Fotografía: Emilio Frugoni hablando en público, c. 1940. Fuente: BNU.
Emilio Frugoni nació en Montevideo, Uruguay, en el año 1880, y falleció en la misma ciudad en 1969. Fue Abogado, prolífico ensayista y poeta, docente y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República (Udelar), periodista, diputado y una de las principales figuras del socialismo marxista uruguayo.
En 1904 interviene en la guerra civil defendiendo al gobierno progresista de José Batlle y Ordóñez, del Partido Nacional (blanco), pero tras el fin de la contienda decide tomar otro camino político, que abriera una nueva perspectiva para el país. En ese mismo año realizará su “profesión de fe socialista” y fundará el Centro Obrero Socialista, todo lo que conducirá finalmente a la fundación del Partido Socialista del Uruguay en 1910. Participará junto a Celestino Mibelli (luego fundador del PC) en la asamblea constituyente, donde defenderán firmemente voto secreto, el sufragio femenino y también el reconocimiento de la ciudadanía a los extranjeros. Como diputado, será una voz permanente en defensa de los derechos de los trabajadores, de la profundización de la democracia y de la –para él imprescindible– reforma agraria.
En 1921, el PS decidirá adherir a las 21 condiciones de la Internacional Comunista, con las que Frugoni no estaba de acuerdo, por lo que renunciará a su antiguo partido –que pasó a llamarse Partido Comunista de Uruguay– y refundará nuevamente el Partido Socialista, donde permanecerá hasta 1963, cuando fundará el Movimiento Socialista, al oponerse a la política de alianzas del PS con sectores provenientes del Partido Nacional.
A mediados de 1933, durante el mes de junio, Emilio Frugoni dictó un ciclo de conferencias en Buenos Aires, organizado por sus camaradas socialistas de la Escuela de Estudios Sociales “Juan B. Justo”. El ciclo se desarrolló en la Casa del Pueblo, la mítica sede del PS argentino en el corazón del barrio porteño de Balvanera, Av. Rivadavia 2150. (Ver fotografía más abajo, tomada hacia 1927. Fuente: Archivo General de la Nación.) Una versión resumida de estas disertaciones será publicada posteriormente como ensayo unitario, con el título de “Liberalismo, individualismo y socialismo”, en un libro que recopilará diferentes artículos y conferencias de su autoría, el cual se llamará Las tres dimensiones de la democracia (Bs. As., Claridad, 1944, pp. 49-75), y que ponemos a disposición de nuestro público aquí, en formato PDF (el libro completo).
En aquel año de entreguerras –cuestión que señala Frugoni en su conferencia– el contexto internacional se caracterizaba por la agudización de la crisis de la democracia liberal y la aceleración del ascenso de los autoritarismos y totalitarismos de extrema derecha. En la vieja Europa, el fascismo tiranizaba Italia desde 1922, con Mussolini. A principios del 33, con la aclamación de Hitler como canciller y el incendio del Reichstag, el nazismo había implantado su brutal dictadura en Alemania. Otros gobiernos más o menos fascistas o filofascistas imperaban –o habrían de imperar– en buena parte de Europa occidental y oriental, desde el Portugal de Salazar hasta la Rumania de la Guardia de Hierro. En el Asia oriental, el Japón imperial de Hirohito también experimentó una virulenta derechización de tintes nazifascistas.
En Sudamérica tampoco se vivía un buen momento para las democracias (con todas las limitaciones que se pueden señalar a las democracias burguesas, que en general no reconocían aún el voto femenino ni muchos derechos laborales). En Brasil, el país más importante de la región, limítrofe con Uruguay, había un régimen dictatorial desde 1930. En la República Oriental, se había producido el golpe de Estado de Gabriel Terra (31 de marzo de 1933), impulsado por los sectores conservadores del Partido Colorado y del Partido Nacional, con el apoyo de la Federación Rural, entre otros motivos por el temor a que se impulsara una nueva serie de reformas por parte del batllismo, el sector más audaz en promover medidas democratizadoras, el desarrollo de la educación pública y un creciente papel del Estado en la economía. A este golpe se lo llamó “Revolución de Marzo”. Fue resistido fuertemente por la izquierda socialista y comunista, y también por fracciones coloradas y blancas de tendencia democrático-progresista. Emilio Frugoni, entonces diputado, fue desterrado de su país, pudiendo volver al Uruguay recién en 1934. Se exilió en Argentina –la Argentina del presidente Justo, la Argentina de la “Década Infame”– que, si bien había dejado atrás la dictadura militar de Uriburu (1930-32) y sus extremos represivos, seguía soportando graves conculcaciones a sus libertades democráticas, debido al fraude electoral de la derechista Concordancia –conservadores y aliados– y la proscripción del radicalismo yrigoyenista, la fuerza política mayoritaria del país.
Este contexto histórico, este clima de época signado por el autoritarismo –tanto a nivel regional como mundial– es clave para comprender el contenido del texto que hemos seleccionado, donde Frugoni, al mismo tiempo que realiza una sólida defensa de los derechos políticos y las libertades públicas, propias del “liberalismo político” –como él lo llama–, y en cuya conquista universal fue fundamental para él la lucha de la clase obrera, cuestiona con dureza las «libertades de mercado» promovidas por el liberalismo económico. Estas últimas «libertades» permiten, para Frugoni, el desarrollo de un sistema de explotación y opresión que cercena o elimina la libertad real para la inmensa mayoría del pueblo, volviéndola un privilegio de una minoría: la clase capitalista. Son «libertades» que, en nombre de la libertad del «individuo», anulan la capacidad de autorrealización para la gran masa de los individuos concretos. Se trata de una ideología individualista que, en la práctica, traiciona al individuo. Frugoni compartía plenamente la necesidad del desarrollo de las potencialidades personales, pero en su visión, esto solo se podría concretar en una sociedad socialista, que transformara los medios de producción en propiedad social y realizara una democracia integral. Está claro que el principal blanco de la crítica de Frugoni en aquel entonces era el liberalismo conservador, de derecha, defensor acérrimo de las «libertades» económicas, pero no tanto de las libertades políticas y la democracia. En un contexto como el actual, donde se advierte un revival de los apologetas fundamentalistas de la “libertad de mercado”, y donde se suele hablar de libertad en abstracto, sin aclarar para quiénes es esa mentada libertad, consideramos que el ensayo de Frugoni posee una renovada vigencia y un valor peculiar para reflexionar sobre determinados procesos políticos contemporáneos, más aún cuando podemos ver que esos mismos apologetas de la libertad económica atacan con creciente ferocidad libertades públicas y derechos democráticos básicos.

La doctrina liberal –que no debe confundirse con el liberalismo, expresión más amplia que aquélla y además ajena a sus conclusiones dogmáticas–, aparece imbuida de un sentido individualista. Concibe la libertad como una supresión de limitaciones a las actividades del individuo. Tiene, pues, del liberalismo un concepto negativo. Toma de éste el aspecto negativo de oposición a las tiranías, pero lo reduce, en la práctica, a la oposición contra las tiranías políticas.
Construye su sistema de derecho sobre la base de la personalidad individual. Va contra los que lo construyen sobre la base de la conveniencia del rey, o de la religión, o del Estado, o de la sociedad.
Concibe la libertad, sobre todo, como un amparo, como un refugio inmediato del individuo; una especie de cerco ante el cual deben detenerse las potestades de la ley y los órganos de la autoridad. En el campo de los problemas de la vida económica y civil, se afirma, pues, como un concepto individualista y, al mismo tiempo, como un concepto negativo.
Parece no ser negativo y sí afirmativo cuando proclama libertades como derechos, tanto en el campo de las manifestaciones correspondientes a las instituciones jurídicas del derecho privado, como en el campo de las que pertenecen al derecho público. Porque las libertades son posibilidades. Son facultades para hacer, o para moverse, o para expresarse.
La libertad económica, la libertad de acción productiva y de trabajo, la libertad de fabricar y comerciar, efectivos derechos individuales, constituyen una posibilidad positiva de cada hombre, en cuanto éste logra ejercitarlos.
