de una mujer.
Medio siglo después, Jacinto Molina, gloria del cine de terror español bajo el seudónimo de Paul Naschy, haría retornar la figura del vampiro enamorado en un film sobradamente definido por su ampuloso título, El gran amor del conde Drácula (1973), donde él mismo asumió el papel titular bajo la dirección de Javier Aguirre. No merece la pena que nos detengamos salvo para reconocer (si esto consuela a alguien de la mediocridad de la película) su antelación con respecto al film de Coppola a la hora de crear un Drácula enamorado y además humanizado. En realidad, yo creo más bien que Naschy recicló alguna historia que tenía concebida para su famoso personaje licantrópico de Waldemar Daninsky, porque el planteamiento es el mismo (y las noches en que se concentra la acción, ¿casualidad?, están adornadas por una resplandeciente luna llena): el monstruo, ahora vampiro, no es en realidad malvado sino que sufre una maldición, de la que encuentra consuelo en el amor puro de una mujer que se enamora de él instantáneamente (flechazo siempre inverosímil en las películas de Naschy/Daninsky por cuanto el actor no contaba ni con un físico apolíneo ni con un rostro agraciado). Y mejor no hablar de ese ridículo final en que Drácula se empala a sí mismo con una estaca cuando su amada, pese a amarlo tanto, se niega a convertirse ella misma en no muerta.
Pocos años después llegó un nuevo Drácula (1979), dirigido por John Badham, cuyo núcleo central era el apasionado amor que surge entre el vampiro y la joven ahora llamada Lucy.1 En primer término, la película de Badham adapta la vieja obra teatral de John L. Balderston y Hamilton Deane que fuera la base del primer Drácula oficial del cine, el dirigido por Tod Browning en 1931 con Bela Lugosi en el papel, pero el guionista W. D. Richter subvirtió por completo el planteamiento al introducir la idea de ese romance apasionado y sin la menor cortapisa (Lucy acepta voluntaria y enteramente la condición vampírica de su amado) que en su momento tanto irritó a crítica y aficionados, que condenaron el film al descrédito y al fracaso comercial. Sin embargo, estamos ante una película que ha ido revalorizándose con el tiempo, y la clave está en la convicción con que se expresa esta pasión. Encarnado por Frank Langella, Drácula aquí sí es un hombre apuesto que destila un carisma sexual evidente. Cierto es que no era el primero en revestirse de ese magnetismo erótico: está ya en el Christopher Lee de la que para mí sigue siendo la mejor versión cinematográfica del mito, el Drácula británico de 1958, pero en este no hay el menor asomo de romanticismo, ni maldito ni de ninguna clase. Ahora bien, es el personaje femenino el que aporta la credibilidad fundamental. La Lucy de Kate Nelligan es una mujer de gran carácter, más enérgica que todos los hombres (vivos) que la rodean y que, frustrada precisamente por el carácter patriarcal de la sociedad en que vive, solo encuentra un estímulo a su altura en el vampiro.
Ese mismo año de 1979 se estrenó una remake del film de Murnau con el título de Nosferatu, vampiro de la noche, también recibido con gran hostilidad, en su caso por el «atrevimiento» de querer rehacer el clásico intocable de 1922. Curiosamente, Werner Herzog restituyó los nombres auténticos, un error (venial) por cuanto resulta un tanto estrambótico llamar ahora Drácula a ese vampiro que repetía la misma caracterización visual que Max Schreck, con su cráneo pelado y sus alargados incisivos de roedor. De hecho, el film ya tenía que luchar contra una reticencia evidente: que el espectador aceptara o no a un actor de imagen tan poderosa como Klaus Kinski, a quien difícilmente nadie habría imaginado en ese rol y con ese maquillaje antes de verlo con sus propios ojos. El film responde a dos propósitos. El primero, claro, recrear el film original reproduciendo incluso planos muy concretos y conocidos. El segundo, y como era de esperar en un cineasta de la personalidad de Herzog, conducirlo a un terreno propio. En su caso, un tratamiento del escenario (especialmente de la naturaleza) absolutamente alucinatorio en el cual las personalidades poderosas no pueden sino remarcar su excepcionalidad, su profunda divergencia con respecto a la normalidad, trátense de Aguirre el loco, de Fitzcarraldo o de Caspar Hauser, con los cuales el director emparenta a Drácula (y aquí es donde tiene sentido la elección de Kinski, también intérprete de los dos primeros y de otros personajes del director). Y no es de extrañar que, de la mano de su inigualable instinto visual, el director alemán creara una de las películas de vampiros más anonadadoramente bellas que ha conocido el cine, con abierta inspiración en la obra de los grandes pintores románticos de la primera mitad del siglo XIX alemán (el momento en que se sitúa la acción, mucho antes que en la novela, por tanto), con el gran Caspar David Friedrich a la cabeza.
