Ilustración original de Andrés Casciani
Nota.— Mañana se cumplirán cien años de la muerte de Franz Kafka, uno de los escritores más geniales e influyentes del mundo contemporáneo. Sin él –¿qué duda cabe?– la literatura no sería la misma. La proyección de su obra narrativa y epistolar ha superado ampliamente el ámbito espacio-temporal y lingüístico de la Europa central del primer cuarto del siglo XX donde el alemán todavía hegemonizaba la cultura letrada, y donde la intelectualidad judía de clase media urbana, más allá de toda discriminación racial o religiosa, aún gozaba de un lugar influyente (como ya no volverá a tenerlo luego del nazismo). En efecto, Kafka ha devenido universal.
Cientos de escritores han visto su originalidad reconocida por la crítica literaria –en vida o póstumamente– con un neologismo adjetival de tipo onomástico: cervantino, shakesperiano, goetheano, tolstoiano, borgiano, sartreano, tolkieniano, etc. Pero muy pocos de estos adjetivos han logrado rebasar el estrecho remanso de los claustros académicos y las minorías de aficionados para incorporarse al amplio torrente del habla cotidiana. Si se busca en el diccionario, por caso, “shakesperiano”, se encontrará acepciones del tipo “perteneciente o relativo a William Shakespeare” o “propio de William Shakespeare (por ej., tragedia shakesperiana)”, pero nada más. En cambio, si se busca “kafkiano”, se hallará no solamente un “perteneciente o relativo a Franz Kafka” o un “propio de Franz Kafka (por ej., relato kafkiano)”, sino también definiciones como “Dicho de una situación: Absurda, angustiosa”. Casos así son, ciertamente, rarísimos. Al editor de Kalewche sólo le vienen a la memoria, en este momento, otros dos ejemplos: “platónico” –como sinónimo de “idealizado”– y “dantesco” –como sinónimo de espantoso–. Hay mucha gente que dice “amor platónico” o “infierno dantesco”, sin haber leído ningún diálogo de Platón ni la Divina comedia de Dante. Pues bien, algo parecido sucede con Kafka y sus obras. Por ejemplo, cualquier trámite burocrático que resulta penoso, desconcertante, opresivo o alienante por sus extremas dificultades, plazos, vejámenes, arbitrariedades y desquicios, suele suscitar la calificación de “kafkiano”, sin que eso implique necesariamente conocer de primera mano la literatura del gran autor checo.
Con el pretexto del centenario de su deceso, dedicaremos todo junio al rescate y análisis de su obra. Este “Mes de Kafka” abarcará tanto relatos del propio escritor –cuentos y fragmentos de novelas– como artículos acerca de su narrativa redactados por algunos de nuestros mejores colaboradores. Comenzamos este ciclo con “El dispositivo Kafka”, un pregnante y punzante ensayo de Carlos Herrera de la Fuente, versión ligeramente modificada del que viera la luz en la revista mexicana Salida de Emergencia el 8 de julio de 2022. Agradecemos a Carlos este valioso aporte a nuestra sección cultural Nocturlabio, como así también la presentación del cuento kafkiano “La condena”, que publicamos en paralelo dentro de la sección literaria Naglfar.