Asimismo, la libertad de poseer, base del derecho de propiedad, es un elemento jurídico positivo si se le considera en abstracto y solamente con relación a quien goza políticamente de esa libertad, es decir, a quien la ejerce como poseedor o como propietario.
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Por ese camino, el de las libertades individuales abstractas en el terreno del derecho privado, se llega, precisamente, al desamparo efectivo y real del individuo en sus expresiones concretas dentro de la existencia colectiva, o sea, en la persona de millones de seres que componen la sociedad humana.
Por consiguiente, las escuelas liberales que proclaman el individualismo como su norte doctrinario y hacen del individuo el soporte central de su sistema, traicionan al individuo y, en las vicisitudes dramáticas de la lucha por la vida y en las contiendas y afanes de la actividad económica, exaltando teóricamente la libertad, la dejan suprimir de hecho en la condición cotidiana de infinidad de hombres jurídicamente libres.
Y frente a esas libertades económicas, que suelen ser nominales para la numerosa mayoría y que se traducen, además, en potencialidad de opresión social para quienes a su sombra acumulan riquezas y controlan el destino personal y colectivo de grandes masas desposeídas, toma posición el liberalismo en el campo político, en cuanto tiende a dotar al pueblo de libertades públicas y derechos individuales políticos que han de servirle para orientar la legislación y las instituciones jurídicas en un sentido de afirmación de las legítimas facultades y aspiraciones del hombre.
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El liberalismo moderno aparece en la historia como una expresión doctrinaria y jurídica en la lucha entre la burguesía naciente, como fuerza social, contra el feudalismo y el absolutismo monárquico. La burguesía, en esa lucha, para afirmarse como potencia social, construye la doctrina jurídica de su liberación, que reproduce la doctrina de liberación social y económica de los griegos, a la que agrega el concepto de los derechos individuales, concepto que los griegos no se habían detenido a elaborar. Los griegos no tuvieron el sentido de esa reivindicación, que traza la orientación de los intereses específicos y económicos de la clase burguesa y constituye la característica más importante de su lucha. Y no lo tuvieron porque confundían, identificaban la soberanía con el pueblo, de tal manera que, aun cuando el individuo se veía restringido por leyes demasiado estrechas, se plegaba a ellas porque los ciudadanos tenían en sus manos el principio activo de la soberanía.1
Pero cuando la burguesía se lanzó a esa lucha como potencia social para responder a las fuerzas económicas que ya se estaban desarrollando en su propio seno, se encuentra frente a poderes que no representan al pueblo, que no emanan del mismo. Tiene que luchar con potestades, con poderes que representan tendencias sociales completamente distintas a las de ella, puesto que representan intereses oligárquicos opuestos a sus intereses específicos. En esa lucha intervienen contra la burguesía: por una parte, el señor feudal, dueño de los campos; el obispo, dueño de las ciudades y, por otra parte, el rey que representa un poder, el del Estado, que va creciendo poco a poco, sobre el cual se va a constituir todo el derecho moderno.
La burguesía lucha en sus comienzos por los fueros comunales; es ya una clase que tiene derechos y, en el momento en que adquiere la aptitud jurídica de poseer, siente en su espíritu el deseo de gobernar. No sólo quiere tener derechos comunales, sino que tiene el deseo de regirse a sí misma y de regir al conjunto de la colectividad. Lucha, primero, por los fueros comunales para encontrar en el seno de la sociedad una serie de libertades y derechos. Viene con un destino histórico que cumplir, y quiere cumplirlo. En esta lucha tiene que enfrentar a tres enemigos que son rivales entre sí: vemos, a menudo, a la monarquía luchar contra los señores feudales o contra la Iglesia; vemos a los nobles librar una contienda encarnizada contra los reyes y el clero. Y, en esta lucha, la burguesía se acomoda; unas veces se inclina a favor del rey, otras a favor de los feudales y, entretanto, el progreso histórico va realizando su obra. Bajo el absolutismo monárquico de la segunda mitad del siglo XVII y primera del siglo XVIII, florecen las doctrinas mercantilistas. El mercantilismo es el precursor del proteccionismo actual. La teoría mercantilista es un sistema de ideas de política económica, para el cual el secreto de la prosperidad de las naciones reside en exportar más de lo que importan y en atesorar la mayor cantidad posible de metales preciosos. Estos son los principios básicos del proteccionismo de todos los tiempos y son también las bases del nacionalismo económico.
En cuanto al intervencionismo, no hay que confundir el que se ejercita por medio de un Estado absolutista, con el de un Estado democrático. El de un Estado absolutista, que no radica en la voluntad de la nación, tiene que resultar sospechoso y antipático a los que desean resguardar sus propios intereses personales o de clase. Dentro de este cerco de inmunidad de los derechos personales, de que antes he hablado, quienes son contrarios al absolutismo, a los poderes absorbentes de un Estado autocrático, tienen que ser contrarios a la intervención del gobierno en cualesquiera de las manifestaciones de la vida civil.
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Un historiador de las doctrinas políticas –Settel–, dice que marchan juntas y de consuno, como creándose recíprocamente, la tendencia a impedir el avance de los poderes extraños a la voluntad individual en el terreno privado, y la tendencia a combatir el absolutismo en la vida pública. Al lado y no antes del movimiento democrático contrario a la tiranía civil, surgiría esa corriente de ideas según las cuales el progreso de una nación reclama la menor cantidad posible de gobierno ejercido o de intervencionismo del Estado.
Yo diría que Settel invierte un poco los términos. En realidad, esa tendencia a contener la intervención de las autoridades públicas en las manifestaciones de la vida privada, no es la consecuencia lógica sino el antecedente necesario de la posición contraria al absolutismo político.
La corriente política democrática ha venido después. Es indudable que el auge de la filosofía política democrática viene respondiendo a determinados intereses económicos y sociales. Se ha dicho que la verdadera fuente del poder político es el económico. “El imperio, dice Huntington, marcha con la propiedad”. La clase burguesa se apoya, para el desenvolvimiento de sus intereses específicos y para el cumplimiento de su misión, política, histórica, económica, social, en una doctrina de los fueros personales basados en el derecho natural. Para que esta doctrina no se vea contrariada por el poder público, debe traer como consecuencia el principio de la teoría democrática. Si el poder público no ha de ejercer una autoridad restrictiva, omnímoda, es preciso que la soberanía en la cual se asienta ese poder, no se confunda con la voluntad de un gobierno establecido por un dictado de la providencia, sino que ella resida en la nación. Porque poco ha de valer, poco ha de servir que se dé a los derechos personales como base lógica un derecho natural, si frente a ese derecho se coloca el derecho divino que tiene bastante autoridad para dominar en cualquier terreno a los hombres. Es, pues, imprescindible para que se cumpla el derecho individual en el campo de la vida civil, que el sistema del derecho político sustituya la autoridad de origen divino por una autoridad emanada de una soberanía que radica en el pueblo.
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El liberalismo político aparecería, pues, como un refuerzo teóricamente lógico de esta parte de la doctrina liberalista, que es cargadamente individualista porque tiende a la destrucción de las trabas y limitaciones legales impuestas a las actividades del individuo en el área de sus relaciones jurídicas y económicas o sociales de todo orden. Pero en la práctica, el liberalismo político se separa del liberalismo económico y jurídico.
En efecto, para la defensa del derecho del individuo en la esfera de la constitución jurídica, se ve al liberalismo, como expresión política democrática, sostener que, en el campo político, el ciudadano es miembro de la soberanía. Y, por aquí deberá llegar el liberalismo moderno a la conclusión de que el gobierno ha de quedar en manos de la sociedad. ¿Por qué? Porque la soberanía radica en la nación y en el pueblo. No radica en la voluntad del monarca. Se supera de este modo la época en que la nación se confunde con el rey y el monarca se atreve a decir: “El Estado soy yo”. [Luis XIV]
La unipersonalización del Estado implica la omnipotencia del mismo. Con el agravante de que la autoridad que éste ejerce, se rige por los caprichos del monarca. El liberalismo somete la autoridad del Estado a los límites impuestos por la razón. Pero cuando él sostiene que la autoridad pública está regida por los estados de la razón, agrega que la razón hay que calificarla; llega a la conclusión de que la soberanía no es un poder arbitrario en manos de un gobierno. Éste ha de ejercerla de acuerdo con los dictados de la razón y, precisamente la doctrina liberal se encarga de decir cuáles son esos dictados. No pueden ser sino los que convienen a la naturaleza humana. Aparece, por ejemplo, la escuela económica liberal. El economismo liberal viene a realizar la doctrina del individualismo económico, agregándole argumentos científicos. El liberalismo sostiene, en efecto, que la mejor manera de gobernar consiste en dejar que se cumplan por sí solas las leyes naturales de la sociedad y de la economía. En sus comienzos aparece muy vinculado a la teoría del derecho natural. La escuela económica liberal clásica parte de la base de que el hombre, en sus relaciones económicas, está regido por leyes sociales y que estas leyes son perfectamente comparables a las leyes de la naturaleza. De ahí que la intervención del Estado no puede sino resultar perturbadora cuando viene a controlar el libre desenvolvimiento de esas leyes que, dejándolas solas, se encargan de resolver automáticamente todos los problemas de la vida económica.