Herzog hizo una importante modificación con respecto al film de Murnau: si el Nosferatu de Schreck es, como ya he dicho, un ser absolutamente ajeno a lo humano, el Nosferatu de Kinski, en cambio, es demasiado humano. Drácula está aquí dominado por un doloroso complejo existencial: la vida inmortal le resulta un infierno, del que no puede escapar; y ante la amada de Harker, cuya existencia descubre (como en la novela, como en la versión de 1922) por el medallón que este incautamente le muestra, encuentra dentro de sí mismo un inesperado vestigio de esa condición humana que una vez perdió. En una escena inexistente en Murnau –pero que Eggers, significativamente, retoma–, Drácula visita de noche a Lucy Harker y le dice literalmente que “la ausencia de amor es el peor de los dolores” (diálogo que resulta intensamente amargo por la doliente convicción con que Kinski lo formula). De hecho, Nosferatu, vampiro de la noche contiene el plano más patético que se haya visto nunca en una historia de Drácula: aquel donde, recién llegado a la ciudad, este espía desde la ventana la intimidad doméstica de los esposos Harker, todavía con un pudor incontenible, desprendiendo una inesperada nostalgia por una situación que quién sabe si alguna él pudo vivir.
Despreciado (y por tanto olvidado) el Drácula de Frank Langella, y desconocido el de Paul Naschy, el enorme impacto de Drácula de Bram Stoker (1992) –que fue acompañado de una campaña de promoción inédita para un film de terror, lo que garantizó una afluencia de público del que, antes, pocas películas del género habían soñado con disfrutar– pareció crear de la nada la imagen de un Señor de la Noche capaz de amar y de ser amado. Es de reconocer que el guion de James V. Hart partía de una idea muy atractiva, cual es, primero, hacer que la caída en la oscuridad de Vlad Dracul (la famosa identificación del personaje de Stoker con este guerrero real, recuérdese, no existe en la novela: es una especulación posterior) se deba a que la Iglesia rechaza enterrar en sagrado a su prometida, que se ha quitado la vida porque sus enemigos le han hecho creer que él ha muerto en batalla. Siglos después, Drácula descubre que Mina, la prometida de Harker, ese hombre insulso al que ha recurrido para comprar la propiedad que necesita para así emerger desde su aislamiento transilvano, es la reencarnación de su amada perdida. Una idea bonita pero tampoco original: ya estaba presente en un viejo clásico de la Universal, La momia (1932), en que el personaje encarnado por el genial Boris Karloff reconocía en una joven del siglo XX a su ancestral amada, la princesa Ankesenamón.
Ahora bien, Hart se empeña en incrustar esa idea, que nada tiene que ver con Stoker pese al reclamo «culto» del título, en una trama que reproduce de modo literal –y por ello trabajoso– el desarrollo del libro. Y en ese desarrollo –donde Drácula no es otra cosa, repito, que el Mal absoluto– no cabe ninguna historia de amor. Bien al contrario, hace que sea completamente incoherente que la fascinada Mina no solo no se vaya con ese extranjero tan seductor como tierno, sino que, además, siga teniendo una aportación fundamental en la persecución que acaba con su destrucción. Para colmo de males, Coppola y los aparatosos diseñadores visuales del film expresan esa historia de amor con un romanticismo de novela sentimental a lo Barbara Cartland, cuyo cénit de cursilería se encuentra en una de las escenas inventadas a propósito para la película: la cena entre decenas de velitas o esas lágrimas de Mina que el conde trueca en diamantes. Precioso, vamos.
