Mario Castells-pe guarã, che ãngaryke’y

El secreto es la ceniza misma del archivo,
el lugar donde ni siquiera tiene ya sentido
decir «la ceniza misma»
o «en la mismísima ceniza».
Jacques Derrida


Temprano fui a golpearle las manos en la vereda: iba a avisarle que había fallecido el tío, pero también le llevé una botella de miel negra y un bidón de caña. No tenía la plata entonces y arrugó primero los cinco dedos contra la manija del bidón. No importa, le dije, como si no me importara, y le repetí. ¿Me escuchaste? Murió ya el tío Chucho. ¿Qué?, preguntó el viejo, taponado el oído. El chagas le había dejado un zumbido de lija en el tímpano. Chucho, tu primo, ¡murió nomás ya! Le hablé más cerca con el temor de anunciarle la mala demasiado bruscamente. Eran primos, es cierto, pero eran los únicos acá, de la colonia, que volvieron vivos de Malvinas. Después de eso los llevaban siempre a hacer honores en las escuelas o en el municipio; charlaban largo, contaban el trance, a veces añadían detalles que antes no se mencionaron, recuperaban episodios del cinco de octubre, habían andado por ahí pero completaban mucho de oídas, insinuaban ideas pero siempre coronaban con el sermón sobre el amor a la patria que una parte del pueblo ya tenía sabida con todas las tintas. Ahora él sólo rió y movió en círculos los alambres de la cabeza; hacía como cinco años ya que sólo asistía a los homenajes para hacer esos movimientos leves, casi sin echar palabras.

Ya empezaba a darse vuelta y lo sujeté. Don Canó, le dije, más alta la voz. Me miró con unos ojos tipo lembuses acurrucados. ¿Ah? Abrió el salón de la boca marcada por caries y niebla etílica. Te estoy diciendo que se puso mal, el tío Chucho, se puso mal de salud, ¡muy enfermo estaba! Sí, enfermo está, Chucho está enfermo, repitió. Volví a decirle que murió, con algunos rodeos. No puedo describir la mudanza en su rostro: las cejas se le cayeron en un charco de petróleo, la niebla de las cataratas llenándose de sal, un tic de tambores en los pómulos. ¿Chucho piko? Volvió a dibujar círculos con la cabellera hirsuta y me dio la espalda. No le oí hablar, pero sentí cómo se desleía a medida que entraba al rancho. Dejó la puerta abierta y lo seguí.

Le pregunté si quería viajar, si quería ir hasta la ciudad. Le pregunté si quería que lo lleve. No podía decirle qué había pasado, no sabía darle detalles, pero tenía que llevarlo conmigo. Yo quería que vea por última vez a su camarada. Primero se negó, no quería nada o no le importaba. Creí que no me había entendido. Sacó una bolsa de galleta dura y empezó a picar con un cuchillito viejo. Las gallinas enseguida se arremolinaron a su alrededor buscando las migas. Algunas saltaban desde la fiambrera, la cama, el ropero. Me pidió con un gesto que buscase huevos en la pieza. Era su estrategia para detectar a las que estaban empollando. En su catre había una colorada rugiendo como lista para el picotazo. La empujé con un rastrillo y salió dando cocoreos cortos. Junté cuatro huevos calentitos y los llevé hacia el comedor. El viejo los agarró y los quebró en un vaso, me hizo señas de nuevo para que revolviese con el cuchillito y echó una buena medida de caña y algo de miel. Sobre la mesa había costras y capítulos anteriores de otros ponches, rastros de yerba seca y ennegrecida, hormigas que viboreaban entre las rendijas de la madera hasta perderse por un hueco en la pared. Sacó unas pastillas del bolsillo, las masticó y fondo blanco.

¡Y bueeeno!, dijo en voz alta y caminó hacia la fiambrera.

Se calzó un sombrero de paja, estrujó un bastón de tacuara, me pegó, como para no perder la costumbre seguramente, un bastonazo en la cabeza y me pidió con un gesto su neceser que estaba abajo del mueble entre telarañas, polvo, plumas y otras puerquezas de hacía tiempo. Una bandolera mugrienta que tenía adentro dos tornillos y un pedazo de cuchara, algunas migas de algo y arañas acurrucadas en las costuras. Empezó a deslizarse hacia la puerta. Cuando me di cuenta tenía mis brazos llenos de ronchas y pulgas. Le pregunté si llevaba algo de ropa, algún bolsito. ¡Bueno! Intenté armarle un equipaje de mano. No había mucho que hacer, la ropa estaba en general estrellada entre montones de mierda y plumas multicolores, arañas de nuevo, telarañas de nuevo, curuvicas de pared y moho, olor a tiempo estancado. No había agua. La heladera era apenas un carruaje más que hacía de fiambrera o cargatodo. No había luz eléctrica, dormía temprano y combatía el frío sin bañarse o entibiando la sangre con caña. Comía en la casa de la solidaridad, donde le daban las galletas secas para las gallinas que se le criaban solas. Le pregunté eso, si quería dejar galleta molida para las gallinas. Igual van a encontrar, dijo. Dejé unos cuantos bodoques de pan seco sobre la mesa. Le pregunté si cerraba la puerta trasera, por los chorros. No, no hay, me dijo, ndokymo’ãi, no llueve todavía, tradujo. Le pregunté si quería llevar algo más. Se frotó la cintura y me pidió una botellita vieja de Fortín que tuve que llenar con el repuesto de caña. La ensartó en su cintura. Cartucho lleno, dijo con una leve risa, y espantó algunas mosquitas que le revoloteaban sobre la coronilla.

