Fotografía: una escena del estreno de Madre Coraje y sus hijos en el Schauspielhaus de Zúrich, el 19 abril de 1941, con producción de Leopold Lindtberg. Fuente: www.akg-images.co.uk
Nota.— El presente artículo del intelectual mexicano Carlos Herrera de la Fuente, un asiduo colaborador del semanario Kalewche y su revista trimestral Corsario Rojo, fue originalmente publicado en Salida de Emergencia, hacia mayo de 2020. Nos complace difundir este valioso escrito, con una ligera modificación del autor, en nuestra sección de semblanzas Kraken.
En un giro sintomático de nuestra época, se ha pasado de la condena del arte político al elogio de lo políticamente correcto en la experiencia estética. Si anteriormente, en el apogeo de la cultura posmoderna, se condenaba el compromiso del artista, particularmente del literato, con las causas más llamativas e importantes de su tiempo, así como con las agrupaciones, partidos o líderes que las enarbolaban, enalteciéndose, en contraparte, la «inutilidad» del arte y la irresponsabilidad del autor, ahora se espera, casi inconscientemente, una denuncia explícita de los múltiples males y calamidades que aquejan al mundo contemporáneo: la crisis ecológica, la violencia contra las mujeres, el abuso sexual contra infantes, las migraciones masivas, los problemas de salud pública, la delincuencia organizada, etc. Todo se ha vuelto un tema relevante para confirmar la pertenencia del autor a su época y a su mundo, con tal de tranquilizar la conciencia de un público que, en el fondo, no quiere sufrir grandes alteraciones en su vida y busca descargar la potente culpa que lo agobia (aun cuando, en realidad, tal vez sea el menos culpable de todo lo que sucede).
A pesar de las apariencias, entre todas estas actitudes en torno al objeto artístico, no hay una gran diferencia. Trátese de la defensa irrestricta a una causa o del amor al arte puro y a su embeleso estético, o bien del compromiso con lo políticamente correcto según la época, cada uno de estos comportamientos frente a la obra de arte reproduce una conducta que cabría calificar como apasionada en torno a la experiencia estética, entregada a la ficción de la potencialidad y efectividad del arte (tal como está constituido en un momento histórico determinado) como medio para afirmar, modificar o contribuir a la expresión y realización individual o colectiva.
Lo primero que llama la atención de Bertolt Brecht (a quien inmediatamente se cataloga como autor político, comprometido con la «ideología comunista» de su época) y de su relación con las obras que escribe es que su primer comportamiento frente a ellas, lejos de pertenecer a la prototípica imagen romántica de la entrega apasionada del artista a su trabajo, es de plena desconfianza, de cabal descompromiso irónico. No de abandono o repulsa (actitudes igual de vehementes que las de entrega o compromiso), sino de suspicacia, de «puesta entre paréntesis», de epojé. Desde el punto de vista de Brecht, si se quiere considerar al arte como medio expresivo de alguna realidad de tipo individual o colectivo y, desde ahí, explotar su potencialidad crítica y transformadora, lo primero que se tiene que hacer es cuestionarla en cuanto cosa «sublime» o «sagrada», desde cuya elevación sacra (aurática, diría Benjamin) se pretende revelar una verdad que no podría alcanzarse por otros medios. El arte debe ser deconstruido.
El primer rasgo de la «estética» brechtiana es, entonces, el de la desublimación irónica de la obra de arte. En este punto, sin duda, se muestra como el alumno más avezado de Heinrich Heine. Al igual que éste, en su maravilloso libro Alemania. Un cuento de invierno, Brecht se enfrenta desde sus primeros poemas «expresionistas» a los valores dominantes de la época, que en el contexto de la Primera Guerra Mundial se manifestaban en el más feroz nacionalismo alemán, contra el cual no se podía decir nada sin ser considerado un traidor. Brecht, previo al desarrollo de su teoría del drama épico o dialéctico, utilizó sin prurito las grotescas imágenes tan caras al expresionismo con una finalidad anti-expresionista (y, por lo tanto, antirromántica): lejos de pretender causar horror, asco o miedo (como lo hizo, años antes, en su libro Morgue, el más grande poeta alemán del expresionismo, Gottfried Benn), su objetivo era burlarse de las imágenes sagradas de la cultura bélica para delatar su profunda irracionalidad. Tal es el caso ejemplar de La leyenda del soldado muerto, al que el mismísimo káiser ordena revivir para seguir luchando, por considerar que había perecido “antes de tiempo”:
1
Y al entrar en su quinto año, la guerra
no ofrecía perspectivas de paz;
el soldado sacó sus conclusiones
y murió de muerte heroica.