Llego a este Nosferatu de 2024, titulado tal cual, sin el apoyo de subtítulo alguno. Lo primero que cabe decir de él es que hacía tiempo que un film de terror no era recibido con tanta polémica, con tanto apasionamiento a favor y en contra, por razones diversas: la comparación con el ya centenario modelo, la radicalidad de una propuesta que no se suma a la trivialidad actual del género y la propia división de opiniones que concitan las previas aportaciones al género de su director y único guionista, el estadounidense Robert Eggers, con solo tres largometrajes previos en su haber. Doy por ello, antes de nada, mi opinión personal: estamos ante una película extraordinaria, que creo que debe impresionar tanto a quienes la vean aislada de cualquier otra referencia, como a los que la contemplemos como eslabón final de una cadena de sugerentes variaciones sobre el tema que nació con el primer Nosferatu.
Los dos primeros trabajos de Eggers, situados en las coordenadas del cine de terror y que tuvieron mayor repercusión, La bruja (2015) y El faro (2019), habían revelado a un hombre preocupado por unos elementos que debieran ser siempre fundamentales a la hora de abordar el género: la atmósfera y el cuidado de las formas, pues la credibilidad del terror siempre ha de estar no en los efectos especiales sino en el modo de expresar la ruptura de la normalidad, que es su esencia. El cuidado de la iluminación y del tratamiento de la banda sonora (de la música, pero también de los efectos de sonido, y en especial de los ruidos) son parte esencial de su dramaturgia: por tanto, en el estupendo resultado de su cuarta película debe destacarse la labor de su director de fotografía, Jarin Blaschke (presente en sus cuatro películas) y del músico Robin Carolan. Esos títulos, asimismo, revelaban a un hombre marcado por una ambición artística superlativa (algo que no siempre agrada a los incondicionales del género, salvo cuando son ellos los que se encargan de descubrir a posteriori los valores como «autor» de sus directores predilectos) que en determinados momentos (sobre todo en El faro; La bruja me parece mejor, incluso excelente) amenaza con convertirse en un fin en sí mismo, haciendo que sus imágenes resulten demasiado solemnes, demasiado ensimismadas.
Esa misma ambición está claramente presente en Nosferatu, pero el resultado en este caso me parece muy superior, denotando a un realizador que, en efecto, ha progresado enormemente desde sus anteriores y ya muy estimables trabajos, y al que las inmensas posibilidades de un proyecto sumamente interesante han estimulado para dar lo mejor de sí mismo, sin incurrir en la pretenciosidad que emanaba de aquellos. Ante todo, Eggers se marca un objetivo: con independencia del modelo del que parte, Nosferatu es un film de 2024, filmado en un contexto donde el avance técnico permite una verosimilitud absoluta en la plasmación de cualquier cosa imposible, y su primer norte es regirse por un sentido del realismo absolutamente descarnado, incluso abiertamente crudo (doy fe de que la reacción de muchos espectadores, en directo, es o la risa autoprotectora… o irse directamente de la sala).
A la hora de concebir su acercamiento al mito creado en 1922, Eggers toma la admirable decisión de no ceñirse únicamente a este, sino asumir que desde entonces ha ido surgiendo un legado, el comentado en este artículo, que no es posible ignorar. Ciertamente, el molde es el primero, por lo que Eggers acredita el guion de Henrik Galeen como base del suyo propio. Asimismo, hace uso y homenaje de notorios elementos, entre otros, la utilización de las sombras como extensión maléfica y con vida propia de su dueño. Es curioso, sin embargo, que el momento más bello en que utiliza este recurso parece más bien inspirado en otra obra maestra de Murnau (su Fausto de 1926): aquel donde Orlok, desde su refugio en el caserón derruido que corona la ciudad, contempla esta a sus pies, y la sombra de su mano abierta como una garra va cubriendo ominosamente los tejados de la población. (Véase más arriba el fotograma.) Pero Eggers también recurre a la versión de Herzog y, con suma osadía, a la película de Coppola, de la cual adopta su elemento más singularizador: la vinculación en el pasado del vampiro y el personaje femenino. Ahora bien, lo hace subvirtiendo la dimensión romanticoide de Hart e incluso corrigiendo muchos de los graves errores del film, no solo achacables al guionista. Y lo hace con tanta aplicación y constancia, que uno acaba pensando que entre los objetivos de Eggers también estaba el de dejar bien sentada la estolidez fundamental de la película de 1992.