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Los fisiócratas echan los fundamentos científicos de la economía moderna. Son, por lo menos, los grandes precursores de la ciencia económica. Ellos son los que han lanzado el famoso principio de laissez faire, laissez passer. Este principio parece haber sido formulado en una conversación que tuvo el rey de Francia, Luis XV, con un médico y economista fisiócrata. El rey le preguntó qué haría él para solucionar la difícil situación económica por la que atravesaba su reino, y Quesnay le contestó: laissez faire, laissez passer [«dejar hacer, dejar pasar»].
La escuela económica liberal encabezada por Adam Smith, recoge de los fisiócratas ese lema, al menos en su primera parte, la del laissez faire, que en la rama manchesteriana del liberalismo económico se exalta y se extiende a sus más aterradoras exageraciones. Se quiere justificar así el régimen de la libre concurrencia, cuyos efectos sobre la situación y las condiciones de trabajo y de vida de las masas productoras, llegaron a asumir caracteres espantosos. La tendencia liberal caracterizada por la aspiración del Estado mínimo, o del Estado “juez y gendarme”, que diría Spencer al plantear como ineluctable la antinomia “del individuo contra el Estado”, resulta insostenible ante los abusos de la explotación capitalista y ante las situaciones de miseria y de atraso en que se hunden sectores enteros de la sociedad dentro de una organización económica despiadada.
Y esto explica por qué van a ir apareciendo expresiones políticas liberales que se diferencian en su alcance, según intervenga o no la influencia y la voz de las grandes masas populares. Nosotros asistimos actualmente a una crisis de la libertad política, sobrevenida a causa de profundas perturbaciones económicas y sociales y, como contragolpe de una crisis del régimen capitalista que arroja a millones de hombres a la miseria.2
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Las fuerzas productoras humanas, al defenderse, habían resquebrajado los moldes de la sociedad, que resultaban demasiado estrechos para el desenvolvimiento de sus potencias propulsoras si habían de conciliarse con los derechos humanos de las multitudes. La democracia política y el constitucionalismo liberal, en su expresión más moderna, vienen a ser el coronamiento de todo este sistema de libertades jurídicas y personales que son, a su vez, en el nuevo sistema de energías productoras, condición necesaria para el despliegue de esas energías.
Pero las fuerzas productoras que, de acuerdo con la interpretación marxista de la historia, son en el fondo los factores determinantes de toda la evolución social, se dividen en dos categorías distintas: de un lado están los elementos de producción mecánicos, materiales, inconscientes; del otro los elementos de producción humanos. Y entre estas dos clases de elementos se produce un antagonismo, latente o visible, que estalla en la órbita de la voluntad de la clase capitalista, dirigente y dueña del destino de ambas. El antagonismo entre estos dos órdenes de elementos distintos deriva del hecho de que el dominio que la clase capitalista ejerce sobre uno de ellos –el material o mecánico–, asume la forma de un monopolio.
El elemento humano arrastrará su vida frente a la máquina que, debiendo ser elemento llamado a ahorrarle esfuerzos, se convierte en un terrible competidor que lo desaloja de los talleres. La máquina aparece abriéndose paso brutalmente y revolucionando la producción, mientras que la clase obrera, la masa humana, la muchedumbre de trabajadores de carne y hueso, sufren los efectos de esa revolución industrial a la que ellos contribuyen, a la cual sirven y secundan como forzados. Y no les queda el recurso de refugiarse en la tierra, porque ésta es también objeto de monopolio.
Esos elementos de trabajo y de producción –los humanos–, se constituyen en factores directos de la conquista de la democracia (de la evolución política en el sentido de formas cada vez más efectivas de la soberanía del pueblo); en el sentido de la adquisición de las libertades públicas que le son cada día más necesarias para la defensa de sus derechos. De ahí ese complemento político del sistema jurídico de los derechos individuales; de ahí el desarrollo de la democracia, que no es, como pudiera creerse, una simple concesión generosa de la burguesía, sino una conquista, a veces directa, a veces indirecta, de las masas proletarias.
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También la Revolución Francesa, como su antecesora la norteamericana, aparece implantando el sufragio, pero con limitaciones antipopulares: se concedía a los que tenían bienes y a los que pagaban impuestos. La Constitución del 93, bajo la presión de las masas proletarias, concede el sufragio a todo el pueblo. Pero esta Constitución no llegó a aplicarse, como lo reclamaba Babeuf, y así, las limitaciones electorales dejaban otra vez al margen de la ciudadanía a un vasto sector del pueblo.3
Vamos luego a ver a las masas proletarias batirse por la conquista y la expansión de la democracia política. A favor de esta expansión crece la corriente del socialismo demócrata, que amplía el radio de los derechos sociales sin contrariar, sino reforzando y tendiendo a dar realidad a los derechos individuales legítimos; se siente consustanciado con las libertades públicas y democráticas, y aspira a garantizar la efectividad de la justicia.
La norma del progreso político es, en síntesis, para nosotros, la que se traduce en un sistema de relaciones del Estado con el ciudadano dentro del cual crecen y se afianzan los derechos políticos y las libertades públicas de éste frente a aquél, con el consiguiente respeto por los derechos esenciales de la minoría y el Estado cumple su misión de órgano social para el servicio y defensa de la sociedad, impidiendo que los derechos individuales de la vida privada degeneren en privilegios por cuya virtud unos individuos oprimen o explotan a otros individuos, y estos se ven privados, en la realidad social de su vida, del derecho de ser dueños de sí mismos, o de la capacidad espiritual y mental para poder serlo.
Sólo en ese doble sentido se progresa.
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En la primera conferencia habíamos tratado del liberalismo en general, y habíamos establecido las diferencias que existen entre el político y el jurídico o económico, llegando a la conclusión de que, mientras el liberalismo político debe ser considerado una real defensa de la libertad, el liberalismo jurídico o económico conspira contra la libertad. El primero se refiere a manifestaciones del hombre en el campo de la vida cívica, en el escenario del derecho público. El segundo se refiere a manifestaciones del hombre en el campo de las relaciones del derecho privado, en el cual traduce jurídicamente los principios científicos o pseudocientíficos de la escuela económica liberal. Un distinguido profesor y escritor argentino, el doctor Carlos Sánchez Viamonte,4 ha formulado esa dicotomía del liberalismo en un libro excelente.
Tanto uno como otro liberalismo hacen su construcción sobre una plataforma de derechos individuales, pero los derechos individuales que proclama el liberalismo político se refieren a la masa del pueblo, pertenecen a la mayoría de los elementos componentes de la sociedad, o aun a la totalidad de estos elementos. Son derechos que la masa utiliza y que le sirven para el desenvolvimiento de su personalidad colectiva. En cambio, los derechos personales que defiende el liberalismo jurídico o económico sólo sirven a una determinada cantidad de individuos y, a veces, en perjuicio de otros individuos. Hasta podemos decir que, a menudo, sólo sirven para afianzar los intereses de los menos en contra de los más.
Si tuviésemos que hacer una reseña histórica del desenvolvimiento del contenido del liberalismo en sus diversas acepciones, tendríamos desde luego que recordar el pensamiento político de los griegos, al cual hicimos alusión en la anterior conferencia.
