En Kalewche siempre hay lugar para el ensayista y crítico español José Miguel García de Fórmica-Corsi, el infatigable bloguero de La mano del extranjero. Es oriundo de Málaga, Andalucía, donde se gana la vida como profesor de Historia. La sapiencia, lucidez, amenidad y profusión con que comenta ficciones literarias, cinematográficas e historietísticas de toda índole son notables, fuera de lo común. Hemos publicado varios artículos suyos, no sólo en este semanario dominical, sino también en la revista semestral Corsario Rojo. Uno de nuestros compañeros argentinos, Federico Mare, reseñó su ópera prima, Edad Media soñada (2020). Recientemente, José Miguel publicó y presentó su segundo libro, El hombre que escribía los cuentos más tristes y otros ensayos literarios, nuevamente por intermedio de la editorial malagueña Algorfa. Con motivo de haber alcanzado las 700 entradas (!) en su blog, nuestro amigo andaluz escribió este texto autobiográfico, estas memorias, sobre su condición de lector, donde el vértigo de la narración y la hondura de la reflexión se dan la mano, bajo el tibio sol otoñal de la nostalgia (una madurez sensible, una adultez agradecida con la infancia y juventud). Nos pareció una prosa magistral, amén de entrañable. Con beneplácito del autor la difundimos aquí, en nuestra sección literaria Naglfar, donde nunca ha estado excluida la no ficción. Fue originalmente publicada en La mano del extranjero, el domingo 3 de noviembre.
Casi sin darme cuenta, con la anterior entrada sobre Tom Ripley, Patricia Highsmith y El amigo americano he alcanzado la cifra redonda de las setecientas entradas en el curso de estos doce años desde que en julio de 2012 inauguré La mano del extranjero con un recorrido por la filmografía hasta ese momento de Hayao Miyazaki. Cierto es que, en los primeros años, aprovechaba mucho material que tenía más o menos escrito desde tiempo atrás: como tantos, yo era un autor en busca de editor que acabó descubriendo en la letra impresa de Internet un marco para sus inquietudes. Al día de hoy, le debo además dos libros, Edad Media soñada, un recorrido por las ficciones en cine, literatura y cómic que se sitúan en dicho periodo histórico (su punto de partida es el blog, pero también escribí muchas páginas nuevas), y El hombre que escribía los cuentos más tristes, en este caso una selección de entradas estrictamente literarias, ambos publicados por Algorfa. Y también le debo una buena cantidad de lectores, a muchos de los cuales llamo amigos, que lo han leído con generosidad estos años y que me han provocado el estímulo suficiente como para perseverar en una labor que no tiene otra recompensa –al contrario, se lleva un tiempo que debo compartir con mis deberes profesionales y mis necesidades familiares y sociales– que el pensar, y en unos cuantos casos saber, que lo que quiero compartir encuentra el debido eco al otro lado de la pantalla. ¿Cómo «celebrar» esta efeméride? Me he animado a poner por escrito un conjunto de ideas que hace pocas semanas tuve ocasión de expresar en voz alta, en amena conversación con el periodista Héctor Márquez, en la charla-presentación de mi segundo libro en El Tercer Piso de la estupenda librería malagueña Proteo. Héctor tuvo la habilidad de conducir la charla en torno a mis preferencias literarias y cómo habían ido surgiendo o cimentándose, así como sobre las diferentes referencias lectoras entre unas generaciones y otras. Es así como se me ha ocurrido, no sin presunción, realizar una pequeña reflexión sobre el recorrido que acabaría haciendo de la lectura una de las mayores satisfacciones de mi vida: recurriendo a una expresión rimbombante, la forja de un lector.
Podría decir que siempre recuerdo haber leído y no mentiría. No mentiría porque mis primeros recuerdos solo alcanzan a una determinada edad en la que ya sabía leer y me recuerdo leyendo. Supongo que mis padres, al observarlo, lo estimularían (una de las diferencias que encuentro entre la infancia de la gente de mi edad o similar y la de las nuevas generaciones es que antes no necesitábamos que nos distrajeran: ya nos procurábamos nosotros esa distracción), y empezarían, cómo no, por los cuentos de hadas. Tengo reminiscencias vagas de muchas versiones de Caperucita, de Blancanieves o de la Bella Durmiente). Pero sí tengo claro una cosa: que estaban en el formato del tebeo, modalidad de la ficción en la que armé mis primeras lecturas.