Eggers reformula el vínculo que Hart inventaba entre el vampiro y su amada. Las primeras imágenes del film nos sitúan, como después aclarará un rótulo, frente a Ellen años antes del inicio de los acontecimientos, padeciendo sonambulismo y sueños donde se le aparece el fugaz rostro de un monstruo de físico atroz (primera aparición de Nosferatu en la historia) que a su vez la posee (¿de modo real o simbólico?). Cuando la prolongada ausencia de su esposo en Transilvania comienza a turbarla, esas pesadillas y esos paseos de sonámbula reaparecerán, mas ahora el espectador ya tiene claro que la causa estriba no en el lazo de amor que tiene con su esposo –como sucedía en Murnau y justificaba la prodigiosa escena donde lo salvaba a distancia– sino el que tiene con el conde Orlok. Ella misma le explicará después a Hutter que, huérfana de madre, su niñez y su adolescencia fueron muy desdichadas, que su desgarradora necesidad de ternura y su misteriosa afinidad con el mundo de lo inconsciente la llevaron a contactar con una fuerza primigenia (“cósmica”, será el adjetivo concreto que utilizará el profesor Von Franzt) a la que se entregó hasta descubrir su naturaleza malvada. Ellen añadirá que fue su amor por Hutter lo que la salvó de ese ser demoníaco.
He aquí, por tanto, la novedad del Nosferatu de Eggers. Rabioso por la ruptura de ese lazo entre los dos, deseando alcanzar la posesión física definitiva de esa muchacha con la que se ha contactado a través del mundo de los espíritus, el conde Orlok –utilizando para ello a su siervo Knock, el jefe de Hutter– pone en marcha los acontecimientos que han de llevarlo a Wisburgo2. Una vez allí, lo primero que hace es acudir ante Ellen (aquí es donde Eggers recupera la escena comentada del film de Herzog) y reclamarla en calidad de verdadero esposo. Para ello, el director añade dos sugerentes invenciones. La primera es que si Orlok hace ir al mismo Hutter a su castillo es para que este, creyendo estar firmando un contrato inmobiliario, en realidad lo que haga sea renunciar a Ellen por escrito. (La idea de que el monstruo utilice un contrato literal y no simbólico, es decir, que haga uso de una fórmula «legal», habla bien a las claras de la importancia que Orlok otorga a lo real: él bien sabe que la realidad es su verdadera enemiga a la hora de poseer a la mujer.) La segunda es que la definitiva posesión de la muchacha por el vampiro debe ser voluntaria por parte de esta (¿una afortunada variante de la exigencia clásica, ideada por el mismo Stoker, de que el vampiro no puede entrar en ninguna propiedad, en este caso carnal, sin el permiso de su dueño?), por lo que, ante su negativa, le da un plazo de tres noches en las que extiende el horror por la ciudad y amenaza con matar definitivamente al infortunado marido, quien ha regresado a Wisburgo bien consciente del peligro que corre su esposa.
El cineasta se preocupa por añadir más detalles a su reformulación del vampiro. Así, Orlok sería un Solomonar, una figura extraída del folclore rumano, especie de mago de tenebrosos poderes, discípulo de Satán, lo que lo convierte directamente en un demonio. Este componente satánico es toda una novedad, que no solo está muy bien trabada en el desarrollo de la historia, sino que conecta con la destilación ocultista que varios de los responsables del primer Nosferatu (como su productor Albin Grau) quisieron darle a su obra. Así, no solo los ataques que sufre Ellen por las noches parecen posesiones propias de un film en la estela de El exorcista (1973) sino que el mismo Hutter es sometido a un exorcismo por un religioso en el convento donde se recupera tras huir del castillo, lo que permite explicar (una vez más, esa preocupación por el extremo realismo…) por qué sobrevive a las repetidas mordeduras del vampiro sin morir o convertirse a su vez en no muerto.
