Nota.— El viernes pasado, 14 de abril, en la ciudad argentina de Mendoza, el escritor, periodista y hacedor cultural Alejandro Frías presentó un nuevo libro en compañía de Gonzalo Ruiz, su prologuista: El gol con la mano del Chueco Martino (y otras historias apasionadas). La cita fue en La Bancaria, a las 20:30. Allí estuvimos presentes.
En poco menos de un centenar y medio de páginas, El gol con la mano del Chueco Martino reúne más de treinta relatos breves de ficción sobre fútbol y otros deportes. Con esta compilación literaria, ilustrada por Pablo Pavezka, hace su debut la editorial mendocina independiente LEO libros, que dirige el propio Frías.
Esto es lo que el autor ha dicho de su obra, a modo de prefacio: “En diciembre de 2019, Fernando Zárraga me convocó para su nuevo proyecto: un semanario llamado La Deportiva Digital. Mi trabajo sería escribir para la contratapa de cada número una historia que tuviera que ver con el deporte. Eran textos de 950 palabras que debía entregar cada fin de semana. Y esto se extendió hasta los últimos días de 2021. El resultado de ese trabajo fue un montón de relatos con protagonistas, ficticios y no tanto, que con el tiempo, y ya con el cierre del semanario, empezaron a pedir pista en forma de antología. Así es como nació El gol con la mano…, un libro que compila varios de los relatos aparecidos en las contratapas de La Deportiva Digital, a los que se suman “El barra” y “Jugar para las cámaras”, publicados en el diario El Sol;El gol con la mano del Chueco Martino”, que apareció por primera vez en la revista digital Muchamerd; y “El primer gol”, que es parte del libro Todos los chicos (Editorial Diógenes, 2007). Quedaron fuera de esta antología muchos relatos, pero creo que los seleccionados son buenos representantes de lo que pasó por las contratapas del semanario durante dos años”.
Ruiz, por su parte, ha señalado en el prólogo: “Podríamos decir que este libro es sobre historias que tienen que ver con el deporte, pero sería tan simplista como sentenciar que el fútbol son veintidós tipos corriendo detrás de una pelota. En El gol con la mano del Chueco Martino hay muchísimo más que deporte: hay amistad y amor, misterio y mentiras, muerte y locura, violencia y secretos, ternura y mucho humor”. Y acota: “Como si estuviéramos en el patio de su casa, un día de primavera, con el pasto fresco y el atardecer cayendo, Alejandro nos llena el vaso, se acomoda en la silla y nos cuenta historias. El deporte, en este caso, es la excusa para la literatura”. Sin embargo, esa excusa no es cualquier excusa: “Vivimos en una época en la que el deporte es uno de los mayores espectáculos de la industria del entretenimiento. Los atletas de élite cada vez se parecen más a robots que sólo están programados para competir, encerrados en sus burbujas millonarias, ajenos a la sociedad que los admira. Dentro de este panorama, el autor acierta al rescatar la esencia más pura de la actividad deportiva, cuando el motor es simplemente la diversión, la comunión, la pasión. […] Parafraseando al Gordo Soriano, quien alguna vez citó a Albert Camus, podríamos decir que en el deporte se juegan todos los dramas humanos, y el que no entienda eso, no entenderá nada de literatura”.
De todos los relatos recopilados en El gol con la mano…, hemos elegido dos, como botones de muestra, para compartir con nuestro público lector: “Sheila Sánchez, la de Panquehua” y “El adiós a Marciano Suárez”. No podemos decir que haya sido una selección fácil. Sí podemos confesar, en cambio, que fue una selección bastante arbitraria, como siempre sucede con las antologías, donde interviene algo tan radicalmente subjetivo como el gusto estético. Ni hablar cuando la antología se hace sobre otra antología, como en este caso (el autor había escrito más de 80 narraciones para la contratapa de La Deportiva, y en el libro incluyó solo 32). Pudimos haber elegido otros relatos, que también nos agradaron mucho. Esta dificultad en la selección es un buen indicio, creemos, de la calidad literaria del nuevo libro de Alejandro. Quienes amen la narrativa futbolera y plebeya de Fontanarrosa y Soriano, donde el humor y la sensibilidad se dan la mano, seguramente disfrutarán la lectura de El gol con la mano del Chueco Martino (y otras historias apasionadas).
Algunos datos biográficos sobre el autor: Alejandro Frías nació en Mendoza, en 1969. Trabajó en la mítica revista Diógenes, y codirigió publicaciones culturales como Serendipia y Poslodocosmo. Se desempeñó en varios periódicos gráficos y digitales de su provincia natal (El Sol, MDZ, etc.), y también como conductor o columnista de diversos programas de radio. Es autor de los libros Serie B (Ediciones Culturales Mendoza, 2004, cuentos), Todos los chicos (Editorial Diógenes, 2007, cuentos), Los mataperros (El Jagüel Ediciones, 2015, novela; con reedición de Corprens, 2020), Habitación 945 (Ediciones Desde la Gente, 2019, cuentos) y Barro de domingo (en coautoría con Daniel Fermani, Ediciones del Retortuño, 2021, novela). Quienes deseen acceder a más información sobre el autor, o contactarse con él, esta es su página web. Allí encontrarán también otros escritos suyos, tanto literarios como periodísticos.