Mi padre, todos los meses, me llevaba a una librería del centro de Málaga y allí yo elegía un tebeo de la Colección Dumbo, que publicaba aventuras de los personajes de Walt Disney, el autor más importante de mi infancia (ay qué complejo, no solo no me traumatizó sino que siempre le he estado muy agradecido: por eso no soporto la Disney moderna…), protagonizadas por el pato Donald, el ratón Mickey o el tío Gilito [Tío Rico o Rico McPato en Hispanoamérica]. Años después he sabido que buena parte de sus mejores historias procedían de un autor hoy de culto en el cómic en general, Carl Barks, que precisamente fue el creador de ese inmortal multimillonario que tanto gustaba de zambullirse en su gigantesco depósito de monedas, sin hacerse un solo chichón. Sus aventuras me fascinaban, tanto como los descacharrantes títulos que se inventaban los editores españoles. Con decir que Lost in Andes, una de las más famosas aventuras del pato Donald, la llamaron Andes lo que andes no andes por los Andes…
La literatura infantil y juvenil ya existía en los años setenta, la época de mi niñez. Sin embargo, yo tuve la suerte de que mis padres se fijaran en una variante de aquella que hoy me parece que prácticamente ha desaparecido: los libros que adaptaban los clásicos de la aventura. La editorial Bruguera publicaba una colección, la inolvidable Historias Selección, cuya particularidad era que por cada tres páginas de texto «normal» incluía una de tebeo, en blanco y negro, lo que permitía dos lecturas (aunque yo compaginaba ambas). La cubierta era a todo color y el lomo incluía el dibujo en pequeños recuadros de los cuatro personajes principales.
La anécdota fundacional de mi condición de lector irredento (mis padres la contarían en el futuro mil veces a amigos ante quienes querían presumir de hijo de precoz «talento») se ubica en una mañana del día de Reyes, en torno a los siete años. Es sencilla. Puesto que teníamos la suerte mi hermano y yo de tener mucha familia cercana, y no se olvide que entonces todos los regalos navideños se concentraban en ese día, sin competencia con un Papá Noel que era por entonces mera figura anecdótica para los niños españoles, solíamos amanecer con el enorme sofá del salón completamente atiborrados de juguetes de toda clase. Pues bien, parece ser que fue ver un libro, el único que había, y cogerlo y ya no soltarlo en toda la mañana. Desde luego, recuerdo qué libro era y no sé si lo solté o no, pero es evidente que marcó mi futuro lector. Era nada menos que Dos años de vacaciones, de Julio Verne, novela especialmente adecuada para servir de puerta de entrada para sus Viajes Extraordinarios a un niño. Desde ese día, el náufrago ha sido para mí el aventurero por excelencia, por encima de mosqueteros, piratas, cow-boys, cazadores de monstruos y hasta superhéroes. Y se lo debo a este libro sobre unos niños que se pasan, tal como indica el título, dos años en una isla desierta.
Aunque por esos años también leí distintas versiones de Stevenson, de Kipling, de Dickens, incluso un Quijote para niños, Julio Verne se habría de convertir en mi favorito. Mis padres me regalaron muchos más libros adaptados, entre ellos otra historia de náufragos, mejor incluso que la anterior, La isla misteriosa. Cuál no sería mi sorpresa cuando un día, a estas alturas ya andaría por los diez años, encontré en casa un libro muy viejo, de letra apretada, páginas amarillentas y sin portada, que resultó ser esa misma novela. Pero tan pronto empecé a leer, me di cuenta de que no: era la misma, pero ampliada. Fue así como descubrí que las versiones que hasta entonces yo había leído eran para niños (¡uf!) y tenían menos páginas y por tanto menos lectura. Y sobre todo, esa edición contenía un mapa que me permitía reconstruir el espacio por donde sus personajes se movían: he comentado alguna vez que para mí la lectura de Verne exige la compañía de un atlas donde seguir las andanzas de sus personajes por el globo.