2
Pero la guerra no había acabado,
por ello le dolió al emperador
que hubiera muerto su soldado:
le pareció antes de tiempo.
Del mismo modo, en Baal (1918), su primera obra teatral escrita –aunque la segunda en ser representada–, todavía dentro de la fase expresionista, Brecht construye la imagen de un poeta que se burla abiertamente de todos los valores poéticos, que escupe sobre la imagen de lo que debe ser un poeta de acuerdo a los valores y la consideración social. Baal es un poeta antisocial (en el seno de una «sociedad antisocial», agregará más tarde el propio Brecht), similar a la imagen popular de los llamados poetas malditos, cuyo pensamiento y vida son un reto constante a los valores burgueses y a la moral predominante. Su posición, sin embargo, lejos de ser la expresión de una vida bohemia romántica que fracasa al ser incomprendida por el mundo que la rodea (como sucede en El solitario de Hans Johst, la obra en la que Brecht se inspira para polemizar), es la más clara manifestación del vitalismo irracionalista, que, llevado a sus últimas consecuencias, conduce también a la ruina y el fracaso, sólo que por otras razones. De esa manera, Brecht da vida a su primer antihéroe.
Ahora bien, como ya se ha indicado, la consecuencia más evidente de esta desconfianza hacia el arte, que se expresa, en primera instancia, como una desublimación irónica, es la construcción sistemática de una posición antirromántica que intenta por todos los medios arrebatarle a la obra de arte la apariencia de excelsitud o elevación estética y moral, desde la que logra manipular a su público para inculcarle valores y verdades no del todo obvias en una primera mirada. Esta intención brechtiana queda evidenciada en su segunda obra teatral –aunque la primera en ser representada, en Múnich, allá por 1922–: Tambores en la noche (1919). En ella aparece explícitamente, en un cartelón colocado arriba del escenario, el lema que guiará la totalidad de la propuesta brechtiana: Glotzt nicht so romantisch!, “¡No miréis estúpidamente de forma tan romántica!”. Paradójicamente, esta obra ha sido de las menos comprendidas y comentadas de Brecht, a pesar de que en su momento fue un éxito rotundo y conllevó su inmediato ascenso a la fama.
Tambores en la noche está situada, a diferencia de lo que más tarde recomendará el drama épico, en el contexto histórico de la época: el de la rebelión espartaquista encabezada por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, la cual fue violentamente aplastada por el gobierno socialdemócrata al concluir la Primera Guerra Mundial. Lo curioso es que, a lo largo de la obra, la rebelión espartaquista en cuanto tal nunca aparece; y el clamor de la confrontación proviene de atrás del escenario, representado por el ruido de los tambores y las metrallas. Enfrente, sólo vemos la conflictiva situación amorosa de Ana, dividida emocionalmente entre su prometido, Murk, y un antiguo amor, Kragler, que regresa de África, donde se le daba por perdido en el contexto de la guerra. Este drama se desenvuelve a la patética manera de las peores telenovelas, mientras que, en el fondo, perdida en la oscuridad, es aplastada la rebelión comunista. Lo curioso de la representación es que, a pesar de la indicación explícita de Brecht por medio de su cartel, el público y el lector no pueden dejar de ver hacia el frente, arrobados por las calamidades amorosas que se les revelan; hasta que, en un monólogo final, el propio Kragler rompe la cuarta pared y cuestiona al público sobre el sentido de lo que está viendo.