Tal vez ganaríamos mucho en la comprensión de la obra de Franz Kafka si la comenzáramos a pensar como un dispositivo antes que como una literatura. Su objetivo principal consistiría en decodificar y recodificar la realidad en un movimiento que, en lugar de representarla / producirla / ficcionalizarla / expresarla/deformarla/subvertirla/ desintegrarla, simplemente la aplazaría. La realidad no aparecería nunca en ese dispositivo, sino sólo como supuesto de un preludio interminable que la tendría siempre en suspenso. La posibilidad misma de su reproducción estaría postergada indefinidamente, y el solo pensamiento de conseguirlo sería lo que configuraría el sentido de todos los esfuerzos de- y recodificadores. Todo es un absurdo, pero el absurdo se mantiene como promesa del sentido pleno aplazado. Sólo hay certeza del aplazamiento. Eso es lo que le explica Titorelli, el pintor de El proceso,convertido de pronto, por ósmosis sinestésica, en el jurista par excellence, a un Joseph K. que no acaba de entender su situación (la cual, en realidad, ni siquiera ha iniciado, nunca comienza, está siempre «por-suceder»): “Sólo hay tres posibilidades: la absolución real, la absolución aparente y el aplazamiento. Naturalmente, la absolución real es lo mejor, sólo que no tengo la más mínima influencia en este tipo de solución. En mi opinión, no existe una sola persona que tenga influencia en la absolución real”. En los hechos, la “absolución real” es sólo una leyenda (“Unas simples leyendas no cambian mi opinión, dijo K”), un mito, que, por cierto, el pintor-abogado ha llegado a trazar en lienzo, por lo que lo único posible son las otras dos posibilidades: la absolución aparente y el aplazamiento. La diferencia entre las dos es sólo de intensidad: una implica más esfuerzo que la otra, pero ambas llevan únicamente a la prolongación del proceso, a su desplazamiento infinito. El proceso, en realidad, nunca acaba, pero tampoco comienza (sólo se anuncia, llegado el momento, al sujeto que, durante toda su vida, ha estado siendo juzgado, procesado, sin que siquiera lo sepa). Eso mismo pasa con el proyecto «literario» de Kafka: no hay lugar donde ubicarlo, aunque siempre esté sucediendo sin llegar a ser. La literatura es siempre lo aplazado, lo que no acontecerá; no acontece ni siquiera como “literatura menor” (Deleuze y Guattari), como el acto revolucionario, subversivo, de una «minoría» dentro del habla de una «mayoría», sino como la atopía derivada de una falta, de una herida original. En ella, en esa falta, se juega la posibilidad de conjugar lo legal y lo literario (y la Ley es igualmente lo inalcanzable, lo incomprensible, lo ilimitado, lo innombrable, aunque opere a sus anchas a lo largo de todo el ensayo maquínico-escritural que es la obra de Kafka). La «literatura», objeto imposible, sería aquello que sucedería si, en algún mundo posible, el proceso de Joseph K. iniciara, o bien K. recibiera el documento que lo identificara ante todos como el agrimensor, o bien el personaje de Investigaciones de un perro comprendiera de dónde proviene la comida, o bien Josefina la cantora lograra cantar aunque fuera una sola ocasión y no se hundiera en el más nimio silencio.
El ensayo es un ensayo sobre la falta. El dispositivo opera develando, resguardando y simulando la falta. La falta es el otro nombre de la herida, y la herida es lo original, incluso anterior al cuerpo que la habita. La herida, por decirlo así, abre el cuerpo afuncional a sus posibilidades. “Vine al mundo provisto de una hermosa herida; ése era todo mi equipaje”. Así le habla el enfermo al médico rural. La palabra en alemán para “equipaje” es Ausstattung, y la traducción deambula por una constelación de significados donde la interpretación vacila: «equipaje’» «equipamiento», «dotación», «asignación», «provisión», pero también «ajuar», «presentación (edición)», «decorados»… El herido viene al mundo «provisto» de una «hermosa» herida: ésa es su única «dotación», su único «don». Pero la herida no es más que una falta, un no-ser que se afirma violentamente sobre la carne lacerada (de ella salen gusanos sangrantes, “largos y gordos como mi dedo meñique”, apunta el médico rural en su crónica imposible). Lo que se le regala al herido (herido ya desde antes de nacer, predestinado a vivir como herido) es la falta: ésa es su provisión (y también su «ajuar», su «decorado» suntuoso, su «portada» libresca). Lo más propio de él (¿y quién es él sino el que está colocado entre dos sistemas tambaleantes e indecisos, el que recibe los dones de la ritualidad pagana y la atención fría, indiferente, objetiva, aunque luego titubeante, del médico rural?) es la falta, la inadecuación de su ser a su ser, de su ser a su mundo, al que no logra ajustarse, pero al que tiene que adaptarse necesariamente (“Ay… Siempre tengo que darme por satisfecho”).