En un famoso episodio de este libro, los protagonistas encuentran una enorme caja flotando en el mar y al capturarla y abrirla, descubren en ella toda clase de valiosas armas y herramientas, que les vienen tan al pelo que diríase que quien la rellenó estaba pensando precisamente en ellos (y así es: más adelante sabremos que el ángel que vela por los náufragos es nada menos que el capitán Nemo). Un hallazgo equivalente me sucedió poco después. En una vieja alacena situada en el trastero que había en casa de mis abuelos encontré una enorme caja de cartón, y al abrirla descubrí una gran cantidad de libros, la mayor parte ediciones de los años cincuenta de la editorial Molino. Para más gozo, casi todos ellos pertenecían a Julio Verne, con lo cual mi afición por el escritor francés se incrementó hasta niveles estratosféricos. No exagero si digo que fueron la principal lectura de mi infancia e incluso adolescencia, por cuanto no solo me los leí todos, sino que los releí incontables veces. Es más, hasta bien entrado el bachillerato, los libros de Verne fueron mi vara de medir a la práctica totalidad de los autores a los que abordaba, empezando por los que practicaban el mismo género. Por ejemplo, odié bastante un clásico juvenil, por otra parte hoy olvidado, La isla de coral, porque siendo otra novela de náufragos en nada recordaba al autor de La isla misteriosa.
Si ese cajón estaba allí desterrado era porque mi abuelo, me argumentó, pensaba que esos libros de Molino eran ediciones muy flojas (él alegaba que con malas traducciones, algo que yo no podía juzgar entonces). Yo pensé más bien que era porque su biblioteca no tenía más sitio para volúmenes y esos no eran de «adulto». Porque es hora de señalar que yo fui un niño cuyo abuelo tenía una biblioteca, gracias a la cual tuve acceso a muchos libros de autores muy diferentes. Entre ellos, aunque los leyera con algo más de edad, a Jane Austen (Orgullo y prejuicio), Edgar Allan Poe (Narraciones extraordinarias), R. L. Stevenson (La flecha negra)… y Fernando Vizcaíno Casas, uno de los autores de cabecera de su dueño (sí, con menos de catorce años yo me había leído Y al tercer año, resucitó). Pero en especial asocio a mi abuelo con Agatha Christie, la segunda autora en número de lecturas de mi infancia. Él devoraba sus novelas, editadas también por Molino –en la última etapa, con aquellas portadas blancas cuya ilustración de estilo hiperrealista pero extremadamente inquietante, obra de Tom Adams, me siguen pareciendo geniales–, de las que tenía prácticamente todas. Siempre recordaré que, en este caso, mi primer libro de la escritora inglesa fue Un crimen «dormido», la última historia de su entrañable miss Marple, que junto a mi descubrimiento del film de Hitchcock Recuerda (1945), no sé si antes o después, me reveló otro de mis argumentos de cabecera: el de la amnesia.
A la vez que cimentaba mi afición por la literatura, también se mantenía mi gusto por los tebeos: Mortadelo y Filemón (mi padre compraba cuanto álbum nuevo salía de estos personajes: entre mis facultades más notables, figura la de recordar, y usar como coletilla cotidiana, un buen puñado de los mejores juegos verbales de Ibáñez), Astérix y Tintín o una aventura imborrable del teniente Blueberry (El fantasma de las balas de oro). Pero muy pronto sentí una especial devoción por los personajes de Marvel, con Spiderman a la cabeza (lógico, un estudiante con múltiples problemas a quienes muchos ningunean pero que esconde una facultad que lo hace diferente a todos: ¿cómo no iba a verse reflejado en él el proyecto de adolescente que ya comenzaba a ser?). Ahora bien, debo mencionar otra colección que unía tebeo y literatura, y que también publicaba Bruguera: la irrepetible colección Joyas Literarias Juveniles. Cada número adaptaba, en treinta páginas, cualquier novela mínimamente conocida de lo que anunciaba su título, y gracias a ella conocí por primera vez a autores como Emilio Salgari, Karl May, Henry Rider Haggard, Mark Twain o Walter Scott.