Si bien Tambores en la noche, en cuanto obra primeriza, no es considerada dentro del canon del drama épico, representa la primera lección brechtiana de crítica a la ideología del arte (y a la ideología en general) y de deconstrucción estética de la obra teatral por medio de la obra teatral. Y de una manera eminente. Lo que nos enseña es que la ideología predominante y sus herramientas manipuladoras siguen funcionando aun cuando se nos advierta qué son y qué hacen. Hay una inercia de la manipulación que no puede ser rota por la pura indicación de su origen y sentido, sino que reclama el despertar de la reflexión crítica, contraria a la inercia pasional romántica.
Aquí aparece el tercer rasgo de la estética brechtiana: el de la razón crítica, vinculada al llamado V-Effekt: el efecto de distanciamiento o extrañamiento. Como su nombre lo indica, el principal objetivo del efecto de distanciamiento consiste en establecer una distancia racional entre la obra representada y el público espectador. Lo que se quiere es romper el vínculo emocional que encadena al espectador –aunque también se podría pensar en el lector– a la trama que se desarrolla frente a él, así como a los efectos escénicos y visuales que «atrapan su mirada», de tal manera que éste pueda activar su razón crítica para cuestionar el sentido de lo que observa –o lee– y el punto de vista que le está transmitiendo el autor, quebrándose así la inercia pasional vinculante que, en la normalidad de las representaciones teatrales, lo hace aceptar acríticamente aquello que se le propone desde el despliegue dramático.
De esta forma, aunque no lo parezca en primera instancia, Brecht está cuestionando la totalidad de la historia de la representación teatral y, de paso, el conjunto de la historia y el quehacer literarios. Su crítica explícita (presentada en múltiples artículos y ensayos) se dirige a la teoría estética y teatral elaborada por Aristóteles en la Poética, donde el Estagirita, en el contexto de la descripción de los elementos que conforman la tragedia, habla de la importancia de la identificación entre público y personajes en la representación, para así lograr la llamada catarsis o purificación emocional, que, ya sea a través del miedo o la piedad, «limpia» a los espectadores de las pasiones perversas y malignas que ve representadas. A esta crítica expresa hay que sumar otra que Brecht nunca explicita, pero que, contextualmente, le es más cercana: la de la posición nietzscheana de El nacimiento de la tragedia, muy próxima al pensamiento wagneriano sobre la “obra de arte total”. Tanto para Wagner como para el Nietzsche de esa época, el espectador debe sentirse inmerso en un mundo estético que, a la manera del efecto embriagador o «dionisíaco» del mejor de los vinos, lo suma en un estado onírico desde el cual, gracias a la identificación con el héroe de la tragedia, se deje guiar sin voluntad hasta el fin trágico que le confirma la perspectiva fallida de todo intento de afirmación subjetiva individual.
Brecht se revela contra estas dos teorías y, desde allí, se opone a la concepción del arte como un mero producto de efectos embriagadores que le roba al sujeto su potencialidad crítica. Lo que cuestiona Brecht, de esta manera, es uno de los propósitos más caros a todo autor literario (y artístico, en general): el de intentar envolver y atrapar el pensamiento y la emoción de su público mediante diversos artilugios para introducirlo en el mundo de su obra. Brecht lee en esta intención un deseo de someter al otro (al público lector o espectador) a la perspectiva moral o política que, ya sea que se la reconozca explícitamente o no, subyace a toda obra de arte. Brecht cuestiona, entonces, su propia labor como autor literario, dedicado principalmente a la escritura de obras dramáticas; y lejos de exigirle a su público un sometimiento o seguimiento fiel a su obra, le pide que la reflexione críticamente, que la someta a un juicio severo para extraer de ella, colaborativamente, el significado que la sostiene.