En el programa que nos hemos propuesto, saltamos un poco y tomamos como punto de partida el Renacimiento, en el cual encontramos la afirmación más clara y categórica del individuo frente a las diversas potestades o poderes ajenos a su voluntad.
Es en el Renacimiento, en efecto, donde y cuando se produce lo que podríamos llamar la gran reivindicación del individuo como unidad humana, para liberarlo de toda aquella serie de trabas que caracterizan el desenvolvimiento de la vida social y jurídica de la Edad Media. Pero el Renacimiento es, en gran parte, una reminiscencia y hasta una resurrección de ideas, de corrientes, de fuerzas espirituales de la Antigüedad.
El Renacimiento aparece reaccionando de inmediato contra las infinitas trabas que al ejercicio y desarrollo de la libertad individual se imponen durante la Edad Media, pero esta reacción inmediata tiene sus antecedentes y, en cierto modo, sus raíces, en posiciones de espíritu que encontramos en el terreno jurídico de épocas anteriores.
Entre los griegos, a quienes terminamos de aludir, tenemos el concepto –sin duda alguna liberal, en el buen sentido de la palabra– de los estoicos, para quienes la ley debe estar de acuerdo con la razón humana. La razón humana, para los estoicos, es la encargada de descubrir el secreto de la naturaleza, dando ellos como fundamento del derecho una ley natural.
Existe una ley natural que es el fundamento y la medula del derecho mismo; y es la conciencia o la razón humana la llamada a descubrir el secreto y la orientación de esta ley.
Son ellos los que sientan, pues, por primera vez, el principio de un derecho natural, de una ley natural a la que deben referirse todos los derechos y todas las potestades humanas; son también los estoicos los que establecen que todos los hombres son iguales desde el punto de vista jurídico; que no hay diferencia entre ellos; que la naturaleza de todos los hombres es exactamente igual y que el derecho emana de la naturaleza, por lo cual todos los derechos humanos deben ser iguales para todos los hombres.
Este principio de los estoicos lo vamos a ver recogido por el cristianismo, el cual, como saben ustedes, exalta también la independencia espiritual y el valor de las individualidades. Declara asimismo la igualdad de la naturaleza constitutiva de todos los hombres. No admite que haya, en lo que se refiere a su constitución esencial, diferencias entre unos y otros. Coincide en este concepto con los estoicos, pero sería injusto desconocer que, en el campo histórico donde empezó a actuar el cristianismo, o sea en la época romana, también habían hecho camino algunos conceptos que nos van acercando poco a poco a la idea de libertad y de libertad individual.
Los juristas romanos, en efecto, habían tomado, antes aun que el cristianismo, esta idea de los estoicos, aceptando asimismo el fundamento de la ley natural. Los juristas romanos, en cuanto adquirieron del Imperio la facultad de interpretar la ley, de aconsejar soluciones para los diversos problemas jurídicos, consejos que adquirieron luego toda la fuerza de verdaderas disposiciones legales, recogieron ese concepto de un derecho natural, del cual hicieron algo así como un límite para ciertas fuerzas que conspiran contra la autonomía del individuo y del hombre en el desenvolvimiento de las relaciones sociales, especialmente de derecho civil. Y hay más, en el concepto o en la concepción jurídica de los juristas romanos, nos encontramos con una tendencia francamente individualista, en el sentido de que son ellos los que empiezan a establecer (y luego lo reconoce toda la construcción jurídica del imperio), derechos especiales para determinadas personas frente a las potestades o a las facultades del poder público.
En Roma se codifica, se legisla sobre la base de este concepto de que hay personas que tienen, en virtud de un derecho natural, de un iuris naturae, o de una ley de naturaleza, atributos jurídicos contra los cuales no puede reaccionar ese poder extraño a la voluntad del individuo, que es el poder público; ante los cuales el poder público, la potencia del Estado, tiene que detenerse.
Pero no estamos todavía frente a la verdadera concepción individualista, porque se trata de derechos o de atributos de determinadas personas morales constituidas por cuerpos sociales, por entidades representativas, por corporaciones o por clases.
El sentido corporativo informa todo el desenvolvimiento de la jurisprudencia romana, y el sentido corporativo nos aparta del contacto con el sentido individualista del derecho en el proceso de su desenvolvimiento. Estas personas no son todavía el individuo aislado; son, vuelvo a repetirlo, agrupaciones de individuos.
Y hay luego otro fenómeno histórico importante, que tiene gran influencia en el desarrollo del derecho, en el sentido del liberalismo y del individualismo (dos cosas que en la primera etapa de su evolución marchan bastante confundidas), y es la invasión de los bárbaros.
Tribus bárbaras, como las germánicas, traen conceptos de convivencia social que se parecen bastante a algunos de los principios del liberalismo político.
Los germanos, en efecto, no admiten el concepto romano de que la autoridad sea omnímoda y que tenga el derecho de gobernar a los pueblos con prescindencia absoluta de la voluntad de los pueblos mismos. El concepto de un poder de derecho divino o de una autoridad ajena a la voluntad de todo el cuerpo social, es desconocida para los germanos. Para ellos, el jefe es la emanación de la voluntad general; hay una asamblea de la cual surge un delegado, un personaje especial que ha de representar a la tribu, pero de acuerdo con la resolución que la asamblea adopte.
Para el concepto de los romanos surge ya –esto es interesante advertirlo– la idea del pacto social. En efecto, una de las costumbres jurídicas de Roma es que el magistrado dicta la ley, pero esta ley solamente llega a hacerse efectiva si la acepta el cuerpo de delegados del pueblo, si la acepta la asamblea representativa del pueblo. Hay una especie de concertación, de pacto, de acuerdo, del que resulta que el pueblo es el que dicta en definitiva la ley que él acepta. El magistrado sólo puede poner en práctica leyes que ha aceptado previamente la asamblea representativa del pueblo.
Estamos, pues, ante una representación del pacto social, pero solamente en el terreno de las relaciones jurídicas del derecho privado. En el campo del derecho público ya no es lo mismo. Aquí la autoridad impone su voluntad, dicta sus decretos, pero el pueblo tiene que acatarlos.
En el caso anterior, el pueblo puede revocar las leyes. La asamblea que ha aceptado el proyecto del magistrado y hace que se dé efectividad a la ley emanada de la voluntad del magistrado, está también facultada para revocar esa ley y sustituirla por otra. En lo que respecta a la vida pública, esta facultad no le es reconocida.
Según el concepto jurista romano no existe, para el pueblo, el derecho de rebelarse a las disposiciones de la autoridad; no se admite que el pueblo tenga el derecho de rebelión contra las decisiones autoritarias. La posición en que se colocan las tribus germanas, desde este punto de vista, es distinta.
En ellas vemos actuar ya el pacto, pero no tan sólo en el campo de las relaciones jurídicas privadas, sino en el campo de las manifestaciones cívicas y del derecho público. Acaso éste es el único campo en que actúa dicha concertación de voluntades y en donde vemos al representante de la autoridad intervenir en representación del conjunto social, como un delegado de ese conjunto, el que tiene facultad hasta para revocar.
El cristianismo aparece aprovechando esa tendencia que ya encontramos un tanto implícita en algunas actuaciones de los juristas romanos, y que trae un sentido de exaltación de la personalidad y sobre todo de la independencia espiritual. Significa indudablemente una afirmación del individuo frente a los poderes ajenos de su voluntad, pero esta tendencia del cristianismo resulta contrarrestada por las construcciones sociales y jurídicas de la Edad Media, en la que vemos al individuo sumergirse en la corporación, en la clase, en el fondo, bajo la potestad de la monarquía, bajo el privilegio de los señores.
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La Edad Media trae una gran complicación de reglamentaciones, dentro de las cuales la individualidad puede decirse que desaparece por completo. El hombre se debe a su clase, a su gremio, a su corporación, a su ciudad o a su monarca. Y es allá por los siglos XIV o XV, cuando empiezan a surgir tendencias y esfuerzos hacia la liberación del individuo de todas estas trabas y de todas estas limitaciones de la libertad personal.