Por último, también en estos años finales de la EGB (que acababa con los catorce recién cumplidos o por cumplir), me aficioné a dos series protagonizadas por niños y concebidos para niños por dos escritoras inglesas que gozaron de gran popularidad, pero que no pueden ser más diferentes. Primero fueron Los Cinco, de Enyd Blyton, ese grupo de formado por tres hermanos «adorables», su prima (que se hacía llamar con nombre de chico, Jorge, sin mayor consecuencia) y el perro, que sin mucho esfuerzo se tropezaban constantemente con contrabandistas, secuestradores, estafadores y demás gente de mal vivir y encontraban muchos, pero que muchos pasadizos secretos. Después fue un personaje de existencia longeva pero nacido en los años veinte, Guillermo Brown, de la inmortal Richmal Crompton. El adjetivo no es excesivo: si no he vuelto a abrir un libro de Blyton, el eterno niño de once años creado por Crompton no ha dejado de acompañarme nunca, porque al contrario que Los Cinco es un personaje que, aun disfrutándolo un chaval, ante todo a quien habla es a los adultos. Qué pena que su exclamación favorita, ¡Troncho! (invento del traductor español Guillermo López Hipkiss), ya solo la recordemos unos pocos…
Con quince, tal vez dieciséis años, un descubrimiento conmocionó mi tranquilo universo lector: el papel del escritor en la singularización de su obra. Me explico. Es evidente que, con sus méritos literarios para mí infinitos, todos esos autores que hasta entonces había leído (Verne, Stevenson, Crompton, etc.), tenían un indudable aire de familia en cuanto que su estilo era muy narrativo, muy diáfano y carecía de cualquier complicación estilística (por supuesto, entonces yo no utilizaba ese término, estilo, y ni siquiera habría sabido definirlo). Pero entonces un tío, mi querido tío Pepe, me recomendó Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Al abrir su primera página me llevé una enorme sorpresa: el famoso inicio de la novela (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”) lo había leído años atrás y me había impresionado; era uno de los fragmentos que incluía el Senda, la serie de libros de lectura que la editorial Santillana (que mi colegio, Alfonso X, utilizaba con exclusividad para sus libros de texto) tenía en su catálogo escolar. El fragmento se extendía contando las andanzas del fundador de la estirpe central, José Arcadio Buendía, y en pocas páginas ofrecía un subyugante ejercicio de asombrosa fluidez narrativa que se había quedado aislado en mi memoria.
Me leí de un tirón el libro, creo recordar que en varias madrugadas que tenía que haber dedicado al estudio de los exámenes de 1º o 2º de BUP (entonces se concentraban en una semana y se cortaban las clases: eran los tiempos gloriosos en que los institutos tenían las puertas abiertas y no había que dar pelos y señales a los padres de lo que hacían sus hijos, al menos hasta que llegaba a casa el boletín de notas). Y me maravilló, porque entonces descubrí justo lo que he dicho: el estilo. No, García Márquez no escribía como los otros. Vamos, la antedicha frase inicial era buena muestra, como también lo era la repetición constante de tan solo dos o tres nombres entre los personajes (lo cual me obligó a hacerme un árbol genealógico para poder internarme en la selva de los Buendía: otras ediciones lo darían hecho con posterioridad, pero todavía me enorgullezco de mi iniciativa), la cadencia majestuosa de la prosa –de paso, descubrí el atractivo de leer una obra original en tu propio idioma–, la inesperada irrupción de lo fantástico en medio de un realismo que para mí era brutal, como esa enfermedad que hace olvidar los nombres de las cosas o ese diluvio que no cesa durante “cuatro años, once meses y dos días”. Y sobre todo, la fascinante sucesión de personajes y peripecias que, por diferentes que fueran, acababan encajando de modo maravilloso en una historia que nunca perdía de vista a ninguno de aquellos, hasta confluir en un final arrebatador que devoré como nunca he devorado el final de un libro. Y es que la primera vez que nos pasa algo singular siempre es irrepetible.