Antes de cruzar el portón, volvió y me pidió la pala. Me hizo cavar al costado de la casa. No era tierra dura pero tenía sus días de compactada. Había una caja de fruta que oficiaba de baúl. La saqué como me fue posible, entre la hediondera y la superficie barrosa. Adentro había huesos amontonados y una estampita de San Expedito o alguno de esos, borroneada por obra de la humedad y largos meses. Florinda había muerto hacía ya seis años y él no tenía dónde enterrarla. Un compinche le había prestado alojamiento en el panteón de su familia, por un tiempo, hasta que empezamos a morirnos como langostas y él necesitó ese espacio. Nicanor tuvo que sacarla sin destino, improvisó un nichito del lado de afuera de su dormitorio, armó un cajón de tabla gruesa que trajo del verdulero y descartó la caja de fibrofácil que la municipalidad entregaba en aquel tiempo. Levantá, me dijo. Tuve que revolver entre los huesos hasta toparme con un envoltorio de algo como guita enliada o vaya uno a saber. Ese es para vos, balbuceó. Pero tengo plata, le dije. Estiró la mano hacia mí y pulsó unas cuerdas imaginarias con los dedos calcificados. Metió el embalaje en la bandolera y nos fuimos. Allá te muestro.

Nos fuimos. Le iba preguntando cosas como para mantenerlo distraído y él me respondía por lo bajo. El ronroneo del motor y la ruta no me dejaban oírle nada. Cuando quería escucharle mejor bajaba la velocidad. De vez en cuando jugaba con el cierre hebilla de su neceser. Bromeé que iba a comprarle uno nuevo, pero no me entendió y empezó a apretar los botones de la radio del auto. En su casa solía tener un equipo de esos viejos con pasacaset, pero se lo robó un muchacho que cayó a vivir un tiempo con él. Era un vividor que le sacaba sus muebles, botellas, cubiertos, incluso gallinas y pollitos, para venderlos y hacer unos pesos. También se quedó con su tarjeta y cobraba la pensión por él hasta que el banco empezó con la fe de vida. Al final, el mencho ése terminó desapareciendo porque la gente de la capilla se dio cuenta que era un sinvergüenza y empezó a visitar al viejo con el dizque motivo de predicarle la palabra. Después desaparecieron también los piadosos y quedaron él y sus gallinas. Como ya nadie se las robaba para vender, la población crecía paulatinamente, salvo cuando las comadrejas hacían fiesta.

Pregunté si quería escuchar algún chamamé kireí. Eeeeh, respondió alargando la letra con leves redondeos de testa. Conecté el teléfono y enganché una carpeta de diez canciones que todavía tenía grabadas. Hice un silencio y seguí las canciones. En cualquier momento, alguna melodía le haría decir algo o le traería alguna memoria, pensaba. Sacó unas pastillas de nuevo, las masticó y sacó la botella de Fortín. ¡Tengo agua, don! le dije, antes que procediera, pero ya destapó y se mandó un par de tragos cortantes. ¿Ah? Está, está bien, y movió la cabeza de nuevo, en círculos, cortando el aire con el ala del sombrero.

Suspiraba a cada rato y yo me preguntaba qué bocanadas de fuego le pasaban por la mente. Yo todavía lo veía y trataba de restablecer su imagen de muchacho en medio de la balacera, primero en el asalto al regimiento, después contra los ingleses. Y, sin embargo, ahora estaba acá a mi lado como un despojo del heroísmo, aplastado por la prórroga del último día. Le hablé del clima, dijimos algunas tonterías hasta que empezó a verse de lejos el control de policía. Estamos llegando, don Canó, ya falta poquito. Eeeh, estiró de nuevo la letra y pareció atragantarse un poco, pero apagó la tos de nuevo con dos lindos tragos.