Sheila Sánchez, la de Panquehua

Sheila Sánchez nació en un asentamiento popular en Panquehua. Para más precisiones, cuando decimos que nació en Panquehua no es que vivía allí y su madre fue trasladada a algún hospital, clínica o sala de primeros auxilios para dar a luz. No, nada de eso. Sheila Sánchez nació en la casucha en la que su madre, su padre y sus tres hermanos vivían.

Ofició de partera una vecina que estaba amasando pan en el momento en que la llamaron de urgencia, así que la pequeña Sheila fue entregada a su madre con algo de harina que se le adhirió cuando la vecina la estrechó contra el delantal que llevaba puesto, el mismo con el que amasaba.

Sheila aprendió a gatear en el piso de tierra del rancho sin puerta en el que se amontonaba su familia, y de tierra también eran las calles en las que se animó a andar apenas dio sus primeros pasos, donde conoció los charcos, los que dejaban las lluvias o los que se armaban cuando a alguien se le caía algo del agua que acarreaban diariamente del surtidor más próximo, que estaba como a doscientos metros.

Había que andarla cuidando a la pequeña porque no había charco en el que no quisiera revolcarse. Era como si oliera la humedad. Como un animal sediento en medio del desierto, sabía llegar adonde fuera que el agua se esparciera.

Apenas había cumplido dos años cuando vio por primera vez una gran masa de agua toda junta. Era la pileta de unos vecinos, unos veinte metros más allá de su rancho, laburantes tan pobres como su familia, pero que vaya a saber cómo consiguieron una pileta de lona que llenaron trasladando balde tras balde desde el único surtidor que proveía a todo el asentamiento.

La tarde en que Sheila se perdió, todo el caserío se movilizó para encontrarla, y fue uno de los hijos de la Chola quien la vio en la pileta, boca abajo, flotando como sin vida. Pero vida era lo que le sobraba a la niña, porque cuando la levantaron, con el espanto de la tragedia presentida, ella sonreía feliz. De hecho, hubo que dejarla que siguiera con su juego, porque no paró de gritar hasta que la metieron de nuevo al agua barrosa de la pileta.

El resto del verano, Sheila se la pasó la mayor parte del tiempo adentro del agua, y naturalmente comenzó a moverse ondulando el cuerpo para ir y venir de una punta a la otra de la pileta.

Cuando llegó marzo y comenzaron los fríos, los mismos vecinos que habían armado la pileta la desarmaron, dejando correr el agua, ya medio verde y con mucho barro tras algunos zondas, por las calles del caserío. Entonces, Sheila pareció caer en un estado depresivo del que le costó salir.

Al verano siguiente la pileta no fue armada, tampoco al siguiente ni nunca más. Por eso, Sheila no volvió a ver tanta agua junta hasta los siete años, cuando, por un programa deportivo del gobierno para familias carenciadas, fue inscripta, junto con un montón de pibes y pibas, en una colonia de verano.