En las bellas páginas que le dedica a Baudelaire, Jaques Derrida (Donner les temps-T1: La fausse monnaie) habla del don como lo imposible, aquello que, de una u otra manera, queda reducido a la lógica del do ut des. Sin importar su carácter material o inmaterial, todo don, sostiene Derrida, queda atrapado en el simulacro del intercambio, sea éste simbólico o equivalencial. Dar significa, para todo horizonte humano, la esperanza de recibir, ya sea como compensación o como exceso. Un verdadero don, uno que se diera en el pleno sentido del regalar sin esperar nada a cambio, sería una imposibilidad para cualquier situación humana. Porque incluso en el gesto más desinteresado queda el velado anhelo de gratitud, de recompensa anímica, de gratificación. Un don absoluto sería el atributo de una voluntad sobrehumana, divina, trascendente. Esta reflexión, sin duda, válida para el acto de dar algo, no funciona cuando lo que se da es nada. El don como posibilidad plena, absoluta, existe cuando lo que se da es la pura falta. Dar la falta significa dar la vida como falta, como incompleción, como incertidumbre del presente y del porvenir: apertura a las posibilidades de ser. Sólo se da lo que no se tiene: sólo se da la falta. Esa falta se experimenta como el desajuste del ser que se vivencia en cuanto herida. Desde allí opera el dispositivo Kafka.
Kafka rememora, en la carta que le dirige a su padre –sin que nunca le llegue a él–, el momento de su verdadero nacimiento, de su nacimiento simbólico:
“Recuerdo concretamente un incidente de mis primeros años. Quizá tú lo recuerdes también. Una noche no cesaba de lloriquear pidiendo agua. Muy posiblemente lo hacía menos impulsado por la sed que por el deseo de incomodar y distraerme. Como tus violentas amenazas no dieron resultado, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y allí me dejaste un rato solo, en camisón, parado ante la puerta cerrada. No digo que hicieses mal. Quizá realmente, de otro modo, no hubieran logrado descansar en toda la noche; lo que intento al citar este hecho es dar un ejemplo de tu sistema educativo y de su efecto sobre mí. Seguramente, a partir de esa noche fui obediente, pero sin duda en mi interior se produjo una herida. Debido a mi forma de ser, nunca pude ver la relación entre dos hechos: el pedir agua sin motivo, para mí, algo natural, y el hecho extraordinariamente terrible de verme violentamente llevado fuera. Durante muchos años estuvo atormentándome la visión de aquel hombre gigantesco, mi padre, que, en cualquier momento de la noche, podía llegar casi sin motivo, levantarme de la cama y sacarme al balcón. Demostrando todo ello lo poco que yo significaba para él.”
La conciencia de Kafka nace como herida: escisión entre su ser y su entorno que lo coloca en el punto del no-saber. Ese no-saber no tiene nada de socrático. No es el reconocimiento de la ignorancia propia que, frente a la arrogancia mundana que se asume como superior, presupone un saber real al que se puede acceder a través de la interrogación, el ejercicio dialéctico, la destrucción de las apariencias y la preparación anímica hacia las verdades superiores (lo que llevará, posteriormente, a Platón a elaborar la teoría de las formas ideales). El no-saber kafkiano es, por decirlo de alguna manera, un no-saber absoluto: reconocimiento de la imposibilidad de todo saber fundamental, pasado, presente o futuro. La herida abre el mundo como lo absurdo, como lo que no puede tener sentido, como lo infundado en la acepción más extrema. Y ese no-saber esencial se juega en el seno de un entorno que vive preso en la naturalidad del orden establecido, de la figura del padre y la autoridad, de la ley y el castigo. La conciencia de Kafka nace como no-saber en dos sentidos: 1) como escisión entre el acto individual que se supone inocente, pero que a los ojos de los otros es siempre culpable, y el ajuste moral-legal que se tiene que aplicar para corregirlo; 2) como la aceptación del castigo, pero, simultáneamente, como la incomprensión de su especificidad excesiva (¿por qué ese castigo?, ¿por qué en esa medida?). El desajuste es absoluto y convierte la falta epistémica en falta moral. El no-saber que desajusta e imposibilita la respuesta adaptativa se convierte, por necesidad, en el atisbo de la culpa (¿ante quién?, ¿ante qué instancia?), y ésta se manifiesta como simple desamparo ante un mundo que lo juzga sin aparente motivo, sin razón, pero también sin piedad, sin conmiseración. Por ello, como lo explica en esa misma carta (uno de los textos más deformados por la interpretación superficial de la obra kafkiana), en última instancia, nadie, ni él ni su padre, pueden tener la menor responsabilidad a la hora de evaluar su situación lamentable en el mundo, y, por lo mismo, carece de sentido tratar de juzgar, porque “el sentimiento de culpabilidad exclusiva del niño ha sido sustituido en gran parte por la noción de nuestro común desamparo”. Todos estamos desamparados; todos somos hijos de la falta, de la herida. La única diferencia entre Kafka y su entorno es que él reconoce, vive, ese no-saber.