Jugaba todo el tiempo con el broche del neceser y le pregunté por la plata que sacamos de la caja. ¿Tiko? me dijo. Esa cosa que saqué de la tierra (no me animé a decirle entre los huesos), era plata, ¿cierto? ¿Plata? me respondió como buscando en la memoria corta. En el cajoncito de la finada, seguí, ¿había plata? Ahh, no, ¿este pa? golpeó la tapa de la cartera. No, no es plata, es para vos. Un proverbio. Hizo un silencio. Unas cuentas. Hizo otro silencio, imaginé que podía ser una de esas biblias de bolsillo, documentaciones, un testamento. Canó volvió a toser con fuerza y más severidad, corcoveó un poco entre arcadas. Temblaba mucho y tuve que detener el auto porque comenzó a devolver lo que quedaba del alcohol y espuma contra la guantera y las alfombras del auto. Bajé con la piel erizada y empecé con golpecitos en la espalda. Temblaba, temblábamos. Tosía y daba arcadas cada vez más fuertes. Ya había algunas casas, por suerte, y empecé a gritar por ayuda. Hasta me avergoncé de tirar una voz tan tiple en esa circunstancia. El viejo parecía convulsionar y los vecinos salían a la puerta, a las veredas, algunos autos paraban y la gente bajaba a mirar. Uno me pidió que lo bajase del coche, que lo tirase de costado para que no se ahogue; otro decía que no se trague la lengua; otro cuidado con la cabeza. El viejo echaba cada vez más espuma de la boca. Hasta que se detuvieron los espasmos y el tío volvió a respirar con algo de pausa como un fuelle triste. Todo parecía haberse vuelto una farsa, el viejo tirado sobre el pavimento en un charco de vómito. Yo pidiendo ayuda y la ambulancia, sin que falte el epíteto glorioso, “es un veterano de Malvinas”, mi voz chillona insistiendo, “es un veterano de Malvinas: ¡hay que hacer algo! ¡No lo dejen morir!” La gente preguntándome qué pasó. Yo enumerando los pormenores del viaje y nuestro destino. El viejo Nicanor resollando sus últimos aires entre el vómito y las moscas que ya dibujaban órbitas sobre el caldo rancio.

Cuando llegó la ambulancia lo subieron a la camilla. Los policías me hicieron un par de preguntas, me entregaron el neceser y fui siguiéndoles en mi auto que iba echando moscas y aroma a bilis por la ventanilla.

Quedé esperando afuera de la guardia con la certeza que podía llevar horas plantado ahí. Llamé a casa para avisar: tenía que mandar el auto al lavadero, esperar que llamen al familiar del tío Nicanor. El neceser todavía tenía el envoltorio adentro, lo saqué, desenlié la cinta scotch que tenía. Una libreta de almacén y una libreta de enrolamiento. La foto ya estaba borrada y las hojas manchadas de moho, varias de ellas pegoteadas, la tinta echando un aura de muchas décadas. En la libreta almacenero había una frase recortada y en letra minúscula, “alegría es para el justo el hacer juicio; mas destrucción a los que hacen iniquidad”, y luego cifras, siglas, fechas, una sobre otra,

JMA, 53, m, c. a Mt Lin. 15-03-77
RAH, 947, f, puente Queb, 15 a 20 p. 25-04-78
NN, 51, f, RIM, estan. 25-04-78
P, 956, m, RIM – CH, 13-12-76

La lista se estiraba por varias páginas, casi todas pegadas y rociadas de volutas de humedad, y a partir de la hoja veinte ya solo había renglones despintados, garabatos, moho y barro. Una de las hojas escribía como en adenda, con otro color, con otra actitud en el trazo: 

Por mi país di mi amor y mi vida
NO ME ARREPIENTO
¡VIVA LA PATRIA!
¡Muerte a los comunistas terroristas violadores!

Temblé.

Saltó de mis manos el anotador.

Sentí la espalda que se me partía en dos. Que un río de lava se me incrustaba en la garganta.

Rodrigo Villalba Rojas


Nota.— Rodrigo Villalba Rojas (Formosa, 1985) es doctor en Humanidades con mención en Letras (UNL) y profesor en Letras (UNAF), docente del profesorado en Letras de la Universidad de Formosa. Se ha especializado en el estudio de las literaturas en guaraní, y obtuvo becas del FNA y el CONICET. Sus textos ensayísticos y literarios fueron premiados por la Universidad Nacional de Formosa, la Universidad Nacional del Nordeste y el Instituto Nacional del Teatro. Publicó poesía, narrativa y ensayo en diferentes antologías regionales y nacionales.
Obras: Teatro, mito y experiencia humana (ensayo, 2013), In memoriam (poesía, 2014), Los mensurables o Lennon un poroto (poesía, 2014), El efecto semillero (ensayo, 2015), Los mensurables o trituraciones (poesía, 2020), Los mensurables o nuevo devocionario para la feligresía venidera (poesía, 2020).
“Don Canó” obtuvo el primer lugar del Premio UNNE para las Letras – CCU UNNE (2021), categoría cuento corto.