Ya era una niña que comprendía de tiempos y demás, así que no se quejaba cuando, terminada la jornada, tenía que dejar la pileta. Pero al día siguiente, apenas llegaba al club, se metía al agua y no salía hasta la hora de irse.

Allí fue donde una profesora le vio dotes de deportista, y también vio que, con apenas unas mínimas instrucciones, Sheila realizaba los movimientos necesarios como para ser una buena nadadora, así que hizo los contactos necesarios como para que vinieran a verla de varios clubes, además de hablar con la madre y el padre de la niña para explicarles que su hija tenía futuro en eso de nadar y que, si estaban de acuerdo, podía comenzar a entrenar para competir.

¿Qué oposición iban a poner la madre y el padre de la muchacha, si veían en ese ofrecimiento la posibilidad de que al menos uno de sus hijos no tuviera que andar buscando comida en los basurales o mendigando una moneda?

Sheila fue llevada a Regatas, y su entrenamiento, al poco tiempo, ya no era en las piletas, sino en el lago. Era la única persona autorizada a nadar allí, y ese permiso lo consiguió el club después de que Sheila ganara dos torneos locales.

A los diez años, Sheila ya competía a nivel nacional, y a los diecisiete clasificó para las Olimpíadas, de donde volvió con una medalla de oro. Nadar era su vida, y también la de su familia, porque con lo que ella ganaba pudieron alquilar una casa, y la perspectiva era que en cualquier momento podrían hasta comprar una. Y esa posibilidad llegó cuando la invitaron al Cruce del Canal de la Mancha, con un premio de 50.000 dólares.

La foto de Sheila Sánchez adolescente alzando el trofeo, que era casi más grande que ella, y abrazando el simbólico cheque, que sí era más grande que ella, dio la vuelta al mundo, lo mismo que la noticia de que, luego de cobrar el dinero, hizo una transferencia a nombre de su padre y después corrió hasta la playa, se metió al mar y nunca más se volvió a saber de ella.

Algunos marinos dicen haberla visto nadando con delfines en el Atlántico Sur. Un barco chino reportó a una mujer con sus características espantando a los gritos a las ballenas para que no las arponearan, y otros aseguran que era ella quien robaba pescado junto a unas focas en Valparaíso.

Lo cierto es que su familia pudo comprar una casa en tierra firme, y Sheila encontró su lugar en el mar.


El adiós a Marciano Suárez

Noventa y dos años tenía Marciano Suárez. Y entre que el tiempo lo había dejado sin sus viejos amigos (y nuevos tampoco tenía) y que nunca llegó a ser el goleador augurado, a su sepelio, que duró apenas una mañana, asistieron sólo tres personas: un vecino, el enfermero que lo cuidó hasta el final y su sobrina.

Fue justamente ella quien se acercó al ataúd antes de que lo cerraran definitivamente y dejó junto a Suárez un objeto que los pocos presentes sabían lo que era y lo que significaba.

Si Marciano Suárez hubiera jugado más tiempo en primera, tal vez los diarios le habrían dedicado algunas líneas y las radios unos minutos. Pero no, sólo jugó dos años en Talleres y uno en Independiente, pero allí pocas veces dejó el banco de suplentes, y cuando entró, casi siempre en el segundo tiempo, defraudó a todos.

Él y Domingo, su hermano mellizo, ficharon para Talleres con 19 años, en 1947, y ese año se convirtieron en estrellas. Marciano jugaba de nueve y Domingo de diez, y esa combinación dio como resultado una delantera tan fuerte como eficaz.

Había un tercer Suárez, el mayor, Ángel, pero él había fichado tres años antes para Godoy Cruz, así que no pudo ser parte de esa formación azulgrana en la que los otro Suárez se deleitaban haciendo goles.

No era casualidad que los Suárez jugaran en Talleres y Godoy Cruz. Es que vivían en Dorrego, en una tapera cerca de las viñas, por la Calle del Tacho, que hoy es la Remedios Escalada.