Ahora bien, para lograr la ruptura o distanciamiento crítico con la obra representada, Brecht propone distintos medios de operación (la elaboración de situaciones inverosímiles, la separación del contexto político e histórico inmediato, el rompimiento de la cuarta pared, la introducción arbitraria de canciones populares, la simplificación ridícula de la escenografía, la introducción de carteles y descripciones que aclaran el sentido de lo que está sucediendo, etc.), pero baste señalar el principal: la supresión de la figura del héroe literario o dramático. En lugar de buscar la identificación del público espectador o lector con los personajes, basada en la empatía con sus padecimientos y búsquedas, lo que promueve es una franca antipatía hacia ellos, un efecto de cuestionamiento moral y crítico llevado hasta sus últimas consecuencias, como sucede con el personaje principal de Un hombre es un hombre (1926), Galy Gay, un tipo aparentemente ingenuo y bobo, pero en realidad regido por la ambición más desenfrenada; o, en el caso más elaborado, con Anna Fierling, en Madre coraje y sus hijos (1941), una mujer que disfruta y aprovecha la guerra (de los Treinta Años) para enriquecerse personalmente.
La deconstrucción brechtiana de los héroes literarios no se detiene ante ningún ídolo moral o político, lo que demuestra que, para Brecht, comunista implacable, no existía el menor obstáculo o traba para la crítica. Todo podía y debía ser sometido a ella, comenzando por los supuestos intocables de la visión comunista: los explotados y marginados, los condenados de la tierra. En La ópera de los tres centavos, Brecht nos presenta a los más pobres de los pobres organizados criminalmente en bandas que, lejos de reproducir la vieja fábula piadosa de Robin Hood, recuerdan a corporaciones burguesas administradas por la férrea ley del valor y el principio de la ganancia. Asimismo, en Santa Juana de los mataderos (1931), nos adentramos al «corazón» de una decidida luchadora contra la injusta explotación de los obreros, la cual, mientras más defiende sus derechos laborales, más le ayuda a los grandes capitales a fortalecer su dominio monopólico del mercado. Finalmente, en una de sus obras más logradas, La vida de Galileo (1943), Brecht deconstruye la vida del mítico científico toscano, y nos lo muestra como un hombre mundano, adorador del confort y la buena vida, plagiario inescrupuloso, cuyas decisiones finales frente a la Santa Inquisición sometieron el desarrollo científico a los poderes institucionales (religiosos, políticos y económico) durante los siguientes siglos, arrebatándole a éste la originaria libertad de investigación que lo impulsó desde el Renacimiento.
Como cuarto y último punto, no se puede olvidar la que tal vez sea la más polémica e incomprendida idea de la estética brechtiana: su propuesta de arte didáctico. A los llamados “espíritus libres”, no hay nada que les choque más que una obra artística con colofón moral. Lo curioso es que, en la didáctica brechtiana, no se puede hallar nunca algo semejante. Consecuente con la idea del distanciamiento o extrañamiento, Brecht no intenta ensañarle nada en específico a su público. Su carácter debe permanecer siempre como el de un sujeto libre y autónomo, con capacidad judicativa independiente, jamás sometido a una moral externa. Lo que en realidad hace Brecht es desenseñar, o bien educar a la mirada a desconfiar de aquello que observa como neutral, natural o indubitable. Brecht es un gran deseducador. Esto se muestra con maestría en sus denominadas “obras didácticas”, como en el caso de El que dice sí, el que dice no (1930), en la cual el espectador se ve enfrentado a dos alternativas de la misma historia, con importantes modificaciones, que, sin embargo, no ofrecen nunca un resquicio moral en el que se pueda refugiar para apaciguar sus inquietudes éticas. En ambas versiones (en las que se da cuenta de una cruel tradición japonesa de arrojar al paseante cansado o enfermo al precipicio durante una expedición grupal, no sin antes preguntarle, por tradición, si lo acepta o no), el espectador recibe tanto buenas razones para valorar el punto de vista tradicional como para condenarlo.
Autor prolífico, teórico inigualable de la estética, crítico marxista y comunista sin par, defensor de las obras artísticas como patrimonio universal (y, por lo tanto, cuestionador de la idea de plagio y de propiedad privada de los «derechos de autor»), Brecht es una de las grandes figuras de la literatura universal, que, como a muchas de ellas, se le ha deformado hasta convertirlo en una caricatura. Su lectura, su relectura es necesaria para enfrentar una época que, segura de sí misma en su aceptación gozosa de la sumisión mediática y mercantil de la literatura, se niega a cuestionar radicalmente el sentido del quehacer estético y moral del escritor.
Carlos Herrera de la Fuente