Cien años de soledad lo cambió todo para mí. Por supuesto, en absoluto renegué de la literatura en la que había vivido hasta entonces. En esos años también descubrí El Señor de los Anillos, de Tolkien; las historias de robots de Asimov; La máquina del tiempo, de H. G. Wells; y multitud de libros maravillosos en la estupenda colección Tus Libros, de Anaya. Pero la novela de García Márquez –que releería no mucho después, ahora en una minuciosa edición anotada en Cátedra, pero que hace mucho más de media vida que no he vuelto a abrir, quizá por supersticioso temor a que este adulto no sea capaz de volver a encontrar la magia que hechizó a aquel adolescente– me descubrió otro concepto de la literatura. Me preparó para lo que llegaba: mis dos años del Bachillerato de Letras (3º de BUP más el fabuloso COU, el Curso de Orientación Universitaria que hoy equivale al 2º de Bachillerato) y, en especial, para la asignatura de Literatura.
En la charla mantenida con Héctor Márquez a la que me refería bastante atrás en este artículo, señalé que no sé si los chavales de ahora leen más o menos (con independencia de que disponen de más fuentes de entretenimiento que nosotros), pero desde luego leen otras cosas en las que se nota el salto generacional de un modo que no se apreciaba tanto con respecto a nuestros padres y abuelos, que tuvimos referencias muy parecidas. Y es que los programas educativos del Bachillerato contenían una serie de lecturas obligatorias que ahora se reducen al mínimo. Entiendo que leer por obligación no convierte a nadie en lector. Pero esa no es la cuestión: lo importante es que al chaval que pueda interesarle la lectura se le ofrezca un campo de libros que se considera que deben conocer aun cuando no los aprecien en ese momento. Es lo que sucedió conmigo, con más motivo porque estudiaba Letras, y la Literatura estaba desgajada de Lengua Española (ahora no existe, ni en el bachillerato de Humanidades, que sería el equivalente del que hice yo), por lo que teníamos una asignatura dedicada exclusivamente a leer y comentar toda una serie de clásicos, principalmente españoles. Rompo por tanto una lanza por ella y por el inolvidable Manual de Literatura de COU de don Fernando Lázaro-CarreteryVicente Tusón.
Yo odié Tiempo de silencio, sí, y me fastidiaron las poesías de Juan Ramón Jiménez, y me aburrieron las Noches lúgubres, y me desesperó el Ulises de Joyce (que además me leí para un trabajo voluntario) y no entendí, por tanto me aburrió, Volverás a Región (esta última fuera de programa, pero a la que me condujo el señalado manual). Cuidado, a algunas de esas obras no he querido volver nunca, pero otras, como la de Juan Benet, se acabarían convirtiendo más de veinticinco años después en libros de cabecera. Sin desdeñar periódicos regresos a los de siempre –rara vez he sido un lector desagradecido, aun incurriendo en cultos nuevos o que estaban de moda–, en aquellos dos años me zambullí en la llamada alta literatura, o literatura seria, o literatura de vanguardia. Hoy me río de mi ingenuidad: hace tiempo que he desterrado esos conceptos (uno de los lemas de mi blog es que solo hay libros malos o buenos), pero entonces me sentí descubridor de un continente nuevo y virginal que había que explorar cuidadosamente. No son de desdeñar las horas y horas que pasé en la sección de libros de El Corte Inglés, entonces sensacional, además de la más cercana a mi casa, con sus estantes impecablemente ordenados por colecciones (Alianza Editorial y sus cientos de títulos, Cátedra, Austral…), descubriendo por mi cuenta otros tantos autores, en este caso extranjeros.
El programa escolar me llevó, además de los indicados antes, al Mio Cid, a Jorge Manrique, al Quijote –no es vanidad: a esas alturas me lo había leído dos veces y media (la media es por el Quijote para niños, aunque también es verdad que no he vuelto a él)–, a Clarín (es increíble leerse La Regenta con diecisiete años: es una verdadera escuela de conocimiento sobre el ser humano), Unamuno (otro impacto a esa edad: San Manuel Bueno, mártir), Baroja, Cela, Valle-Inclán, Buero Vallejo, etc. En mis «prospecciones corte-inglesas» cayeron Pedro Páramo, que no entendí apenas pero me dio igual, de tan fascinante que me pareció; La saga/fuga de J. B. (que leí un lluvioso mes de noviembre, tan lluvioso como la estación galaica de la novela, y que fue mi primera novela española favorita de todos los tiempos); La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa (el primer libro de mi vida que dejé de leer a las cien páginas, y no han sido muchos); Molloy, de Samuel Beckett (otro libro del que no entendí nada, pero que me esforcé en concluir y que hace años que se empeña en que lo recupere junto a los otros dos de la trilogía novelesca del autor); y, finalmente, ¡Borges!, a través de la antología de Marcos Ricardo Barnatán para Cátedra.