Los Suárez habían crecido en esa zona, entre huellas de tierra y cascotes sueltos, y no se sabe bien en qué trabajaba el padre. Pero sí era seguro que en la familia se sacaban el hambre a cachetadas, así que los tres hermanos, además de jugar al fútbol, trabajaban en otra cosa.

Por eso, las chirolas que significaba el sueldo del futbolista eran el extra con el que los Suárez se daban los gustos: boliches, chupi, puchos y, en el caso de Domingo, una pelota de cuero profesional que sólo usaba para jugar en la cancha de Talleres. La llevaba a los entrenamientos y luego, en su casa, la lustraba, le pasaba grasa de vaca y la guardaba en el fondo del armario. Y para que no hubiera confusiones y el canchero del club no la fuese a guardar con las otras, Domingo le escribió su nombre con pintura blanca en uno de los cascos.

Pero la pelota no le duró mucho a Domingo. Una tarde de noviembre de ese año, después del entrenamiento, los Suárez volvían a su casa junto con otros jugadores. Jóvenes y deportistas, caminaban haciéndose bromas y empujándose, y en una de esas la pelota se escapó de las manos de Domingo y cayó al canal por el que ese día corría agua como si fuera un río.

Impotentes, entre puteadas y maldiciones, vieron cómo la pelota se perdía en la correntada. Domingo se descerrajó en insultos contra él, contra nadie, contra todos, y prometió que se iba a comprar otra el próximo año, porque los ahorros que había podido juntar hasta el momento más el aguinaldo ya tenían destino: una Puma 45cc.

Enero de 1948 encontró a Domingo yendo y viniendo a todos lados en su Puma, que cuidaba con el mismo celo que antes le había dispensado a la pelota. Y como la pelota, pero de madrugada, la moto terminó en el Cacique Guaymallén, pero esta vez Domingo cayó con ella.

Volvía de una noche de mucho alcohol y, según parece, porque no hubo testigos, perdió el control cruzando el puente y pasó de largo al canal, que ese día no llevaba tanta agua.

La muerte de Domingo destruyó a la familia, especialmente a Marciano, quien siguió jugando en Talleres pero ya no rindió lo mismo. Y en el 49 pasó a Independiente, pero apenas si pudo ser la sombra del que era cuando jugaba junto a Domingo. Entonces, en 1950, dejó definitivamente el fútbol, y con su nuevo trabajo de cartero tuvo tiempo libre, por lo que se enlistó en un cuerpo de bomberos voluntarios.

Marciano nunca se casó, y con los años fue ascendiendo en el Correo y en los bomberos; y veinte años después, en enero de 1970, el aluvión que asoló Mendoza lo encontró como jefe del cuerpo.

Puestos todos al servicio de la reconstrucción de la ciudad, el escuadrón de Suárez fue destinado a la limpieza de cauces, especialmente el Cacique Guaymallén, y así fue como a la altura de Colonia Segovia, entre las ramas de un sauce caído al cauce, en el lodo que había arrastrado la corriente hasta allí, distinguió algo del color del barro pero con una forma familiar. Se dio cuenta de que era una de las viejas pelotas de cuero, y cuando la desenterró y la tuvo entre las manos fue descubriendo lentamente, removidos el barro y el tiempo, que uno de los cascos decía «Domingo».

El bombero de 42 años, que había prestado servicio en mortales accidentes y colosales incendios, nunca tuvo que ser auxiliado como aquella vez. Las piernas se le doblaron, un dolor le retrajo el pecho, una palidez extrema le deformó la cara…

Hoy a la tarde sepultaron a Marciano Suárez. Promesa de gran jugador, jubilado del Correo, retirado con honores del cuerpo de bomberos voluntarios y mellizo de Domingo. En el cementerio sólo hubo tres deudos: un vecino, el enfermero y la sobrina, la hija de Ángel, que antes de que cerraran el ataúd depositó con un amoroso gesto, junto a su tío, una vieja pelota de cuero en uno de cuyos cascos aún puede leerse «Domingo».

Alejandro Frías