Desde luego, sería injusto dejar de reconocer que aun en lo que llaman algunos historiadores “la noche de la Edad Media”, hay algunos resplandores que se van a sumar, en el transcurso del tiempo, a la gran llamarada espiritual del Renacimiento, y uno de esos resplandores es, aunque parezca contradictorio, la preocupación mística del espíritu medioeval.
En la Edad Media se ahonda un aspecto de la personalidad humana, que es el aspecto del sentimiento religioso. Éste sirve como un primer punto de partida o como un impulso para el estudio de la psicología del hombre.
Se ahonda, y se busca algo así como un reflejo invariable en lo más profundo del ser moral, donde van a ir a concentrarse todas las preocupaciones del espíritu religioso y místico.
Se sutiliza en torno de este problema de la religiosidad, del sentimiento religioso del hombre, y esto aparece como una preocupación favorable a la tendencia de hacer del individuo algo así como el eje del mundo; preocupación que se acentúa en determinadas épocas del Renacimiento, porque viene combinada o, más bien, complicada con las reivindicaciones políticas, civiles del hombre; esas reivindicaciones que dan lugar a todo el desenvolvimiento del liberalismo político o del liberalismo jurídico.
En el siglo XV aparece ya una concepción jurídica que anuncia cierta posición ideológica triunfante en la Revolución Francesa, de gran importancia para todo el proceso del derecho humano en los últimos tiempos, porque se refiere precisamente a la estructura económica de la sociedad.
En el siglo XV se reacciona, por parte de algunos juristas, contra el principio feudal de que la propiedad de la tierra pertenece al monarca, y se establece en cambio una distancia entre la jurisdicción estatal y el titular de la propiedad. El titular de la propiedad, el propietario, llega con esta concepción jurídica a tener atributos de derecho que están a cubierto del alcance de la jurisdicción política y, por consiguiente, fuera del alcance de la potestad del Estado.
La tierra no va a ser propiedad exclusiva como un bien general del monarca. En desacuerdo con el concepto del feudalismo, la tierra podrá ser propiedad exclusiva del individuo, y hasta estará defendida, protegida, contra el alcance de toda jurisdicción de carácter público. Es, como se ve, el punto de partida de la reivindicación individualista en el sentido del derecho de propiedad.
Llegamos luego a un movimiento histórico de gran importancia. Estas teorías que se desarrollan en el siglo XIV o XV tienen, sobre todo, su asiento en Italia, que, como se sabe, es la cuna del Renacimiento.
El Renacimiento descubre la Antigüedad, pero no tan sólo la descubre, sino que se pone en íntimo contacto con ella y, en cierto modo, la actualiza, la vive y la revive. Pero el Renacimiento no es tan sólo un paso por encima de la barrera medieval hacia el esplendor de las civilizaciones de la Antigüedad clásica griega y romana. Es también, en otro sentido, un paso por encima de las barreras medievales hacia el porvenir, hacia las conquistas del futuro.
Es un salto hacia atrás, por encima de todas las construcciones mentales y espirituales del Medioevo, porque va a recoger en las olvidadas civilizaciones clásicas de Grecia y de Roma, una enorme cantidad de conocimientos que no habían llegado todavía, que estaban como detenidos por la barrera medieval, y no habían trascendido hasta la época moderna. Surge la época moderna, pues, de una especie de redescubrimiento. Se desarrolla el afán por ponerse en contacto con el espíritu, con el alma de aquellas civilizaciones; por extraer del pasado todos aquellos tesoros de belleza, de filosofía, de ciencia, de arte, que habían acumulado los griegos y los romanos, pero al mismo tiempo, esto se hace precisamente en virtud de impulsos del espíritu y de la conciencia que significan un gran salto adelante. Esto se hace en virtud de inquietudes, de profundas inquietudes mentales que traen consigo e importan una rebelión contra las trabas de la Edad Media y especialmente del dogma, que impedía el desenvolvimiento del espíritu. Y esto abre las puertas a la facultad de investigación y de crítica.
Ese remontarse a las formas y al alma de aquellas pretéritas civilizaciones, se realiza poniendo en acción y desenvolviendo las facultades que han de servir al espíritu humano para llegar a las más amplias conquistas del saber; para reaccionar contra la escolástica medioeval; para rebelarse contra las imposiciones de la verdad revelada; para afirmar la libertad de la ciencia, en todos los campos de investigación; para descubrir la verdad científica, a despecho de las escrituras sagradas. Por eso el Renacimiento ofrece ese doble aspecto, tan interesante para el observador; el doble aspecto de ser al mismo tiempo una vuelta, hacia el pasado y una conquista del porvenir; un sentimiento de admiración por lo que fue, pero que sirve como base y punto de partida para vincularse espiritualmente a lo que ha de ser.
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Sí el Renacimiento significa todo esto, significa también otra cosa, y es la afirmación del individuo. La afirmación del hombre libertado de todas las cadenas de la época feudal, para desplegar audazmente sus alas en todos los espacios del espíritu humano.
Se caracteriza por una tendencia hacia la afirmación personal; por una preocupación a revalorar el hombre en todas sus facetas y en toda su profundidad. Y esta es una de las características más trascendentales del humanismo, que surge en Italia no por un simple azar, sino por una serie de circunstancias de carácter histórico que sería, sin duda, demasiado engorroso pretender enunciar ahora.
No es, por consiguiente, el Renacimiento tan sólo una reminiscencia literaria o artística de la Antigüedad. Si fuese tan sólo así, no habría alcanzado, como movimiento histórico, la enorme trascendencia que ha tenido. Es toda una nueva posición del espíritu humano, de consecuencias incalculables a los efectos de los progresos científicos, artísticos, morales, jurídicos y políticos.
Por otra parte, si hay una época en la historia en la que se ve de un modo claro la influencia del factor económico sobre el desenvolvimiento espiritual, mental, artístico y científico de la vida, es precisamente el Renacimiento.
En esa época ocurren acontecimientos de orden material, de orden económico, cuya influencia sobre todos los aspectos de la vida humana es fácil percibir. Los descubrimientos geográficos, desde luego, no sólo sirven para abrir nuevas rutas a la humanidad, para facilitar las comunicaciones, para poner en contacto unos pueblos con otros. Los descubrimientos geográficos traen modificaciones, grandes trastornos en la situación de muchos Estados; hacen que algunas ciudades, hasta entonces prósperas, caigan en la decadencia más completa; que se traslade el centro de la prosperidad mundial del Mediterráneo hacia el Atlántico, y hacia otras riberas marítimas.
Las ciudades italianas, a consecuencia del descubrimiento de América, pierden la hegemonía mundial de que habían venido gozando en el comercio y en otros órdenes de la vida hasta ese entonces. En cambio, surge la prosperidad de países como España, Portugal y, más adelante, Francia.
Hay un fenómeno que, pudiéramos decir, está de acuerdo con ciertas preocupaciones actuales: es el fenómeno monetario. El descubrimiento de nuevas tierras trae consigo el aporte de metales preciosos, que permiten el establecimiento en Europa del sistema monetario a base de metales preciosos que representan riquezas incalculables, habiéndose llegado a decir que España recibió en el espacio de menos de un siglo, cinco billones de duros, valor de los metales preciosos importados de sus colonias.
Europa se siente convulsionada por el efecto de estos factores que transforman totalmente su economía. El sistema monetario, por un lado; la acumulación de tantas riquezas, por otro; la ruina de unas ciudades y el súbito esplendor de otras; y esto, acompañado por los cambios políticos y jurídicos que se derivan de tantas y tan profundas alteraciones, modifican la faz del mundo. Se produce una vasta revolución pacífica, la que se ha llamado la revolución mercantil del siglo XVI, que no es nada en definitiva, sino anticipo o preparación de la gran Revolución industrial del siglo XVIII.
Esa revolución mercantil del siglo XVI es, por así decirlo, la manifestación económica del Renacimiento. Esta manifestación económica del Renacimiento debe determinar forzosamente cambios fundamentales también en los conceptos jurídicos. Esta revolución económica reclama que la posición del individuo en el campo de las relaciones jurídicas sea distinta a la de las épocas en que la economía se desenvolvía en horizontes más restringidos, como en la época medieval. Reclama que la concepción jurídica admita, desde luego, que el individuo goce de la libertad de desempeñarse en el ámbito de la conquista de la riqueza o del logro de la prosperidad material.