Cierro aquí estas evocaciones porque creo que lo más significativo de mi formación lectora figura en estas líneas. Repito: al mismo tiempo leía cuanto tebeo de Marvel caía en mis manos y descubría nuevos autores de aventuras, thriller, terror o ciencia ficción. En los años siguientes llegarían escritores tan queridos como Chesterton (muy pronto, en cuanto empecé la universidad y encontré otro espacio literario imprescindible en mi vida como las librerías de viejo), H. P. Lovecraft (a raíz de la imprescindible antología de Rafael Llopis para Alianza Los mitos de Cthulhu, que también me revelaron a Arthur Machen o Algernon Blackwood, incluso a Robert E. Howard, aunque aún tardaría una década en leer al Conan literario), Henry James, Stanislaw Lem… Y no quiero que se piense que fui un niño encerrado en una burbuja de libros, pálido y ojeroso, sin contacto con mis semejantes. Hasta al menos los diecisiete años, y esa es otra historia, practiqué intensamente la vida de barrio que se nos ofrecía a los niños de aquel tiempo: una tarde ideal era una tarde dedicada al fútbol y a los amigos, que concluía con un buen rato de lectura acostado en la cama a la luz de la lámpara de mi mesilla de noche, disfrutando de mi cuarto propio como primogénito de mis padres.
No sé si soy mejor lector ahora que entonces. Desde luego, soy diferente. Por supuesto, me he hecho más tolerante. En cada libro que abro me empeño en que tiene que haber algo que valga la pena. Me guío mucho por las referencias que me dan escritores de tan buen instinto literario como Fernando Savater (olvidaba decir que su libro La infancia recuperada, leído en la veintena, me confortó como pocos en mi vida: dio valor literario a esos autores con los que había crecido y que no aparecían en las historias de la literatura, como Stevenson, Tolkien o la misma Richmal Crompton) o Jorge Luis Borges, al que debo agradecimiento eterno no solo por sus propias obras sino por ser el escritor generoso que a más autores buenos me ha llevado.
Releo mucho: un mismo autor nos dice cosas diferentes en cada época de nuestras vidas, por no hablar de que una novela antes rechazada, de pronto se nos revela diáfana y maravillosa (insisto: para mí, el ejemplo emblemático es Volverás a Región). E intento recuperar a aquellos autores que me he dejado atrás y que sé que a muchos buenos lectores les parecen imprescindibles: qué alegría descubrir que Galdós, a quien en esos años del bachillerato esquivé (porque Doña Perfecta me pareció muy mala), o Balzac de pronto me dicen cosas que antes no había sabido escuchar. A cambio, reconozco descuidar mucho la literatura de «estreno», con las lógicas salvedades. Me digo que me queda tanto por descubrir de autores sobradamente queridos, o por releer, que no puedo tener tiempo para todo. Y, siempre, me fascinan las relaciones entre la literatura y el cine: en este blog hay sobrados ejemplos de ello.
No creo que mi recorrido como lector en esos años de formación o de forja sea diferente del de muchos otros que fueran atrapados por la literatura en el mismo tiempo. Seguramente compartiremos, si somos de parecida edad, muchas lecturas, del mismo modo que diferirán los autores que nos descubrieron, ya más crecidos, lo que hace distinto a un escritor de otro. Y cada uno tendrá su propia magdalena proustiana que lo llevará a aquellos días pasados. La mía es un viejo libro de Bruguera, cuya página inicial, en forma de tebeo, mostraba a tres niños agarrando a duras penas la rueda del timón de un barco que está siendo desmantelado por el huracán. Y agradezco infinito que sus majestades los Reyes Magos intuyeran tan bien que aquella novela cambiaría mi vida.
José Miguel García de Fórmica-Corsi