En el reconocimiento del abandono absoluto, de la ausencia definitiva, la obra de Kafka es hermana de la de Nietzsche y su idea de la muerte de Dios, y sin duda recuerda aquellos versos de Vallejo: yo nací un día que Dios estuvo enfermo… Hay un vacío en mi aire metafísico… La vivencia del no-saber, la falta absoluta, la imposibilidad de establecer una deontología mínima de la experiencia, obligan a una obra que se piensa, desde siempre, como ensayo sobre la posibilidad/imposibilidad de la literatura. No hay parámetros ni coordenadas preestablecidas, aunque el entorno así lo asuma (y el “entorno” es fundamentalmente el lector potencial). Escribir sólo puede concebirse, desde estos parámetros, como ejercicio de vaciamiento, de designifcación. Kafka construye un dispositivo para desquiciar los significados más elementales de la experiencia y así evidenciar la falta que la constituye. Todo, cada detalle, cada acto, cada gesto, por más mínimo que sea, titubea ante esa maquinaria desquiciadora. En La condena (el cuento que inaugura el mundo propiamente kafkiano), las certezas más simples son sometidas a una demolición sistemática: el protagonista, Georg Bendemann, pasa sutilmente de la confianza de su posición, su amistad y su amor erótico y filial a la incerteza de todo lo que lo rodea, y finalmente de él mismo. Tras escribir una carta a un amigo que vive en Rusia, y que ha caído en desgracia, para anunciarle su próxima boda y extenderle una invitación, su padre, a quien él asume como un viejo decrépito y sin fuerzas, le formula una pregunta que lo conduce súbitamente del pedestal en que se hallaba al borde mismo de la locura: “¿Tienes en verdad ese amigo en San Petersburgo?”. A partir de ese cuestionamiento maligno, todo se derrumba estrepitosamente: el padre se revela como un gigante omnipotente; el amigo, como un traidor; su progreso económico, como una ilusión; su vida independiente y autónoma, como una esclavitud hacia su progenitor. Georg es juzgado y sentenciado sin piedad. Y él cumple la condena voluntariamente.
Ahora bien, todo desquiciamiento del código naturalizado conduce ipso facto a la recodificación del conjunto, desde la cual la interpretación se abre realmente camino a la lógica del dispositivo. El despertar súbito de Gregor Samsa como insecto trastorna no sólo su mediocre rutina y sus limitados deseos, sino que provoca una verdadera transvaloración de todos los valores de la vida familiar. Aquí pesa de nuevo la traducción. La palabra que Kafka emplea en alemán para designar el nuevo estado de Samsa es Ungeziefer (la misma que usaba su padre para referirse despectivamente a los amigos de Franz, tal como lo revela Carta al padre), y significa literalmente parásito. Gregor Samsa se despierta transformado en un parásito, pero, por los datos que se van recolectando a lo largo de la famosa Novelle, hasta ese momento, había sido su propia familia la que lo había parasitado a él, que estaba atado a un trabajo esclavizador por una deuda de su padre con su jefe (y “deuda” se dice, en alemán, Schuld, la misma palabra que se emplea para decir culpa). La deuda/culpa que esclavizaba a Gregor se convierte, una vez que éste se transforma en parásito, en el motor que obliga a la familia, que antes vivía cómodamente de los ingresos que proporcionaba el hijo mayor, a comenzar a trabajar y a pensar en un futuro distinto. Gregor es sacrificado por el nuevo código que ya no lo incluye.
El nuevo código transforma radicalmente la realidad ficticia de la narración, desplazando las funciones aparentemente evidentes de sus protagonistas y personajes, y construyendo un sentido que, para la conciencia reificada del lector, resulta casi inaccesible. Cuando Kafka relee el antiguo mito de Odiseo, lo primero que hace es someterlo a una modificación aparentemente sutil: Ulises es atado con cadenas al mástil, pero en lugar de dejar libres sus oídos para escuchar el poderoso e hipnótico canto de aquellos seres mitológicos, los tapa con cera. Kafka, como de pasada, introduce un dato más: los “trocitos de cera”, en realidad, no servían de nada frente al poderosísimo canto de las sirenas, que podía penetrarlo todo. Conscientes de ese artilugio pueril que las ofende, las sirenas no cantan y emiten algo más poderoso que cualquier sonido: su silencio. Pero Ulises, dice Kafka con magistral ironía, “no oyó su silencio”. Las sirenas, conmovidas por la mirada expectante de Ulises, curvaron sus cuellos, respiraron profundamente, abrieron sus bocas con amplitud y fingieron cantar. El héroe pensó, así, que éstas cantaban de verdad y se entregó arrobado al espectacular simulacro. Una vez reconstruido de esa manera el mito, Kafka da otra vuelta de tuerca para cerrar el círculo narrativo, abriendo plenamente la interpretación y aplazando su verdadero significado. Al final, nos dice el autor, pudieron suceder dos cosas: o bien Ulises quedó atrapado, inconscientemente, en el espectáculo mencionado, o bien fue consciente de todo y jugó a no saber para vencer, de esa manera, a dioses y sirenas. Cualquiera de las dos interpretaciones es válida, pero una descarta a la otra.