Arrastra a la clase que va reuniendo en sus manos todas las potencias económicas de la sociedad a reaccionar contra todas las barreras que limitan la actividad de los hombres en el campo del desenvolvimiento económico.
Ella reacciona, desde luego, contra el dogma feudal de que la tierra pertenece en principio a los señores o al monarca, y que solamente éste puede concederla a los dotados de ciertos privilegios nobiliarios, de manera tal que la masa de la población queda completamente al margen del aprovechamiento de la tierra como un bien propio. Cuando la trabaja, queda sometido a la condición del siervo de la gleba, con todo lo que esto tiene de sentido de esclavitud; y ello no conviene a los intereses económicos de la clase social que se va afirmando durante el Renacimiento; de la burguesía, que conquistó en el seno de las ciudades los poderes y fueros comunales para el desarrollo de sus intereses; que se hizo fuerte, en el ordenamiento de las corporaciones de oficios, para contener los desmanes de los privilegios feudales y para afrontar los abusos de la monarquía; que en algunos países llegó a hacerse dueña de la dirección política, transformándose, algunos de sus miembros, de simples mercaderes en príncipes. La burguesía necesitó que se cambiase toda la concepción de los derechos privados y que la propiedad de la tierra no fuese más un atributo exclusivo del monarca ni de los nobles, sino que pudiese ser un atributo de los individuos con medios para adquirirla. Ese concepto que separa la jurisdicción pública del derecho del titular de la propiedad, sentado por algunos juristas del siglo XV, responde a las necesidades sociales de una clase que va creciendo en su potencialidad económica.
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Luego tenemos la Revolución Inglesa, antecedente de la Revolución Francesa. La revolución puritana, realizada en Inglaterra en el siglo XVII, aporta algunos elementos primordiales a este proceso del desenvolvimiento jurídico, en el sentido del liberalismo y del individualismo. Triunfan allí algunas concepciones jurídicas en las que va implícito el concepto del pacto social. Desde luego, es necesario advertir que en Inglaterra la situación política ha sido distinta a la del resto del continente.
En Inglaterra ha habido Parlamento; el monarca nunca ha gobernado con prescindencia absoluta de órganos que en cierto modo lo dirigen o lo contienen. El monarca ha tenido que gobernar en Inglaterra siempre controlado por un Parlamento compuesto por los nobles y representantes de la Iglesia. En cambio, en el continente asistimos, especialmente a fines de la Edad Media, a un verdadero florecimiento de Estados que se gobiernan por la voluntad omnímoda de un solo señor, como en Francia, cuando un rey podía decir: “El Estado soy yo”.
Este es un antecedente de importancia para tener una idea de las contribuciones de la Revolución Inglesa al desenvolvimiento de la teoría jurídica. Uno de esos aportes es el del pacto social, pero con una diferencia fundamental con el aporte de la misma índole a que ya hemos hecho alusión y que encontramos en la concepción de los juristas romanos.
Ya hemos visto que la jurisprudencia romana trae esta idea de un acuerdo, de un contrato que se refiere a determinadas personas, pero personas corporativas.
En Inglaterra, con la revolución del siglo XVII, va a triunfar el concepto de este pacto o de este contrato, pero refiriéndose no ya a los derechos de determinadas personas morales, corporaciones representativas, corporaciones de oficios, cuerpos de diversa índole, clases sociales, etc., sino refiriéndose a los individuos mismos. Y esto es importante porque viene a dar la construcción filosófica del concepto de la soberanía popular una base más firme y más efectiva.
Se hace descansar por este medio la soberanía popular, no ya en corporaciones y personas morales o jurídicas de carácter corporativo, de índole colectiva; se hace descansar la soberanía popular directamente en los individuos físicos. Y este es el concepto que luego va a transportarse al continente y lo vamos a ver desarrollado en Francia, con la teoría del contrato social, que adquiere un sentido que llega a ser atomístico, en cuanto la soberanía popular descansa en todos y también en cada uno de los individuos.
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En la Revolución Francesa se notan dos corrientes. Toda ella está imbuida de una tendencia general, que es el liberalismo. En el liberalismo de la Revolución Francesa hay el matiz socialista y el matiz individualista; hay la corriente que tiende a la comunidad de los bienes económicos como base para la libertad individual y el desenvolvimiento social; y la corriente que tiende a la afirmación del individualismo en su concepto más estrictamente jurídico y económico.
De estas dos corrientes triunfa la corriente individualista, porque es la que responde mejor a los intereses de la clase que en la Revolución Francesa tuvo más clara noción, más clara conciencia de su posición histórica, que era la clase burguesa.
El tercer estado se hallaba compuesto por los elementos de distintas clases sociales, que contribuyeron al movimiento histórico de la Revolución Francesa. Los proletarios y los hijos del pueblo en sus capas más profundas lucharon por la revolución. Pero la burguesía impuso en definitiva las formas jurídicas, las instituciones de derecho que mejor correspondían a las exigencias económicas de sus propias necesidades, porque era la que tenía más clara noción, como clase, de sus conveniencias específicas.
Y bien; yo he dicho ya muchas veces, pero conviene insistir en este concepto, que el socialismo no es una negación sino una superación del liberalismo político, y es, por otra parte, la forma más completa y elevada del individualismo, por cuanto tiende a afirmar y a robustecer al individuo en la persona de todos y cada uno de los componentes de la gran masa del pueblo, sobre la base de una sociedad suficientemente fuerte como para rodearlos de garantías eficaces, poniéndolos a cubierto de la absorción por parte de otros individuos y de la opresión de unas clases por otras.
El socialismo es en el fondo asociacionismo, y el asociacionismo no suprime al individuo, sino que lo refuerza porque le concede posibilidades, facultades de acción y de derecho que el individuo por sí solo no está en condiciones de ejercer. Por eso tiene razón Rodbertus5 cuando dice: “Que no se puede hablar en lo fundamental, en el punto de partida, de una oposición entre el individuo y la sociedad, porque si se tratase –dice él– de dos corrientes opuestas y antagónicas, de dos fuerzas contrarias, tendrán que ocurrir dos cosas: o que estas dos fuerzas contrarias sean parejas, y entonces sobrevendría el equilibrio; habiendo equilibrio no habría oposición; o que una de estas fuerzas fuese mayor, y entonces la más poderosa vencería y concluiría por hacer desaparecer a la otra”.
Hay un individualismo, que llamaríamos extremista, según el cual la sociedad sólo debe existir para el triunfo y la satisfacción del individuo. Ese individualismo extremista hace del individuo el eje de todo el desenvolvimiento social y entiende que todo lo que signifique alguna leve limitación de las libertades individuales debe ser suprimido. No admite, por consiguiente, la concepción del pacto, ni siquiera la concepción de pacto del individualista Locke, porque en la concepción del pacto hay ya, por parte del que entra a admitirlo, una limitación de su propia libertad.
El que consiente en el pacto social, consiente también en que se cercene su propia personalidad. Así pensaba Nietzsche. Pero no es posible detenerse a refutar esas formas de individualismo absoluto, a lo Nietzche o a lo Max Stirner. Menos arbitrario y retórico es el individualismo espenceriano. ¿Cuál es el concepto moral de Spencer? Para Spencer, el principio moral se deriva de las conveniencias de la especie, y sólo lo que conviene a la especie es moral. Lo que es inconveniente para la especie es inmoral.
Y bien, esto ¿qué significa sino someter al individuo a las conveniencias generales de la humanidad? El individuo tiene que seguir, como norma de conducta para ser moral, la observancia de las conveniencias de la especie.
No aparece el individuo, pues, con destinos propios, autónomos, de ningún modo sometidos a destinos extraños; aparece el destino individual, por el contrario, vinculado al destino general de la especie humana.
Y cuando en su libro La justicia tiene Spencer que sentar el principio jurídico, el principio de derecho, ¿cuáles son los dos enunciados fundamentales sobre los cuales levanta toda su construcción de ideología jurídica? Uno es: “La libertad igual para todos”. En esto parece, naturalmente, perfectamente fiel al concepto fundamental del liberalismo. Y el otro concepto, ¿cuál es?; el de que cada cual percibe las consecuencias inherentes a su naturaleza y a la conducta consiguiente.