En cambio, Eggers prescinde de la famosa caracterización de Schreck y de Kinski, sin duda pensando en que un tercer Nosferatu de cráneo mineral e incisivos de roedor habría sido excesivo a estas alturas, amén de no necesitarlo para su planteamiento. Es más, el vampiro no muerde en el cuello –salvo cuando quiere matar con especial saña a alguna víctima– sino directamente en el pecho, en el corazón: es en verdad horrible el sonido que provoca la succión de esa sangre. El aspecto del nuevo Nosferatu fue ocultado con total discreción hasta el estreno y, claro, ha sido recibido con notable controversia. La mejor definición que se puede dar de él es que ahora Orlok-Drácula no es un no muerto, sino directamente un muerto en vida, un ser de carne putrefacta (un zombi sería lo más aproximado, por tanto, con lo que se le habría de comparar) que tiene la espalda y el cráneo cubiertos de terribles malformaciones. Un muerto en vida, eso sí, que por una vez delata por completo su origen en Europa oriental: la altura gigantesca, el poblado mostacho que a algunos les ha parecido risible (pero que el Drácula de Stoker ya portaba…), el gutural acento eslavo o una indumentaria formada por una larga pelliza de piel de animal que le otorga cierto aire primordial, propio de un mundo muy antiguo y atrasado. Por encima de todo, debe insistirse en que Orlok es uno de los vampiros más aterradores que ha visto la historia del cine, porque esa es justa la gran intención del director: dar miedo.
En este sentido, debe destacarse una decisión tan acertada como la de retrasar la presentación nítida del Nosferatu hasta el momento en que Hutter lo descubre en su ataúd, y así comprende, sin la menor duda, la monstruosidad a que se enfrenta: Orlok se yergue bruscamente mostrando su completa desnudez, que deja entrever tanto su cuerpo corrompido y su gigantesca altura como su enorme miembro sexual, un detalle destinado precisamente a señalar la profunda carnalidad de este monstruo que, para ser un no muerto, tiene necesidades demasiado humanas.
Eggers, por tanto, destroza de un plumazo cualquier perspectiva romántica: ni en el bello sentido atmosférico de Murnau y Herzog, ni en el sentido relamido de Coppola. Es más: como he dicho, su planteamiento delata la blandura del pergeñado por Hart. No es posible un amor más grande que la vida entre el vampiro y su amada. El no muerto no puede ser considerado, en términos realistas (y el film de Coppola, pese al recargado propósito de estilización, también pretendía serlo, al menos en su dibujo visual del vampiro), como un ser que inspira amor. El Orlok de Eggers inspira repulsión, por supuesto. Pero, y esta es la principal característica que emerge de la mirada que el director dirige sobre el mito, también supura brutalidad sexual.
Si Terence Fisher dejó bien claro en su Drácula de 1958 que la mordedura es una metáfora del acto sexual, por el efecto de placer (y la necesidad posterior de desear más) que produce en sus víctimas femeninas, Eggers no duda en situar en este terreno la particular relación entre sus dos personajes. Ellen confiesa a su esposo que su relación con Orlok la volvió «impura» y la trampa que tiende, al final de la historia, al vampiro para retenerlo a su lado hasta el primer rayo de sol será brindándole su cuerpo desnudo. Es más, Eggers añade una solución inesperadamente malsana: la escena señalada concluye con ella volcando sus reproches contra Hutter (el vampiro le ha contado la facilidad con que lo engañó en su castillo, sugiriendo que la tentación de una gratificación impidió que advirtiera qué estaba firmando) y diciéndole literalmente que él no la ha hecho gozar tanto como Orlok, lo que excita de modo incontenible al infeliz esposo. Ellen y Orlok concluyen haciendo el amor ferozmente, ajenos por un fugaz instante a la tragedia que los envuelve.