La táctica del aplazamiento infinito alcanza su máxima expresión en los fragmentos de La Muralla China, un cuento que Kafka llegó a quemar en su versión final, antes que, en su lecho de muerte, le encargara hacer lo mismo a Max Brod con toda su obra no publicada (acción que, afortunadamente, no realizó). En dicha narración inconclusa, la fábula de Aquiles y la tortuga sirve de base para explicar la imposibilidad de que cualquier mensaje escrito por el emperador, que ordenara el inicio de la construcción de la muralla, pudiera llegar a su destino. Para lograrlo, dice el autor, el mensaje tendría que cruzar primero la sala imperial desde la que se emitió el edicto; posteriormente, tendría que atravesar innumerables salas, con sus puertas y escaleras y cámaras, hasta llegar a los patios del castillo circundante; y al atravesar las salas, cámaras y escaleras de este segundo palacio, aparecería uno nuevo “y así durante miles de años; y cuando finalmente atravesara la última puerta –pero esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la capital, el centro del mundo…”. Nadie puede dar cuenta de por qué se comenzó a construir la Muralla China, puesto que nadie pudo haber recibido ese mensaje desde la sede imperial; pero la muralla se construye, aunque, de la misma manera, nadie pueda dar cuenta tampoco de su progreso, de su sentido, ni siquiera de su continuidad o utilidad. La misma imagen de las puertas infinitas aparece como elemento crucial en la parábola titulada Ante la ley, que según Walter Benjamin sintetiza todo el proyecto kafkiano.
Si las novelas de Kafka no pudieron concluir, aunque tuvieran programado un final –que, como en el caso de El proceso, se incluye siempre como cierre de la obra– es porque su estructura misma conducía a un aplazamiento infinito. El supuesto agrimensor K. no podría llegar nunca, ni aproximativamente, al castillo, por más que caminara durante siglos; Karl Rossmann, en El desaparecido, no podría encontrar jamás su lugar o profesión en ese vasto e inhóspito territorio que el autor denomina América, aunque recorriera todos sus espacios, todos sus recovecos. Entre el capítulo IX y el X de El proceso, uno puede imaginar cientos o miles de capítulos que postergarían infinitamente el inicio del proceso de Joseph K. El dispositivo de aplazamiento funciona para impedir el comienzo de la verdadera narración. Las novelas de Kafka son tan sólo los prólogos del posible comienzo de tres novelas que nunca comienzan.
No hay literatura en Kafka, sino desquiciamiento, recodificación y aplazamiento de la literatura. La escritura, decía Barthes, es esa libertad que se juega entre dos sistemas necesarios: literatura (orden sacro) y estilo (biografía condensada). Se trata de una elección que es, a la vez, un compromiso con un recuerdo y una posibilidad futura. Kafka se entrega a la escritura como un ejercicio desquiciante que revela la imposibilidad de toda construcción literaria en el seno del más pleno vacío de los significados, de la falta y del no-saber absolutos. Para ello, idea un dispositivo que en su funcionamiento se revierte contra él mismo y atenta contra su propia continuidad y existencia. Una máquina que, en su afán deconstructivo y procrastinador, al igual que el aparato de tortura de En la colonia penitenciaria, se autodestruye. La póstuma voluntad piromaníaca de Kafka no es un pasaje marginal o anecdótico de su obra inconclusa; es la clave para entender el funcionamiento de un dispositivo que, de operar a plenitud, sin interrupciones o desvíos, en el fiel cumplimiento del mandato testamentario, finalmente se aniquila.
Carlos Herrera de la Fuente