Pero, para que se cumpla este principio de derecho, ¿no será acaso, imprescindible organizar la sociedad de tal manera que signifique precisamente la aplicación de las reivindicaciones socialistas? ¿En qué sociedad el individuo podrá recibir las consecuencias propias e inherentes a su naturaleza y a la conducta consiguiente? ¿En aquella que solamente tenga en cuenta las conveniencias de unos pocos o, en cambio, en aquella donde todos los elementos necesarios para la actividad útil del hombre estén al alcance del hombre mismo; donde todos sean iguales en el punto de partida; donde no haya hombres que estén, desde que nacen, despojados de los instrumentos indispensables para que puedan percibir las consecuencias, los efectos de su propia naturaleza y de la conducta consiguiente, mientras hay otros que, por el contrario, desde el día que nacen están provistos de todas las riquezas y de todos los bienes creados por la civilización?
Si hemos de aplicar estrictamente, pues, el principio de derecho que cita Spencer en La justicia, tendríamos que dejar de lado los principios jurídicos que se derivan de las nociones de la escuela económica liberal.
En cuanto a la escuela económica liberal, ella nos conduce a una posición que significa entender que la sociedad ideal, que la mejor sociedad concebible por el hombre es aquella en la cual el individuo puede perseguir sin ninguna intervención extraña a su propia voluntad, sus propios intereses materiales, obrando de acuerdo con sus impulsos egoístas, como ya lo creían los epicúreos.
Otro individualista caracterizado es Kant, quien también recoge el concepto del pacto social, admitiendo que el hombre entra en dicho pacto entregando en él provisoriamente su libertad, pero para recoger luego, gracias a ese acuerdo, su libertad acrecida por los derechos civiles que son una emanación y un producto del estado social.
Y bien; si este es un concepto individualista, nosotros podemos decir que en la orientación socialista no hay nada en realidad que se oponga a que se dispongan las cosas de tal manera. La concepción socialista no está en contradicción con este concepto de que el hombre puede entrar en la convivencia social admitiendo ciertas limitaciones a su libertad para hacer posible esa convivencia y a los efectos de recoger después esa libertad acrecida en una cierta cantidad de derechos que son otras tantas posibilidades para el desenvolvimiento de la personalidad humana.
Ahora, eso sí, que no debemos olvidar que el individualismo de la escuela liberal clásica en el campo económico, pretende que la mejor forma de convivencia humana o de convivencia social, es aquella en la cual los individuos pueden perseguir sin la más mínima limitación, la satisfacción de sus impulsos egoístas, aquella en la cual pueden dedicarse a labrar su propio enriquecimiento, porque de acuerdo con el principio sentado por Adam Smith, cuando el individuo se dedica a labrar su propio enriquecimiento, a prosperar individualmente, está trabajando, aunque no se dé cuenta de ello, por la prosperidad del conjunto.
Hay en la corriente ideológica de la escuela económica liberal, fundamento y refuerzo científico del individualismo jurídico, dos posiciones: la de los optimistas y la de los pesimistas.
Optimista es el que entiende, como Adam Smith, que cuando se deja al individuo trabajar por su propio enriquecimiento, desenvolver libremente todas sus actividades y energías para conquistar su propia prosperidad económica, se deja también a la sociedad que cumpla sus mejores fines, porque ese hombre al enriquecerse o al esforzarse en prosperar, trabaja en beneficio de la sociedad entera, contribuye a la prosperidad general. Y las cosas están dispuestas de tal modo, dentro de una organización como ésta, que por virtud de ciertas compensaciones se producen los acomodamientos definitivos. Si eso trae, por el momento, alguna consecuencia indeseable; si el hecho de que el individuo persiga el fin inmediato y egoísta de enriquecerse, puede traer como consecuencia algún inconveniente social, ese inconveniente es compensado por ventajas de otra índole, de manera que en el balance general, en el cómputo de los resultados se opera el equilibrio.
Pero hay la tendencia pesimista, y ésta es la de aquellos que, sin dejar de ser economistas liberales, reconocen que la organización económica se halla sombreada por antagonismos y duras realidades. Esos son males inevitables, consecuencias fatales de la actividad económica, porque la economía obedece a leyes superiores a la voluntad de los individuos y de los gobiernos. Una de esas leyes es que el hombre deba moverse por el impulso egoísta de sus necesidades y sus ambiciones. El móvil de satisfacer sus intereses materiales es el impulso más fecundo del hombre, y esta es una condición de la contextura humana, no habiendo fuerza que pueda contrarrestar esa fatalidad histórica. En general, los hechos de la economía corren sobre rieles que los hombres no logran eludir sino transitoriamente y para recaer dentro de ellos, por la gravitación natural de las cosas, aunque la trayectoria de esos rieles vaya dejando un tendal de víctimas y una estela de dolores.
Las cosas del mundo capitalista son, pues, las de un mundo inmodificable, y deben ocurrir como ocurren.
De modo que, de acuerdo con esta concepción de las libertades humanas, que es la de Ricardo, no cabe sino soportar resignadamente todos los efectos de las desigualdades económicas y todos los males inherentes a la opresión de una clase por otra, porque esas son manifestaciones fatales de la vida social. Los que pretendan reaccionar contra eso crearán una sociedad artificial, que no podrá durar porque se opone a los claros designios de la naturaleza humana.
Quedaban así bien tendidas, en este terreno, las líneas entre el liberalismo económico, base del jurídico, y el socialismo.
El socialismo puede interpretarse, en cierto sentido, como la tendencia de someter el individuo a la sociedad. Frente a esa tendencia, según la cual la sociedad debe existir tan sólo para el triunfo del individuo y el individuo debe impedir que la sociedad lo limite en lo más mínimo, puede alzarse el concepto extremadamente opuesto de que el individuo no exista sino para el engrandecimiento de la sociedad. Entonces el individuo no es nada y la sociedad es todo.
Pero la historia ya ha hecho experiencia a este respecto. El concepto de que el individuo debe desenvolverse ampliamente sin ninguna traba para colmar todos sus anhelos egocéntricos, para satisfacer sus impulsos egoístas, ha sido practicado –como lo hemos dicho ya– en la época de la libre concurrencia; y ha producido efectos realmente desastrosos, contra los cuales tuvo que reaccionar el espíritu y el sentimiento público de los más adelantados países del mundo.
Por otra parte, este mismo concepto aplicado en el régimen de la libre concurrencia, nunca significó en realidad el triunfo del individuo en Abstracto y con mayúscula, sino el triunfo de una ínfima cantidad de individuos. La masa ha quedado siempre excluida del desenvolvimiento de esa libertad individual, y aquí tiene importancia recordar lo que dice Ziegler en su libro La cuestión social es una cuestión moral. Él opone al concepto del individualismo una observación muy certera a mi juicio, la de que el individualismo está frente a la masa. El liberalismo individualista tuvo en vista solamente la libertad individual de los poderosos, de los poseedores, pero se ha olvidado de que dejaba completamente despojados de facultades a los individuos componentes de la gran masa del pueblo; y surge, por consiguiente, una separación honda, profunda, abismal, entre el individuo concebido por los juristas individualistas o por los economistas de la escuela liberal clásica, y el individuo que pertenece a la gran masa del pueblo, que también es individuo y que también es hombre.
De modo que la mejor organización social no puede ser la que, so pretexto de exaltar al individuo, sacrifica a la inmensa multitud de unidades del pueblo.
La mejor organización social, aun desde el punto de vista de los derechos y de la salvación del individuo, es aquella que, en vez de defender y exaltar al individuo poderoso o al individuo poseedor, defiende a todos los individuos en general.
La solución consiste en poner el orden social al servicio del hombre y no el hombre al servicio del orden social.
Pero vamos llegando ya al momento en que podemos decir que no se pretende con esto conciliar por medio de un esfuerzo dialéctico dos corrientes antagónicas y opuestas, la individualista y la socialista.
Con todo lo que he venido diciendo, solamente se trata de llegar a la conclusión de que el liberalismo político y el estatuto cívico de los derechos individuales, pertenecen a la clase obrera, porque pertenecen al destino de todas las clases sociales oprimidas; y como la clase obrera es una clase social oprimida, a ella es a quien, por consiguiente, le corresponde e interesa conquistar y defender esa situación civil.