Hay un elemento más mediante el cual Eggers corrige a Coppola, amén de utilizarlo para vincularse directamente con la novela de Stoker: el personaje del profesor Von Franz, el experto en ocultismo que ilumina a los personajes acerca del peligro que los acecha. Es decir, el equivalente a Van Helsing, personaje que en los dos Nosferatu previos apenas recibía ninguna importancia, y que aquí la recupera del todo. Como es natural, será él quien descubra la forma de acabar con el vampiro (en este caso, el grimorio donde lo lee –que en aquellos encontraba Hutter en una posada en el camino– es propiedad de Knock, otro personaje que por cierto también recibe un tratamiento más amplio y coherente), y quien se lo comunique a Ellen, dándole así la posibilidad de que esta redima su pecado original y sacrifique su vida. Willem Dafoe, ya presente en otros títulos del director, borda el personaje, dándole el punto de extravagante singularidad que requiere su condición, pero sin encaminarlo al tratamiento grotesco e insoportable que le diera Anthony Hopkins en el film de Coppola. Dafoe consigue así que su Van Helsing se una de modo admirable a la galería de los mejores encarnadores del personaje en el cine, de Peter Cushing a Laurence Olivier (este último en el Drácula de 1979).
Y no queda por debajo el resto del reparto. La joven actriz Lily-Rose Deep (que por momentos recuerda a Keira Knightley a la vez que a Winona Ryder, valga la coincidencia) se implica física y emocionalmente hasta la extenuación en una creación en verdad impresionante, que hace honor a un dibujo de su personaje muchísimo más complejo que en los dos previos Nosferatu. Nicholas Hoult está igualmente espléndido en el papel de Hutter: su perenne expresión perpleja durante buena parte de la historia transmite a la perfección su rol de víctima infeliz, de una conspiración primero, y de una situación después que siempre comprende con retraso. Finalmente, Bill Skarsgård sale muy bien parado de su personal reto, y si bien buena parte del impacto indudablemente se deba al trabajo de maquillaje, al menos esa terrible mirada luciferina es por completo suya.
En conclusión, Nosferatu, versión 2024, destaca por su capacidad para retomar el personaje medular del vampirismo y vincularlo con las principales propuestas que el cine ha dado sobre él, comenzando por la misma novela de Stoker. Eggers devuelve a Drácula, bajo el nombre de Orlok, su condición de emblema de la maldad suprema, mas tiene el acierto de matizar esta perversidad bajo ese rasgo humanizador surgido con el primer Nosferatu y luego prolongado por las versiones de Herzog, Badham y Coppola. Ahora bien, que el vampiro posea sentimientos humanos no lo convierte en un ser humano. Cerrando el círculo abierto por Stoker, cuando Orlok le recuerda a Ellen la intimidad de que gozaron, la propia muchacha le gritará que él no es capaz de amar. Y Orlok recibirá la acusación sin inmutarse. Lo suyo no es amor: “yo soy apetito”, será su tajante afirmación.
José Miguel García de Fórmica-Corsi
NOTAS
1 En la novela de Stoker, la prometida y después esposa de Harker es Mina Murray, siendo Lucy Westenra la amiga que se convierte en la primera víctima en Inglaterra del vampiro. La confusión de nombres procede de la adaptación teatral en que se basa la película de Browning, y después ha sido repetida o descartada a conveniencia de los nuevos adaptadores. (N. del A.)
2 En la Nosferatu original de Murnau, intertitulada en alemán, el nombre de la ficticia ciudad centroeuropea –típicamente germana por arquitectura e idiosincrasia– donde transcurre el grueso de la trama es Wisborg. En la versión de Eggers, el topónimo fue anglificado como Wisburg. Aquí lo hemos castellanizado como “Wisburgo”. En la remake de Herzog, hablada en alemán, la gótica urbe portuaria se llama Wismar, como la vieja ciudad hanseática y prusiana a orillas del Báltico, en Mecklemburgo-Pomerania Occidental. Esta elección geográfica más «realista» no fue antojadiza: allí filmó Herzog su Nosferatu, y allí también había rodado Murnau el suyo, medio siglo atrás. (N. del Ed.)