Yo, alguna vez he visto también que, en el afán o en la necesidad de diferenciación lógica de la ideología socialista, acaso hemos ido demasiado lejos en nuestra crítica al liberalismo burgués; hemos ido demasiado lejos en nuestro escepticismo para con la libertad. Hemos ido demasiado lejos al dejarnos decir que la libertad sólo sirve como medio para realizar ciertas cosas, para obtener ciertas conquistas.
Este concepto, en el fondo es naturalmente exacto y es indiscutible, pero ha hecho falta contraponer a este concepto, como contrapeso, el de que no puede hacerse nada grande y fecundo sino en la libertad, y que la mejor conquista que puede realizar el hombre es la conquista de ella, precisamente por tratarse de un medio, de un instrumento preciso e indispensable para que la personalidad humana se afirme y cumpla sus más auténticos destinos.
Los mismos órganos del cuerpo animal son también medios; son instrumentos para la vida del organismo. Pero como la vida de cada uno de estos órganos es imprescindible para que aquel logre cumplir sus fines específicos y sociales, la conservación de ellos constituye por sí sola un fin preciso para el organismo. Las libertades humanas, sobre todo las políticas, son órganos de la personalidad en la vida material y moral, de modo que si la personalidad humana necesita de esas libertades para su mismo y fecundo desenvolvimiento, puede ser para ella un fin el conservar o conquistar tales facultades aun cuando en sí ellas no sean sino un medio para que la personalidad humana pueda realizar sus funciones individuales o sus fines históricos.
El socialismo es en la historia una tendencia a vivir mejor, y para decirlo con frases de Nietzsche, a vivir más. Esa tendencia sólo puede observarse a condición de que se garantice y amplíe la libertad de cada cual, de cada hombre, no en el sentido de que cada cual pueda hacer lo que le venga en gana, sino de que cada cual, regido por un recíproco respeto de las libertades, quede acrecido en sus horizontes históricos, en los horizontes de su vida material y espiritual, por el despliegue amplio y armónico de todas las potencias humanas, en la concordia y en el apoyo mutuo.
Lo que hay es que la burguesía ha desacreditado en cierto modo la libertad; la ha desprestigiado. Ella hizo la revolución del siglo XVIII para consagrar algunas libertades jurídicas que, en el fondo, no fueron sino medios de opresión y de explotación económica. Para los proletarios no fueron frecuentemente, sino nada más que la clásica y simple libertad de morirse de hambre.
Pero si estas son las que podemos llamar libertades burguesas, no debemos olvidar que en la corriente del movimiento histórico, a todo lo largo del siglo XIX y en lo que va del XX, se han venido conquistando otras libertades que no son burguesas, sino humanas, y hasta específicamente obreras, porque es la masa obrera la que más las necesita para su emancipación económica y porque ella las ha impuesto, muchas veces con grandes sacrificios, con las luchas de barricada o con huelgas sangrientas.
El liberalismo económico es la doctrina de la explotación, de la libre explotación económica, y es también la idea filosófica de que el enriquecimiento material es el fondo de la vida. Pero si no son desdeñables los esfuerzos de algunos economistas como Sismondi, como Stuart Mill, como Oppenheimer, para construir sobre la base de los principios de la economía liberal una economía socialista, ¿cómo no comprender que el liberalismo político y el socialismo, no el simple liberalismo jurídico sino el político, el de los principios democráticos, y el socialismo demócrata, pertenecen a una misma tendencia, a una misma corriente del espíritu humano?
Las libertades humanas, que también son obreras, y en ellas comprendo yo a las libertades públicas en general y a todos los derechos políticos y democráticos, constituyen un medio de vida para el proletariado consciente. Y son, asimismo, esenciales a la dignidad cívica de los pueblos y al decoro moral de la persona humana. Esto no debe olvidarse en ningún instante. El proletariado debe reivindicar siempre esas libertades. Él debe dejar a la burguesía la responsabilidad de esas libertades antisociales, egoístas; la responsabilidad de construir el armazón jurídico de lo que se llama el régimen de la libre concurrencia, que no fue nunca sino el régimen de la más dura explotación del hombre por el hombre, y del enriquecimiento sin escrúpulos, pero en cambio, reclamar enérgicamente estas otras libertades que constituyen para él una necesidad histórica, y no mirarlas nunca con recelo, sino hacer permanente guardia en torno de ellas para que no peligren cuando ha podido conquistarlas.
Emilio Frugoni
NOTAS
1 Aunque no es explícita, resulta evidente que el autor está haciendo referencia a la clásica distinción entre la libertad de los antiguos y la de los modernos, tal como la formuló el pensador francés Benjamin Constant a principios del siglo XIX. La liberté des Anciens es, esencialmente, la libertad democrática o republicana, vale decir, la libertad del pueblo como sujeto colectivo y activo, su participación política autónoma, que conllevaba extensos e intensos deberes ante la comunidad. Por el contrario, la liberté des Modernes consiste, sobre todo, en la libertad civil, esto es, en la libertad de los individuos como sujetos privados, enfocados en sus propios negocios o quehaceres personales (profesionales, domésticos, etc.), sin excesivas limitaciones o intromisiones por parte del Estado. La libertad de los antiguos suponía la subordinación de los derechos individuales al interés público (altruismo). La libertad de los modernos –siempre siguiendo el razonamiento liberal de Constant– viene a garantizar los derechos individuales en alto grado, pero no eliminando totalmente las responsabilidades cívicas inherentes a la soberanía popular (hacer eso facilitaría el gobierno despótico o arbitrario, lo que podría poner en peligro la integridad y/o propiedad de los individuos), sino minimizándolas todo lo posible, de tal modo que, sin resultar asfixiantes, sirvan eficazmente para proteger a los ciudadanos del autoritarismo y/o la rapacidad del Estado: abusos administrativos, fiscales, penales, etc. ¿Cómo? Reduciendo el ejercicio de la ciudadanía política a formas indirectas o delegativas de baja intensidad (régimen parlamentario o representativo). Constant hizo públicas por primera vez estas ideas en su discurso De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, pronunciado en el Ateneo de París en febrero de 1819. Puede leerse una traducción castellana aquí. (Nota del Ed.)
2 Esto se decía en el año 1933. (Nota del A., donde claramente se hace alusión al ascenso del nazismo)
3 La Constitución de 1793, la Constitución del Año I (la más avanzada de la Revolución Francesa), fue sancionada el 24 de junio por la Convención Nacional, en el contexto de una intensa movilización y radicalización populares, bajo la hegemonía jacobina. El art. 25 proclamaba: “La soberanía reside en el pueblo: es una, indivisible, imprescriptible e inalienable”. El 29 estipulaba: “Cada ciudadano tiene el mismo derecho para concurrir a la formación de la ley y al nombramiento de sus mandatarios o agentes”. (Nota del Ed.)
4 Carlos Sánchez Viamonte (1892-1972) fue un prestigioso jurista y político argentino oriundo de la provincia de Buenos Aires, con ideas progresistas y un fuerte compromiso en la defensa de los derechos humanos, las libertades públicas, la legislación laboral/social y la igualdad de género. Se desempeñó como profesor de Derecho Público y Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de La Plata –su alma mater– y se convirtió en un importante dirigente del Partido Socialista. Fue convencional y legislador provincial, y también diputado nacional. Escribió numerosos artículos y libros. Tras el golpe militar de Uriburu en 1930, se exilió en Montevideo. Es probable que allí haya conocido a Frugoni, como colega y camarada. Conjeturamos que el libro de Sánchez Viamonte al que hace vaga referencia el autor uruguayo es Democracia y socialismo, o acaso Defectos sociales de la constitución de 1853, ambos editados en Buenos Aires por Claridad hacia 1933, precisamente el mismo año en que Frugoni dio el ciclo de conferencias que luego transcribiría y unificaría en el ensayo que aquí hemos recuperado. (N. del Ed.)
5 Johann Karl Rodbertus (1805-1875) fue un economista y filósofo prusiano, partidario del socialismo de Estado. (N. del Ed.)